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(Blancas: Caballo e4)



Vicente Espinó s tuvo que esperar má s de un minuto, y llamar tres veces, antes de que al otro lado de la puerta sonara un ruido o lo má s parecido a una respuesta. Despué s, una voz gutural, espesa, se hizo patente con escasas muestras de cordialidad.

– ¿ Quié n es?

– Abre, Loles.

– ¿ Quié n es? ‑ repitió la voz prá cticamente en el mismo tono.

– ¿ Quieres que te muestre la patita por debajo de la puerta? Abre o echo la puerta abajo.

Transcurrieron unos segundos. Tras ellos, la puerta se abrió só lo unos centí metros. Los necesarios para que por ellos asomara un ojo enrojecido que se esforzó al má ximo para centrarlo en su retina.

El policí a no dijo nada. Esperó.

– ¿ Qué quiere? ‑ farfulló la mujer una vez lo hubo reconocido.

Vicente Espinó s puso la mano en la puerta. No la empujó, porque se la hubiera llevado a ella por delante. Só lo hizo un poco de presió n, la justa. Loles se tuvo que apartar.

Pudo olerla desde allí, a pesar del metro escaso de distancia. Olí a a vino peleó n y a sudor. Pero eso no era lo peor. Lo peor era su imagen, con el cabello alborotado, la bata que apenas le cubrí a nada, aunque lo que ocultaba tampoco era como para recrearse, los ojos cargados de rimel corrido, el maquillaje tan seco como los pantanos en Españ a despué s de una sequí a canicular, las uñ as de las manos con el esmalte roto, toda su edad doblada en los pliegues de una vida castigada.

Ella tambié n habí a vivido el viernes noche.

– Estoy buscando al Mosca ‑ la informó tras echar tambié n una ojeada por detrá s de Loles, por los confines caó ticos de la habitació n, que má s se asemejaba a una sucursal del infierno que a otra cosa.

– Yo en cambio ya he dejado de buscarle ‑ rezongó la mujer.

– Segú n parece, estabais juntos.

– ¿ Quié n es su informante, Humphrey Bogart? Porque muy al dí a no está, que digamos.

– ¿ Cuá nto hace que no lo ves?

– Se largó hace un par de meses.

– ¿ Os peleasteis?

– Diferencias irreconciliables ‑ manifestó Loles, siempre en el mismo tono y con la misma expresió n.

– ¿ No me engañ as?

– ¿ Por qué tendrí a que hacerlo? Es un idiota malnacido. ¿ Qué ha hecho, inspector?

– Ha metido a una chica en un problema.

– ¿ Poli? ‑ se llenó de dudas sin poderlo creer.

– No es un problema de esos. Ella está en coma por su culpa, y puede morir. Le vendió algo, ¿ entiendes?

Pareció acusarlo. O tal vez no. Su cara seguí a siendo una má scara. Vicente Espinó s recordó que Loles tení a una hija. Adolescente.

– ¿ Tu hija se salió de la heroí na? ‑ preguntó de pronto.

Loles lo miró fijamente. La má scara se resquebrajó un poco. Le tembló el labio inferior.

– Mi hija murió hace dos añ os ‑ dijo.

– Lo siento.

Siguieron mirá ndose, aunque ahora el tiempo dejó de tener validez para ambos. Má s bien fue un pulso. La ingravidez del policí a frente al desmoronamiento de la mujer. Algo muy impresionante la estaba aplastando de forma lenta pero implacable.

Por esta razó n no esperaba aquello.

– Pensió n Costa Roja ‑ musitó Loles con un hilo de voz.

No pudo ni darle las gracias. Ella cerró la puerta sin despedirse.

 

 

 



  

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