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(Negras: Reina g6)



Vicente Espinó s levantó el auricular del telé fono y marcó é l mismo el nú mero del hospital. El sonido del disco al girar en el viejo aparato, extrañ amente audible, le hizo recordar que era sá bado por la tarde, y que no habí a mucha gente en comisarí a, como si los sá bados ellos, los protectores de la ley, tuviesen vacaciones.

– ¿ Hospital Clí nico? ‑ dijo una voz.

– Inspector Espinó s. Con el doctor Pons, por favor.

– El doctor Pons ha salido ya, señ or.

– Pues con alguien que atienda a Luciana Salas.

– ¿ Luciana Salas? Un momento, no se retire.

No tuvo que esperar demasiado. Una voz femenina tomó el relevo de la anterior. Ni siquiera preguntó quié n era. Desde luego no se trataba de la madre de la chica.

– Soy el inspector Espinó s. Llamaba para saber el estado de Luciana Salas.

– Sigue igual, señ or inspector, aunque hemos estado a punto de perderla hace un rato. Ahora está estabilizada.

– Gracias ‑ suspiró.

Colgó el aparato y miró los nombres anotados en su libreta, los que habí a copiado del listado hallado en la habitació n del Mosca. Se los sabí a ya de memoria, pero los repitió una vez má s.

– ¡ Roca! ‑ llamó de pronto.

Lorenzo Roca apareció ante é l. Era alto y delgado, de nariz prominente y ojos saltones, de la nueva escuela, un buen policí a. Casado, con hijos, pero tení a futuro, eso sí. Llegarí a lejos.

– Mí rame dó nde está n esos cinco locales, hazme el favor ‑ le pidió.

– Enseguida, jefe.

Lo vio alejarse en direcció n a su mesa y coger un listí n telefó nico y una guí a de calles. Se echó hacia atrá s y recapituló por el breve recorrido del dí a en busca de Policarpo Garcí a, alias el Mosca. La tarde enfilaba su ú ltima hora y pronto anochecerí a. Era la hora de moverse.

Lorenzo Roca reapareció frente a é l en un tiempo inusitadamente corto, o tal vez fuera que é l se habí a quedado pensativo sin darse cuenta mucho má s allá de lo calculado.

– Vea, jefe ‑ dijo su subordinado dando la vuelta a la mesa para situarse frente al mapa de la ciudad que presidí a la pared‑: El Calí gula Ciego está aquí; La Mirinda, aquí; el Popes, aquí; el Marcha Atrá s, aquí, y el Peñ ó n de Gabriltar… aquí ‑ y dio por concluida la señ alizació n enfatizando las dos sí labas del ú ltimo «aquí ». Luego agregó ‑: Vaya nombres, ¿ no? Los hay que…

No estaban lejos unos de otros. Se podí an recorrer en una noche.

Todo dependí a del Mosca.

– ¿ Puedes averiguarme algo má s acerca de ellos? Horarios y todo eso, clase de pú blico, etcé tera.

– Sí, claro ‑ Roca hizo ademá n de alejarse.

– Espera.

Esperó.

– Antes da aviso de bú squeda de Policarpo Garcí a, alias el Mosca, y enví a un coche para que vigilen discretamente la pensió n Costa Roja, por si aparece por su habitació n.

– ¿ Algo má s?

– No. Trá eme esos datos cuanto antes.

Lorenzo Roca volvió a dejarle solo.

 

 

 



  

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