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(Blancas: Torre h1)Le puso una mano en el hombro a Raú l, y le pareció tocar un arco voltaico rebosante de electricidad. El muchacho se volvió, quedó frente a é l, pero sin dejar de moverse, siguiendo el ritmo. Lo reconoció. – ¡ Eloy! Y se le echó encima, abrazá ndolo. Eloy no pudo hacer nada para evitarlo, ni para apartarlo. Raú l tení a los ojos muy abiertos, el rostro congestionado, la huella de las hormigas mordié ndole el trasero, la energí a de cuanto llevara en el cuerpo disparando todas sus reservas. Lo aprovechó para intentar sacarlo de allí. – ¡ Eh, eh! ¡ Qué sorpresa! ¿ Qué haces aquí? ¿ Está n todos? ¡ Puta madre!, ¿ no? ¡ Puta madre, tí o! Estaba muy pasado, muchí simo. Probablemente habrí a empezado con alcohol el viernes por la noche, para darle a las pastillas de é xtasis de madrugada, tal vez un poco de coca aquella misma mañ ana y ahora, quizá s, acabara de pegarse un popperazo, por lo de reí rse y no parar de moverse, que eran sus efectos. Aquella noche podí a seguir con speed, y vuelta a las pastillas de nuevo de madrugada, só lo que entonces comidas, inhaladas en polvo o disueltas en alcohol, para aguantar definitivamente la subida final del domingo. Raú l se gastaba de veinticinco a treinta mil pesetas cada fin de semana en toda esa porquerí a. No sabí a de dó nde las sacaba, porque, desde luego, no trabajaba. Continuó llevá ndoselo de allí, hasta que é l se dio cuenta de ello. – ¿ Qué haces? ¿ Adó nde…? No pudo evitarlo. Se moví a sin parar, pero sus fuerzas estaban encaminadas a esa acció n, no a intentar detener a Eloy, y menos a resistirse a su furia. – ¡ Eloy, tí o! – Vamos fuera. – Pero… – ¡ Fuera! Continuó rié ndose y bailando, aunque ahora, sujeto por Eloy, má s bien parecí a un muñ eco articulado, una marioneta. Su rostro se convirtió en una mueca, pero ya no se resistió. Atravesaron la marea de cuerpos sudorosos bajo la cortina só nica y llegaron a la puerta. Alguien les puso un sello invisible, para poder volver a entrar. Luego salieron fuera. Eloy no se detuvo hasta haber andado unos veinte metros, a la derecha de la nave, en una zona en la que no habí a nadie cerca. Entonces empujó a Raú l contra la pared. – ¡ Eh, me has hecho dañ o! ‑ protestó el chico aú n riendo. – ¿ Tienes una pastilla como las que tomasteis anoche? – ¿ Para eso me sacas fuera? Jo, qué morro! – ¿ La tienes? ‑ gritó Eloy. – ¡ No! ‑ por primera vez Raú l dejó de reí r, aunque los ojos siguieron desorbitados y se le quedó un tic en el labio inferior‑. ¿ Qué pasa contigo, eh? – Luciana está en un hospital, en coma. – ¿ Qué? Lo habí a oí do, pero en su estado las cosas difí cilmente le entraban a la primera. – ¡ Luciana está en coma en un hospital, por la mierda que os tomasteis anoche! – Jo… joder, tí o ‑ parpadeó. No, ya no reí a. – Raú l, esto es serio ‑ dijo Eloy‑, Necesito una de esas pastillas. Tal vez ayude a Luciana. – ¿ Ayudarla? ¿ Có mo? – ¡ No lo sé! ‑ se sintió desfallecido‑. ¡ Los mé dicos no saben de qué estaba hecha! A lo mejor… Comprendió que estaba dando palos de ciego, empeñ ado en una bú squeda extrañ a, probablemente inú til, aunque en parte habí a seguido haciendo aquello por la misma razó n del comienzo: no quedarse quieto, moverse, hacer algo, escapar. ¿ Lo mismo que Raú l? No, era distinto. – ¡ Dios mí o, Luciana…! ‑ gimió Raú l resbalando hacia el suelo de espaldas a la pared. Eloy apartó sus ojos de é l. Habí a deseado pegarle, descargar su ira, toda su frustració n. Ahora ya no sentí a ganas de hacerlo. No sentí a nada. La misma voz del caí do se le antojó muy lejana cuando dijo: – Oye, sé … dó nde para ese tí o, el camello. É l sí tiene pastillas de esas. Todas las que quieras. Eloy volvió a mirarle.
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