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(Negras: Caballo c7)



En el silencio de la sala, la voz de Cinta sonó como un disparo.

– Nosotros lo hicimos.

Santi y Má ximo fueron alcanzados por é l.

Se miraron el uno al otro.

– Si muere, la habremos matado nosotros ‑ continuó Cinta.

– No es cierto ‑ articuló Má ximo.

– Sí lo es ‑ Cinta le atravesó con una mirada de hierro.

– Te podí a haber pasado a ti ‑ le dijo Santi‑, o a mí mismo, o a Má ximo. Le tocó a ella por un golpe de mala suerte. Esas cosas pasan.

– ¿ Qué excusa es é sa?

Ninguno de los dos le contestó.

– ¿ Queré is responderme? ‑ exhaló ella revestida de una falsa paz.

– ¿ Qué quieres, que no salgamos de casa por si nos atropella un coche? ‑ manifestó Má ximo.

– Uno hace cosas, y ya está. Se arriesga ‑ dijo Santi‑. Siempre nos arriesgamos, con todo. Al respirar, puedes coger algo con la porquerí a que hay en el aire, ¿ o no?

– A ver si te va a dar ahora la neura ‑ continuó Má ximo dirigié ndose a su amiga.

– Así que tenemos que olvidarlo y ya está. Como si fuera un accidente.

– Ha sido un accidente ‑ puntualizó Santi.

– Y todos nos sentimos mal por é l ‑ le apoyó Má ximo‑, pero no sirve de nada castigarnos en plan masoca.

– Todos tomamos una, ¿ vale?

Cinta fulminó a su novio.

– Ella no querí a tomarla.

– Pero la tomó, y no la obligamos ‑ insistió Santi.

– ¡ Prá cticamente se la pusimos en la boca!, ¿ lo has olvidado? ‑ elevó la voz la chica.

– Se hizo un poco la estrecha, nada má s.

– Ya sabes có mo es Luciana.

– Le gusta hacerse de rogar.

– Eso.

– Ademá s, el que lo lió todo fue Raú l.

– No, Má ximo ‑ volvió a hablar Cinta despué s del puñ ado de frases sueltas de ellos dos‑. Fuiste tú.

– ¡ Sí, hombre, encima!

– Tú fuiste en busca de Raú l, para que te pasara algo, y luego Raú l trajo a ese tipo, al camello, y despué s me decidí yo, lo reconozco, ¡ yo!, no voy a escurrir el bulto, pero no vengá is ahora con excusas. Todos está bamos allí, y todos somos responsables aunque ninguna justicia nos acuse.

– Vamos, cá lmate ‑ le pidió Santi yendo hacia ella.

Cinta lo rehuyó. Puso las dos manos con las palmas abiertas por delante, a modo de pantalla, pero sin mirarle a la cara. Los ojos los tení a fijos en el suelo, en el abismo abierto entre ellos. Toda la tensió n que sentí a se expandió con ese gesto, abarcando un enorme radio en torno a sí misma.

– Estoy muy calmada ‑ dijo‑. Muy calmada.

Pero los dos sabí an que no era así, que las emociones volví an a flotar, a salir por los resquicios y las grietas de su á nimo. Y tanto o má s que la verdad de las palabras de Cinta, temieron la inminente explosió n que iba a llevarles de nuevo a la crispació n.

La cuenta atrá s fue muy rá pida.

 

 

 



  

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