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El banquete o del amor* 2 страница



Habiendo hecho Pausanias aquí una pausa, (y he aquí un juego de palabras{10}, que vuestros sofistas enseñ an), correspondí a a Aristó fanes hablar, pero no pudo verificarlo por un hipo que le sobrevino, no sé si por haber comido demasiado, o por otra razó n. Entonces se dirigió al mé dico Eriximaco que estaba sentado junto a é l y le [315] dijo: es preciso Eriximaco, que o me libres de este hipo o hables en mi lugar hasta que haya cesado.

—Haré lo uno y lo otro, respondió Eriximaco, porque voy a hablar en tu lugar, y tú hablará s en el mí o, cuando tu incomodidad haya pasado. Pasará bien pronto, si mientras yo hable, retienes la respiració n por algú n tiempo, y si no pasa, tendrá s que hacer gá rgaras con agua. Si el hipo es demasiado violento, coge cualquiera cosa, y hazte cosquillas en la nariz; a esto se seguirá el estornudo; y si lo repites una o dos veces, el hipo cesará infaliblemente, por violento que sea.

—Comienza luego, dijo Aristó fanes.

—Voy a hacerlo, dijo Eriximaco, y se explicó de esta manera:

«Pausanias ha empezado muy bien su discurso, pero parecié ndome que a su final no lo ha desenvuelto suficientemente, creo que estoy en el caso de completarlo. Apruebo la distinció n que ha hecho de los dos amores, pero creo haber descubierto por mi arte, la medicina, que el amor no reside só lo en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la belleza, sino que hay otros objetos y otras mil cosas en que se encuentra; en los cuerpos de todos los animales, en las producciones de la tierra; en una palabra, en todos los seres; y que la grandeza y las maravillas del dios brillan por entero, lo mismo en las cosas divinas que en las cosas humanas. Tomaré mi primer ejemplo de la medicina, en honor a mi arte.

»La naturaleza corporal contiene los dos amores; porque las partes del cuerpo que está n sanas y las que está n enfermas constituyen necesariamente cosas desemejantes, y lo desemejante ama lo desemejante. El amor, que reside en un cuerpo sano, es distinto del que reside en un cuerpo enfermo, y la má xima, que Pausanias acaba de sentar: que es cosa bella conceder sus favores a un amigo virtuoso, y cosa fea entregarse al que está animado de una pasió n [316] desordenada, es una má xima aplicable al cuerpo. tambié n es bello y necesario ceder a lo que hay de bueno y de sano en cada temperamento, y en esto consiste la medicina; por el contrario, es vergonzoso complacer a lo que hay de depravado y de enfermo, y es preciso combatirlo, si ha de ser uno un mé dico há bil. Porque, para decirlo en pocas palabras, la medicina es la ciencia del amor corporal con relació n a la repleció n y evacuació n; el mé dico, que sabe discernir mejor en este punto el amor arreglado del vicioso, debe ser tenido por má s há bil; y el que dispone de tal manera de las inclinaciones del cuerpo, que puede mudarlas segú n sea necesario, introducir el amor donde no existe y hace falta, y quitarlo del punto donde es perjudicial, un mé dico de esta clase es un excelente prá ctico; porque es preciso que sepa crear la amistad entre los elementos má s enemigos, e inspirarles un amor recí proco. Los elementos má s enemigos son los má s contrarios, como lo frí o y lo caliente, lo seco y lo hú medo, lo amargo y lo dulce y otros de la misma especie. Por haber encontrado Esculapio, jefe de nuestra familia, el medio de introducir el amor y la concordia entre estos elementos contrarios, se le tiene por inventor de la medicina, como lo cantan los poetas y como yo mismo creo. Me atrevo a asegurar que el Amor preside a la medicina, lo mismo que a la gimnasia y a la agricultura. Sin necesidad de fijar mucho la atenció n, se advierte su presencia en la mú sica, y quizá fue esto lo que Herá clito quiso decir, si bien no supo explicarlo. La unidad, dice, que se opone a sí misma, concuerda consigo misma; produce, por ejemplo, la armoní a de un arco o de una lira. Es un absurdo decir que la armoní a es una oposició n, o que consiste en elementos opuestos, sino que lo que Herá clito al parecer entendí a es que de elementos, al pronto opuestos, como lo grave y lo agudo, y puestos despué s de acuerdo, es de donde el arte musical saca la armoní a. En [317] efecto, la armoní a no es posible en tanto que lo grave y lo agudo permanecen en oposició n; porque la armoní a es una consonancia; la consonancia un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas, mientras permanecen opuestas; y así las cosas opuestas, que no concuerdan, no producen armoní a. De esta manera tambié n las sí labas largas y las breves, que son opuestas entre sí, componen el ritmo, cuando se las ha puesto de acuerdo. Y aquí es la mú sica, como antes era la medicina, la que produce el acuerdo, estableciendo la concordia o el amor entre las contrarias. La mú sica es la ciencia del amor con relació n al ritmo y a la armoní a. No es difí cil reconocer la presencia del amor en la constitució n misma del ritmo y de la armoní a. Aquí no se encuentran dos amores, sino que, cuando se trata de poner el ritmo y la armoní a en relació n con los hombres, sea inventando, lo cual se llama composició n mú sica, sea sirvié ndose de los aires y compases ya inventados, lo cual se llama educació n, se necesitan entonces atenció n suma y un artista há bil. Aquí corresponde aplicar la má xima establecida antes: que es preciso complacer a los hombres moderados y a los que está n en camino de serlo, y fomentar su amor, el amor legí timo y celeste, el de la musa Urania. Pero respecto al de Polimnia, que es el amor vulgar, no se le debe favorecer sino con gran reserva y de modo que el placer que procure no pueda conducir nunca al desorden. La misma circunspecció n es necesaria en nuestro arte para arreglar el uso de los placeres de la mesa, de modo que se goce de ellos moderadamente, sin perjudicar a la salud.

»Debemos, pues, distinguir cuidadosamente estos dos amores en la mú sica, en la medicina y en todas las cosas divinas y humanas, puesto que no hay ninguna en que no se encuentren. tambié n se hallan en las estaciones, que constituyen el añ o, porque siempre que los elementos, de que hablé antes, lo frí o y lo caliente, lo hú medo y lo seco, [318] contraen los unos para con los otros un amor ordenado y componen una debida y templada armoní a, el añ o es fé rtil y es favorable a los hombres, a las plantas y a todos los animales, sin perjudicarles en nada. Pero cuando el amor intemperante predomina en la constitució n de las estaciones, casi todo lo destruye y arrasa; engendra la peste y toda clase de enfermedades que atacan a los animales y a las plantas; y las heladas, los hielos y las nieblas provienen de este amor desordenado de los elementos. La ciencia del amor, en el movimiento de los astros y de las estaciones del añ o, se llama astronomí a. Ademá s los sacrificios, el uso de la adivinació n, es decir, todas las comunicaciones de los hombres con los dioses, só lo tienen por objeto entretener y satisfacer al amor, porque todas las impiedades nacen de que buscamos y honramos en nuestras acciones, no el mejor amor, sino el peor, faz a faz de los vivos, de los muertos y de los dioses. Lo propio de la adivinació n es vigilar y cuidar de estos dos amores. La adivinació n es la creadora de la amistad, que existe entre los dioses y los hombres, porque sabe todo lo que hay de santo o de impí o, en las inclinaciones humanas. Por lo tanto, es cierto decir, en general, que el

Amor es poderoso, y que su poder es universal; pero que cuando se consagra al bien y se ajusta a la justicia y a la templanza, tanto respecto de nosotros como respecto de los dioses, es cuando manifiesta todo su poder y nos procura una felicidad perfecta, estrechá ndonos a vivir en paz los unos con los otros, y facilitá ndonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza se halla tan por cima de la nuestra. Omito quizá muchos cosas en este elogio del Amor, pero no es por falta de voluntad. A ti te toca, Aristó fanes, suplir lo que yo haya omitido. Por lo tanto, si tienes el proyecto de honrar al dios de otra manera, hazlo y comienza, ya, que tu hipo ha cesado. » [319]

—Aristó fanes respondió: ha cesado, en efecto, y só lo lo achaco al estornudo; y me admira que para restablecer el orden en la economí a del cuerpo haya necesidad de un movimiento como este, acompañ ado de ruidos y agitaciones ridí culas; porque realmente el estornudo ha hecho cesar el hipo sobre la marcha.

—Mira lo que haces, mi querido Aristó fanes, dijo Eriximaco, está s a punto de hablar y parece que te burlas a mi costa; pues cuando podí as discurrir en paz, me precisas a que te vigile, para ver si dices algo que se preste a la risa.

—Tienes razó n Eriximaco, respondió Aristó fanes sonrié ndose. Haz cuenta que no he dicho nada, y no hay necesidad de que me vigiles, porque temo, no el hacer reí r con mi discurso, de lo que se alegrarí a mi musa para la que serí a un triunfo, sino el decir cosas ridí culas.

—Despué s de lanzar la flecha, replicó Eriximaco, ¿ crees que te puedes escapar? Fí jate bien en lo que vas a decir, Aristó fanes, y habla como si tuvieras que dar cuenta de cada una de tus palabras. Quizá, si me parece del caso, te trataré con indulgencia.

—Sea lo que quiera, Eriximaco, me propongo tratar el asunto de una manera distinta que lo habé is hecho Pausanias y tú.

—«Figú raseme, que hasta ahora los hombres han ignorado enteramente el poder del Amor; porque si lo conociesen, le levantarí an templos y altares magní ficos, y le ofrecerí an suntuosos sacrificios, y nada de esto se hace, aunque serí a muy conveniente; porque entre todos los dioses é l es el que derrama má s beneficios sobre los hombres, como que es su protector y su mé dico, y los cura, de los males que impiden al gé nero humano llegar a la cumbre de la felicidad. Voy a intentar daros a conocer el poder del Amor, y queda a vuestro cargo enseñ ar a los demá s lo que aprendá is de mí. Pero es preciso comenzar por [320] decir cuá l es la naturaleza del hombre, y las modificaciones que ha sufrido.

»En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy. Primero habí a tres clases de hombres: los dos sexos que hoy existen, y uno tercero compuesto de estos dos, el cual ha desaparecido conservá ndose só lo el nombre. Este animal formaba una especie particular, y se llamaba andró gino, porque reuní a el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe y su nombre está en descré dito. En segundo lugar, todos los hombres tení an formas redondas, la espalda y los costados colocados en cí rculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomí as, unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reuní a estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos ó rganos de la generació n, y todo lo demá s en esta misma proporció n. Marchaban rectos como nosotros, y sin tener necesidad de volverse para tomar el camino que querí an. Cuando deseaban caminar ligeros, se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros, y avanzaban con rapidez mediante un movimiento circular, como los que hacen la rueda con los pies al aire. La diferencia, que se encuentra entre estas tres especies de hombres, nace de la que hay entre sus principios. El sol produce el sexo masculino, la tierra el femenino, y la luna el compuesto de ambos, que participa de la tierra y del sol. De estos principios recibieron su forma y su manera de moverse, que es esfé rica. Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazó n animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses, como dice Homero de Efialtes y de Oto{11}. Jú piter examinó con los dioses el partido que debí a tomarse. El negocio no carecí a de dificultad; los dioses no querí an anonadar a los hombres, [321] como en otro tiempo a los gigantes, fulminando contra ellos sus rayos, porque entonces desaparecerí an el culto y los sacrificios que los hombres les ofrecí an; pero, por otra parte, no podí an sufrir semejante insolencia. En fin, despué s de largas reflexiones, Jú piter se expresó en estos té rminos: Creo haber encontrado un medio de conservar los hombres y hacerlos má s circunspectos, y consiste en disminuir sus fuerzas. Los separaré en dos; así se hará n dé biles y tendremos otra ventaja, que será la de aumentar el nú mero de los que nos sirvan; marchará n rectos sostenié ndose en dos piernas só lo, y si despué s de este castigo conservan su impí a audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y se verá n precisados a marchar sobre un solo pié, como los que bailan sobre odres en la fiesta de Caco.

»Despué s de esta declaració n, el dios hizo la separació n que acababa de resolver, y la hizo lo mismo que cuando se cortan huevos para salarlos, o como cuando con un cabello se los divide en dos partes iguales. En seguida mandó a Apolo que curase las heridas y colocase el semblante y la mitad del cuello del lado donde se habí a hecho la separació n, a fin de que la vista de este castigo los hiciese má s modestos. Apolo puso el semblante del lado indicado, y reuniendo los cortes de la piel sobre lo que hoy se llama vientre, los cosió a manera de una bolsa que se cierra, no dejando má s que una abertura en el centro, que se llama ombligo. En cuanto a los otros pliegues, que eran numerosos, los pulió, y arregló el pecho con un instrumento semejante a aquel de que se sirven los zapateros para suavizar la piel de los zapatos sobre la horma, y só lo dejó algunos pliegues sobre el vientre y el ombligo, como en recuerdo del antiguo castigo. Hecha esta divisió n, cada mitad hacia esfuerzos para encontrar la otra mitad de que habí a sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se uní an, llevadas [322] del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecí an de hambre e inacció n, no queriendo hacer nada la una sin la otra. Cuando la una de las dos mitades perecí a, la que sobreviví a buscaba otra, a la que se uní a de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer entera, lo que ahora llamamos una mujer, ya fuese una mitad de hombre; y de esta manera la raza iba extinguié ndose. Jú piter, movido a compasió n, imagina otro expediente: pone delante los ó rganos de la generació n, por que antes estaban detrá s, y se concebí a y se derramaba el semen, no el uno en el otro, sino en tierra como las cigarras. Jú piter puso los ó rganos en la parte anterior y de esta manera la concepció n se hace mediante la unió n del varó n y la hembra. entonces, si se verificaba la unió n del hombre y la mujer, el fruto de la misma eran los hijos; y si el varó n se uní a al varó n, la saciedad los separaba bien pronto y los restituí a a sus trabajos y demá s cuidados de la vida. De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; el nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfecció n. Cada uno de nosotros no es má s que una mitad de hombre, que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades. Los hombres que provienen de la separació n de estos seres compuestos, que se llaman andró ginos, aman las mujeres; y la mayor parte de los adú lteros pertenecen a esta especie, así como tambié n las mujeres que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero a las mujeres, que provienen de la separació n de las mujeres primitivas, no llaman la atenció n los hombres y se inclinan má s a las mujeres; a esta especie pertenecen las tribactes. Del mismo modo los hombres, que provienen de la separació n de los hombres primitivos, buscan el sexo masculino. Mientras son jó venes aman a los hombres; se complacen en dormir con ellos [323] y estar en sus brazos; son los primeros entre los adolescentes y los adultos, como que son de una naturaleza mucho má s varonil. Sin razó n se les echa en cara que viven sin pudor, porque no es la falta de este lo que les hace obrar así, sino que dotados de alma fuerte, valor varonil y cará cter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que con el tiempo son má s aptos que los demá s para servir al Estado. Hechos hombres a su vez aman los jó venes, y si se casan y tienen familia, no es porque la naturaleza los incline a ello, sino porque la ley los obliga. Lo que prefieren es pasar la vida los unos con los otros en el celibato. El ú nico objeto de los hombres de este cará cter, amen o sean amados, es reunirse a quienes se les asemeja. Cuando el que ama a los jó venes o a cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatí a, la amistad, el amor los une de una manera tan maravillosa, que no quieren en ningú n concepto separarse ni por un momento. Estos mismos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quieren el uno del otro, porque si encuentran tanto gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea la causa de esto el placer de los sentidos. Evidentemente su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que adivina y da a entender. Y si cuando está n el uno en brazos del otro, Vulcano se apareciese con los instrumentos de su arte, y les dijese: '¡ Oh hombres!, ¿ qué es lo que os exigí s recí procamente? ', y si vié ndoles perplejos, continuase interpelá ndoles de esta manera: 'lo que queré is, ¿ no es estar de tal manera unidos, que ni de dí a ni de noche esté is el uno sin el otro? Si es esto lo que deseá is, voy a fundiros y mezclaros de tal manera, que no seré is ya dos personas, sino una sola; y que mientras vivá is, vivá is una vida comú n como una sola persona, y que cuando hayá is muerto, en la muerte misma os reuná is de manera que no seá is dos personas sino una sola. Ved ahora si es esto lo que deseá is, y si esto [324] os puede hacer completamente felices. ' Es bien seguro, que si Vulcano les dirigiera este discurso, ninguno de ellos negarí a, ni responderí a, que deseaba otra cosa, persuadido de que el dios acababa de expresar lo que en todos los momentos estaba en el fondo de su alma; esto es, el deseo de estar unido y confundido con el objeto amado, hasta no formar má s que un solo ser con é l. La causa de esto es que nuestra naturaleza primitiva era una, y que é ramos un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecució n de este antiguo estado. Primitivamente, como he dicho, nosotros é ramos uno; pero despué s en castigo de nuestra iniquidad nos separó Jú piter, como los arcadios lo fueron por los lacedemonios{12}. Debemos procurar no cometer ninguna falta contra los dioses, por temor de exponernos a una segunda divisió n, y no ser como las figuras presentadas de perfil en los bajorrelieves, que no tienen má s que medio semblante, o como los dados cortados en dos{13}. Es preciso que todos nos exhortemos mutuamente a honrar a los dioses, para evitar un nuevo castigo, y volver a nuestra unidad primitiva bajo los auspicios y la direcció n del Amor. Que nadie se ponga en guerra con el Amor, porque ponerse en guerra con é l es atraerse el odio de los dioses. Tratemos, pues, de merecer la benevolencia y el favor de este dios, y nos proporcionará la otra mitad de nosotros mismos, felicidad que alcanzan muy pocos. Que Eriximaco no critique estas ú ltimas palabras, como si hicieran alusió n a Pausanias y a Agaton, porque quizá estos son de este pequeñ o nú mero, y pertenecen ambos a la naturaleza masculina. Sea lo que quiera, estoy seguro de que todos seremos [325] dichosos, hombres y mujeres, si, gracias al Amor, encontramos cada uno nuestra mitad, y si volvemos a la unidad de nuestra naturaleza primitiva. Ahora bien, si este antiguo estado era el mejor, necesariamente tiene que ser tambié n mejor el que má s se le aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona que se ama segú n se desea. Si debemos alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos al Amor, que no só lo nos sirve mucho en esta vida, procurá ndonos lo que nos conviene, sino tambié n porque nos da poderosos motivos para esperar, que si cumplimos fielmente con los deberes para con los dioses, nos restituirá é l a nuestra primera naturaleza despué s de esta vida, curará nuestras debilidades y nos dará la felicidad en toda su pureza. He aquí, Eriximaco, mi discurso sobre el Amor. Difiere del tuyo, pero te conjuro a que no te burles, para que podamos oí r los de los otros dos, porque aú n no han hablado Agaton y Só crates. »

—Te obedeceré, dijo Eriximaco, con tanto má s gusto, cuanto tu discurso me ha encantado hasta tal punto que si no conociese cuá n elocuentes son en materia de amor Agaton y Só crates, temerí a mucho que habrí an de quedar muy por bajo, considerando agotada la materia con lo que se ha dicho hasta ahora. Sin embargo, me prometo aú n mucho de ellos.

—Has llenado bien tu cometido, dijo Só crates; pero si estuvieses en mi lugar en este momento, Eriximaco, y sobre todo despué s que Agaton haya hablado, te pondrí as tembloroso, y te sentirí as tan embarazado como yo.

—Tu quieres hechizarme, dijo Agaton a Só crates, y confundirme hacié ndome creer que esperan mucho los presentes, como si yo fuese a decir cosas muy buenas.

—A fe que serí a bien pobre mi memoria, Agaton, replicó Só crates, si habié ndote visto presentar en la escena, con tanta seguridad y calma, rodeado de comediantes, y recitar tus versos sin la menor emoció n, mirando con [326] desembarazo a tan numerosa concurrencia, creyese ahora que habí as de turbarte delante de estos pocos oyentes.

—¡ Ah!, respondió Agaton, no creas, Só crates, que me alucinan tanto los aplausos del teatro, que pueda ocultá rseme que para un hombre sensato el juicio de unos pocos sabios es mas temible que el de una multitud de ignorantes.

—Serí a bien injusto, Agaton, si tan mala opinió n tuviera formada de ti; estoy persuadido de que si tropezases con un pequeñ o nú mero de personas, y te pareciesen sabios, los preferirí as a la multitud. Pero quizá no somos nosotros de estos sabios, porque al cabo está bamos en el teatro y formá bamos parte de la muchedumbre. Pero suponiendo que te encontrases con otros, que fuesen sabios, ¿ no temerí as hacer algo que pudiesen desaprobar? ¿ Qué piensas de esto?

—Dices verdad, respondió Agaton.

—¿ Y no tendrí as el mismo temor respecto de la multitud, si creyeses hacer una cosa vergonzosa?

Entonces Fedro tomó la palabra y dijo:

—Mi querido Agaton, si continú as respondiendo a Só crates, no se cuidará de lo demá s, porque é l, teniendo con quien conversar, ya está contento, sobre todo si su interlocutor es hermoso. Sin duda yo tengo complacencia en oí r a Só crates, pero debo vigilar para que el Amor reciba las alabanzas, que le hemos prometido, y que cada uno de nosotros pague este tributo. Cuando hayá is cumplido con el dios, podré is reanudar vuestra conversació n.

—Tienes razó n, Fedro, dijo Agaton, y no hay inconveniente en que yo hable, porque podré en otra ocasió n entrar en conversació n con Só crates. Voy, pues, a indicar el plan de mi discurso, y luego entraré en materia.

—«Me parece, que todos los que hasta ahora han hablado, han alabado, no tanto al Amor, como a la felicidad que este dios nos proporciona. ¿ Y cuá l es el autor de [327] tantos bienes? Nadie nos lo ha dado a conocer. Y sin embargo, la ú nica manera debida de alabarle es explicar la naturaleza del asunto de que se trata, y desenvolver los efectos que ella produce. Por lo tanto, para alabar al Amor, es preciso decir lo que es el Amor, y hablar en seguida de sus beneficios. Digo, pues, que de todos los dioses, el Amor, si puede decirse sin ofensa, es el má s dichoso, porque es el má s bello y el mejor. Es el má s bello, Fedro, porque, en primer lugar, es el má s joven de los dioses, y é l mismo prueba esto, puesto que en su camino escapa siempre a la vejez, aunque esta corre harto ligera, por lo menos má s de lo que nosotros desearí amos. El Amor la detesta naturalmente, y se aleja de ella todo lo posible, mientras que acompañ a a la juventud y se complace con ella, siguiendo aquella má xima antigua muy verdadera: que lo semejante se une siempre a su semejante. Estando de acuerdo con Fedro sobre todos los demá s puntos, no puedo convenir con é l en cuanto a que el Amor sea má s anciano que Saturno y Japet. Sostengo, por el contrario, que es el má s joven de los dioses, y que siempre es joven. Esas viejas querellas de los dioses, que nos refieren Hesiodo y Parmé nides, si es que son verdaderas, han tenido lugar bajo el imperio de la Necesidad, y no bajo el del Amor; porque no hubiera habido entre los dioses ni mutilaciones, ni cadenas, ni otras muchas violencias, si el Amor hubiera estado con ellos, porque la paz y la amistad los hubieran unido, como sucede al presente y desde que el Amor reina sobre ellos. Es cierto, que es joven y ademá s delicado; pero fue necesario un poeta, como Homero, para expresar la delicadeza de este dios. Homero dice que Ate es diosa y delicada. «Sus pies, dice, son delicados, porque no los posa nunca en tierra, sino que marcha sobre la cabeza de los hombres{14}. » [328]

»Creo que queda bastante probada la delicadeza de Ate, diciendo que no se apoya sobre lo que es duro, sino sobre lo que es suave. Me serviré de una prueba aná loga para demostrar cuá n delicado es el Amor. No marcha sobre la tierra, ni tampoco sobre las cabezas, que por otra parte no presentan un punto de apoyo muy suave, sino que marcha y descansa sobre las cosas má s tiernas, porque es en los corazones y en las almas de los dioses y de los hombres donde fija su morada. Pero no en todas las almas, porque se aleja de los corazones duros, y só lo descansa en los corazones delicados. Y como nunca toca con el pié ni con ninguna otra parte de su cuerpo sino en lo má s delicado de los seres má s delicados, necesariamente ha de ser é l de una delicadeza extremada; y es, por consiguiente, el má s joven y el má s delicado de los dioses. Ademá s es de una esencia sutil; porque no podrí a extenderse en todas direcciones, ni insinuarse, desapercibido, en todas las almas, ni salir de ellas, si fuese de una sustancia só lida; y lo que obliga a reconocer en el una esencia sutil, es la gracia, que, segú n comú n opinió n, distingue eminentemente al Amor; porque el amor y la fealdad está n siempre en guerra. Como vive entre las flores, no se puede dudar de la frescura de su tez. Y, en efecto, el Amor jamá s se detiene en lo que no tiene flores, o que las tiene ya marchitas, ya sea un cuerpo o un alma o cualquiera otra cosa; pero donde encuentra flores y perfumes, allí fija su morada. Podrí an presentarse otras muchas pruebas de la belleza de este dios, pero las dichas bastan. Hablemos de su virtud. La mayor ventaja del Amor es que no puede recibir ninguna ofensa de parte de los hombres o de los dioses, y que ni dioses ni hombres pueden ser ofendidos por é l, porque si sufre o hace sufrir es sin coacció n, siendo la violencia incompatible con el amor. Só lo de libre voluntad se somete uno al Amor, y a todo acuerdo, concluido voluntariamente, las leyes, reinas [329] del Estado, lo declaran justo. Pero el Amor no só lo es justo, sino que es templado en alto grado, porque la templanza consiste en triunfar de los placeres y de las pasiones; ¿ y hay un placer por cima del Amor? Si todos los placeres y todas las pasiones está n por bajo del Amor, precisamente los domina; y si los domina, es necesario que esté dotado de una templanza incomparable. En cuanto a su fuerza, Marte mismo no puede igualarle, porque no es Marte el que posee el Amor, sino el Amor el que posee a Marte, el Amor de Venus, como dicen los poetas; porque el que posee es má s fuerte que el objeto poseí do; y superar al que supera a los demá s, ¿ no es ser el má s fuerte de todos?



  

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