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(Blancas: Reina x d3)Loreto apareció en la puerta de la cocina con el sueñ o todaví a pegado a sus pá rpados. Su madre la contempló buscando, como cada mañ ana en los ú ltimos dí as, la naturalidad en sus gestos y la indiferencia en su mirada. Pero tambié n como cada mañ ana, le fue difí cil hacerlo. Pese al camisó n, que le llegaba hasta un poco má s arriba de las rodillas, la delgadez, de su hija era tan manifiesta que seguí a horrorizá ndola. Los brazos y las piernas eran simples huesos con apenas unos gramos de carne todaví a luchando con firmeza por la supervivencia. El pecho no existí a. Pero lo peor seguí a siendo el rostro, enteco, lleno de á ngulos debido a que en é l no habí a ya má s que piel. A veces le costaba reconocerla. Habí a sido tan bonita. Tan… – Hola, mamá. Buenos dí as. – Buenos dí as, cielo. – He dormido doce horas, ¿ no? – Sí, está bien. ¿ Có mo te encuentras? – ¡ Oh!, estupendamente. Le hizo la pregunta que tanto temí a, pero que debí a formular para dar visos de normalidad cotidiana. La pregunta que tres veces al dí a la llenaba de zozobra. Y no porque ella fuese a rechazarla. – ¿ Quieres desayunar? Se encontró con la mirada de su hija. – Unos cereales, con leche. – ¿ Te los pongo yo? – No, ya lo haré yo misma, gracias. Voy a lavarme. La vio salir y se apoyó en la mesa. A fin de cuentas lo importante ya no era só lo que comiera algo sin muestras de gula o ansiedad, sino que no lo vomitara despué s. É sa era la clave. De algú n lugar de sí misma buscó las fuerzas que le permitieran seguir. Ella tambié n estaba como su hija: en los huesos de su resistencia. Pero los mé dicos, los psiquiatras sobre todo, no dejaban de repetirle y recordarle que tení a que ser fuerte, muy fuerte. Si ella flaqueaba, Loreto estarí a perdida. De pronto recordó la llamada telefó nica. Pensó en no decirle nada, pero de cualquier forma ella llamarí a antes o despué s a sus amigos, así que… – ¡ Loreto! Fue tras ella. Ya estaba en el bañ o. Llamó a la puerta y entró casi a continuació n. Su hija se cubrió el cuerpo rá pidamente con la toalla. Pero bastó una fracció n de segundo para que ella pudiese verla desnuda. Casi tuvo que abortar un grito de pá nico y dolor. Los prisioneros de los campos de exterminio nazis no tení an peor aspecto. – ¡ Mamá! ‑ gritó Loreto. – Lo… siento, hija ‑ trató de dominarse a duras penas‑. Es que algo le ha pasado a Luciana y… Loreto se olvidó de la interrupció n. – ¿ Qué pasa? ‑ se alarmó. – La han llevado al Clí nico. Por lo visto se ha tomado algo esta noche, alguna clase de droga. – ¡ Oh, no! ‑ el rostro de la muchacha se transmutó ‑. ¿ Está bien? – No lo sé. Han llamado muy de mañ ana, apenas habí a amanecido. – ¿ Por qué no me despertaste? – Vamos, hija, ¿ qué querí as que hiciese? – He de ir allí ‑ dijo Loreto. – ¿ En tu estado? – Mamá … Salió del bañ o, envuelta en la toalla, y caminó en direcció n al telé fono. Marcó el nú mero de la casa de Luciana y esperó unos segundos. – No hay nadie ‑ dijo finalmente. Colgó. Y en ese instante el timbre del aparato las sacó a las dos de su silencio.
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