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El banquete o del amor* 4 страница



—Le respondí que lo ignoraba. [345]

—¿ Y esperas, replicó ella, hacerte nunca sabio en amor si ignoras una cosa como esta?

—Pero repito, Diotima, que esta es la causa de venir yo en tu busca; porque sé que tengo necesidad de tus lecciones. Explí came eso mismo sobre que me pides explicació n, y todo lo demá s que se refiere al amor.

—Pues bien, dijo, si crees que el objeto natural del amor es aquel en que hemos convenido muchas veces, mi pregunta no debe turbarte; porque, ahora como entes, es la naturaleza mortal la que aspira a perpetuarse y a hacerse inmortal, en cuanto es posible; y su ú nico medio es el nacimiento que sustituye un individuo viejo con un individuo joven. En efecto, bien que se diga de un individuo, desde su nacimiento hasta su muerte, que vive y que es siempre el mismo, sin embargo, en realidad no está nunca ni en el mismo estado ni en el mismo desenvolvimiento, sino que todo muere y renace sin cesar en el, sus cabellos, su carne, sus huesos, su sangre, en una palabra, todo su cuerpo; y no só lo su cuerpo, sino tambié n su alma, sus há bitos, sus costumbres, sus opiniones, sus deseos, sus placeres, sus penas, sus temores; todas sus afecciones no subsisten siempre las mismas, sino que nacen y mueren continuamente. Pero lo má s sorprendente es que no solamente nuestros conocimientos nacen y mueren en nosotros de la misma manera (porque en este concepto tambié n mudamos sin cesar), sino que cada uno de ellos en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, lo que se llama reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la extinció n de un conocimiento; porque la reflexió n, formando un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, conserva en nosotros este conocimiento, si bien creemos que es el mismo. Así se conservan todos los seres mortales; no subsisten absolutamente y siempre los mismos, como sucede a lo que es divino, sino que el que marcha y el que [346] envejece deja en su lugar un individuo joven, semejante a lo que é l mismo habí a sido. He aquí, Só crates, có mo todo lo que es mortal participa de la inmortalidad, y lo mismo el cuerpo que todo lo demá s. En cuanto al ser inmortal sucede lo mismo por una razó n diferente. No te sorprendas si todos los seres animados estiman tanto sus renuevos, porque la solicitud y el amor que les anima no tiene otro origen que esta sed de inmortalidad.

—Despué s que me habló de esta manera, le dije lleno de admiració n: muy bien, muy sabia Diotima, pero ¿ pasan las cosas así realmente?

—Ella, con un tono de consumado sofista, me dijo: no lo dudes, Só crates, y si quieres reflexionar ahora sobre la ambició n de los hombres, te parecerá su conducta poco conforme con estos principios, si no te fijas en que los hombres está n poseí dos del deseo de crearse un nombre y de adquirir una gloria inmortal en la posteridad; y que este deseo, má s que el amor paterno, es el que les hace despreciar todos los peligros, comprometer su fortuna, resistir todas las fatigas y sacrificar su misma vida. ¿ Piensas, en efecto, que Alceste hubiera sufrido la muerte en lugar de Admete, que Aquiles la hubiera buscado por vengar a Patroclo, y que vuestro Codro se hubiera sacrificado por asegurar el reinado de sus hijos, si todos ellos no hubiesen esperado dejar tras sí este inmortal recuerdo de su virtud, que vive aú n entre nosotros? De ninguna manera, prosiguió Diotima. Pero por esta inmortalidad de la virtud, por esta noble gloria, no hay nadie que no se lance, yo creo, a conseguirla, con tanto má s ardor cuanto má s virtuoso sea el que la prosiga, porque todos tienen amor a lo que es inmortal. Los que son fecundos con relació n al cuerpo aman las mujeres, y se inclinan con preferencia a ellas, creyendo asegurar, mediante la procreació n de los hijos, la inmortalidad la perpetuidad de su nombre y la felicidad que se imaginan en el curso de [347] los tiempos. Pero los que son fecundos con relació n al espí ritu... Aquí Diotima, interrumpié ndose, añ adió: porque los hay que son má s fecundos de espí ritu que de cuerpo para las cosas que al espí ritu toca producir. ¿ Y qué es lo que toca al espí ritu producir? La sabidurí a y las demá s virtudes que han nacido de los poetas y de todos los artistas dotados del genio de invenció n. Pero la sabidurí a má s alta y má s bella es la que preside al gobierno de los Estados y de las familias humanas, y que se llama prudencia y justicia. Cuando un mortal divino lleva en su alma desde la infancia el germen de estas virtudes, y llegado a la madurez de la edad desea producir y engendrar, va de un lado para otro buscando la belleza, en la que podrá engendrar, porque nunca podrí a conseguirlo en la fealdad. En su ardor de producir, se une a los cuerpos bellos con preferencia a los feos, y si en un cuerpo bello encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta reunió n le complace soberanamente. Cerca de un ser semejante pronuncia numerosos y elocuentes discursos sobre la virtud, sobre los deberes y las ocupaciones del hombre de bien, y se consagra a instruirle, porque el contacto y el comercio de la belleza le hacen engendrar y producir aquello, cuyo germen se encuentra ya en é l. Ausente o presente piensa siempre en el objeto que ama, y ambos alimentan en comú n a los frutos de su unió n. De esta manera el lazo y la afecció n que ligan el uno al otro son mucho má s í ntimos y mucho má s fuertes que los de la familia, porque estos hijos de su inteligencia son má s bellos y má s inmortales, y no hay nadie que no prefiera tales hijos a cualquiera otra posteridad, si considera y admira las producciones que Homero, Hesiodo y los demá s poetas han dejado; si tiene en cuenta la nombradí a y la memoria imperecedera, que estos inmortales hijos han proporcionado a sus padres; o bien si recuerda los hijos que Licurgo ha dejado tras sí en Lacedemonia y que han sido la [348] gloria de esta ciudad, y me atrevo a decir que de la Grecia entera. Solon, lo mismo, es honrado por vosotros como padre de las leyes, y otros muchos hombres grandes lo son tambié n en diversos paí ses, ya en Grecia, ya entre los bá rbaros, porque han producido una infinidad de obras admirables y creado toda clase de virtudes. Estos hijos les han valido templos, mientras que los hijos de los hombres, que salen del seno de una mujer, jamá s han hecho engrandecer a nadie.

Quizá, Só crates, he llegado a iniciarte hasta en los misterios del amor; pero en cuanto al ú ltimo grado de la iniciació n y a las revelaciones má s secretas, para las que todo lo que acabo de decir no es má s que una preparació n, no sé si, ni aú n bien dirigido, podrí a tu espí ritu elevarse hasta ellas. Yo, sin embargo, continuaré sin que se entibie mi celo. Trata de seguirme lo mejor que puedas.

El que quiere aspirará este objeto por el verdadero camino, debe desde su juventud comenzar a buscar los cuerpos bellos. Debe ademá s, si está bien dirigido, amar uno só lo, y en el engendrar y producir bellos discursos. En seguida debe llegar a comprender que la belleza, que se encuentra en un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los demá s. En efecto, si es preciso buscar la belleza en general, serí a una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos, es una e idé ntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de una despreciable pequeñ ez, de toda pasió n que se reconcentre sobre uno só lo. Despué s debe considerar la belleza del alma como má s preciosa que la del cuerpo; de suerte, que una alma bella, aunque esté en un cuerpo desprovisto de perfecciones, baste para atraer su amor y sus cuidados, y para ingerir en ella los discursos má s propios para hacer mejor la juventud. Siguiendo así, se verá necesariamente [349] conducido a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por todas partes es idé ntica a sí misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces, teniendo una idea má s amplia de lo bello, no se verá encadenado como un esclavo en el estrecho amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola acció n, sino que lanzado en el océ ano de la belleza, y extendiendo sus miradas sobre este espectá culo, producirá con inagotable fecundidad los discursos y pensamientos má s grandes de la filosofí a, hasta que, asegurado y engrandecido su espí ritu por esta sublime contemplació n, só lo perciba una ciencia, la de lo bello.

Pré stame ahora, Só crates, toda la atenció n de que eres capaz. El que en los misterios del amor se haya elevado hasta el punto en que estamos, despué s de haber recorrido en orden conveniente todos los grados de lo bello y llegado, por ú ltimo, al té rmino de la iniciació n, percibirá como un relá mpago una belleza maravillosa, aquella ¡ oh Só crates!, que era objeto de todos sus trabajos anteriores; belleza eterna, increada e imperecible, exenta de aumento y de disminució n; belleza que no es bella en tal parte y fea en cual otra, bella só lo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo una relació n y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para estos y fea para aquellos; belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las manos, ni nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta ciencia; que no reside en ningú n ser diferente de ella misma, en un animal, por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma; de ella participan todas las demá s bellezas, sin que el nacimiento ni la destrucció n de estas cansen ni la menor disminució n ni el [350] menor aumento en aquellas ni la modifiquen en nada. Cuando de las bellezas inferiores se ha elevado, mediante un amor bien entendido de los jó venes, hasta la belleza perfecta, y se comienza a entreverla, se llega casi al té rmino; porque el camino recto del amor, ya se guí e por sí mismo, ya sea guiado por otro, es comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema, pasando, por decirlo así, por todos los grados de la escala de un solo cuerpo bello a dos, de dos a todos los demá s, de los bellos cuerpos a las bellas ocupaciones, de las bellas ocupaciones a las bellas ciencias, hasta que de ciencia en ciencia se llega a la ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia de lo bello mismo, y se concluye por conocerla tal como es en sí. ¡ Oh, mi querido Só crates!, prosiguió la extranjera de Mantinea, si por algo tiene mé rito esta vida, es por la contemplació n de la belleza absoluta, y si tú llegas algú n dí a a conseguirlo, ¿ qué te parecerá n, cotejado con ella, el oro y los adornos, los niñ os hermosos y los jó venes bellos, cuya vista al presente te turba y te encanta hasta el punto de que tú y muchos otros, por ver sin cesar a los que amá is, por estar sin cesar con ellos, si esto fuese posible, os privarí ais con gusto de comer y de beber, y pasarí ais la vida tratá ndolos y contemplá ndolos de continuo? ¿ Qué pensaremos de un mortal a quien fuese dado contemplar la belleza pura, simple, sin mezcla, no revestida de carne ni de colores humanos y de las demá s vanidades perecibles, sino siendo la belleza divina misma? ¿ Crees que serí a una suerte desgraciada tener sus miradas fijas en ella y gozar de la contemplació n y amistad de semejante objeto? ¿ No crees, por el contrario, que este hombre, siendo el ú nico que en este mundo percibe lo bello, mediante el ó rgano propio para percibirlo, podrá crear, no imá genes de virtud, puesto que no se une a imá genes, sino virtudes verdaderas, pues que es la verdad a la que se consagra? Ahora bien, só lo al que produce y alimenta [351] la verdadera virtud corresponde el ser amado por Dios; y si algú n hombre debe ser inmortal, es seguramente este.

—Tales fueron, mi querido Fedro, y vosotros que me escuchá is, los razonamientos de Diotima. Ellos me han convencido, y a mi vez trato yo de convencer a los demá s, de que, para conseguir un bien tan grande, la naturaleza humana difí cilmente encontrarí a un auxiliar má s poderoso que el Amor. Y así digo, que todo hombre debe honrar al Amor. En cuanto a mí, honro todo lo que a é l se refiere, le hago objeto de un culto muy particular, le recomiendo a los demá s, y en este mismo momento acabo de celebrar, lo mejor que he podido, como constantemente lo estoy haciendo, el poder y la fuerza del Amor. Y ahora, Fedro, mira si puede llamarse este discurso un elogio del Amor; y si no, dale el nombre que te acomode.

Despué s de haber Só crates hablado de esta manera se le prodigaron los aplausos; pero Aristó fanes se disponí a a hacer algunas observaciones, porque Só crates en su discurso habí a hecho alusió n a una cosa que el habí a dicho, cuando repentinamente se oyó un ruido en la puerta exterior, a la que llamaban con golpes repetidos; y parecí a que las voces procedí an de jó venes ebrios y de una tocadora de flauta.

—Esclavos, gritó Agaton, mirad qué es eso; si es alguno de nuestros amigos, decidles que entren; y si no son, decidles que hemos cesado de beber y que estamos descansando. Un instante despué s oí mos en el patio la voz de Alcibí ades, medio ebrio, y diciendo a gritos:

—¿ Dó nde está Agaton? ¡ Llevadme cerca de Agaton! entonces algunos de sus compañ eros y la tocadora de flauta le cogieron por los brazos y le condujeron a la puerta de nuestra sala. Alcibí ades se detuvo, y vimos que llevaba la cabeza adornada con una espesa corona de violetas y hiedra con numerosas guirnaldas.

—Amigos, os saludo, dijo; ¿ queré is admitir a vuestra [352] mesa a un hombre que ha bebido ya cumplidamente? ¿ O nos marcharemos despué s de haber coronado a Agaton, que es el objeto de nuestra visita? Me ha sido imposible venir ayer, pero heme aquí ahora con mis guirnaldas sobre la cabeza, para ceñ ir con ellas la frente del má s sabio y má s bello de los hombres, si me es permitido hablar así. ¿ Os reí s de mí porque estoy ebrio? Reí d cuanto querá is; yo sé que digo la verdad. Pero veamos, responded: ¿ entraré bajo esta condició n o no entraré? ¿ Beberé is conmigo o no?

Entonces gritaron de todas partes:

—¡ Que entre, que tome asiento! Agaton mismo le llamó. Alcibí ades se adelantó conducido por sus compañ eros; y ocupado en quitar sus guirnaldas para coronar a Agaton, no vio a Só crates, a pesar de que se hallaba frente por frente de é l, y fue a colocarse entre Só crates y Agaton, pues Só crates habí a hecho sitio para que se sentara. Luego que Alcibí ades se sentó, abrazó a Agaton, y le coronó.

—Esclavos, dijo este, descalzad a Alcibí ades; quedará en este escamo con nosotros y será el tercero.

—Con gusto, respondió Alcibí ades, ¿ pero cuá l es vuestro tercer bebedor? Al mismo tiempo se vuelve y ve a Só crates. entonces se levanta bruscamente y exclama:

—¡ Por Hé rcules! ¿ Qué es esto? ¡ Qué! Só crates, te veo aquí a la espera para sorprenderme, segú n tu costumbre aparecié ndote de repente cuando menos lo esperaba! ¿ Qué has venido a hacer aquí hoy? ¿ Por qué ocupas este sitio? ¿ Có mo, en lugar de haberte puesto al lado de Aristó fanes o de cualquiera otro complaciente contigo o que se esfuerce en serlo, has sabido colocarte tan bien que te encuentro junto al má s hermoso de la reunió n?

—Imploro tu socorro, Agaton, dijo Só crates. El amor de este hombre no es para mí un pequeñ o embarazo. Desde la é poca en que comencé a amarle, yo no puedo mirar ni [353] conversar con ningú n joven, sin que, picado y celoso, se entregue a excesos increí bles, llená ndome de injurias, y gracias que se abstiene de pasar a ví as de hecho. Y así, ten cuidado, que en este momento no se deje llevar de un arrebato de este gé nero; procura asegurar mi tranquilidad, o proté geme, si quiere permitirse alguna violencia; porque temo su amor y sus celos furiosos.

—No cabe paz entre nosotros, dijo Alcibí ades, pero yo me vengaré en ocasió n má s oportuna. Ahora, Agaton, alá rgame una de tus guirnaldas para ceñ ir con ella la cabeza maravillosa de este hombre. No quiero que pueda echarme en cara que no le he coronado como a ti, siendo un hombre que, tratá ndose de discursos, triunfa de todo el mundo, no só lo en una ocasió n, como tú ayer, sino en todas. Mientras se explicaba de esta manera, tomó algunas guirnaldas, coronó a Só crates y se sentó en el escañ o. Luego que se vio en su asiento, dijo: y bien, amigos mí os, ¿ qué hacemos? Me parecé is excesivamente comedidos y yo no puedo consentirlo; es preciso beber; este es el trato que hemos hecho. Me constituyo yo mismo era rey del festí n hasta que hayá is bebido como es indispensable. Agaton, que me traigan alguna copa grande si la tené is; y si no, esclavo, dame ese vaso{25}, que está allí. Porque ese vaso ya lleva má s de ocho cotilas.

—Despué s de hacerle llenar Alcibí ades, se lo bebió é l primero, y luego hizo llenarle para Só crates, diciendo: que no se achaque a malicia lo que voy a hacer, porque Só crates podrá beber cuanto quiera y jamá s se le verá ebrio. Llenado el vaso por el esclavo, Só crates bebió. Entonces Eriximaco, tomando la palabra: ¿ qué haremos Alcibí ades? ¿ seguiremos bebiendo sin hablar ni cantar, y nos contentaremos con hacer lo mismo que hacen los que só lo matan la sed? Alcibí ades respondió: Yo te saludo, [354] Eriximaco, digno hijo del mejor y má s sabio de los padres. tambié n te saludo yo, replicó Eriximaco; ¿ pero qué haremos?

—Lo que tú ordenes, porque es preciso obedecerte: Un mé dico vale el solo tanto como muchos hombres{26}. Manda, pues, lo que quieras.

—Entonces escucha, dijo Eriximaco; antes de tu llegada habí amos convenido en que cada uno de nosotros, siguiendo un turno riguroso, hiciese elogios del Amor, lo mejor que pudiese, comenzando por la derecha. Todos hemos cumplido con nuestra tarea, y es justo que tú, que nada has dicho y que no por eso has bebido menos, cumplas a tu vez la tuya. Cuando hayas concluido, tú señ alará s a Só crates el tema que te parezca; este a su vecino de la derecha; y así sucesivamente.

—Todo eso está muy bien, Eriximaco, dijo Alcibí ades; pero querer que un hombre ebrio dispute en elocuencia con gente comedida y de sangre frí a, serí a un partido muy desigual. Ademá s, querido mí o, ¿ crees lo que Só crates ha dicho antes de mi cará cter celoso, o crees que lo contrario es la verdad? Porque si en su presencia me propaso a alabar a otro que no sea é l, ya sea un dios, ya un hombre, no podrá contenerse sin golpearme.

—Habla mejor, exclamó Só crates.

—¡ Por Neptuno!, no digas eso Só crates, porque yo no alabaré a otro que a ti en tu presencia.

—Pues bien, sea así, dijo Eriximaco; haznos, si te parece, el elogio de Só crates.

—Có mo, Eriximaco!, ¡ quieres que me eche sobre este hombre, y me vengue de é l delante de vosotros?

—¡ Hola!, joven, interrumpió Só crates, ¿ cuá l es tu intenció n? ¿ Quieres hacer de mí alabanzas iró nicas? Explí cate.

—Diré la verdad, si lo consientes. [355]

—¿ Si lo consiento? Lo exijo.

—Voy a obedecerte, respondió Alcibí ades. Pero tú has de hacer lo siguiente: si digo alguna cosa que no sea verdadera, si quieres me interrumpes, y no temas desmentirme, porque yo no diré a sabiendas ninguna mentira. Si a pesar de todo no refiero los hechos en orden muy exacto, no te sorprendas; porque en el estado en que me hallo, no será extrañ o que no dé una razó n clara y ordenada de tus originalidades.

Para hacer el elogio de Só crates, amigos mí os, me valdré de comparaciones. Só crates creerá quizá que yo intento hacer reí r, pero mis imá genes tendrá n por objeto la verdad y no la burla. Por lo pronto digo, que Só crates se parece a esos Silenos, que se ven expuestos en los talleres de los estatuarios, y que los artistas representan con una flauta o caramillo en la mano. Si separá is las dos piezas de que se componen estas estatuas, encontrareis en el interior la imagen de alguna divinidad. Digo má s, digo que Só crates se parece má s particularmente al sá tiro Marsias. En cuanto al exterior, Só crates, no puedes desconocer tu semejanza, y en lo demá s escucha lo que voy a decir. ¿ No eres un burló n descarado? Si lo niegas, presentaré testigos. ¿ No eres tambié n tocador de flauta, y má s admirable que Marsias? Este encantaba a los hombres por el poder de los sonidos, que su boca sacaba de sus instrumentos, y eso mismo hace hoy cualquiera que ejecuta las composiciones de este sá tiro; y yo sostengo que las que tocaba Olimpos son composiciones de Marsias, su maestro. Gracias al cará cter divino de tales composiciones, ya sea un artista há bil o una mala tocadora de flauta el que las ejecute, só lo ellas tienen la virtud de arrebatarnos tambié n a nosotros y de darnos a conocer a los que tienen necesidad de iniciaciones y de dioses. La ú nica diferencia que en este concepto puede haber entre Marsias y tú, Só crates, es que sin el auxilio de ningú n instrumento y só lo [356] con discursos haces lo mismo. Que hable otro, aunque sea el orador má s há bil, y no hace, por decirlo así, impresió n sobre nosotros; pero que hables tú u otro que repita tus discursos, por poco versado que esté en el arte de la palabra, y todos los oyentes, hombres, mujeres, niñ os, todos se sienten convencidos y enajenados. Respecto a mí, amigos mí os, si no temiese pareceros completamente ebrio, os atestiguarí a con juramento el efecto extraordinario, que sus discursos han producido y producen aú n sobre mí. Cuando le oigo, el corazó n me late con má s violencia que a los coribantes; sus palabras me hacen derramar lá grimas; y veo tambié n a muchos de los oyentes experimentar las mismas emociones. Oyendo a Pericles y a nuestros grandes oradores, he visto que son elocuentes, pero no me han hecho experimentar nada semejante. Mi alma no se turbaba ni se indignaba contra sí misma a causa de su esclavitud. Pero cuando escucho a este Marsias, la vida que paso me ha parecido muchas veces insoportable. No negará s, Só crates, la verdad de lo que voy diciendo, y conozco que en este mismo momento, si prestase oí dos a tus discursos, no lo resistirí a, y producirí as en mí la misma impresió n. Este hombre me obliga a convenir en que, faltá ndome a mí mismo muchas cosas, desprecio mis propios negocios, para ocuparme de los de los atenienses. Así es, que me veo obligado a huir de é l tapá ndome los oí dos, como quien escapa de las sirenas{27}. Si no fuera esto, permanecerí a hasta el fin de mis dí as sentado a su lado. Este hombre despierta en mí un sentimiento de que no se me creerí a muy capaz y es el del pudor. Sí, só lo Só crates me hace ruborizar, porque tengo la conciencia de no poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, despué s que me separo de é l, no me siento con fuerzas para renunciar al favor popular. Yo huyo de é l, procuro [357] evitarle; pero cuando vuelvo a verle, me avergü enzo en su presencia de haber desmentido mis palabras con mi conducta; y muchas veces preferirí a, así lo creo, que no existiese; y sin embargo, si esto sucediera, estoy convencido de que serí a yo aú n má s desgraciado; de manera que no sé lo que me pasa con este hombre.

Tal es la impresió n que produce sobre mí y tambié n sobre otros muchos la flauta de este sá tiro. Pero quiero convenceros má s aú n de la exactitud de mi comparació n y del poder extraordinario que ejerce sobre los que le escuchan; y debé is tener entendido que ninguno de nosotros conoce a Só crates. Puesto que he comenzado, os lo diré todo. Ya veis el ardor que manifiesta Só crates por los jó venes hermosos; con qué empeñ o los busca, y hasta qué punto está enamorado de ellos; veis igualmente que todo lo ignora, que no sabe nada, o por lo menos, que hace el papel de no saberlo. Todo esto, ¿ no es propio de un Sileno?

Enteramente. É l tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero abridle, compañ eros de banquete; ¡ qué de tesoros no encontrareis en é l! Sabed, que la belleza de un hombre es para é l el objeto má s indiferente. No es posible imaginar hasta qué punto la desdeñ a, así como la riqueza y las demá s ventajas envidiadas por el vulgo. Só crates las mira todas como de ningú n valor, y a nosotros mismos como si fué ramos nada; y pasa toda su vida burlá ndose y chanceá ndose con todo el mundo. Pero cuando habla seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas que encierra, pero yo las he visto, y las he encontrado tan divinas, tan preciosas, tan grandes y tan encantadoras, que me ha parecido imposible resistir a Só crates. Creyendo al principio que se enamoraba de mi hermosura, me felicitaba yo de ello, y tenié ndolo por una fortuna, creí que se me presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando con que, complaciendo a sus deseos, obtendrí a seguramente de é l que me [358] comunicara toda su ciencia. Por otra parte, yo tení a un elevado concepto de mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo, en cuya presencia veí a ordinariamente a Só crates, y me encontré solo con é l. Es preciso que os diga la verdad toda; estadme atentos, y tú, Só crates, repré ndeme si falto a la exactitud. Quedé solo, amigos nidos, con Só crates, y esperaba siempre que tocara uno de aquellos puntos, que inspira a los amantes la pasió n, cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y en ello me lisonjeaba y tení a un placer. Pero se desvanecieron por entero todas mis esperanzas. Só crates estuvo todo el dí a conversando conmigo en la forma que acostumbraba y despué s se retiró. A seguida de esto, le desafié a hacer ejercicios gimná sticos, esperando por este medio ganar algú n terreno. Nos ejercitamos y luchamos muchas veces juntos y sin testigos. ¿ Qué podré deciros? Ni por esas adelanté nada. No pudiendo conseguirlo por este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que habí a comenzado, no querí a dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le convidé a comer como hacen los amantes que tienden un lazo a los que aman; al pronto rehusó, pero al fin concluyó por ceder. Vino, pero en el momento que concluyó la comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo; despué s de comer, prolongué nuestra conversació n hasta bien entrada la noche; y cuando quiso marcharse, le precisé a que se quedara con el pretexto de ser muy tarde. Se acostó en el mismo escañ o en que habí a comido; este escañ o estaba cerca del mí o, y los dos está bamos solos en la habitació n.



  

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