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(Negras: Reina f5)Luis Salas apartó la mirada de su hija y la fijó en su mujer, que seguí a como hipnotizada por ella. Norma acababa de salir una vez má s, incapaz de quedarse quieta, asustada y al mismo tiempo nerviosa por aquel caos de emociones y sensaciones. Le cogió una mano a su mujer, y se la presionó suavemente. Fue una llamada. Pero Esther Salas no la atendió. – Esther ‑ musitó é l finalmente. No hubo respuesta. – Esther ‑ repitió ‑. Tenemos que hablar. – ¿ De qué? – De todo esto. – No. – Creo que sí. Tenemos que decidir algo. – No ‑ repitió ella con mayor determinació n. – Debemos confiar, esperar, y estaremos con ella aunque pase así dí as, o semanas, o meses ‑ se negó a decir la palabra «añ os»‑. Pero el doctor tiene razó n. Si se produce lo irremediable… – No quiero que la destrocen. Es mi hija. – Querida… – ¡ Está viva! ‑ gritó sin levantar la voz, en su mismo cuchicheo‑. No quiero oí r hablar de eso. – Vamos, por favor, cá lmate ‑ la presió n de la mano se acentuó. Hasta que ella la apartó de las suyas. – Tú está s de acuerdo, ¿ verdad? Se enfrentó a los ojos de su esposa. – Sí ‑ manifestó agotado, pero decidido. – ¿ Por qué? – Porque es mi hija, y tiene un corazó n, un hí gado, dos riñ ones, dos có rneas… Y porque si ella muere, me gustarí a pensar que sigue viva en otras cinco personas, tal vez cinco chicas como ella misma. Esther Salas ya no lloraba. Desde la crisis ya no lloraba. – A veces… – ¿ Qué? ‑ la alentó para que siguiera al ver que se detení a. – No, nada ‑ bajó los ojos un momento antes de volver a fijarlos en el cuerpo de Luciana. Luis Salas respetó su silencio. Lo rompió de nuevo su esposa unos segundos despué s. – ¿ Y si nos está oyendo? ‑ susurró. – Sabe que estamos aquí. – Sí, pero ¿ y si nos está oyendo? – Luciana siempre ha sido una gran chica, tiene un corazó n de oro. Todo el mundo lo sabe. Esther Salas suspiró. Su marido supo que era tanto una derrota como un implí cito reconocimiento de la realidad de cuanto habí an estado hablando.
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