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El banquete o del amor* 5 страница



 

Hasta aquí nada hay que no pueda referir delante de todo el mundo, pero respecto a lo que tengo que decir, no lo oiré is, sin que os anuncie aquel proverbio de que los niñ os y los borrachos dicen la verdad; y que ademá s ocultan rasgo admirable de Só crates, en el acto de [359] hacer su elogio, me parecerí a injusto. Por otra parte me considero en el caso de los que, habiendo sido mordidos por una ví bora, no quieren, se dice, hablar de ello sino a los que han experimentado igual dañ o, como ú nicos capaces de concebir y de escuchar todo lo que han hecho y dicho durante su sufrimiento. Y yo que me siento mordido por una cosa, aú n má s dolorosa y en el punto mas sensible, que se llama corazó n, alma o como se quiera; yo, que estoy mordido y herido por los razonamientos de la filosofí a, cuyos tiros son má s acerados que el dardo de una ví bora, cuando afectan a un alma joven y bien nacida, y que le hacen decir o hacer mil cosas extravagantes; y viendo por otra parte en torno mí o a ferro, Agaton, Eriximaco, Pausanias, Aristodemo, Aristó fanes, dejando a un lado a Só crates, y a los demá s, atacados como yo de la maní a y de la rabia de la filosofí a, no dado en proseguir mi historia delante de todos vosotros, porque sabré is excusar mis acciones de entonces y mis palabras de ahora. Pero respecto a los esclavos y a todo hombre profano y sin cultura poned una triple puerta a sus oí dos.

Luego que, amigos mí os, se mató la luz, y los esclavos se retiraron, creí que no debí a andar en rodeos con Só crates, y que debí a decirle mi pensamiento francamente. Le toqué y le dije:

—Só crates, ¿ duermes?

—No, respondió é l.

—Y bien, ¿ sabes lo que yo pienso?

—¿ Qué?

—Pienso, repliqué, que tú eres el ú nico amante digno de mí, y se me figura que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. Yo creerí a ser poco racional, si no procurara complacerte en esta ocasió n, como en cualquiera otra, en que pudiera obligarte, sea en favor de mí mismo, sea en favor de mis amigos. ningú n pensamiento me hostiga tanto como el de perfeccionarme todo lo posible, [360] y no veo ninguna persona, cuyo auxilio pueda serme má s ú til que el tuyo. Rehusando algo a un hombre tal como tú, temerí a mucho má s ser criticado por los sabios, que el serlo por el vulgo y por los ignorantes, concedié ndotelo todo. A este discurso Só crates me respondió con su ironí a habitual:

—Mi querido Alcibí ades, si lo que dices de mí es exacto; si, en efecto, tengo el poder de hacerte mejor, en verdad no me pareces inhá bil, y has descubierto en mí una belleza maravillosa y muy superior a la tuya. En este concepto, queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mí a, tienes trazas de comprender muy bien tus intereses; puesto que en lugar de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre por oro{28}. Pero, buen joven, mí ralo má s de cerca, no sea que te engañ es sobre lo que yo valgo. Los ojos del espí ritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los del cuerpo se debilitan, y tú no has llegado aú n a este caso.

—Tal es mi opinió n, Só crates, repuse yo; nada he dicho que no lo haya pensado, y a ti te toca tomar la resolució n que te parezca má s conveniente para ti y para mí.

—Bien, respondió, lo pensaremos, y haremos lo má s conveniente para ambos, así sobre este punto como sobre todo lo demá s.

—Despué s de este diá logo, creí que el tiro que yo le habí a dirigido habí a dado en el blanco. Sin darle tiempo para añ adir una palabra, me levanté envuelto en esta capa que me veis, porque era en invierno, me ingerí debajo del gastado capote de este hombre, y abrazado a tan divino y maravilloso personaje pasé junto a el la noche entera. En todo lo que llevo dicho, Só crates, creo que no me desmentirá s. ¡ Y bien!, despué s de tales tentativas permaneció insensible, y no ha tenido má s que desdé n y [361] desprecio para mi hermosura, y no ha hecho má s que insultarla; y eso que yo la suponí a de algú n mé rito, amigos mí os. Sí, sed jueces de la insolencia de Só crates; pongo por testigos a los dioses y a las diosas; salí de su lado tal como hubiera salido del lecho de mi padre o de mi hermano mayor.

Desde entonces, ya debé is suponer cuá l ha debido ser el estado de mi espí ritu. Por una parte me consideraba despreciado; por otra, admiraba su cará cter, su templanza, su fuerza de alma, y me parecí a imposible encontrar un hombre que fuese igual a é l en sabidurí a y en dominarse a sí mismo, de manera que no podí a ni enfadarme con é l, ni pasarme sin verle, sí bien veí a que no tení a ningú n medio de ganarle; porque sabí a que era má s invulnerable en cuanto al dinero, que Ajax en cuanto al hierro, y el ú nico atractivo a que le creí a sensible nada habí a podido sobre é l. Así, pues, sometido a este hombre, má s que un esclavo puede estarlo a su dueñ o, andaba errante acá y allá, sin saber qué partido tomar. Tales fueron mis primeras relaciones con é l. Despué s nos encontramos juntos en la expedició n contra Potidea, y fuimos compañ eros de rancho. Allí veí a a Só crates sobresalir, no só lo respecto de mí, sino respecto de todos los demá s, por su paciencia para soportar las fatigas. Si llegaban a faltar los ví veres, cosa muy comú n en campañ a, Só crates aguantaba el hambre y la sed con má s valor que ninguno de nosotros. Si está bamos en la abundancia, sabí a gozar de ello mejor que nadie. Sin tener gusto en la bebida, bebí a má s que los demá s si se le estrechaba, y os sorprenderé is, si os digo que jamá s le vio nadie ebrio; y de esto creo que tené is ahora mismo una prueba. En aquel paí s el invierno es muy riguroso, y la manera con que Só crates resistí a el frí o es hasta prodigiosa. En tiempo de heladas fuertes, cuando nadie se atreví a a salir, o por lo menos, nadie salí a sin ir bien abrigado y bien calzado, [362] y con los pies envueltos en fieltro y pieles de cordero, el iba y vení a con la misma capa que acostumbraba a llevar, y marchaba con los pies desnudos con má s facilidad que todos nosotros que está bamos calzados, hasta el punto de que los soldados le miraban de mal ojo, creyendo que se proponí a despreciarlos. Así se conducí a Só crates en el ejé rcito.

Pero ved aun lo que hizo y soportó este hombre valiente{29} durante esta misma expedició n; el rasgo es digno de contarse. Una mañ ana vimos que estaba de pie, meditando sobre alguna cosa. No encontrando lo que buscaba, no se movió del sitio, y continuó reflexionando en la misma actitud. Era ya medio dí a, y nuestros soldados lo observaban, y se decí an los unos a los otros, que Só crates estaba extasiado desde la mañ ana. En fin, contra la tarde, los soldados jonios, despué s de haber comido, llevaron sus camas de campañ a al paraje donde é l se encontraba, para dormir al fresco (porque entonces era el estí o), y observar al mismo tiempo si pasarí a la noche en la misma actitud. En efecto, continuó en pié hasta la salida del sol. Entonces dirigió a este astro su oració n, y se retiró.

¿ Queré is saber có mo se porta en los combates? En esto hay que hacerle tambié n justicia. En aquel hecho de armas, en que los generales me achacaron toda la gloria, el fue el que me salvó la vida. Vié ndome herido, no quiso de ninguna manera abandonarme, y me libró a mí y libró a mis compañ eros de caer en manos del enemigo. entonces, Só crates, me empeñ é yo vivamente para con los generales, a fin de que se te adjudicara el premio del valor, y este es un hecho que no podrá s negarme ni suponerlo falso, pero los generales, por miramiento a mi rango, quisieron dá rmele a mí, y tú mismo los hostigaste [363] fuertemente, para que así lo decretaran en perjuicio tuyo. tambié n, amigos mí os, debo hacer menció n de la conducta que Só crates observó en la retirada de nuestro ejé rcito, despué s de la derrota de Delio. Yo me encontraba a caballo, y el a pié y con armas pesadas. Nuestras tropas comenzaban a huir por todas partes, y Só crates se retiraba con Laques. Los encontré y los exhorté a que tuvieran á nimo, que yo no les abandonarí a. Aquí conocí yo a Só crates mejor que en Potidea, porque encontrá ndome a caballo, no tení a necesidad de ocuparme tanto de mi seguridad personal. Observé desde luego lo mucho que superaba a Laques en presencia de á nimo, y vi que allí, como si estuviera en Atenas, marchaba Só crates altivo y con mirada desdeñ osa{30}, valié ndome de tu expresió n, Aristó fanes. Consideraba tranquilamente ya a los nuestros, ya al enemigo, haciendo ver de lejos por su continente que no se le atacarí a impunemente. De esta manera se retiraron sanos y salvos é l y su compañ ero, porque en la guerra no se ataca ordinariamente al que muestra tales disposiciones, sino que se persigue má s bien a los que huyen a todo correr.

Podrí a citar en alabanza de Só crates gran nú mero de hechos no menos admirables; pero quizá se encontrarí an otros semejantes de otros hombres. Mas lo que hace mí Só crates digno de una admiració n particular, es que no se encuentra otro que se le parezca, ni entre los antiguos, ni entre nuestros contemporá neos. Podrá, por ejemplo, compararse a Brasidas{31} o cualquiera otro con Aquiles, a Pericles con Né stor o Antenor; y hay otros personajes entre quienes serí a fá cil reconocer semejanzas. Pero no se encontrará ninguno, ni entre los antiguos, ni entre los [364] modernos, que se aproxime ni remotamente a este hombre, ni a sus discursos, ni a sus originalidades, a menos que se comparen é l y sus discursos, como ya lo hice, no a un hombre, sino a los silenos y a los sá tiros; porque me he olvidado decir, cuando comencé, que sus discursos se parecen tambié n perfectamente a los silenos cuando se abren. En efecto, a pesar del deseo que se tiene por oí r a Só crates, lo que dice parece a primera vista enteramente grotesco. Las expresiones con que viste su pensamiento son groseras, como la piel de un impudente sá tiro. No os habla má s que de asnos con enjalma, de herreros, zapateros, zurradores, y parece que dice siempre una misma cosa en los mismos té rminos; de suerte que no hay ignorante o necio que no sienta la tentació n de reí rse. Pero que se abran sus discursos, que se examinen en su interior, y se encontrará desde luego que só lo ellos está n llenos de sentido, y en seguida que son verdaderamente divinos, y que encierran las imá genes má s nobles de la virtud; en una palabra, todo cuanto debe tener a la vista el que quiera hacerse hombre de bien. He aquí, amigos mí os, lo que yo alabo en Só crates, y tambié n de lo que le acuso, porque he unido a mis elogios la historia de los ultrajes que me ha hecho. Y no he sido yo só lo el que se ha visto tratado de esta manera; en el mismo caso está n Carmides, hijo de Glaucon, Eutidemo, hijo de Diocles, y otros muchos, a quienes ha engañ ado tambié n, figurando querer ser su amante, cuando ha desempeñ ado mas bien para con ellos el papel de la persona muy amada. Y así tú, Agaton, aprové chate de estos ejemplos: no te dejes engañ ar por este hombre; que mi triste experiencia te ilumine, y no imites al insensato que, segú n el proverbio, no se hace sabio sino a su costa.

Habiendo cesado Alcibí ades de hablar, la gente comenzó a reí rse al ver su franqueza, y que todaví a estaba enamorado de Só crates. [365]

É ste, tomando entonces la palabra dijo: imagino que has estado hoy poco expansivo, Alcibí ades; de otra manera no hubieras artificiosamente y con un largo rodeo de palabras ocultado el verdadero motivo de tu discurso, motivo de que só lo has hablado incidentalmente a lo ú ltimo, como si no fuera tu ú nico objeto malquistarnos a Agaton y a mí, porque tienes la pretensió n de que yo debo amarte y no amar a ningú n otro, y que Agaton só lo debe ser amado por ti solo. Pero tu artificio no se nos ha ocultado; hemos visto claramente a donde tendí a la fá bula de los sá tiros y de los silenos; y así, mi querido Agaton, desconcertemos su proyecto, y haz de suerte que nadie pueda separarnos al uno del otro.

—En verdad, dijo Agaton, creo que tienes razó n, Só crates; y estoy seguro de que el haber venido a colocarse entre tú y yo, só lo ha sido para separarnos. Pero nada ha adelantado, porque ahora mismo voy a ponerme al lado tuyo.

—Muy bien, replicó Só crates; ven aquí a mi derecha.

—¡ Oh, Jú piter!, exclamó Alcibí ades, ¡ cuá nto me hace sufrir este hombre! Se imagina tener derecho a darme la ley en todo. Permite, por lo menos, maravilloso Só crates, que Agaton se coloque entre nosotros dos.

—Imposible, dijo Só crates, porque tú acabas de hacer mi elogio, y ahora me toca a mí hacer el de mi vecino de la derecha. Si Agaton se pone a mi izquierda, no hará seguramente de nuevo mi elogio antes que haya yo hecho el suyo. Deja que venga este joven, mi querido Alcibí ades, y no le envidies las alabanzas que con impaciencia deseo hacer de é l.

—No hay modo de que yo permanezca aquí, Alcibí ades, exclamó Agaton; quiero resueltamente mudar de sitio, para ser alabado por Só crates.

—Esto es lo que siempre sucede, dijo Alcibí ades. Donde quiera que se encuentra Só crates, só lo é l tiene asiento [366] cerca de los jó venes hermosos. Y ahora mismo, ved qué pretexto sencillo y plausible ha encontrado para que Agaton venga a colocarse cerca de é l.

Agaton se levantaba para ir a sentarse al lado de Só crates, cuando un tropel de jó venes se presentó a la puerta en el acto mismo de abrirla uno de los convidados para salir; y penetrando en la sala tomaron puesto en la mesa. Hubo entonces gran bullicio, y en el desorden general los convidados se vieron comprometidos a beber con exceso. Aristodemo añ adió, que Eriximaco, Fedro y algunos otros se habí an retirado a sus casas; é l mismo se quedó dormido, porque las noches eran muy largas, y no despertó hasta la aurora al cauto del gallo despué s de un largo sueñ o. Cuando abrió los ojos vio que unos convidados dormí an y otros se habí an marchado. Só lo Agaton, Só crates y Aristó fanes estaban despiertos y apuraban a la vez una gran copa, que pasaban de mano en mano, de derecha a izquierda. Al mismo tiempo Só crates discutí a con ellos. Aristodemo no podí a recordar esta conversació n, porque como habí a estado durmiendo, no habí a oí do el principio de ella. Pero compendiosamente me dijo, que Só crates habí a precisado a sus interlocutores a reconocer que el mismo hombre debe ser poeta trá gico y poeta có mico, y que cuando se sabe tratar la tragedia segú n las reglas del arte, se debe saber igualmente tratar la comedia. Obligados a convenir en ello, y estando como a media discusió n comenzaron a adormecerse. Aristó fanes se durmió el primero, y despué s Agaton, cuando era ya muy entrado el dí a, Só crates, viendo a ambos dormidos, se levantó y salió acompañ ado, como de costumbre, por Aristodemo; de allí se fue al Liceo, se bañ ó, y pasó el resto del dí a en sus ocupaciones habituales, no entrando en su casa hasta la tarde para descansar.

 

{1} Puerto distante como 20 estadios de Atenas.

{2} Iliada, l. II, v. 408.

{3} Iliada, l. X, v. 224.

{4} Theogonia, v. 116-117-120.

{5} Vé anse los Fragmentos de Parmé nides, por Fulleborn.

{6} Antiguos historiadores: Eumelo y Acusilao, segú n dice Clemente de Alejandrí a, pusieron en prosa los versos de Hesiodo, y los publicaron como su propia obra. Strom., 6, 2.

{7} Iliada, l. XI, v. 472, l. XV, v. 262.

{8} Iliada, l. XVIII. v. 94.

{9} Iliada, l. XI, v. 786.

{10} En el texto: Π α υ σ α ν ί ο υ δ ε π α υ σ α μ έ ν ο υ.

{11} Odisea, l. XI, v. 307.

{12} Los lacedemonios invadieron la Arcadia, destruyeron los muros de Mantinea y deportaron los habitantes a cuatro o cinco puntos. Jenofonte, Hellen, v. 2.

{13} Dados que los hué spedes guardaban, cada uno una parte, en recuerdo de la hospitalidad.

{14} Iliada, l. XIX, v. 92.

{15} Alusió n a un pasaje de la Odisea, v. 632.

{16} Alusió n a un verso del Hipó lito de Euripides, v. 612.

{17} La locució n griega τ ι ν ό ς o 'Ε ρ ω ς significa igualmente el amor de alguna cosa, y el amor hijo de alguno.

{18} Es decir, inspirado por un demonio.

{19} Π ό ρ υ σ, la Abundancia.

{20} Μ ή τ ι ς, la Prudencia.

{21} Π ε ν ί α, la Pobreza.

{22} Π ο ι ή σ ι ς significa, en general, la acció n de hacer; pero en particular, la acció n de hacer versos y mú sica.

{23} Dios de la concepció n.

{24} Diosa del alumbramiento.

{25} Literalmente psuchtere. Vaso en que se hací a refrescar la bebida. Ocho cotilas hacen poco má s o menos dos litros.

{26} Iliada, l. XIV, v. 514.

{27} Odisea, l. XII, v. 47.

{28} Locució n proverbial que hace alusió n al cambio de armas entre Diomedes y Glauco en la Iliada, l. VI, v. 236.

{29} Odisea, l. IV, v. 242.

{30} Expresiones aplicadas a Só crates en el coro de Las nubes de Aristó fanes, v. 361.

{31} General lacedemonio, muerto en Antí polis en la guerra del Peloponeso. Tucí dides, v. 6.

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*Tomado de Obras completas de Plató n, por Patricio de Azcá rate, tomo quinto, Madrid 1871, pá ginas 297-366.



  

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