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(Blancas: h4)



Al salir del despacho del doctor Pons se quedaron unos segundos sin saber qué hacer o adó nde ir. Luego, de comú n acuerdo aunque sin mediar palabra alguna, encaminaron sus pasos en direcció n a la salita en la que habí an esperado las noticias acerca del estado de Luciana.

No sabí an a ciencia cierta por qué seguí an allí, pero lo cierto es que no se les pasó por la cabeza marcharse. Era como si ya formaran parte del hospital, o del destino de su amiga.

Vacilaron al ver que en la sala habí a otras dos personas, esperando tambié n noticias de otros enfermos. Entonces fue cuando vieron aparecer a Eloy; vení a corriendo, congestionado aú n por la prisa que se habí a dado en llegar desde su casa a aquella hora.

Má ximo llenó sus pulmones de aire. Santi se quedó quieto. Cinta fue la ú nica en reaccionar yendo, directamente, al encuentro del recié n llegado para abrazarse a é l.

Volvió a llorar.

– ¿ Qué … ha pasado? ‑ preguntó Eloy alarmado.

Cinta no podí a hablar. Fue Santi quien lo hizo.

– Está en coma.

– ¿ Qué? ‑ Eloy se puso pá lido.

– Ha sido una putada, tí o ‑ manifestó Má ximo.

– Pero… ¿ cuá nto tiempo…?

– Está en coma ‑ repitió Santi‑. ¡ Jo, tú, ya sabes!, ¿ no?

La idea penetró muy despacio en su mente. Fue como si se diera cuenta de que Cinta estaba allí, entre sus brazos. La apretó con fuerza, para no sentirse solo, ni tan impotente como se sentí a en ese instante.

– ¿ Qué dicen los mé dicos? ‑ logró romper el nudo albergado en su garganta.

– Que hay que esperar. Las cuarenta y ocho horas siguientes son decisivas ‑ le respondió Santi.

Eloy apretó las mandí bulas.

– ¿ Qué mierdas habé is tomado? ‑ alzó la voz de pronto.

No hubo una respuesta inmediata. Fueron los ojos de Eloy los que actuaron de sacacorchos.

– Nada, tí o, só lo un estimulante ‑ pareció defenderse Má ximo.

– ¿ Para qué? ¡ Mierda! ¿ Para qué?

– Oye, si hubieras estado allí, tú tambié n lo habrí as hecho, ¿ vale?

– ¿ Yo? ¡ Si ni siquiera fumo!

– ¿ Qué tiene que ver esto con el tabaco? Lo tomamos para ver qué pasaba y estar en forma y no cansarnos y…

– ¡ Y para ver qué pasaba, coñ o! ‑ acabó Santi la frase de Má ximo.

– Por favor… no os peleé is… por favor ‑ suplicó Cinta.

– Yo no habrí a tomado nada ‑ insistió mirá ndola‑. Ni la habrí a dejado a ella. ¿ Lo habé is hecho por eso, porque no estaba yo?

– Ha sido una casualidad ‑ Santi dejó caer la cabeza abatido.

– ¡ Y una mierda! ‑ gritó Eloy.

– Está bamos con Ana y Paco, bailando, y entonces… ‑ Cinta volvió a verse dominada por la emoció n. Las lá grimas le impidieron continuar hablando. Se abrazó de nuevo con fuerza a Eloy y balbuceó un desesperado‑: Lo siento… Lo siento… Lo siento…

Ya no encontró ninguna simpatí a ni consuelo en é l. La apartó bruscamente de su lado.

– ¡ Iros a la mierda! ‑ exclamó el muchacho‑. ¡ Parecé is crí os de…!

No terminó la frase. Giró sobre sus talones y los dejó allí, quietos, inmó viles, tan perdidos como lo estaban ya antes de su llegada, pero ahora mucho má s vulnerables por la condició n de culpables ante sus ojos.

 

 

 



  

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