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(Blancas: Caballo c4)



Eloy se detuvo en seco, inesperadamente, al encontrarse con El Arca de los Noé s cerrada. Se acercó a la puerta y descubrió que estaba precintada por la autoridad facultativa. Su desconcierto fue palpable.

Era una de las posibilidades de encontrar a Raú l a aquella hora.

Pese a todo, no habí a muchos locales de baile abiertos en un sá bado por la mañ ana, legales, ilegales, camuflados o privados.

Suspiró desalentado.

Y entonces, por primera vez desde que habí a salido del hospital, se preguntó qué demonios estaba haciendo.

En parte lo sabí a: moverse, no parar, hacer algo para no volverse loco. No habrí a podido quedarse en casa, solo, o en el hospital, abatido, con Luciana tan cerca hundida en la sima de su silencio. Pero en parte era algo má s. Las palabras revoloteaban por su mente como moscas inquietas: «Si pudié ramos dar con una pastilla igual a la que se ha tomado ella», «Si supié ramos qué sustancias contení a», «El é xtasis, el eva, son como bombas inexploradas, y cada remesa es diferente a otra»…

No, no querí a dar con Raú l para romperle la cara. Querí a dar con é l para intentar ayudar a salvar a Luciana.

Tení a que conseguir una de aquellas pastillas. Así de simple.

Se sentó en el bordillo y hundió la cabeza entre las manos. ¿ Qué estaba haciendo, jugar a policí as y ladrones? Y, sin embargo, tal vez fuese una oportunidad de hacerlo, sí, de salvar a Luciana.

Luciana.

Oyó su voz y su risa contagiosa en algú n lugar de su cerebro.

Y recordó la primera vez. Aquella primera vez.

Estaba en casa de Alfredo, uno un poco pirado, y oyó decir que iba a llegar «la Karpov». La llamaban así porque habí a ganado un campeonato de ajedrez escolar. Se imaginó a una chica con gafas, paticorta, fea, con granos, hombruna, sin el menor sexy, y su machismo se vio sorprendido con algo totalmente diferente. Pero aun antes de saber que era ella, ya se habí a enamorado. Desde el momento en que entró en la casa se le paró el corazó n en el pecho. Flechazo puro. Como para no creé rselo, o reí rse, porque era la pura y simple realidad.

Cinco minutos despué s ya estaban hablando.

Una semana despué s le daba el primer beso.

Un añ o despué s…

No iba a poder amar a nadie má s como la amaba a ella. Eso lo sabí a. Su padre le habló una vez del «amor de su vida», su primera novia. Nunca la olvidó, y aunque habí a sido feliz con su madre, aú n pensaba en ella, porque habí a sido lo má s importante de su adolescencia. Su padre decí a que la adolescencia era la parte de la vida má s importante, porque es aquella en la que las personas se abren a todo, se tocan, descubren que está n vivas, se sienten, aprenden, sufren la primera realidad de la existencia, aman y buscan ser amadas. El estallido de las emociones.

Su padre tení a razó n.

Por eso se habí a declarado a Luciana. Ya eran novios, pero é l querí a el compromiso definitivo, para empezar a hacer planes. Por eso no entendí a el comportamiento de ella.

– Luciana… ‑ gimió envuelto en un suspiro.

Si no se hubiera quedado a estudiar.

Si no…

¿ A quié n querí a engañ ar? Má ximo tení a razó n: Luciana era tozuda. Se habrí a tomado aquella cosa igualmente. Y probablemente é l tambié n lo hubiera hecho, para no parecer idiota, para acompañ arla en todo.

Ahora ya no tení a remedio.

No tení a remedio el pasado, aunque sí el futuro.

Se puso en pie, de golpe, apartó las sombras de su mente y continuó su bú squeda.

Cada minuto contaba.

 

 

 



  

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