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(Blancas: Alfil f4)



La pensió n Costa Roja era tanto o má s destartalada que la pensió n Á gata. O bien el Mosca protegí a su identidad saltando de un lado a otro, sin dar muestras de estar vivo y menos de tener algú n dinero, o bien lo de vender como camello no le daba para má s.

Lo primero que vio Vicente Espinó s al entrar fue el cuadro sobre el pequeñ o mostrador de recepció n, si es que podí a llamarse así. Lo segundo, la inmensidad de la que estaba tras é l, embutida en una camiseta roja a punto de reventar.

La dueñ a de la camiseta lo miró con precaució n. Evidentemente no parecí a un posible hué sped.

– Inspector Espinó s ‑ le mostró la credencial‑. ¿ Está Policarpo Garcí a?

– ¿ El señ or Garcí a? ‑ repitió la mujer insegura.

– El señ or Garcí a ‑ insistió é l.

– No, no está.

– ¿ Có mo se llama usted?

– Eulalia Rodrí guez Espartero, para servirle.

– Me bastaba con el nombre, Eulalia, pero puesto que está dispuesta a servirme, há galo. ¿ Dó nde ha ido?

– No lo sé. Ahí está su llave, ¿ ve? La nú mero 9.

Colgaba de un clavo en la pared, a su derecha.

– ¿ Volverá?

– Tampoco lo sé. A veces está un par de noches fuera.

– ¿ Cuá ndo lo vio por ú ltima vez?

– Ayer a mediodí a, o a primera hora de la tarde. No ha pasado la noche aquí.

Vicente Espinó s alargó la mano. Cogió la llave.

– No le importará que suba a su habitació n, ¿ verdad? Y no me pregunte si traigo una orden de registro, porque esa chorrada só lo pasa en las pelí culas americanas. Todo el mundo ve demasiadas pelí culas americanas, hasta los delincuentes.

– ¡ Oh, no, claro…! ‑ asintió Eulalia‑. Encantada de colaborar. Puede subir, aunque le agradecerí a que…

– Descuide. No tocaré nada.

– Es que no quisiera que el señ or Garcí a se enfadara, ¿ sabe usted? Es una buena persona. No sé qué puede…

La dejó hablando y subió la destartalada escalera sin prisas, por si acaso. Los que corrí an se encontraban antes con las balas, y no habí a ninguna necesidad de tener prisa para algo así. Llegó a un pasillo mal iluminado y encontró la habitació n nú mero 9 a los dos pasos. Introdujo la llave en el hueco de la cerradura y abrió la puerta.

El Mosca no nadaba en la abundancia precisamente.

Habí a un par de pantalones, una poca ropa interior, un par de camisas y una chaqueta. Eso era todo. No habí a nada má s, salvo un despertador, una revista eró tica y una vieja fotografí a de una mujer mayor.

– Hasta los delincuentes tienen madre ‑ dijo el policí a en voz alta.

Ni rastro de pastillas. El Mosca las llevaba encima.

Abrió los cajones del armario empotrado y de la mesita de noche. Fue en esta ú ltima donde encontró un listado escrito a má quina.

Discotecas, pubs, after hours, clubes privados, con fechas, anotaciones y algunas marcas.

Le echó una rá pida ojeada. Junto a la mayorí a de los nombres escritos habí a nú meros. No hací a falta ser muy listo para saber que era el nú mero de pastillas vendidas en cada local. Una extrañ a forma de llevar la contabilidad. Las otras anotaciones correspondí an a dí as de la semana. Se detuvo en cinco locales en concreto: Calí gula Ciego, Popes, La Mirinda, El Peñ ó n de Gabriltar y Marcha Atrá s. Escrito a mano junto a todos ellos pudo leer la palabra: «sá bado». Sá bado.

Podí a ser este sá bado, o tal vez otro.

De no ser porque junto al nombre de Pandora's la palabra escrita era: «viernes». Los leyó todos. «Viernes» aparecí a escrito junto a otros tres locales.

Tal vez fuera algú n indicio. Tal vez ya no lo fuera. Dependí a del Mosca. Aun así sacó una pluma de la chaqueta y un bloc de notas del bolsillo, y copió los nombres de los locales junto a los que se leí a viernes y sá bado. Hubiera sido mejor hacer una fotocopia de todos, pero entonces habrí a tenido que salir y volver a entrar, y eso habrí a alertado a la tal Eulalia. Dejó el listado en el mismo cajó n y en la misma posició n y salió de la habitació n.

Eulalia seguí a en el mismo sitio, como si no se hubiera movido y estuviese pegada al suelo.

 

 

 



  

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