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(Blancas: g4)Má ximo llamó al portero automá tico y no tuvo tiempo de preguntarse si habí a cometido una estupidez yendo hasta allí. La voz de Cinta sonó por el interfono. – ¿ Sí? – Soy yo, abre. – ¡ Jo, tí o, menudo susto nos has dado! ‑ exclamó la voz antes de oí rse el zumbido de la puerta al ser abierta desde arriba. «¿ Nos? » Bien. Eso querí a decir que Santi estaba allí tambié n. Mejor. Los tres juntos podrí an pensar en hacer algo. Por lo menos podrí an compartir la inquietud, y apoyarse mutuamente. Subió al piso y al salir del ascensor se encontró con la puerta abierta. Entró. Santi apareció en el pasillo, en calzoncillos. Cinta no estaba. – Oye, no estarí ais… ‑ lamentó de pronto. – Sí, hombre ‑ suspiró Santi‑. Para eso estamos. – ¿ Y Cinta? – Vistié ndose. – ¿ Creí ais que eran sus padres? – Ellos tienen llave, pero como no esperaba a nadie y menos a esta hora… ¿ Sabes algo? – No, nada. He estado en casa. ¿ Y vosotros? – Tampoco sabemos nada. Cinta salió de su habitació n acabando de abrocharse los vaqueros. Llevaba una camisa suelta por encima. – ¿ Sabes algo? ‑ repitió la pregunta de su novio sin darse cuenta. – No, ya le he dicho a Santi que he estado en casa, y no he querido llamar al hospital para no tener que explicarles nada a mis padres. Só lo hubiera faltado eso. – Ya. – ¿ Habé is dormido? – É ste, un poco, aunque no sé có mo ha podido ‑ dijo Cinta señ alando a Santi con el dedo. – Yo es que estoy como… ‑ no encontró la palabra adecuada para referirse a su estado. – Como nosotros ‑ terminó Santi. – ¿ Qué hacemos? Estaban en la sala. Má ximo esperó una respuesta, pero é sta no llegó. Cinta volvió a dejarse caer sobre la butaca. Y Santi se cruzó de brazos. – Oye, ví stete, ¿ no? ‑ le reprochó Cinta‑. A ver si aú n vas a tener que salir por la ventana. – Vale, vale. Pero no se movió, y los tres se miraron de nuevo el uno al otro, hasta que Má ximo repitió la pregunta. – ¿ Qué hacemos?
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