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(Negras: Alfil f5 – Blancas: Caballo g3)



(Negras: Alfil f5 – Blancas: Caballo g3)

No llores, Norma.

No llores, por favor.

Ayú dame.

Os necesito fuertes, a todos, así que no llores.

Puedo verte, ¿ sabes, Norma? No sé có mo, porque sé que tengo los ojos cerrados, pero puedo verte. Sé que está s ahí, a mi lado, y que llevas tu blusa amarilla y los vaqueros nuevos, ¿ verdad?

¿ Lo ves?

Y, sin embargo, aquí dentro está tan oscuro…

Es una extrañ a sensació n, hermana. Es como si flotase en ninguna parte, mejor dicho, es como si mi cuerpo estuviese fuera de toda sensació n, porque no siento nada, ni frí o ni calor, tampoco siento dolor. Es un lugar agradable. Bueno, lo serí a si no estuviese tan oscuro. Me gustarí a ver, abrir los ojos y mirar. Hay algo que me recuerda la placenta de mamá. Sí, antes de nacer. Recuerdo la placenta de mamá porque era cá lida y confortable.

¿ Y có mo puedo recordar eso?

No, allí no tení a miedo, habí a paz. Aquí en cambio tengo miedo, a pesar de que siento algo de esa misma paz. La siento porque estoy a sus puertas. Puedo dar un paso y olvidarme de todo para siempre.

Un simple paso.

Pero no puedo moverme.

Norma, Norma, ¿ y los demá s?

¿ Está n bien?

¿ Y Eloy?

Oh, Dios, darí a mi ú ltimo aliento por tenerlo aquí, a mi lado, y sentir su mano como siento la tuya, hermana.

Tu mano.

Eloy.

Me siento tan sola…

 

 

 

(Negras: Alfil g6)

En el despacho del doctor Pons habí a dos sillas ú nicamente, así que mientras esperaban, é l entró en un pequeñ o cuarto de bañ o y regresó con un taburete que colocó en medio de ellas. Cinta y Santi ocuparon las sillas. Má ximo, el taburete. El mé dico rodeó de nuevo su mesa para ocupar la butaca que la presidí a. Desde ella los observó.

Cinta era de estatura media, tirando a baja, adolescentemente atractiva con la ropa que llevaba, pero tambié n juvenilmente sexy: cabello largo, ojos grandes, labios pequeñ os, cuerpo en plena explosió n. Santi y Má ximo, en cambio, eran el dí a y la noche. El primero llevaba el cabello corto y tení a la cara llena de espinillas, como si en lugar de piel tuviera un sembrado. El segundo mostraba una densa cabellera, rizada, como si de la cabeza le nacieran dos o tres mil tirabuzones de color negro que luego le caí an en desorden por todas partes.

Unió sus dos manos entrelazando los dedos y se acodó en su mesa. Luego empezó a hablar, despacio, sin que en su voz se notaran reconvenciones o tonos duros. Era mé dico. Só lo mé dico.

Y habí a una vida en juego.

– Ahora que vuestra amiga, por lo menos, está estabilizada, es hora de que retomemos la conversació n que antes iniciamos.

– Ya le dijimos todo…

– Oí dme, ¿ queré is ayudarla o no?

– Sí ‑ contestó Cinta rá pidamente.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

– ¿ Quié n má s tomó pastillas?

– Yo ‑ volvió a hablar Cinta.

Miró a Santi y a Má ximo.

– Todos tomasteis, ¿ no? ‑ preguntó el doctor.

– Sí.

– ¿ É xtasis?

– Sí.

– ¿ Có mo sabé is que era é xtasis?

– Bueno… ‑ vaciló Má ximo‑. Se supone que…

– ¿ Solé is tomarlo a menudo?

– No ‑ dijeron al uní sono los dos chicos.

Probablemente demasiado rá pido, aunque…

– ¿ Qué efecto os causó? ‑ continuó el interrogatorio.

– Era como… si tuviera un milló n de hormigas dentro ‑ dijo de nuevo Cinta, dispuesta a hablar‑. Mi cuerpo era una má quina, capaz de todo. Un estado de exaltació n total.

– Yo querí a a todo el mundo ‑ reconoció Má ximo‑. Un rollo estupendo. Me dio por reí rme cantidad.

– Sí, eso ‑ convino Santi‑. Era como estar… muy arriba, no sé si me entiende. Arriba y muy fuerte.

– ¿ Y ahora?

No hizo falta que respondieran. El bajó n ya era evidente. Fueran o no habituales, podí an tener ná useas, cefaleas, dolor en las articulaciones…

– ¿ Qué le pasó exactamente a Luciana?

– Empezó a subirle la temperatura del cuerpo.

– No ‑ Santi detuvo a Cinta‑. Primero se mareó, y luego vino lo de los calambres musculares.

– Fue todo junto ‑ apuntó Má ximo‑. Yo me asusté cuando vi que dejaba de sudar. Entonces comprendí que le vení a un golpe de calor.

– ¿ Así que sabé is lo que es eso?

– Sí.

– ¿ Y aun así, os arriesgá is?

Era una pregunta estú pida, improcedente. Lo comprendió al instante. Miles de chicos y chicas lo sabí an, y sin embargo todas las semanas se jugaban la vida tomando drogas de diseñ o. Despué s de todo, só lo alguien morí a de vez en cuando.

Só lo.

– ¿ Qué pasó despué s? ‑ siguió el doctor Pons.

– Lo que le hemos contado ‑ dijo Cinta‑. Empezó con las convulsiones, el corazó n se le disparó y…

– ¿ Tené is aquí una pastilla de esas?

– No.

Suspiró con fuerza. Hubiera sido demasiada suerte. Con una pastilla al menos sabrí a qué llevaba Luciana en el cuerpo. Un aná lisis de sangre no bastaba. Habí a que analizar el producto.

Ni siquiera sabí an contra lo que luchaban.

– A nosotros no nos hizo nada ‑ manifestó Santi‑. ¿ Por qué sí a ella?

– Eso no se sabe, por esta razó n es tan peligroso. Os venden quí mica pura adulterada con yeso, ralladura de ladrillos, materiales de construcció n como el «Agua‑ plast» e incluso venenos como la estricnina. A veces son má s bené volos y simplemente se trata de un comprimido de paracetamol, que no es má s que un analgé sico. Pero de lo que se trata es de que, luego, cada cuerpo humano reacciona de una forma distinta. De hecho, no hay nada, ninguna sustancia, capaz de provocar una reacció n como lo que le ha sucedido a Luciana, un coma en menos de cuatro horas; pero si alguien sufre del corazó n, tiene asma, diabetes, tensió n arterial alta, epilepsia o alguna enfermedad mental o cardí aca, que a veces incluso se ignora por ser jó venes y no estar detectada, la reacció n es imprevisible. Incluso beber agua en exceso, pese a que se recomienda beber un poco cada hora, puede llevar a esa reacció n. En una palabra: el detonante lo pone la persona.

Dejó de hablar. Los tres le habí an escuchado con atenció n. Pero el resultado era el mismo. Cerca de allí una chica de dieciocho añ os se debatí a entre la vida y la muerte, al filo de ambos mundos, perdida, tal vez eternamente, en una dimensió n desconocida. Quizá por ello esperaba la ú ltima pregunta.

La formuló Cinta.

– Se pondrá bien, ¿ verdad, doctor?

Y no tení a ninguna respuesta para ella. Ni siquiera un mí nimo de optimismo en que basarse.

 

 

 



  

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