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(Blancas: Reina f3)



Loreto entró en el cuarto de bañ o y cerró la puerta. Inmediatamente despué s de ello, pegó la oreja a la madera.

No tuvo que esperar demasiado.

No les oí a hablar con claridad, aunque sí supo que lo estaban haciendo por el tono de sus voces, ahogadas por los cuchicheos y la distancia. Tambié n reconocí a el tono de su previsible discusió n. Ahora su madre solí a entrar en el bañ o sin llamar a la puerta, para tratar de sorprenderla si vomitaba. Las ú ltimas peleas, y las ú ltimas lá grimas maternas, habí an sido por esa causa. Al menos antes del ultimá tum del psiquiatra.

Tanto tiempo vomitando, vomitando, vomitando…

El psiquiatra le dijo que todo dependí a de sí misma. Si continuaba, muy pronto dejarí a de vomitar. Ya no podrí a.

Estarí a muerta.

No querí a morir, pero su hambre incontrolada, el miedo a engordar, la sensació n de impotencia y frustració n, aú n eran superiores a ella.

Nadie se acercó a la puerta. El cuchicheo subió de tono, alcanzó un climax y despué s cesó. Creyó escuchar palabras como «confianza» y fragmentos de frases sueltas como «no presionarla» o «vamos a esperar, nos prometió …».

Promesas, promesas. Todas desaparecí an al acabar de comer. Entonces quedaba ella, y só lo ella frente a sí misma.

Casi instintivamente, como el drogadicto que busca la aguja de forma inconsciente para hundí rsela en la vena, se llevó los dedos a la boca.

Los introdujo hasta la garganta.

Y sintió la primera arcada.

Habí a comido en exceso: sopa, carne, ensalada, pan, postre. Serí a fá cil devolverlo todo. Bastarí an unos segundos. Como siempre.

Sin ruido.

La arcada aumentó.

Se acercó a la taza del inodoro. Se arrodilló delante de ella. Inclinó la cabeza.

Pero de pronto se vio a sí misma, reflejada en el pequeñ o lago quieto formado por el agua clara y transparente del fondo del WC, al otro lado de la cual desaparecí a el conducto, rumbo a las cloacas.

Ella.

No… de pronto dejó de verse a sí misma.

Se convirtió en Luciana.

Tuvo un espasmo, un estremecimiento, pero no debido a la presió n de los dedos o a causa de otra nueva arcada. Fue como si un grito silencioso acabase de estallar en su interior.

Luciana.

Loreto nunca hubiese gritado; Luciana sí.

Cerró los ojos y volvió a abrirlos, un par de veces. Esperó, pero la imagen no desapareció, no volvió a ser la de sí misma.

Despacio, muy despacio, apartó los dedos del fondo de su boca, hasta acabar sacá ndoselos de ella.

Entonces, la imagen volvió a ser la suya.

Se dejó caer temblando hacia atrá s, hasta acabar sentada en el suelo del cuarto de bañ o, aturdida. Luego se llevó las manos a la cabeza. No era una guerra, era algo mucho peor. Dos personas peleá ndose en su interior.

Corazó n dividido, cerebro dividido, vida dividida.

– ¡ Vomita!

– ¡ No lo hagas!

Ella… y Luciana.

De algú n lugar sacó las fuerzas, no supo de dó nde. Lo ú nico que fue capaz de recordar en los dos o tres minutos siguientes fue que, tras permanecer en el suelo un tiempo indefinido, acabó levantá ndose para salir como un rayo del bañ o, alejá ndose del influjo hechizante de su reclamo.

Y lo habí a conseguido sola.

Por primera vez.

Sola o con el espectro de Luciana reflejado allí abajo, aunque la decisió n final seguí a siendo suya, y eso era lo má s importante.

Se encontró con sus padres, llenos de ansiedad, pero no hizo falta que les dijera nada. El ruido de la cisterna del inodoro no habí a sonado. Así que se metió en su habitació n temblando, asustada por su é xito, má s asustada de lo que nunca habí a estado en la vida.

 

 

 



  

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