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(Blancas: Torre x g7 – Negras: Torre x g7)



(Blancas: Torre x g7 – Negras: Torre x g7)

Os oigo.

Claro que os oigo.

Ni siquiera hace falta que hablé is. Puedo escuchar vuestros pensamientos. Y no me duelen. Tampoco me llenan de alegrí a. Aquí las emociones, las sensaciones, son distintas. Puedo razonar sin presiones, como nunca lo habí a hecho. En cambio, sí me importa vuestro dolor, pero deberí ais saber que estoy bien.

Y si abandono mi cuerpo al final del camino… por supuesto, ¿ para qué necesitaré ya mi corazó n o mis riñ ones?

Lo ú nico que querrí a era tener un instante final de lucidez, só lo eso, para deciros que os quiero, aunque vosotros ya lo sabé is, y para decí rselo a Eloy, que tal vez crea que ya no es así. Só lo quiero un instante. Un instante final.

Aunque temo que baste ese simple segundo para sentir el dolor que no siento ahora. No me gusta el dolor. Tal vez por ello no quiero volver. É se es mi ú ltimo miedo.

Me toca mover. Pasa el tiempo y la partida está en tablas. Pero me toca mover. Mi rival acaba de lanzar un ataque sobre las posiciones de mi rey y mi reina. Es una situació n comprometida. Debo hacerlo. Puedo sacrificar una torre para escapar, o meditar detenidamente mi propio ataque, lanzando el caballo sobre su alfil. ¿ Y ese peó n? Cuidado. Mi rival es bueno. Es el mejor que he tenido nunca.

Porque ahora sé có mo es.

Sé quié n es.

Le he visto la cara.

Mi rival es la muerte, y juega a ganar.

 

 

 

(Blancas: Reina x g7)

Tuvo que llamar al timbre media docena de veces, y aporrear la puerta con los puñ os, hasta conseguir despertarlos. Cuando ya creí a no poder hacerlo, escuchó un ruido al otro lado de la madera. Y una voz.

– ¡ Ya va! ¡ Ya va!

Le abrió Ana. No se habí a preocupado mucho de taparse. Llevaba una bata corta mal anudada por encima de su desnudez. Despué s de todo, lo raro era incluso que se hubiera puesto la bata, porque Ana era de las que pasaba de convencionalismos. En eso le ganaba a Paco. La modernidad por montera. El estí mulo de la contracorriente. La rebeldí a de los que no tienen ninguna rebeldí a, salvo vivir.

Vivir para pasarlo bien.

– ¿ Eloy? ‑ lo reconoció a duras penas por entre las brumas de su sopor‑. ¿ Qué haces aquí?

– Tengo que hablar con vosotros.

– ¡ Jo! ¿ Está s loco? ¿ Qué hora es?

Eran aves nocturnas, así que el dí a les producí a sarpullidos, y má s aú n los fines de semana. Tal vez se volvieran de piedra y se deshicieran, convirtié ndose en un montó n de cenizas, como Drá cula.

Eloy entró decidido, sin esperar una invitació n. Ana cerró la puerta, indecisa, y le siguió como si flotara, sinentender qué pasaba. El pequeñ o apartamento era unmuseo barroco mal arreglado, con velitas, sí mbolos de todas clases, desde el yin y el yang y pó sters hindú es hasta objetos de diseñ o, luces por el suelo o un mueble del má s puro estilo art decó. No faltaba ropa tirada por el suelo. Al fin y al cabo Ana tení a dieciocho añ os v Paco no habí a llegado aú n a los veinte.

– ¡ Paco! ‑ llamó Eloy.

– ¡ No grites! ‑ Ana se llevó las manos a los oí dos.

– ¿ Te has tomado un valium o es pura y simple resaca:

– ¡ Eh, qué pasa contigo! ‑ protestó ella.

Entró en la ú nica puerta que estaba medio cerrada, y se encontró con el colchó n, en el suelo, y con Paco tendido sobre é l, boca abajo. Se sintió irritado por la escena sin saber por qué.

– Vamos, Paco, despierta.

La respuesta fue un bufido.

Así que le apartó la sá bana y, tras arrodillarse a su lado, lo zarandeó.

– ¿ Qué haces? ‑ protestó Ana despejá ndose má s rá pidamente al comprender que pasaba algo.

Paco acabó abriendo los ojos. Lo miró a é l y frunció el ceñ o. Luego la miró a ella. Ana tambié n se habí a arrodillado junto a Eloy, para impedirle seguir. El silencio fue muy breve.

– ¡ Luciana está en coma!, ¿ vale? ‑ les soltó a bocajarro‑ Ahora quiero que me digá is si tené is alguna pastilla como la que ella se tomó anoche.

Tardaron en reaccionar. Las palabras tení an que atravesar una espesa masa de algodó n hasta llegar a su cerebro.

– ¿ Qué? ‑ balbuceó Paco.

– ¡ Luciana está en coma! ‑ gritó aú n má s fuerte Eloy‑. ¡ Se tomó una mierda y le sentó mal! ¡ La misma mierda que os tomasteis vosotros, y que se tomaron los demá s! ¿ Lo cogé is ahora?

Lo cogí an, pero a cá mara lenta.

– Pero si…

– Nos fuimos y ella…

– ¿ Tené is una pastilla de esas?

– No ‑ dijo Ana.

– ¿ Para qué vamos a tener una…? No hay ningú n problema en comprarla despué s, donde vayamos. Ningú n problema.

– ¿ Dó nde puedo encontrar a Raú l?

– ¿ Para qué …?

– Porque é l fue el que las consiguió. Me lo dijo Má ximo. Venga, ¿ dó nde puede estar a esta hora un sá bado por la tarde?

– Raú l… ‑ siguió espeso Paco.

– ¡ Vamos, vamos, joder! ‑ le zarandeó Eloy.

– ¡ Dé jale en paz!, ¿ quieres? ‑ le defendió Ana‑. ¡ Iba a una privada! ¡ Nos dijo si querí amos ir, pero pasamos, porque yo no me encontraba bien y preferí a salir esta noche!

– ¿ Dó nde está esa privada?

– ¡ En una nave abandonada, cerca de las viejas fá bricas, al lado de la estació n! ¡ Y no grites má s, coñ o!

– ¿ Có mo la reconozco? ¡ Ahí hay varias fá bricas, las está n echando abajo!

– ¡ Tiene el techo plano, y un ró tulo en rojo en la puerta, Hilos de No‑ sé ‑ qué o algo parecido! ‑ Paco se llevó una mano a la cabeza, como si é sta fuese a estallarle.

– Al lado hay una con una chimenea muy alta, ¡ no tiene pé rdida! ‑ tomó el relevo Ana.

Era suficiente. Se puso en pie, jadeando, y se dirigió a la puerta para no perder ni un minuto má s. Iba a traspasarla cuando escuchó de nuevo la voz de Ana a su espalda.

Ya no gritaba.

– Eloy ‑ le detuvo.

É l la miró.

– ¿ Es… grave? ‑ preguntó la muchacha.

– Ya os lo he dicho: está en coma. Tuvo un golpe de calor.

Ana cerró los ojos.

Y Eloy se marchó sin esperar má s.

 

 

 



  

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