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(Blancas: f3)



La mú sica má kina, el bakalao puro, atronaba el lugar con una amplitud decibé lica ensordecedora incluso para é l en sus circunstancias, con la presió n de lo sucedido, el recuerdo constante de Luciana en el hospital y una noche casi en vela.

Pero se sintió cerca de su objetivo. Tení a un presentimiento.

Lo habí a tenido desde el mismo momento de asomarse al lugar y ver la cantidad de gente que se moví a en é l y escuchar su mú sica, dispuesta a machacar toda energí a. Allí habí a de todo. Cuerpos que eran como modelos individuales de la gran fotografí a cló nica de la especie. Cuerpos embutidos en jersé is de lycra y pantalones de nailon cortos o largos, ajustados y andró ginos, con muchas cremalleras, colores vistosos, aplicaciones holográ ficas, fluorescentes, metalizadas, irisadas o plá sticas; cazadoras bombers, bolsas en bandolera, mochilas de charol a la espalda, gafas de plexiglá s, cabellos «divertidos», en punta o dejando espacio a la imaginació n, desordenados y locos, tanto como cabezas peladas o con una leve capa de pelo, algú n tatuaje ya visible, zapatillas deportivas a la ú ltima, con sus cá maras de aire que permitieran variar la presió n y situarla en el tono ideal para bailar techno, rave, house. La suma expresió n de lo sinté tico.

Era el marco ideal para el loco de Raú l.

Eloy trató de seguir un plan, peinar la enorme nave abandonada de forma rigurosa, para que Raú l no se le escapara por un lado mientras é l estaba por el otro, o se cruzaran sin darse cuenta. La ventaja era que aquello no era una discoteca al uso, con poca luz. La desventaja era que podí a tener una docena de rincones ocultos, porque por todas partes habí a columnas, viejas má quinas, barras de bar improvisadas, restos de su antigua funció n de fá brica. La moda de los partys privados ya no dejaba rincó n virgen por descubrir.

Buscó algú n sitio alto, y lo encontró sin problemas. Dos escaleras con peldañ os de hierro subí an hasta un primer piso del cual salí a una plataforma metá lica, enrejillada, que corrí a paralela a una de las paredes longitudinales. Un perfecto punto de avistamiento.

Tuvo que dar algunos codazos, sonreí r a un par de monadas que le sonrieron a é l y luego se pusieron a cuchichear en voz alta sin disimulos, y esquivar a uno que ya llevaba la tajada encima, y a otro que se moví a con los ojos cerrados, a golpes, brazos en forma de aspas de molino, bailando igual que si estuviese en medio del desierto del Sá hara. Cuando llegó a la escalera subió iniciando ya el reconocimiento de lo que quedaba abajo. La gran pista de baile.

No, Raú l no era de los que se detení an má s allá de cinco minutos, lo justo para beber algo, orinar, o tomarse alguna porquerí a que le permitiera seguir y seguir. Era un loco del baile, un loco de la má kina, un perfecto modelo de genuina estirpe. Siempre les habí a hecho gracia. Incluso a é l. Viví a por y para el fin de semana. Eso y las pastillas. El resto de los dí as no existí a. Era una isla entre dos fines de semana. Hasta Má ximo era un chico normal comparado con é l.

Le pareció que los cuerpos, desde arriba, se retorcí an en un infierno sin fuego. Todo se le antojaba artificial. Sin embargo, de no haber sido por el estado de Luciana, é l mismo tal vez habrí a estado allí abajo, bailando, con ella y con todos los demá s. No podí a sentirse juez de nada.

Pero desde luego ahora lo veí a de otra forma.

Con otro sentimiento.

Buscó a Raú l. Tambié n eso debí a resultar fá cil. Siempre iba a la ú ltima de su rollo, colores, sensaciones. Claro que allí habrí a cien o doscientos Raú les y Raú las. El espectá culo resultaba enorme. La masa humana se moví a al mismo compá s, con el mismo ritmo, bajo el mismo influjo hechizante, magné tico, y muy especialmente hipnó tico. Lo curioso es que antes no le daba importancia. Cada cual tení a su rollo. ¿ Por qué, de pronto, era como si se sintiese viejo, muy mayor, incluso carca? Habí a leí do que el bakalao gustaba a los adolescentes por esa razó n: los hipnotizaba, los sumergí a en un mundo en el cual no habí a ideas propias, los globalizaba y los unificaba. No habí a necesidad de pensar, ni cambiar, só lo dejarse llevar, y llevar, y llevar.

Y cuando el cansancio podí a con todo, para eso estaban las pastillas, el é xtasis, el eva, los speeds, los á cidos, las anfetas, los popperazos, una larga lista de posibilidades para mantener el cuerpo en forma y aguantarlo todo, absolutamente todo durante veinticuatro, cuarenta y ocho o setenta y dos horas sin dormir.

Llegó a la plataforma, y pasó los siguientes tres minutos mirando abajo de forma sistemá tica, calculada, hasta que empezaron a dolerle los ojos. Só lo hasta entonces.

Porque de pronto lo vio.

Raú l.

Estaba allí, casi en el centro de la pista, bailando como un loco, como si acabara de empezar en lugar de llevar ya casi un dí a en ello.

Eloy buscó un par de puntos de referencia para situarle y fue hacia é l.

 

 

 



  

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