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(Negras: Torre d7)



Juan Pons entró en la sala tratando de que su rostro reflejara una esperanza que difí cilmente podí a transmitirles. Al verle aparecer, los padres de Luciana se levantaron y fueron tambié n hacia é l. Antes de que la mujer pudiera hablar, lo hizo el mé dico.

– La hemos estabilizado ‑ informó.

– ¡ Oh, Dios mí o! ‑ Esther Salas se llevó una mano a los labios.

– Entonces… ‑ vaciló Luis Salas.

– Todo ha vuelto a la normalidad, si es que podemos hablar de normalidad en su estado ‑ explicó el mé dico‑. Sigue el coma, y sus constantes vitales se mantienen, pero la crisis ha pasado.

– ¿ Son normales este tipo de complicaciones? ‑ quiso saber el padre de Luciana.

– No hay una respuesta exacta para esto, señ or Salas ‑ dijo el mé dico midiendo las palabras‑. Hacemos lo que podemos, pero a veces, aunque les cueste creerlo, no sabemos contra qué luchamos. Ya le dije que su hija puede despertar en cuarenta y ocho horas, seguir así o…

– Ella es fuerte ‑ aseguró su madre.

– Ignoramos lo que pueda haber en su mente ahora mismo. Tal vez sea consciente de algo, y luche, o tal vez no. Un coma no es má s que un largo sueñ o, y tambié n un delgado cordó n umbilical doble que une al paciente con la vida y con la muerte, un cordó n muy frá gil en ambos sentidos. Lo que sí está claro es que tal vez no resista otra crisis como la que acaba de tener.

– ¡ Oh, no! ‑ tembló ella.

– Miren, he de ser sincero con ustedes ‑ el doctor Pons buscó los ojos del hombre para apoyarse en su aparente mayor dominio, aunque sabí a que Luis Salas estaba tan destrozado como su esposa‑. Las pró ximas horas será n decisivas, quiero que lo sepan. Me gustarí a que lo entendieran y que se prepararan para lo que pueda suceder.

– Dí ganos la verdad ‑ pidió el padre de Luciana.

– Se la estoy diciendo. Por esa razó n les hablo ahora y no despué s, cuando ya no haya nada que hacer. Hay un riesgo de que muera, y en tal caso es mi deber preguntarles si estarí an dispuestos a donar sus ó rganos.

– ¡ No!

La reacció n fue instantá nea, fulminante, por parte de Esther Salas.

– Señ ora…

– ¡ No quiero que la troceen y…! ¡ No, no, no! ‑ se negó a escuchar má s y se llevó las manos a los oí dos.

Luis Salas bajó los ojos. Su voz sonó como si hablara desde el suelo.

– ¿ Tenemos que contestarle ahora? ‑ preguntó.

– ¡ Luis! ‑ gimió su esposa.

– No, claro que no ‑ suspiró Juan Pons‑. La urgencia es siempre para los que esperan vivir con los ó rganos de los que se van. Lamento haber parecido…

Era su trabajo, y la conversació n tení a para é l muchos ecos habituales. Pero aun así, no se acostumbraba a ellos. Nunca lo harí a. Todos los padres, igual que los hijos, tení an un rostro propio, inolvidable. Todos, tanto los que veí a morir y llorar como los que veí a vivir y reí r.

– ¿ Se encuentra bien, señ ora Salas?

Era una pregunta sin sentido, por eso ella no le respondió.

 

 

 



  

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