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(Negras: c6)



Cinta, Santi y Má ximo no se moví an desde hací a ya unos minutos. Era como si no se atrevieran. Só lo de vez en cuando los ojos de alguno de ellos se dirigí an hacia la puerta, por la que habí a desaparecido el ú ltimo de los mé dicos, o buscaban el apoyo de los demá s, apoyo que era hurtado al instante, como si por alguna extrañ a razó n no quisieran verse ni reconocerse.

– ¿ Por qué a mí no me ha pasado nada?

Habí a formulado la pregunta media docena de veces, y como las anteriores, Cinta no tuvo respuesta.

– Yo tambié n estoy bien ‑ dijo Má ximo.

– Dejadlo, ¿ vale? ‑ pidió Santi.

– ¿ Qué vamos a…?

La pregunta de Cinta murió antes de formularla. Desde que habí a empezado todo, los nervios se mantení an a flor de piel, pero aú n adormecidos, o mejor dicho atontados, a causa del estallido de la situació n. Ahora empezaban a aflorar plenamente.

Fue Santi el primero en reaccionar, y lo hizo para sentarse al lado de ella. La rodeó con un brazo y la atrajo suavemente hacia sí. Despué s la besó en la frente. Cinta se dejó arrastrar y apoyó la cabeza en é l. Luego cerró los ojos.

Comenzó a llorar suavemente.

– Ha sido un accidente ‑ suspiró Santi con un hilo de voz.

Má ximo hundió su cabeza entre sus manos.

Cinta se desahogó só lo unos segundos. Acabó mordié ndose el labio inferior. Sin desprenderse del amparo protector de Santi, pronunció el nombre que todos tení an en ese mismo instante en la mente.

– Deberí amos llamar a Eloy.

Se produjo un silencio expectante.

Nadie se movió.

– Y tambié n a Loreto ‑ terminó diciendo Cinta.

Santi suspiró.

Pero fue Má ximo el que resumió la situació n con un rotundo y expresivo:

– ¡ Joder!

 

 

 



  

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