|
|||
(Blancas: h5)– ¿ Sois los que estabais con Luciana Salas? Lo miraron los tres, sorprendidos. Era como si hubiera aparecido allí de improviso, materializá ndose en su presencia. – Sí ‑ reconoció Má ximo. – Inspector Espinó s ‑ se presentó el hombre‑. Vicente Espinó s. – ¿ Policí a? ‑ se extrañ ó Santi. – ¿ Qué creé is? ‑ hizo un gesto explí cito‑. Se trata de un delito, ¿ no os parece? Cinta estaba pá lida. – Nosotros no hemos hecho nada ‑ se defendió. El hombre no respondió a su aseveració n. – ¿ Quié n os dio esa pastilla? ‑ preguntó sin ambages. Los tres se miraron, inseguros, acobardados, indecisos. El policí a no les dejó reaccionar. Su voz se hizo un poco má s ruda. Só lo un poco. Nada má s. Suficiente. – Oí dme: cuanto antes me lo conté is, antes podré hacer algo. Puede que os vendieran cualquier cosa adulterada, ¿ entendé is? Para que esta noche no acabe nadie má s como vuestra amiga, depende de lo que ahora hagamos. Es má s: si conseguimos una pastilla igual a la que se tomó ella, es probable que la ayudemos a recuperarse. – No lo conocí amos ‑ dijo Cinta. – ¿ Qué aspecto tení a? – Pues… no sé ‑ miró a Santi y a Má ximo en busca de ayuda. – Era un hombre de unos treinta añ os, puede que menos, no tengo buen ojo para eso ‑ se adelantó Má ximo‑. Me pareció normal, vulgar. Todo fue muy rá pido, y estaba oscuro. – Era la primera vez… ‑ trató de intercalar Santi. – ¿ Alguna señ a, color de ojos, de cabello, un tatuaje? – Bajo, cabello negro y corto, vestí a traje oscuro. Me chocó porque hací a calor. – Nariz aguileñ a ‑ recordó Santi. – ¿ Algú n nombre? – No. – ¿ Cuá nto os costó lo que comprasteis? – Dos mil cada uno. Pedí a dos mil quinientas, pero al comprar varias… – ¿ Tomasteis todos? – Oiga… ‑ se incomodó Má ximo. – ¿ Se lo pregunto a vuestros padres? – Tomamos todos ‑ dijo Cinta. – ¿ Có mo eran las pastillas? – Blancas, redondas, tipo aspirina y má s pequeñ as, ¿ có mo quiere que…? – Tení an una media luna grabada ‑ manifestó Santi sabiendo a qué se referí a el inspector. El hombre puso cara de fastidio. – ¿ Una media luna? – Sí. Chasqueó la lengua con mal contenida furia. – ¿ Qué pasa? ‑ quiso saber Má ximo. – Nada que os importe ‑ se apartó de ellos pensativo antes de agregar‑: ¿ Dó nde fue? – En el Pandora's. – Muy bien ‑ suspiró ‑. Dejadme vuestros telé fonos y direcciones, y si recordá is algo má s, llamadme ‑ les tendió una tarjeta a cada uno‑. A cualquier hora, ¿ de acuerdo? No esperó su respuesta y se alejó de ellos caminando con el paso muy vivo.
|
|||
|