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El banquete o del amor* 1 страница



  El banquete o del amor*

Plató n

 

Apolodoro y un amigo de Apolodoro.

Só crates – Agató n – Fedro – Pausanias – Eriximaco.

Aristó fanes – Alcibí ades

 

Apolodoro

Me considero bastante preparado para referiros lo que me pedí s, porque ahora recientemente, segú n iba yo de mi casa de Falé reo{1} a la ciudad, un conocido mí o, que venia detrá s de mí, me avistó, y llamá ndome de lejos: –¡ Hombre de Falé reo! gritó en tono de confianza; ¡ Apolodoro!, ¿ no puedes acortar el paso? – Yo me detuve, y le aguardé. –Me dijo: justamente andaba en tu busca, porque querí a preguntarte lo ocurrido en casa de Agaton el dí a que Só crates, Alcibí ades y otros muchos comieron allí. Dí cese que toda la conversació n rodó sobre el amor. Yo supe algo por uno, a quien Fé nix, hijo de Filipo, refirió una parte de los discursos que se pronunciaron, pero no pudo decirme el pormenor de la conversació n, y só lo me dijo que tú lo sabias. Cué ntamelo, pues, tanto má s [298] cuanto es un deber en ti dar a conocer lo que dijo tu amigo. Pero, ante todo, dime: ¿ estuviste presente a esa conversació n? –No es exacto, y ese hombre no te ha dicho la verdad, le respondí; puesto que citas esa conversació n como si fuera reciente, y como si hubiera podido yo estar presente. –Yo así lo creí a. –¿ Có mo, le dije, Glaucon; no sabes que ha muchos añ os que Agaton no pone los pies en Atenas? Respecto a mí aú n no hace tres añ os que trato a Só crates, y que me propongo estudiar asiduamente todas sus palabras y todas sus acciones. Antes andaba vacilante por uno y otro lado, y creyendo llevar una vida racional, era el má s desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú ahora, que en cualquier cosa debí a uno ocuparse con preferencia a la filosofí a. –Vamos, no te burles, y dime cuá ndo tuvo lugar esa conversació n. –É ramos muy jó venes tú y yo; fue cuando Agaton consiguió el premio con su primera tragedia, al dí a siguiente en que sacrificó a los dioses en honor de su triunfo, rodeado de sus coristas. –Larga es la fecha, a mi ver; ¿ pero quié n te ha dicho lo que sabes? ¿ es Só crates? –No, ¡ por Jú piter!, le dije; me lo ha dicho el mismo que se lo refirió a Fé nix, que es un cierto Aristodemo, del pueblo de Cidatenes; un hombre pequeñ o, que siempre anda descalzo. Este se halló presente, y si no me engañ o, era entonces uno de los má s apasionados de Só crates. Algunas veces pregunté a este sobre las particularidades que me habí a referido Aristodemo, y vi que concordaban. –¿ Por qué tardas tanto, me dijo Glaucon, en referirme la conversació n? ¿ En qué cosa mejor podemos emplear el tiempo que nos resta para llegar a Atenas? –Yo convine en ello, y continuando nuestra marcha, entramos en materia. Como te dije antes, estoy preparado, y só lo falta que me escuches. Ademá s del provecho que encuentro en hablar u oí r hablar de filosofí a, nada hay en el mundo que me cause tanto placer; mientras que, [299] por el contrario, me muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, hombres ricos y negociantes, hablar de vuestros intereses. Lloro vuestra obcecació n y la de vuestros amigos; creé is hacer maravillas, y no hacé is nada bueno. Quizá tambié n por vuestra parte os compadeciereis de mí, y me parece que tené is razó n; pero no es una mera creencia mí a, sino que tengo la seguridad de que sois dignos de compasió n.

 

El amigo de Apolodoro

Tú siempre el mismo, Apolodoro; hablando mal siempre de ti y de los demá s, y persuadido de que todos los hombres, excepto Só crates, son unos miserables, principiando por ti. No sé por qué te han dado el nombre de Furioso; pero sé bien que algo de esto se advierte en tus discursos. Siempre se te encuentra desabrido contigo mismo y con todos, excepto con Só crates.

 

Apolodoro

¿ Te parece, querido mí o, que es preciso ser un furioso y un insensato, para hablar así de mí mismo y de todos los demá s?

 

El amigo de Apolodoro

Dé jate de disputas, Apolodoro. Acué rdate ahora de tu promesa, y refié reme los discursos que pronunciaron en casa de Agaton.

 

Apolodoro

He aquí lo ocurrido poco má s o menos; o mejor es que tomemos la historia desde el principio, como Aristodemo me la refirió.

Encontré a Só crates, me dijo, que salí a del bañ o y se habí a calzado las sandalias contra su costumbre. Le pregunté a dó nde iba tan apuesto.

—Voy a comer a casa de Agaton, me respondió. Rehusé asistir a la fiesta que daba ayer para celebrar su victoria, por no acomodarme una excesiva concurrencia; pero di mi palabra para hoy, y he aquí por qué me encuentras [300] tan en punto. Me he embellecido para ir a la casa de tan bello joven. Pero, Aristodemo, ¡ no te dará la humorada de venir conmigo, aunque no hayas sido convidado?

—Como quieras, le dije.

—Sí gueme, pues, y cambiemos el proverbio, probando que un hombre de bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien sin ser convidado. Con gusto acusarí a a Homero, no só lo de haber cambiado este proverbio, sino de haberse burlado de el{2}, cuando despué s de representar a Agamemnon como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente muy dé bil; hace concurrir a

Menelao al festí n de Agamemnon, sin ser convidado; es decir, presenta un inferior asistiendo a la mesa de un hombre, que está muy por cima de é l.

—Tengo temor, dije a Só crates, de no ser tal como tú querrí as, sino má s bien segú n Homero; es decir, una medianí a que se sienta a la mesa de un sabio sin ser convidado. Por lo demá s, tú eres el que me guí as y a ti te toca salir a mi defensa, porque yo no confesaré que concurro allí sin que se me haya invitado, y diré que tú eres el que me convidas.

—Somos dos{3}, respondió Só crates, y ya a uno ya a otro no nos faltará qué decir. Marchemos.

Nos dirigirnos a la casa de Agaton durante esta plá tica, pero antes de llegar, Só crates se quedó atrá s entregado a sus propios pensamientos. Me detuve para esperar, pero me dijo que siguiera adelante. Cuando llegué a la casa de Agaton, encontré la puerta abierta, y me sucedió una aventura singular. Un esclavo de Agaton me condujo en el acto a la sala donde tení a lugar la reunió n, estando ya todos sentados a la mesa y esperando só lo que se les sirviera. Agaton, en el momento que me vio, exclamó: [301]

—¡ Oh, Aristodemo!, seas bienvenido si vienes a comer con nosotros. Si vienes a otra cosa, ya hablaremos otro dí a. Ayer te busqué para suplicarte que fueras uno de mis convidados, pero no pude encontrarte. ¿ Y por qué no has traí do a Só crates?

Miré para atrá s y vi que Só crates no me seguí a, y entonces dije a Agaton que yo mismo habí a venido con Só crates, como que é l era el que me habí a convidado.

—Has hecho bien, replicó Agaton; ¿ pero dó nde está Só crates?

—Me seguí a y no sé qué ha podido suceder.

—Esclavo, dijo Agaton, llé gate a ver dó nde está Só crates y condú cele aquí. Y tú, Aristodemo, sié ntate al lado de Eriximaco. Esclavo, lavadle los pies para que pueda ocupar su puesto.

En este estado vino un esclavo a anunciar que habí a encontrado a Só crates de pié en el umbral de la casa pró xima, y que habié ndole invitado, no habí a querido venir.

—¡ Vaya una cosa singular!, dijo Agaton. Vuelve y no le dejes hasta que haya entrado.

—No, dije yo entonces, dejadle.

—Si a tí te parece así, dijo Agaton, en buena hora. Ahora, vosotros, esclavos, servidnos. Traed lo que querá is, como si no tuvierais que recibir ó rdenes de nadie, porque ese es un cuidado que jamá s he querido tomarme. Miradnos lo mismo a mí que a mis amigos como si fué ramos hué spedes convidados por vosotros mismos. Portaos lo mejor posible, que en ello va vuestro cré dito.

Comenzamos a comer, y Só crates no parecí a. A cada instante Agaton querí a que se le fuese a buscar, pero yo lo impedí constantemente. En fin, Só crates entró despué s de habernos hecho esperar algú n tiempo, segú n su costumbre, cuando está bamos ya a media comida. Agaton, que estaba solo sobre una cama al extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a é l. [302]

—Ven, Só crates, le dijo, permite que esté lo má s pró ximo a ti, para ver si puedo ser partí cipe de los magní ficos pensamientos que acabas de descubrir; porque tengo una plena certeza de que has descubierto lo que buscabas, pues de otra manera no hubieras dejado el dintel de la puerta.

Cuando Só crates se sentó, dijo:

—¡ Ojalá, Agaton, que la sabidurí a fuese una cosa que pudiese pasar de un espí ritu a otro, cuando dos hombres está n en contacto, como corre el agua, por medio de una mecha de lana, de una copa llena a una copa vací a! Si el pensamiento fuese de esta naturaleza, serí a yo el que me considerarí a dichoso estando cerca de ti, y me verí a, a mi parecer, henchido de esa buena y abundante sabidurí a que tú posees; porque la mí a es una cosa mediana y equí voca; o, por mejor decir, es un sueñ o. La tuya, por el contrario, es una sabidurí a magní fica y rica en bellas esperanzas como lo atestigua el vivo resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que má s de treinta mil griegos acaban de prodigarte.

—Eres muy burló n, replicó Agaton, pero ya examinaremos cuá l es mejor, si la sabidurí a tuya o la mí a; y Baco será nuestro juez. Ahora de lo que se trata es de comer.

Só crates se sentó, y cuando é l y los demá s convidados acabaron de comer, se hicieron libaciones, se cantó un himno en honor del dios, y despué s de todas las demá s ceremonias acostumbradas, se habló de beber. Pausanias tomó entonces la palabra:

—Veamos, dijo, có mo podremos beber, sin que nos cause mal. En cuanto a mí, declaro que me siento aú n incomodado de resultas de la francachela de ayer, y tengo necesidad de respirar un tanto, y creo que la mayor parte de vosotros está en el mismo caso; porque ayer erais todos de los nuestros. Prevengá monos, pues, para beber con moderació n. [303]

—Pausanias, dijo Aristó fanes, me das mucho gusto en querer que se beba con moderació n, porque yo fui uno de los que se contuvieron menos la noche ú ltima.

—¡ Cuá nto celebro que esté is de ese humor!, dijo Eriximaco, hijo de Acumenes; pero falta por consultar el parecer de uno. ¿ Có mo te encuentras, Agaton?

—Lo mismo que vosotros, respondió.

—Tanto mejor para nosotros, replicó Eriximaco, para mí, para Aristodemo, para Fedro y para los demá s, si vosotros, que sois los valientes, os dais por vencidos, porque nosotros somos siempre ruines bebedores. No hablo de Só crates, que bebe siempre lo que le parece, y no le importa nada la resolució n que se toma. Así, pues, ya que no veo a nadie aquí con deseos de excederse en la bebida, seré menos importuno, si os digo unas cuantas verdades sobre la embriaguez. Mi experiencia de mé dico me ha probado perfectamente, que el exceso en el vino es funesto al hombre. Evitaré siempre este exceso, en cuanto pueda, y jamá s lo aconsejaré a los demá s; sobre todo, cuando su cabeza se encuentre resentida a causa de una orgí a de la ví spera.

—Sabes, le dijo Fedro de Mirrinos, interrumpié ndole, que sigo con gusto tu opinió n, sobre todo, cuando hablas de medicina; pero ya ves que hoy todos se presentan muy racionales.

No hubo má s que una voz; se resolvió de comú n acuerdo beber por placer y no llevarlo hasta la embriaguez.

—Puesto que hemos convenido, dijo Eriximaco, que nadie se exceda, y que cada uno beba lo que le parezca, soy de opinió n que se despache desde luego la tocadora de flauta. Que vaya a tocar para sí, y si lo prefiere, para las mujeres allá en el interior. En cuanto a nosotros, si me creé is, entablaremos alguna conversació n general, y hasta os propondré el asunto si os parece. [304]

Todos aplaudieron el pensamiento, y le invitaron a que entrara en materia.

Eriximaco repuso entonces: comenzaré por este verso de la Melanipa de Eurí pides: este discurso no es mí o sino de Fedro. Porque Fedro me dijo continuamente, con una especie de indignació n: ¡ Oh Eriximaco!, ¿ no es cosa extrañ a, que de tantos poetas que han hecho himnos y cá nticos en honor de la mayor parte de los dioses, ninguno haya hecho el elogio del Amor, que sin embargo es un gran dios? Mira lo que hacen los sofistas que son entendidos; componen todos los dí as grandes discursos en prosa en alabanza de Hé rcules y los demá s semidioses; testigo el famoso Prodico, y esto no es sorprendente. He visto un libro, que tení a por tí tulo el elogio de la sal, donde el sabio autor exageraba las maravillosas cualidades de la sal y los grandes servicios que presta al hombre. En una palabra, apenas encontrará s cosa que no haya tenido su panegí rico. ¿ En qué consiste que en medio de este furor de alabanzas universales, nadie hasta ahora ha emprendido el celebrar dignamente al Amor, y que se haya olvidado dios tan grande como este? Yo, continuó Eriximaco, apruebo la indignació n de Fedro. Quiero pagar mi tributo al Amor, y hacé rmele favorable. Me parece, al mismo tiempo, que cuadrarí a muy bien a una sociedad como la nuestra honrar a este dios. Si esto os place, no hay que buscar otro asunto para la conversació n. Cada uno improvisará lo mejor que pueda un discurso en alabanza del Amor. Correrá la voz de izquierda a derecha. De esta manera Fedro hablará primero, ya porque le toca, y ya porque es el autor de la proposició n, que os he formulado.

—No dudo, Eriximaco, dijo Só crates, que tu dictamen será uná nimemente aprobado. Por lo menos, no seré yo el que le combata, yo que hago profesió n de no conocer otra cosa que el Amor. Tampoco lo hará n Agaton, ni Pausanias, ni seguramente Aristó fanes, a pesar de estar [305] consagrado por entero a Baco y a Venus. Igualmente puedo responder de todos los demá s que se hallan presentes, aunque, a decir verdad, no sea partido igual para los ú ltimos, que nos hemos sentado. En todo caso, si los que nos preceden, cumplen con su deber y agotan la materia, a nosotros nos bastará prestar nuestra aprobació n. Que Fedro comience bajo los má s felices auspicios y que rinda alabanzas al Amor.

La opinió n de Só crates fue uná nimemente adoptada. Daros en este momento cuenta, palabra por palabra, de los discursos, que se pronunciaron, es cosa que no podé is esperar de mí; pues no habié ndome Aristodemo, de quien los he tomado, referido tan perfectamente, ni retenido yo, algunas cosas de la historia que me contó, só lo os podré decir lo má s esencial. He aquí poco má s o menos el discurso de Fedro, segú n me lo refirió.

—«El Amor es un gran dios, muy digno de ser honrado por los dioses y por los hombres por mil razones, sobre todo, por su ancianidad; porque es el má s anciano de los dioses. La prueba es que no tiene padre ni madre; ningú n poeta ni prosador se le ha atribuido. segú n Hesiodo{4}, el caos existió al principio, y enseguida apareció la tierra con su vasto seno, base eterna e inquebrantable de todas las cosas, y el Amor. Hesiodo, por consiguiente, hace que al caos sucedan la Tierra y el Amor. Parmé nides habla así de su origen: el Amor es el primer dios que fue concebido{5}. Acusilao{6} ha, seguido la opinió n de Hesiodo. Así, pues, está n de acuerdo en que el Amor es el má s antiguo de los dioses todos. tambié n es de todos ellos el que hace má s bien a los [306] hombres; porque no conozco mayor ventaja para un joven, que tener un amante virtuoso; ni para un amante, que el amar un objeto virtuoso. Nacimiento, honores, riqueza, nada puede como el Amor inspirar al hombre lo que necesita para vivir honradamente; quiero decir, la vergü enza del mal y la emulació n del bien. Sin estas dos cosas es imposible que un particular ó un Estado haga nunca nada bello ni grande. Me atrevo a decir que si un hombre, que ama, hubiese cometido una mala acció n o sufrido un ultraje sin rechazarlo, má s vergü enza le causarí a presentarse ante la persona que ama, que ante su padre, su pariente, o ante cualquiera otro. Vemos que lo mismo sucede con el que es amado, porque nunca se presenta tan confundido como cuando su amante le coge en alguna falta. De manera que si, por una especie de encantamiento, un Estado o un ejé rcito pudieran componerse de amantes y de amados, no habrí a pueblo que llevase má s allá el horror al vicio y la emulació n por la virtud. Hombres unidos de este modo, aunque en corto nú mero, podrí an en cierta manera vencer al mundo entero; porque, si hay alguno de quien un amante no querrí a ser visto en el acto de desertar de las filas o arrojar las armas, es la persona que ama; y preferirí a morir mil veces antes que abandonar a la persona amada vié ndola en peligro y sin prestarla socorro; porque no hay hombre tan cobarde a quien el Amor no inspire el mayor valor y no le haga semejante a un hé roe. Lo que dice Homero{7} de que inspiran los dioses audacia a ciertos guerreros, puede decirse con má s razó n del Amor que de ninguno de los demá s dioses. Só lo los amantes saben morir el uno por el otro. Y no só lo hombres sino las mismas mujeres han dado su vida por salvar a los que amaban. La Grecia ha visto un brillante ejemplo en Alceste, hija de [307] Pelias: só lo ella quiso morir por su esposo, aunque é ste tení a padre y madre. El amor del amante sobrepujó tanto a la amistad por sus padres, que los declaró, por decirlo así, personas extrañ as respecto de su hijo, y como si fuesen parientes só lo en el nombre. Y aun cuando se han llevado a cabo en el mundo muchas acciones magní ficas, es muy reducido el nú mero de las que han rescatado de los infiernos a los que habí an entrado; pero la de Alceste ha parecido tan bella a los ojos de los hombres y de los dioses, que, encantados é stos de su valor, la volvieron a la vida. ¡ Tan cierto es que un Amor noble y generoso se hace estimar de los dioses mismos!

»No trataron así a Orfeo, hijo de Eagro, sino que le arrojaron de los infiernos, sin concederle lo que pedí a. En lugar de volverle su mujer, que andaba buscando, le presentaron un fantasma, una sombra de ella, porque como buen mú sico le faltó el valor. Lejos de imitar a Alceste y de morir por la persona que amaba, se ingenió para bajar vivo a los infiernos. Así es que, indignados los dioses, castigaron su cobardí a hacié ndole morir a manos de mujeres. Por el contrario, han honrado a Aquiles, hijo de Tetis, y le recompensaron, colocá ndole en las islas de los bienaventurados, porque habié ndole predicho su madre que si mataba a Hé ctor morirí a en el acto, y que si no le combatí a volverí a a la casa paterna, donde morirí a despué s de una larga vejez, Aquiles no dudó, y prefiriendo la venganza de Patroclo a su propia vida, quiso, no só lo morir por su amigo, sino tambié n morir sobre su cadá ver{8}. Por esta razó n los dioses le han honrado má s que a todos los hombres, mereciendo su admiració n por el sacrificio que hizo en obsequio de la persona que le amaba. Esquiles se burla de nosotros, cuando dice que el amado era Patroclo. Aquiles era má s hermoso, no só lo [308] que Patroclo, sino que todos los demá s hé roes. No tení a aú n pelo de barba y era mucho má s joven, como dice Homero{9}. Verdaderamente si los dioses aprueban lo que se hace por la persona que se ama, ellos estiman, admiran y recompensan mucho má s lo que se hace por la persona por quien es uno amado. En efecto, el que ama tiene un no sé qué de má s divino que el que es amado, porque en su alma existe un dios; y de aquí procede el haber sido tratado mejor Aquiles que Alceste, despué s de su muerte en las islas de los afortunados. Concluyo, pues, que de todos los dioses el Amor es el má s antiguo, el má s augusto, y el má s capaz de hacer al hombre feliz y virtuoso durante su vida y despué s de su muerte. »

Así concluyó Fedro. Aristodemo pasó en silencio algunos otros, cuyos discursos habí a olvidado, y se fijó en Pausanias, que habló de esta manera:

—«Yo no apruebo, ¡ oh Fedro!, la proposició n de alabar el Amor tal como se ha hecho. Esto serí a bueno, si no hubiese má s Amor que uno, pero como no es así, hubiera sido mejor decir antes cuá l es el que debe alabarse. Es lo que me propongo hacer ver. Por lo pronto diré cuá l es el Amor, que merece ser alabado; y despué s lo alabaré lo má s dignamente que me sea posible. Es indudable que no se concibe a Venus sin el Amor, y si no hubiese má s que una Venus, no habrí a má s que un Amor; pero como hay dos Venus, necesariamente hay dos Amores. ¿ Quié n duda de que hay dos Venus? La una de má s edad, hija del cielo, que no tiene madre, a la que llamaremos la Venus celeste; la otra má s joven, hija de Jú piter y de Dione, a la que llamaremos la Venus popular. Se sigue de aquí que de los dos Amores, que son los ministros de estas dos Venus, es preciso llamar al uno celeste y al otro popular. Todos los dioses sin duda son dignos de ser honrados, [309] pero distingamos bien las funciones de estos dos Amores.

»Toda acció n en sí misma no es bella ni fea; lo que hacemos aquí, beber, comer, discurrir, nada de esto es bello en sí, pero puede convertirse en tal, mediante la manera como se hace. Es bello, si se hace conforme a las reglas de la honestidad; y feo, si se hace contra estas reglas. Lo mismo sucede con el amor. Todo amor, en general, no es bello ni laudable, si no es honesto. El Amor de la Venus popular es popular tambié n, y só lo inspira acciones bajas; es el amor que reina entre el comú n de las gentes, que aman sin elecció n, lo mismo las mujeres que los jó venes, dando preferencia al cuerpo sobre el alma. Cuanto má s irracional es, tanto má s os persiguen porque só lo aspiran al goce, y con tal que lleguen a conseguirlo, les importa muy poco por qué medios. De aquí procede que sienten afecció n por todo lo que se presenta, bueno o malo, porque su amor no es el de la Venus má s joven, nacida de varó n y de hembra. Pero no habiendo nacido la Venus celeste de hembra, sino tan só lo de varó n, el amor que la acompañ a só lo busca los jó venes. Ligado a una diosa de má s edad, y que, por consiguiente, no tiene la sensualidad fogosa de la juventud, los inspirados por este Amor só lo gustan del sexo masculino, naturalmente má s fuerte y má s inteligente. He aquí las señ ales, mediante las que pueden conocerse los verdaderos servidores de este Amor; no buscan los demasiado jó venes, sino aquellos cuya inteligencia comienza a desenvolverse, es decir, que ya les apunta el bozo. Pero su objeto no es, en mi opinió n, sacar provecho de la imprudencia de un amigo demasiado joven, y seducirle para abandonarle despué s, y, cantando victoria, dirigirse a otro; sino que se unen sí ellos en relació n con el propó sito de no separarse y pasar toda su vida con la persona que aman. Serí a verdaderamente de desear que hubiese una ley que prohibiera amar a los demasiado jó venes, para, [310] no gastar el tiempo en una cosa tan incierta; porque, ¿ quié n sabe lo que resultará un dí a de tan tierna juventud; qué giro tomará n el cuerpo y el espí ritu, y hacia qué punto se dirigirá n, si hacia el vicio o si hacia la virtud? Los sabios ya se imponen ellos mismos una ley tan justa; pero serí a conveniente hacerla observar rigurosamente por los amantes populares de que hablamos, y prohibirles esta clase de compromisos, como se les impide, en cuanto es posible, amar las mujeres de condició n libre. Estos son los que han deshonrado el amor hasta tal punto, que han hecho decir que era vergonzoso conceder sus favores a un amante. Su amor intempestivo e injusto por la juventud demasiado tierna es lo ú nico que ha dado lugar a semejante opinió n, siendo así que nada de lo que se hace segú n principios de sabidurí a y de honestidad puede ser reprendido justamente.

»No es difí cil comprender las leyes que arreglan el amor en otros paí ses, porque son precisas y sencillas. Só lo las costumbres de Atenas y de Lacedemonia necesitan explicació n. En la Elides, por ejemplo, y en la Beocia, donde se cultiva poco el arte de la palabra, se dice sencillamente que es bueno conceder sus amores a quien nos ama, y nadie encuentra malo esto, sea joven o viejo. Es preciso creer que en estos paí ses está autorizado así el amor para allanar las dificultades y para hacerse amar sin necesidad de recurrir a los artificios del lenguaje, que desconoce aquella gente. Pero en la Jonia y en todos los paí ses sometidos a la dominació n de los bá rbaros se tiene este comercio por infame; se proscriben igualmente allí la filosofí a y la gimnasia, y es porque los tiranos no gustan ver que entre sus sú bditos se formen grandes corazones o amistades y relaciones vigorosas, que es lo que el amor sabe crear muy bien. Los tiranos de Atenas hicieron en otro tiempo la experiencia. La pasió n de Aristogiton y la fidelidad de Harmodio trastornaron su dominació n. Es claro que en estos [311] Estados, donde es vergonzoso conceder sus amores a quien nos ama, esta severidad nace de la iniquidad de los que la han establecido, de la tiraní a de los gobernantes y de la cobardí a de los gobernados; y que en los paí ses, donde simplemente se dice que es bueno conceder sus favores a quien nos ama, esta indulgencia es una prueba de groserí a. Todo esto está má s sabiamente ordenado entre nosotros. Pero, como ya dije, no es fá cil comprender nuestros principios en este concepto. Por una parte, se dice que es mejor aunar a la vista de todo el mundo que amar en decreto, y que es preciso amar con preferencia los má s generosos y má s virtuosos, aunque sean menos bellos que los demá s. Es sorprendente có mo se interesa todo el mundo por el triunfo del hombre que ama; se le anima, lo cual no se harí a si el amar no se tuviese por cosa buena; se le aprecia cuando ha triunfado su amor, y se le desprecia cuando no ha triunfado. La costumbre permite al amante emplear medios maravillosos para llegar a su objeto, y no hay ni uno solo de estos medios que no le haga perder la estimació n de los sabios, si se sirve de é l para otra cosa que no sea para hacerse amar. Porque si un hombre con el objeto de enriquecerse o de obtener un empleo o de crearse cualquiera otra posició n de este gé nero, se atreviera a tener por alguno la menor de las complacencias que tiene un amante para con la persona que ama; si emplease las sú plicas, si se valiese de las lá grimas y los ruegos, si hiciese juramento, si durmiese en el umbral de su puerta, si se rebajase a bajezas que un esclavo se avergonzarí a de practicar, ninguno de sus enemigos o de sus amigos dejarí a de impedir que se envileciera hasta este punto. Los unos le echarí an en cara que se conducí a como un adulador y como un esclavo; otros se ruborizarí an y se esforzarí an por corregirlo. Sin embargo, todo esto sienta maravillosamente a un hombre que ama; no só lo se admiten estas bajezas sin [312] tenerlas por deshonrosas, sino que se mira como un hombre que cumple muy bien con su deber; y lo má s extrañ o es que se quiere que los amantes sean los ú nicos perjuros que los dioses dejen de castigar, porque se dice que los juramentos no obligan en asuntos de amor. Tan cierto es que en nuestras costumbres los hombres y los dioses todo se lo permiten a un amante. No hay en esta materia nadie que no esté persuadido de que es muy laudable en esta ciudad amar y recí procamente hacer lo mismo con los que nos aman. Por otra parte, si se considera con qué cuidado un padre pone un pedagogo cerca de sus hijos para que los vigile, y que el principal deber de este es impedir que hablen a los que los aman; que sus camaradas mismos, si les ven sostener tales relaciones, los hostigan y molestan con burlas; que los de má s edad no se oponen a tales burlas, ni reprenden a los que las usan; al ver este cuadro, ¿ no se creerá que estamos en un paí s donde es una vergü enza el mantener semejantes relaciones? He aquí por qué es preciso explicar esta contradicció n. El Amor, como dije al principio, no es de suyo ni bello ni feo. Es bello, si se observan las reglas de la honestidad; y es feo, si no se tienen en cuenta estas reglas. Es inhonesto conceder sus favores a un hombre vicioso o por malos motivos. Es honesto, si se conceden por motivos justos a un hombre virtuoso. Llamo hombre vicioso al amante popular que ama el cuerpo má s bien que el alma; porque su amor no puede tener duració n, puesto que ama una cosa que no dura. Tan pronto como la flor de la belleza de lo que amaba ha pasado, vuela a otra parte, sin acordarse ni de sus palabras ni de sus promesas. Pero el amante de un alma bella permanece fiel toda la vida, porque lo que ama es durable. Así, pues, la costumbre entre nosotros quiere que uno se mire bien antes de comprometerse; que se entregue a los unos y huya de los otros; ella anima a ligarse a aquellos y huir de estos, porque discierne y [313] juzga de qué especie es así el que ama como el que es amado. Por esto se mira como vergonzoso el entregarse ligeramente, y se exige la prueba del tiempo, que es el que hace conocer mejor todas las cosas. Y tambié n es vergonzoso entregarse a un hombre poderoso y rico, ya se sucumba por temor, ya por debilidad; o que se deje alucinar por el dinero o la esperanza de optar a empleos; porque ademá s de que estas razones no pueden engendrar nunca una amistad generosa, descansa por otra parte sobre fundamentos poco só lidos y durables. Só lo resta un motivo por el que en nuestras costumbres se puede decentemente favorecer a un amante; porque así como la servidumbre voluntaria de un amante para con el objeto de su amor no se tiene por adulació n, ni puede echá rsele en cara tal cosa; en igual forma hay otra especie de servidumbre voluntaria, que no puede nunca ser reprendida y es aquella en la que el hombre se compromete en vista de la virtud. Hay entre nosotros la creencia de que si un hombre se somete a servir a otro con la esperanza de perfeccionarse mediante é l en una ciencia o en cualquiera virtud particular, esta servidumbre voluntaria no es vergonzosa y no se llama adulació n. Es preciso tratar al amor como a la filosofí a y a la virtud, y que sus leyes tiendan al mismo fin, si se quiere que sea honesto favorecer a aquel que nos ama; porque si el amante y el amado se aman mutuamente bajo estas condiciones, a saber: que el amante, en reconocimiento de los favores del que ama, esté dispuesto a hacerle todos los servicios que la equidad le permita; y que el amado a su vez, en recompensa del cuidado que su amante hubiere tomado para hacerle sabio y virtuoso, tenga con el todas las consideraciones debidas; si el amante es verdaderamente capaz de dar ciencia y virtud a la persona que ama, y la persona amada tiene un verdadero deseo de adquirir instrucció n y sabidurí a; si todas estas condiciones se verifican, [314] entonces ú nicamente es decoroso conceder sus favores al que nos ama. El amor no puede permitirse por ninguna otra razó n, y entonces no es vergonzoso verse engañ ado. En cualquier otro caso es vergonzoso, vé ase o no engañ ado; porque si con una esperanza de utilidad o de ganancia se entrega uno a un amante, que se creí a rico, que despué s resulta pobre, y que no puede cumplir su palabra, no es menos indigno, porque es ponerse en evidencia y demostrar que mediando el interé s se arroja a todo, y esto no tiene nada de bello. Por el contrario, si despué s de haber favorecido a un amante, que se le creí a hombre de bien, y con la esperanza de hacerle uno mejor por medio de su amistad, llega a resultar que este amante no es tal hombre de bien y que carece de virtudes, no es deshonroso verse uno en este caso engañ ado; porque ha mostrado el fondo de su corazó n; y ha puesto en evidencia que por la virtud y con la esperanza de llegar a una mayor perfecció n, es uno capaz de emprenderlo todo, y nada má s glorioso que este pensamiento. Es bello amar cuando la causa es la virtud. Este amor es el de la Venus celeste; es celeste por sí mismo; es inú til a los particulares y a los Estados, y digno para todos de ser objeto de principal estudio, puesto que obliga al amante y al amado a vigilarse a sí mismos y a esforzarse en hacerse mutuamente virtuosos. Todos los demá s amores pertenecen a la Venus popular. He aquí, Fedro, todo lo que yo puedo decirte de improviso sobre el Amor. »



  

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