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(Blancas: Reina e2)



Má ximo tampoco podí a dormir.

La pelea entre sus padres a causa de é l habí a cesado hací a rato, y ahora la casa estaba en silencio, pero su mente era un hervidero. Creí a que un descanso, atemperar los nervios, le vendrí a bien, y descubrí a que no, que la soledad era peor. El silencio se convertí a en un caos.

Cinta y Santi estaban juntos, pero é l no tení a a nadie.

Nunca habí a tenido a nadie. El loco de Má ximo.

Loco o no, ahora no podí a eludir su responsabilidad. Eloy tení a razó n. La culpa era suya, no toda, pero sí gran parte. Fue é l quien llevó las malditas pastillas a Luciana, Cinta y Santi. É l y, por supuesto, Raú l.

Aú n má s condenadamente loco.

– ¡ Vamos, tí o, si compramos un puñ ado nos las rebaja!

– ¿ Colocan bien?

– ¿ De qué vas? Te estoy hablando de é xtasis, no de ninguna mierda de esas de colores para crí os con acné.

– Que ya lo sé, hombre, ¿ qué te crees? Pero no sé si ellas…

– ¿ Luci y Cinta? ¿ Qué son, bebé s? ¡ Eh, colega!

Entonces habí a aparecido é l.

El camello.

Tal y como se lo describió al inspector.

– Recié n llegadas. ¿ A que son bonitas? ¿ Veis? Una luna. Dos mil cada una si comprá is media docena. Precio de amigo.

– De amigo serí a a mil.

– Sí, hombre, si quieres te las regalo.

– ¡ Anda ya!

Se conocí an. Raú l y el camello se conocí an.

Entonces fueron con Cinta, Santi y Luciana. Paco y Ana tambié n estaban allí. Siete pastillas. Catorce mil pesetas. Raú l ya llevaba algo encima, porque no paraba de moverse, de reí r, de gritar, con los ojos iluminados.

Raú l era de los que aguantaban todo el fin de semana, de viernes a lunes prá cticamente. Cuatro dí as de bajada y al siguiente viernes, vuelta a empezar. Era su vida.

La mú sica, la má kina y el bakalao, la disco, el movimiento continuo.

Y en un momento determinado, todos formando una cadena, el camello, Raú l, é l, y, finalmente, Luciana.

Una cadena que se rompí a por el eslabó n má s pequeñ o y má s dé bil.

Aparte de Loreto, la ú nica chica que le habí a importado, y que ya no era má s que una sombra de sí misma por culpa de la maldita bulimia.

¿ Por qué se destruí an a sí mismos?

Suspiró con fuerza, para sentirse vivo, pero só lo consiguió recordar que Luciana ya no podí a hacerlo. El dolor se le hizo entonces insoportable. Y no tení a ni idea de có mo arrancá rselo.

Si Luciana morí a…

Si permanecí a en coma durante meses, o añ os…

Má ximo se levantó de un salto. Estaba temblando.

 

 

 



  

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