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El banquete o del amor* 3 страница



Despué s de haber hablado de la justicia, de la templanza y de la fuerza de este dios, resta probar su habilidad. Tratemos de llenar en cuanto sea posible este vací o. Para honrar mi arte, como Eriximaco ha querido honrar el suyo, diré que el Amor es un poeta tan entendido, que convierte en poeta al que quiere; y esto sucede aun cuando sea uno extrañ o a las Musas, y en el momento que uno se siente inspirado por el Amor; lo cual prueba que el Amor es notable en esto de llevar a cabo las obras que son de la competencia de las Musas, porque no se enseñ a lo que se ignora, como no se da lo que no se tiene. ¿ Podrá negarse que todos los seres vivos son obra del Amor bajo la relació n de su producció n y de su nacimiento? ¿ Y no vemos que en todas las artes el que ha recibido lecciones del Amor se hace há bil y cé lebre, mientras que se queda en la oscuridad el que no ha sido inspirado por este dios? A la pasió n y al Amor debe Apolo la invenció n de la medicina, de la adivinació n, del arte de asaetear; de modo que puede decirse que el Amor es el maestro de Apolo; como de las Musas, en cuanto a la mú sica; de Vulcano, respecto del arte de fundir los metales; de Minerva, en el de tejer; de Jú piter, en el de [330] gobernar a los dioses y a los hombres. Si se ha restablecido la concordia entre los dioses, hay que atribuirlo al Amor, es decir, a la belleza, porque el amor no se une a la fealdad. Antes del Amor, como dije al principio, pasaron entre los dioses muchas cosas deplorables bajo el reinado de la Necesidad. Pero en el momento que este dios nació, del amor a lo bello emanaron todos los bienes sobre los dioses y sobre los hombres. He aquí, Fedro, por qué me parece que el Amor es muy bello y muy bueno, y que ademá s comunica a los otros estas mismas ventajas. Terminaré con un himno poé tico.

El Amor es el que da 'paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueñ o a la inquietud. ' É l es el que aproxima a los hombres, y los impide ser extrañ os los unos a los otros; principio y lazo de toda sociedad, de toda reunió n amistosa, preside a las fiestas, a los coros y a los sacrificios. Llena de dulzura y aleja la rudeza; excita la benevolencia e impide el odio. Propicio a los buenos, admirado por los sabios, agradable a los dioses, objeto de emulació n para los que no lo conocen aú n, tesoro precioso para los que le poseen, padre del lujo, de las delicias, del placer, de los dulces encantos, de los deseos tiernos, de las pasiones; vigila a los buenos y desprecia a los malos. En nuestras penas, en nuestros temores, en nuestros disgustos, en nuestras palabras es nuestro consejero, nuestro sosté n, y nuestro salvador. En fin, es la gloria de los dioses y de los hombres, el mejor y má s precioso maestro, y todo mortal debe seguirle y repetir en su honor los himnos de que é l mismo se sirve, para derramar la dulzura entre los dioses y entre los hombres. A este dios, ¡ oh Fedro!, consagro este discurso que ha sido ya festivo, ya serio, segú n me lo ha sugerido mi propio ingenio. »

Cuando Agaton hubo concluido su discurso, todos los presentes aplaudieron y declararon que habí a hablado [331] de una manera digna del dios y de é l. Entonces Só crates, dirigié ndose a Eriximaco, dijo:

—Y bien, hijo de Acumenes, ¿ no tení a yo razó n para temer, y no fui buen profeta, cuando os anuncié, que Agaton harí a un discurso admirable, y me pondrí a a mí en un conflicto?

—Has sido buen profeta, respondió Eriximaco, al anunciarnos que Agaton hablarí a bien; pero creo que no lo has sido al predecir que te verí as en un conflicto.

—¡ Ah! querido mí o, repuso Só crates, ¿ quié n no se ve en un conflicto, teniendo que hablar despué s de oí r un discurso tan bello, tan variado y tan admirable en todas sus partes, y principalmente en su final, cuyas expresiones son de una belleza tan acabada, que no se las puede oí r sin conmoverse? Me siento tan incapaz de decir algo tan bello, que lleno de vergü enza, habrí a abandonado el puesto, si hubiera podido, porque la elocuencia de Agaton me ha recordado a Gorgias, hasta el punto de sucederme realmente lo que dice Homero: temí a que Agaton, al concluir, lanzase en cierta manera sobre mi discurso la cabeza de Gorgias{15}, este orador terrible, petrificando mi lengua. Al mismo tiempo he conocido que ha sido una ridiculez el haberme comprometido con vosotros a celebrar a mi vez el Amor, y el haberme alabado de ser sabio en esta materia, yo que no sé alabar cosa alguna. En efecto, hasta aquí he estado en la inocente creencia de que en un elogio só lo deben entrar cosas verdaderas; que esto era lo esencial, y que despué s só lo restaba escoger, entre estas cosas, las má s bellas, y disponerlas de la manera má s conveniente. Tení a por esto gran esperanza de hablar bien, creyendo saber la verdadera manera de alabar. Pero ahora resulta que este mé todo no vale nada; que es preciso atribuir las mayores perfecciones al objeto, que se ha intentado [332] alabar, pertené zcanle o no, no siendo de importancia su verdad o su falsedad; como si al parecer hubié ramos convenido en figurar que cada uno de nosotros hací a el elogio del Amor, y en realidad no hacerlo. Por esta razó n creo yo atribuí s al Amor todas las perfecciones, y ensalzá ndole, le hacé is causa de tan grandes cosas, para que aparezca muy bello y muy bueno, quiero decir, a los ignorantes, y no ciertamente a las personas ilustradas. Esta manera de alabar es bella e imponente, pero me era absolutamente desconocida, cuando os di mi palabra. Mi lengua y no mi corazó n es la que ha contraí do este compromiso{16}. Permitidme romperlo, porque no me considero en posició n de poder hacer un elogio de este gé nero. Pero si lo queré is, hablaré a mi manera, proponié ndome decir só lo cosas verdaderas, sin aspirar a la ridí cula pretensió n de rivalizar con vosotros en elocuencia. Mira, Fedro, si te conviene oí r un elogio, que no traspasará los lí mites de la verdad, y en el cual no habrá refinamiento ni en las palabras ni en las formas.

Fedro y los demá s de la reunió n le manifestaron, que podí a hablar como quisiera.

—Permí teme aú n, Fedro, replicó Só crates, hacer algunas preguntas a Agaton, a fin de que con su asentimiento pueda yo hablar con mas seguridad.

—Con mucho gusto, respondió Fedro, no tienes má s que interrogar.

Dicho esto, Só crates comenzó de esta manera.

—Te vi, mi querido Agaton, entrar perfectamente en materia, diciendo que era preciso mostrar primero cuá l es la naturaleza del Amor, y en seguida cuá les son sus efectos. Apruebo esta manera de comenzar. Veamos ahora, despué s de lo que has dicho, todo bello y magní fico, sobre la naturaleza del Amor, algo má s aú n. Dime: ¿ el Amor [333] es el amor de alguna cosa o de nada? {17} No te pregunto si es hijo de un padre o de una madre, porque serí a una pregunta ridí cula. Si, por ejemplo, con motivo de un padre, te preguntase si es o no padre de alguna cosa, tu respuesta, para ser exacta, deberí a ser que es padre de un hijo o de una hija; ¿ no convienes en ello?

—Sí, sin duda, dijo Agaton.

—¿ Y lo mismo serí a de una madre?

Agaton convino en ello.

—Permite aú n, dijo Só crates, que haga algunas preguntas para poner má s en claro mi pensamiento: un hermano, a causa de esta misma cualidad, ¿ es hermano de alguno o no lo es?

—Lo es de alguno, respondió Agaton.

—De un hermano o de una hermana.

Convino en ello.

—Trata, pues, replicó Só crates, de demostrarnos si el Amor es el amor de nada o si es de alguna cosa.

—De alguna cosa, seguramente.

—Conserva bien en la memoria lo que dices, y acué rdate de qué cosa el Amor es amor; pero antes de pasar adelante, dime si el Amor desea la cosa que é l ama.

—Sí, ciertamente.

—Pero, replicó Só crates, ¿ es poseedor de la cosa que desea y que ama, o no la posee?

—Es probable, replicó Agaton, que no la posea.

—¿ Probable?, mira si no es má s bien necesario que el que desea le falte la cosa que desea, o bien que no la desee si no le falta. En cuanto a mí, Agaton, es admirable hasta qué punto es a mis ojos necesaria esta consecuencia. ¿ Y tú qué dices?

—Yo, lo mismo. [334]

—Muy bien; así, pues, ¿ el que es grande deseará ser grande, y el que es fuerte ser fuerte?

—Eso es imposible, teniendo en cuenta aquello en que ya hemos convenido.

—Porque no se puede carecer de lo que se posee.

—Tienes razó n.

—Si el que es fuerte, repuso Só crates, desease ser fuerte, el que es á gil, á gil, el que es robusto, robusto... quizá alguno podrí a imaginarse en este y otros casos semejantes que los que son fuertes, á giles y robustos, y que poseen estas cualidades, desean aú n lo que ellos poseen. Para que no vayamos a caer en semejante equivocació n, es por lo que insisto en este punto. Si lo reflexionas, Agaton, verá s que lo que estas gentes poseen, lo poseen necesariamente, quieran o no quieran; y ¿ có mo entonces podrí an desearlo? Y si alguno me dijese: rico y sano deseo la riqueza y la salud; y, por consiguiente, deseo lo que poseo, nosotros podrí amos responderle: posees la riqueza, la salud y la fuerza, y si tú deseas poseer estas cosas, es para el porvenir, puesto que al presente las posees ya, quié raslo o no. Mira, pues, si cuando dices: deseo una cosa, que tengo al presente, no significa esto: deseo poseer en el porvenir lo que tengo en este momento. ¿ No convendrí as en esto?

—Convendrí a, respondió Agaton.

—Pues bien, prosiguió Só crates, ¿ no es esto amar lo que no se está seguro de poseer, aquello que no se posee aú n, y desear conservar para el porvenir aquello que se posee al presente?

—Sin duda.

—Por lo tanto, lo mismo en este caso que en cualquiera otro, el que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe al presente, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es, pues, desear y amar.

—Seguramente. [335]

—Resumamos, añ adió Só crates, lo que acabamos de decir. Primeramente, el Amor es el amor de alguna cosa; en segundo lugar, de una cosa que le falta.

—Sí, dijo Agaton.

—Acué rdate ahora, replicó Só crates, de qué cosa, segú n tú el Amor es amor. Si quieres, yo te lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la concordia entre los dioses mediante el amor a lo bello, porque no hay amor de lo feo. ¿ No es esto lo que has dicho?

—Lo he dicho, en efecto.

—Y con razó n, mi querido amigo. Y si es así, ¿ el Amor es el amor de la belleza, y no de la fealdad?

Convino en ello.

—¿ No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas y no se poseen?

—Sí.

—Luego el Amor carece de belleza y no la posee.

—Necesariamente.

—¡ Pero qué! ¿ Llamas bello a lo que carece de belleza, a lo que no posee en manera alguna la belleza?

—No, ciertamente.

—Si es así, repuso Só crates, ¿ sostienes aú n que el Amor es bello?

—Temo mucho, respondió Agaton, no haber comprendido bien lo que yo mismo decí a.

—Hablas con prudencia, Agaton; pero continú a por un momento respondié ndome: ¿ te parece que las cosas buenas son bellas?

—Me lo parece.

—entonces el Amor carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo bueno, el Amor carece tambié n de bondad.

—Es preciso, Só crates, conformarse con lo que dices, porque no hay medio de resistirte.

—Es, mi querido Agaton, imposible resistir a la verdad; resistir a Só crates es bien sencillo. Pero te dejo en [336] paz, porque quiero referirte la conversació n que cierto dí a tuve con una mujer de Mantinea, llamada Diotima. Era mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios, mediante los que se libraron durante diez añ os de una peste que los estaba amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella. Voy a referiros lo mejor que pueda, y conforme a los principios en que hemos convenido Agaton y yo, la conversació n que con ella tuve; y para ser fiel a tu mé todo, Agaton, explicaré primero lo que es el amor, y en seguida cuá les son sus efectos. Me parece má s fá cil referiros fielmente la conversació n que tuve con la extranjera. habí a yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de decirnos Agaton: que el Amor era un gran dios, y amor de lo bello; y ella se serví a de las mismas razones que acabo de emplear yo contra Agaton, para probarme que el Amor no es ni bello ni bueno. Yo la repliqué: ¿ qué piensas tú, Diotima, entonces? ¡ Qué!, ¿ será posible que el Amor sea feo y malo?

—Habla mejor, me respondió: ¿ crees que todo lo que no es bello, es necesariamente feo?

—Mucho que lo creo.

—¿ Y crees que no se puede carecer de la ciencia sin ser absolutamente ignorante? ¿ No has observado que hay un té rmino medio entre la ciencia y la ignorancia?

—¿ Cuá l es?

—Tener una opinió n verdadera sin poder dar razó n de ella; ¿ no sabes que esto, ni es ser sabio, puesto que la ciencia debe fundarse en razones; ni es ser ignorante, puesto que lo que participa de la verdad no puede llamarse ignorancia? La verdadera opinió n ocupa un lugar intermedio entre la ciencia y la ignorancia.

Confesé a Diotima, que decí a verdad.

—No afirmes, pues, replicó ella, que todo lo que no es bello es necesariamente feo, y que todo lo que no es bueno [337] es necesariamente malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno ni bello, no vayas a creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un té rmino medio entre estas cosas contrarias.

—Sin embargo, repliqué yo, todo el mundo está acorde en decir que el Amor es un gran dios.

—¿ Qué entiendes tú, Só crates, por todo el mundo? ¿ Son los sabios o los ignorantes?

—Entiendo todo el mundo sin excepció n.

—¿ Có mo, replicó ella sonrié ndose, podrí a pasar por un gran dios para todos aquellos que ni aun por dios le reconocen?

—¿ Cuá les, la dije, pueden ser esos?

—Tú y yo, respondió ella.

—¿ Có mo puedes probá rmelo?

—No es difí cil. Respó ndeme. ¿ No dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿ O te atreverí as a sostener que hay uno que no sea ni dichoso ni bello?

—¡ No, por Jú piter!

—¿ No llamas dichosos a aquellos que poseen cosas bellas y buenas?

—Seguramente.

—Pero está s conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señ al de privació n.

—En efecto, estoy conforme en eso.

—¿ Có mo entonces, repuso Diotima, es posible que el Amor sea un dios, estando privado de lo que es bello y bueno?

—Eso, a lo que parece, no puede ser en manera alguna.

—¿ No ves, por consiguiente, que tambié n tú piensas que el Amor no es un dios?

—¡ Pero qué!, la respondí, ¿ es que el Amor es mortal?

—De ninguna, manera.

—Pero, en fin, Diotima, dime qué es. [338]

—Es, como dije antes, una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.

—¿ Pero qué es por ú ltimo?

—Un gran demonio, Só crates; porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y los hombres.

—¿ Cuá l es, la dije, la funció n propia de un demonio?

—La de ser inté rprete y medianero entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las sú plicas y los sacrificios de estos ú ltimos, y comunicar a los hombres las ó rdenes de los dioses y la remuneració n de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relació n a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos, a las profecí as y a la magia. La naturaleza divina como no entra nunca en comunicació n directa con el hombre, se vale de los demonios para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueñ o. El que es sabio en todas estas cosas es demoní aco{18}; y el que es há bil en todo lo demá s, en las artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y el Amor es uno de ellos.

—¿ A qué padres debe su nacimiento? pregunté a Diotima.

—Voy a decí rtelo, respondió ella, aunque la historia es larga.

Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los dioses un gran festí n, en el que se encontraba, entre otros, Poros{19} hijo de Metis{20}. Despué s de la comida, Penia{21} se puso a la puerta, para mendigar algunos [339] desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el né ctar (porque aú n no se hacia uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardí n de Jú piter, donde el sueñ o no tardó en cerrar sus cargados ojos. Entonces, Penia, estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. fue a acostarse con é l, y se hizo madre del Amor. Por esta razó n el Amor se hizo el compañ ero y servidor de Venus, porque fue concebido el mismo dí a en que ella nació; ademá s de que el Amor ama naturalmente la belleza y Venus es bella. Y ahora, como hijo de Poros y de Penia, he aquí cuá l fue su herencia. Por una parte es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin má s lecho que la tierra, sin tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna, junto a las puertas o en las calles; en fin, lo mismo que su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte, segú n el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador há bil; ansioso de saber, siempre maquinando algú n artificio, aprendiendo con facilidad, filosofando sin cesar; encantador, má gico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo dí a aparece floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y despué s se extingue para volver a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que nunca es rico ni pobre. Ocupa un té rmino medio entre la sabidurí a y la ignorancia, porque ningú n dios filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabidurí a es aneja a la naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse sabio, porque la ignorancia produce precisamente el pé simo efecto de persuadir a los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas [340] cualidades; porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.

—Pero, Diotima, ¿ quié nes son los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los ignorantes?

—Hasta los niñ os saben, dijo ella, que son los que ocupan un té rmino medio entre los ignorantes y los sabios, y el Amor es de este nú mero. La sabidurí a es una de las cosas má s bellas del mundo, y como el Amor ama lo que es bello, es preciso concluir que el Amor es amante de la sabidurí a, es decir, filó sofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi querido Só crates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas, no es extrañ o que te haya ocurrido, porque creí as, por lo que pude conjeturar en vista de tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. He aquí, a mi parecer, por qué el Amor te parecí a muy bello, porque lo amable es la belleza real, la gracia, la perfecció n y el soberano bien. Pero lo que ama es de otra naturaleza distinta como acabo de explicar.

—Y bien, sea así, extranjera; razonas muy bien, pero el Amor, siendo como tú acabas de decir, ¿ de qué utilidad es para los hombres?

—Precisamente eso es, Só crates, lo que ahora quiero enseñ arte. Conocemos la naturaleza y el origen del Amor; es como tú dices el amor a lo bello. Pero si alguno nos preguntase: ¿ qué es el amor a lo bello, Só crates y Diotima, o hablando con mayor claridad, el que ama lo bello a qué aspira?

—A poseerlo, respondí yo.

—Esta respuesta reclama una nueva pregunta, dijo Diotima; ¿ qué le resultará de poseer lo bello?

—Respondí, que no me era posible contestar inmediatamente a esta pregunta. [341]

—Pero, replicó ella, si se cambiase el té rmino, y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te preguntase: Só crates, el que ama lo bueno, ¿ á qué aspira?

—A poseerlo.

—¿ Y qué le resultarí a de poseerlo?

—Encuentro ahora má s fá cil la respuesta; se hará dichoso.

—Porque creyendo las cosas buenas, es como los seres dichosos son dichosos, y no hay necesidad de preguntar porqué el que quiere ser dichoso quiere serlo; tu respuesta me parece satisfacer a todo.

—Es cierto, Diotima.

—Pero piensas que este amor y esta voluntad sean comunes a todos los hombres, y que todos quieran siempre tener lo que es bueno; ¿ o eres tú de otra opinió n?

—No, creo que todos tienen este amor y esta voluntad.

—¿ Por qué entonces, Só crates, no decimos que todos los hombres aman, puesto que aman todos y siempre la misma cosa?, ¿ por qué lo decimos de los unos y no de los otros?

—Es esa una cosa que me sorprende tambié n.

—Pues no te sorprendas; distinguimos una especie particular de amor, y le llamamos amor, usando del nombre que corresponde a todo el gé nero; mientras que para las demá s especies, empleamos té rminos diferentes.

—Te suplico que pongas un ejemplo.

—He aquí uno. Ya sabes que la palabra poesí a{22} tiene numerosas acepciones, y expresa en general la causa que hace que una cosa, sea la que quiera, pase del no-ser al ser, de suerte que todas las obras de todas las artes son poesí a, y que todos los artistas y todos los obreros son poetas. [342]

—Es cierto.

—Y sin embargo, ves que no se llama a todos poetas, sino que se les da otros nombres, y una sola especie de poesí a tomada aparte, la mú sica y el arte de versificar, han recibido el nombre de todo el gé nero. Esta es la ú nica especie, que se llama poesí a; y los que la cultivan, los ú nicos a quienes se llaman poetas.

—Eso es tambié n cierto.

—Lo mismo sucede con el amor; en general es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y este es el grande y seductor amor que es innato en todos los corazones. Pero todos aquellos, que en diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filó sofos, no se dice que aman ni se los llama amantes; sino que só lo aquellos, que se entregan a cierta especie de amor, reciben el nombre de todo el gé nero, y a ellos solos se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.

—Me parece que tienes razó n, le dije.

—Se ha dicho, replicó ella, que buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo sostengo, que amar no es buscar ni la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni esta mitad ni este todo son buenos; y la prueba, amigo mí o, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos pertenecen, si creemos que estos miembros está n atacados de un mal incurable. En efecto; no es lo nuestro lo que nosotros amamos, a menos que no miremos como nuestro y pertenecié ndonos en propiedad lo que es bueno, y como extrañ o lo que es malo, porque los hombres só lo aman lo que es bueno. ¿ No es esta tu opinió n?

—¡ Por Jú piter!, pienso como tú.

—¿ Basta decir que los hombres aman lo bueno?

—Sí.

—¡ Pero qué! ¿ No es preciso añ adir, que aspiran tambié n a poseer lo bueno?

—Es preciso. [343]

—¿ Y no só lo a poseerlo, sino tambié n a poseerlo siempre?

—Es cierto tambié n.

—En suma, el amor consiste en querer poseer siempre lo bueno.

—Nada má s exacto, respondí yo.

—Si tal es el amor en general; ¿ en qué caso particular la indagació n y la prosecució n activa de lo bueno toman el nombre de amor? ¿ Cuá l es? ¿ Puedes decí rmelo?

—No, Diotima, porque si pudiera decirlo, no admirarí a tu sabidurí a ni vendrí a cerca de ti para aprender estas verdades.

—Voy a decí rtelo: es la producció n de la belleza, ya mediante el cuerpo, ya mediante el alma.

—Vaya un enigma, que reclama un adivino para descifrarle; yo no le comprendo.

—Voy a hablar con má s claridad. Todos los hombres, Só crates, son capaces de engendrar mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza exige el producir. En la fealdad no puede producir, y sí só lo en la belleza; la unió n del hombre y de la mujer es una producció n, y esta producció n es una obra divina, fecundació n y generació n, a que el ser mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no pueden realizarse en lo que es discordante. Porque la fealdad no puede concordar con nada de lo que es divino; esto só lo puede hacerlo la belleza. La belleza, respecto a la generació n, es semejante al Destino{23} y a Lucina{24}. Por esta razó n, cuando el ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de alegrí a, se dilata, engendra, produce. Por el contrario, si se aproxima a lo feo, triste y remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra, [344] sino que comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno de vigor para producir, esa ardiente prosecució n de la belleza que debe libertarle de los dolores del alumbramiento. Porque la belleza, Só crates, no es, como tú te imaginas, el objeto del amor.

—¿ Pues cuá l es el objeto del amor?

—Es la generació n y la producció n de la belleza.

—Sea así, respondí yo.

—No hay que dudar de ello, replicó.

—Pero, ¿ por qué el objeto del amor es la generació n?

—Porque es la generació n la que perpetú a la familia de los seres animados, y le da la inmortalidad, que consiente la naturaleza mortal. Pues conforme a lo que ya hemos convenido, es necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste en aspirar a que lo bueno nos pertenezca siempre. De aquí se sigue que la inmortalidad es igualmente el objeto del amor.

—Tales fueron las lecciones que me dio Diotima en nuestras conversaciones sobre el Amor. Me dijo un dí a: ¿ cuá l es, en tu opinió n, Só crates, la causa de este deseo y de este amor? ¿ No has observado en qué estado excepcional se encuentran todos los animales volá tiles y terrestres cuando sienten el deseo de engendrar? ¿ No les ves como enfermizos, efecto de la agitació n amorosa que les persigue durante el emparejamiento, y despué s, cuando se trata del sosté n de la prole, no ves có mo los má s dé biles se preparan para combatir a los má s fuertes, hasta perder la vida, y có mo se imponen el hambre y toda clase de privaciones para hacerla vivir? Respecto a los hombres, puede creerse que es por razó n el obrar así; pero los animales, ¿ de dó nde les vienen estas disposiciones amorosas? ¿ Podrí as decirlo?



  

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