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(Negras: Caballo b8)



Loreto se miró en el espejo de su habitació n.

Desnuda.

Recorrió las lí neas de su cuerpo, una a una. Casi podí a contar sus huesos, las diagonales de sus costillas, el vientre hundido, la pelvis salida y extrañ amente frondosa, las nudosidades de sus rodillas, la piel seca, el cabello dé bil y sin fuerza que se le caí a cada dí a má s.

Y aun así, se sintió mal por algo distinto. Peor.

Gorda.

Tuvo que cerrar los ojos, y volver a abrirlos, para enfrentarse a la realidad.

Tal y como le habí a dicho el psiquiatra.

Se estaba muriendo. Si no dejaba de comer incontroladamente para vomitar despué s al sentirse culpable de ello y temiendo a la obesidad, serí a el fin. Habí a llegado al punto lí mite, y tras é l, no existí a retorno posible.

Luchó desesperadamente, consigo misma, y pensó en Luciana.

Luciana, tan llena de vida, siempre alegre.

Desde que sabí a que estaba en coma, era como si algo, en su interior, pugnase por estallar, sin saber qué era, ni tampoco por dó nde saldrí a esa explosió n. Estaba ahí, agazapado.

Luciana. Ella.

Apenas veinticuatro horas antes, Luciana habí a estado allí, a su lado, frente a aquel espejo, obligá ndola tambié n a mirarse.

– ¡ Por Dios, Loreto!, ¿ es que no lo ves? ¡ Mira tus dedos, tus dientes, tus pies!

Miró sus dedos. De tanto introducí rselos en la boca, para vomitar, los tení a sin uñ as, doblados, convertidos en dos garfios, atacados por los á cidos del estó mago. Miró sus dientes, con las encí as descarnadas, colgando como racimos de uva seca de una vid agotada, tambié n destrozados por los á cidos estomacales que subí an con la comida al vomitar. Miró sus pies, sus hermosos pies, casi tanto como las manos unos añ os antes, ahora llenos de callosidades, pues al perder peso, al desaparecer la carne de su cuerpo, habí an tenido que desarrollar su propia base para sostenerla.

Era un monstruo.

Aunque mucho peor era estar gorda…

Tener tanta hambre, y comer, y engordar, y…

– ¡ Yo te ayudaré, Loreto! ¡ Voy a ayudarte a superar esto! ¡ Te lo prometo! ¡ Estaré a tu lado! ¡ Comeremos juntas, lo necesario, sin gulas ni ansiedades, y no te dejaré vomitar, se acabó! ¡ Te lo juro!

No hací a ni veinticuatro horas.

Y ahora ella estaba en coma.

Se morí a.

Era tan injusto…

Y no só lo por Luciana, sino tambié n por ella misma. Porque la dejaba sola.

Sola.

Sintió una punzada en el bajo vientre, dolorosa, aguda. No podí a ser la menstruació n, porque se le habí a retirado hací a meses despué s de tenerla en ocasiones diez dí as seguidos o de pasar tres meses sin ella, y el estreñ imiento no le producí a aquel tipo de dañ o. Tampoco eran sus habituales dolores abdominales. Era un dolor diferente, nuevo.

Tal vez un espasmo.

Pero de alguna forma, por extrañ o que pareciese, gracias a é l sintió, de pronto, que estaba viva.

Luciana no sentí a nada.

Ya no.

Loreto se apoyó en el espejo. Primero la mano. Despué s la cabeza. Cerró definitivamente los ojos.

– No te mueras ‑ susurró ‑. Por favor, no te mueras.

Ni ella misma supo a cuá l de las dos se referí a.

 

 

 



  

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