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Cuentos trágicos 5 страница



-Ptah el eterno no puede impedirme morir, y entre esos amuletos hay venenos tan rá pidos y sutiles, que la muerte que producen debe llamarse dulce sueñ o. Las joyas má s preciadas de este tesoro son los instrumentos de mi libertad. En ningú n caso figuraré en el triunfo de mis enemigos.

El estremecimiento del esclavo hizo volverse a la reina.

-Tú no quieres que yo muera, Elao... -articuló con aquella sonrisa que era un abismo de gracia y coqueterí a, acercá ndose con movimiento felino, acariciador-. Tú, que eres un poco de arcilla, no quieres que perezca la hija de los Tolomeos... ¿ Prefieres que me humillen? ¿ No sabes que la muerte es muy bella? No hay nada má s hermoso que la muerte y el amor. Tranquilí zate, Elao. Busca en esa pared el resalte de una cabeza de serpiente de metal y oprí mela... Así...

Elao apretó sin recelo. Un trozo de pavimento se hundió rá pidamente, arrastrando consigo al esclavo. Remoto, sordo, mate, como el amortiguado por el agua, se oyó el ruido de su caí da. Ya ascendí a otra vez el pavimento y se encajaba en su lugar, silenciosamente.

-No hablará -dijo Cleopatra-. El secreto nos pertenece a nosotros solos.

No hizo el sacerdote observació n alguna. La vida de un esclavo no merecí a el trabajo de abrir la boca. Y dejando encendidas las lá mparas, que de suyo se apagarí an, abandonaron aquel lugar, escondido en las fundaciones de un sepulcro y construido con tal arte, que arrasarí an la ciudad entera sin dar con é l.

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El esclavo era joven, hercú leo, y nadaba como los peces. Por milagro consiguió no ahogarse al caer en un canal profundo, comunicado con la bahí a de Alejandrí a. Y fue é l quien reveló a Octavio vencedor el secreto del inestimable tesoro de los Lagidas, que Octavio derritió en el horno brutalmente, apremiado por la urgencia de acallar con dinero a sus legiones, abrié ndose camino al Imperio de Roma. Privada de sus instrumentos de libertad, Cleopatra tuvo que pedir un cesto de fruta, donde habí a una serpezuela cuya mordedura liberta tambié n.

«El Imparcial», 24 de junio de 1907.

 



  

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