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(Negras: Alfil h7)



Volvieron a tropezarse con Eloy frente a la puerta de acceso a urgencias. Salí a de la zona de las habitaciones, allá donde ellos no habí an conseguido entrar, y pudieron percibir claramente las huellas del llanto en sus ojos. Tení a las mandí bulas apretadas.

– ¿ La has visto? ‑ se interesó Cinta.

– Sí.

Iba a preguntar algo má s, pero no lo hizo al ver la cara de su amigo. Por el contrario, fue é l quien formuló la siguiente pregunta.

– ¿ Habé is llamado a Loreto?

– Sí.

– ¿ Qué ha dicho?

– Hemos hablado con su madre. No ha querido despertarla. Só lo le faltaba esto tal y como está ella.

– ¿ Tené is alguna pí ldora má s de esas? ‑ preguntó de pronto Eloy.

– No.

– Los mé dicos no saben qué habí a en ella, cuá l era su composició n. Si pudié ramos conseguir una, tal vez…

– Sí, ya lo sabemos ‑ asintió Santi.

– ¿ De veras crees que una pastilla ayudarí a a…? ‑ apuntó Cinta.

– ¡ No lo sé, pero se podrí a intentar!, ¿ no?

No ocultó su impotencia llena de rabia. Frente al abatimiento y la desesperanza de Cinta, Santi y Má ximo, todo en é l era puro nervio, una ansiedad mal medida y peor controlada.

– ¿ Adó nde ibais? ‑ les preguntó de nuevo.

– A casa, a dormir un poco ‑ suspiró Cinta.

Eloy no la miró a ella, sino a Má ximo.

– ¿ Os vais a dormir? ‑ espetó.

– ¿ Qué quieres que hagamos?

– ¿ Ella está murié ndose y vosotros os vais a dormir tan tranquilos? ‑ insistió é l.

– ¡ Estamos agotados, tí o! ‑ protestó Má ximo.

Parecí a no podé rselo creer.

– ¿ Te pasas los fines de semana enteros bailando, de viernes a domingo, sin parar, y ahora me vienes con que está s agotado un sá bado por la mañ ana? ‑ levantó la voz preso de su furia.

– Ya vale, Eloy ‑ trató de calmarlo Santi.

– Todos estamos…

Nadie hizo caso ahora a Cinta. Eloy seguí a dirigié ndose a Má ximo.

– Fuiste tú quien compró esa mierda, ¿ verdad?

– Oye, ¿ de qué vas?

– ¡ Fuiste tú!

– ¿ Y qué si fui yo, eh? ‑ acabó dispará ndose Má ximo‑. ¿ Qué pasa contigo, tí o?

– ¡ Maldito cabró n!

Se le echó encima, pero Santi estaba alerta, y era má s fuerte que é l. Lo detuvo y lo obligó a retroceder, mientras Cinta se poní a tambié n en medio, de nuevo llorosa y al borde de un ataque de nervios.

– ¡ Por favor, no os peleé is, por favor! ‑ gritó la muchacha.

– Vamos, Eloy, cá lmate ‑ pidió Santi‑. No ha sido culpa de nadie. Y tampoco ha sido culpa suya. Fue Raú l el que trajo al tipo y el que…

– ¿ Estaba ahí ese imbé cil? ‑ abrió los ojos Eloy.

– Sí ‑ reconoció Santi.

La presió n cedió, los mú sculos de Eloy dejaron de empujar y Santi relajó los suyos. Má ximo tambié n respiró con fuerza, apretando los puñ os, dá ndoles la espalda mientras daba unos pasos nerviosos en torno a sí mismo. Cinta quedó en medio, abrazá ndose con desvalida tristeza.

Fue en ese momento cuando las puertas de urgencias se abrieron de par en par y, corriendo, entraron varias personas llevando a un niñ o lleno de sangre en los brazos.

El lugar se convirtió en un caos de gritos, voces y carreras.

 

 

 



  

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