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Cuentos trágicos 4 страницаEl prí ncipe dejó caer entre las manos la cabeza, y doliente suspiro salió de su pecho. Gemí a por su juventud, sentenciada inexorablemente. -¿ No habrá ningú n medio de evitarlo? -preguntó afanoso. -Hay uno. Deja tu reino, deja tu gloria, qué date aquí conmigo, haciendo la misma penitencia. Só lo así consentiré en desquiciar el cielo, que fuerzo con mi voluntad y mi virtud, para salvarte. Si lo hiciese para dejarte donde estuviste hasta ahora en tu palacio, en tu orgullo, en tu poder, te esperarí a algo peor de lo que te espera. Acabarí as por ser esclavo de otras hembras, de otras tigresas má s feroces -de tus pasiones-, que está n pró ximas a desencadenarse. Hasta hoy te han llamado el Justo. Se acerca la hora en que te llamarí an el Tirano. Tú no comprendes que esto pueda suceder; yo sé de cierto que sucederí a, porque te morderí a la fiera de la soberbia y llegarí as a no tener de hombre má s que la forma. Yudistira, agradece a la diosa Kali que te transporte a diferente existencia. Levanta el corazó n, sié ntate al borde de esta fuente y no te muevas hasta que los pá jaros hagan nido en tu cabellera perfumada. El prí ncipe iba a seguir el consejo del asceta, iba a convertirse en penitente humilde; pero vio que una mosca repugnante se le metí a en los ojos al solitario, y que é ste, superior a las apariencias y a las formas, no la espantaba... No tuvo valor de adoptar semejante gé nero de vida: sin abluciones, sin tú nicas blancas que remudar, sin bebidas frescas para las horas en que el sol asciende... Levantó se, llamó a su gente, y a fin de que no les sorprendiese la noche, emprendieron el viaje de regreso. Al pasar por un bosque muy enmarañ ado, un momento se dispersó la escolta. El prí ncipe, aterrado, gritó para reunirla, ordenando que no cesasen de cubrir su cuerpo... Era tarde. De un seto intrincadí simo acababa de saltar una tigresa vigorosa, con brinco elá stico y firme, y Yudistira sentí a y reconocí a los dientes blancos y agudos, que esta vez no habí an hecho presa en el hombro, sino en el cuello, en cuyas venas la lengua ardiente absorbí a la sangre cá lida y roja. «La Ilustració n Españ ola y Americana», nú m. 43, 1909.
Durante el entreacto El silencio de la alcoba -silencio casi religioso- se rompió con el sonar leve de unos pasos tá citos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueñ o del niñ o, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor. -¿ Traes eso? -¡ Chis! Aquí viene. -¿ Se han fijado? -Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que vení a a ver a la parienta... -Como de costumbre. ¡ Digo yo que no habrá n extrañ ao...! -Que no, mujer. Ni ¿ có mo iban ellos a pensarse...? -No se les ocurrirá, me parece... -¡ Ea! ¡ No moler! ¿ Qué se les va a ocurrir, imbé cila? Ni ¿ quié n lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡ casualidá s! El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz elé ctrica, y la lá mpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pá lido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna tambié n laqueada, con pabelló n de batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unió n venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquití n, que ni respiraba. -Desnú dale ya -ordenó imperiosamente a la mujer. Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentí a que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitació n. -Miguel -articuló por fin-, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel. El hombre habí a depositado sobre la meridiana de brocado rameado, igual al que vestí a la pared, un bulto informe. Era algo envuelto en raí do y pingajoso mantó n. -¿ Ahora me sales con esas? -articuló, mascando un terno-. ¿ No vale lo tratado? Entonces se hará otra cosa mejor, que nos aprovechará a nosotros, aunque no le sirva de ná a nuestro nene... La ocasió n es que ni encargá. Solos estamos y ahí guardan los amos sus alhajas y de fijo que monises... ¡ Caya! ¡ La ó rdiga! ¡ Abierto se lo han dejao y colgá s las yaves! Un movimiento de feroz codicia impulsaba ya a Miguel hacia el mueblecito de boule moderno, incrustado y recargado de bronces de artí stica cinceladura; ya hací a descender la tapa, descubriendo el interior, lleno de cajoncitos, cuando la mujer le paró la acció n. -¡ Eso no!... ¡ Maldita sea! Si tal barbaridá cometes, ¡ como soy Ginesa, que grito y llamo y nos perdemos pa toa la ví a!... Malo será lo otro, pero es en bien de nuestro nenito... Esto serí a robar, y yo no nací pa ladrona, ¿ te enteras? Aunque estuviesen ay los tesoros de San Creso, seguros estaban por mí, ¿ lo oyes? Miguel habí a retrocedido, lí vido. -¡ Caya, loca, no escandalices, que va a venir gente!... Y despacha, ¿ entiendes?, y aví vate, que son las once, y si a tus amos les da la maní a de volver trempano... ¡ Me caso en...! ¡ Si se recuerdan que han dejao puestas las yaves!... ¡ Me...! -¡ Quiera Dios y la Virgen la Paloma no sea hoy cuando nos hundamos, Miguel!... Con manos inciertas, la mujer emprendió la labor, asaz complicada. El marido permanecí a en acecho, temeroso de una sorpresa, que no serí a, por otra parte fá cil evitar... Ginesa desempeñ aba y desfajaba al niñ o de sus amos, que gruñ í a y lloriqueaba, despertado sú bitamente. Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa encima de la nitidez de la sá bana, le amamantó para calmarle. -¡ Vivo, vivo, no tanto cuajo! -repetí a, con terrible expresió n de zozobra, la voz del hombre. Del lí o abandonado sobre la meridiana salió un vagido confuso. Dentro del cobijo de trapos habí a otra criatura. Ginesa, al oí r aquella especie de gemido dulce y tierno, como balar de ovejilla desamparada, recobró valor, actividad, serenidad. Era la queja de su crí o, a quien, necesitada, hubo de dejar por un hijo ajeno. Y amante de la criatura como una leona madre, Ginesa le darí a, no leche, sangre de las venas brotando de heridas que doliesen mucho. Y lo tení a entregado a manos indiferentes, sin cuidados, criado a biberó n sabe Dios có mo, encanijá ndose tal vez; y el chorro de dulzura que surtí a de sus senos era para un chiquillo rico, que podí a comprarlo. Ella no robarí a un cé ntimo jamá s; pero, vamos, que tampoco esto era justo. Y pensaba con salvaje gozo en que, desde aquel punto y hora, el chiquillo de sus entrañ as serí a quien bebiese el jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas de amor... Emprendió la otra tarea: la de desnudar a su rorro. Cada prenda que le quitaba, tibia del calor del corpezuelo, se la poní a al hijo de los señ ores. Embriagada ya en la temeraria acció n, repetí a mofá ndose: -Toma..., toma... Toma ropa de pobres, a ver si te gusta... El niñ o, satisfecho con la mamadura reciente, entornando sus ojitos, se adormecí a... Lo soltó Ginesa sobre el mantó n astroso, y vistió al otro con las prendas delicadas, que marcaba una coronita minú scula de marqué s. La voz del marido, ronca por un terror que iba graduá ndose, insistí a: -Pero, ¿ acabas u no, mardita? ¡ Qué gü elvan y nos piyen en la faena!... Terminó el trueque, Miguel se acercó y contempló a su hijo, yacente en la elegante cuna. Se dilató su rostro de vanidad, de malignidad, de pasió n satisfecha. Y, bajá ndose, riendo, le colocó un gran beso, a bulto. -¡ Adió s, marqué s! -murmuró, iró nico-. Pué que argunos haya por el mundo como tú... -Por muchos añ os sea -exclamó Ginesa, vehemente. -¡ Menuda ví a se dará el tunantó n! -añ adió, a guisa de comentario, Miguel. Y recogiendo de la meridiana el bulto, cargó con é l de nuevo, rezongando: -¡ Tú, ala pa mi casa!... A ver si te paece mejor que esta. Ginesa, ya sin miedo ni escrú pulo alguno, le echó la capa sobre los hombros y le embozó en ella, empujá ndole, a fin de que no se demorase ni un segundo má s... Habí an salido bien del lance; no lo enredase el diablo... Y serí a el diablo o quien fuese, pero al punto mismo en que Miguel transponí a el umbral, cara a cara se halló con el señ or marqué s en persona. -¿ Qué es esto? ¿ Quié n va? ¡ Alto!... ¡ Quieto!... ¡ A desembozarse!... Dos puñ os de hierro, de fuerte sportman, sujetaban, zarandeaban al presunto ladró n... -¡ Ginesa! ¡ Ama Ginesa! ¿ Quié n es este hombre? Y serena, sin perder la presencia de espí ritu, Ginesa avanzó, se arrodilló, gimoteando: -Señ or marqué s... Perdó n... No es nadie, señ or; es mi marí o... Señ orito, no goverá a suceer... Quince dí as que no veí a a mi nene, y me lo ha traí o pa que le diese un beso... Muy mal hecho fue; pero, señ orito, una es madre... -¿ No le habrá dado usted de mamar? Ya sabe que hemos convenido... -¡ Ca! No, señ or... Ya sé que eso es «otra cosa»... Pero una miradiya... -Estas no son horas -reprendió, severamente, el marqué s- de venir ni de traer al chico... Se solicita permiso, se viene por la tarde... -Así se hará, señ or -respondió Miguel, que agasajaba al niñ o contra su pecho cariñ osamente-. No tenga cuidao. Y, con su licencia, me llevo al pequeñ o, que la noche está muy frí a. -Llé veselo cuanto antes... ¡ Me gusta la ocurrencia! ¡ Y ese portero! Ya me oirá n... ¡ Ea! Andando... Cuando se alejó el marido del ama, apretando bajo la capa a la criatura, el marqué s se volvió hacia Ginesa: -Dé usted gracias a Dios que he venido solo. Si me acompañ a la señ ora, mañ ana busca otra ama. Y tendrí a razó n de sobra. Y es lo que merecí an ustedes. ¡ Pues hombre! Ginesa se echó a llorar, con un dolor que no podí a ser má s verdadero. ¡ Ahora que tení a allí al nene suyo! ¡ Irse! ¡ No verle! ¡ No criarle! -Bueno; no se apure, no se le ponga mala leche; por esta vez, pase; que no se repita... Diga usted... ¿ Ha estado usted siempre aquí? -Sin moverme. ¿ Lo ice el señ orito por las yaves, que se quedaron puestas? Ya sabe que aunque hubiese ahí miyones... -Ya sé, Ginesa, que es usted fiel... Sus amos antiguos respondieron por usted... Y el marques recogió el manojillo, reparando el olvido que habí a motivado su vuelta impensada. Bajando las escaleras aprisa, saltó en el mismo coche que le habí a traí do, para llegar al teatro Real, a tiempo de no perder el ú ltimo acto del Crepú sculo, la entrada de los dioses en la Walhalla. «La Ilustració n Españ ola y Americana», nú m. 26, 1911.
La resucitada Ardí an los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murcié lago, descolgá ndose de la bó veda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombrí a cautela por un pliegue del pañ o mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el tú mulo. Bien sabí a que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedí an ver y hablar. Oí a, eso sí, y percibí a -como se percibe entre sueñ os- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lá grimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogí a mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el fé retro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced. Incorporada ya, la alegrí a de existir se sobrepuso a todo. Viví a ¡ Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volverí a a su dulce hogar, y oirí a el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazó n, todaví a debilitado por el sí ncope. Sacó las piernas del ataú d, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos crí ticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas serí a inú til. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creí a que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de á nimas en pena... Tení a otro recurso: salir por la capilla del Cristo. Era suya: pertenecí a a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lá mpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señ or de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecació n fervorosa al Cristo. ¡ Señ or! ¡ Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendí a por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abrí a la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguí a su fachada infanzona el caseró n de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oí r misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó... Estaba fuera de la iglesia, estaba libre. Diez pasos hasta su morada... El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabó n tré mula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿ Esta casa es mi casa, en efecto? », pensó, al secundar al aldabonazo firme... Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñ aba: -¿ Quié n? ¿ Quié n llama a estas horas, que comido le vea yo de perros? -Abre, Pedralvar, por tu vida... ¡ Soy tu señ ora, soy doñ a Dorotea de Guevara!... ¡ Abre presto!... -Vá yase enhoramala el borracho... ¡ Si salgo, a fe que lo ensarto!... -Soy doñ a Dorotea... Abre... ¿ No me conoces en el habla? Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subí a la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos má s. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al travé s de ella como un escalofrí o por un espinazo. Insistí a el aldabó n, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portó n entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigü ela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se habí a encarado con su señ ora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirá ndola de hito en hito... Pasado algú n tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genové s, trenzada la crencha con perlas y sentada en un silló n de almohadones, al pie del ventanal-, que tambié n Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto... De espanto, sí; la resucitada no lo podí a dudar. Pues acaso sus hijos, doñ a Clara, de once añ os; don Fé lix de nueve, ¿ no habí an llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto má s afligido, má s congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban... ¡ Ella que creí a ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que dí as despué s se celebró una funció n solemní sima en acció n de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacció n por el singular e impensado suceso que les devolví a a la esposa y a la madre... Pero doñ a Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas. Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos la huí an. Dijé rase que el soplo frí o de la huesa, el há lito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comí a, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pá lidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecí an. ¿ Acaso no les parecí a natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doñ a Dorotea vení a de ese paí s misterioso que los niñ os sospechan aunque no lo conozcan... Si las pá lidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Fé lix, el chiquillo se desviaba, descolorido é l a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerí as, si Dorotea se cruzaba con doñ a Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huí a al modo con que se huye de una maldita aparició n... Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que poní a maravilla-, no habí a vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura... En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljó fares y vertí a sobre su corpiñ o pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cé rea; alrededor del rostro persistí a la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalí a el vaho hú medo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lí cita caricia; querí a saber si serí a rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espí ritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia. -De donde tú has vuelto no se vuelve... Y tomó bien sus precauciones. El propó sito debí a realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partí a con el tercio a Flandes al dí a siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristá n cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrá ndose con un cirio prendido en la lá mpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie... «El Imparcial», 29 de junio de 1908.
El tesoro de los Lagidas El esclavo nubiano, portador de la lá mpara de arcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela de ó nix, y el reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cá mara sepulcral, decoradas con pinturas prolijas y jeroglí ficos misteriosos, las altas sombras de la reina, del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo. Cleopatra, sobre la tú nica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de turquesas y esmeraldas, cé lebre por su significació n y su procedencia; perteneciente a Psamé tico primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la dinastí a de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamarí a ilimitado si no lo contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastí a griega, sintié ndose usurpadores, habí an exagerado el culto de la tradició n, y el collar, al cual se atribuí an virtudes sobrenaturales, salí a a relucir en los momentos crí ticos, cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre. Aparte del collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñ í a con sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con é xtasis. Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hací a brillar su dentadura juvenil. É l sabí a a punto fijo que no era cierto que Cleopatra abriese sus brazos ú nicamente al general romano que habí a perdido la batalla de Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoració n y de insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señ aló a una puerta baja, maciza, oscura. -Apoya los hombros, Elao -ordenó -. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire. El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñ í an la superficie del metal. -Enciende las lá mparas. Entrando en el recinto que cerraba la puerta, Elao prendió con la lá mpara que habí a traí do las mechas de otras preparadas ya, y la reina y el sacerdote penetraron tambié n en la primera cá mara del tesoro. Detuvié ronse en el umbral a contemplar tanta magnificencia, mientras el esclavo iluminaba el segundo recinto. El gran sacerdote, que no conocí a el tesoro sino por la leyenda secular, alzó las manos en forma de copa y exhaló un grito de admiració n. Lo de menos eran las barras de oro apiladas en el suelo. Desde hací a trescientos añ os, los reyes Lagidas reuní an, ocultá ndolas en las profundidades del sepulcro que los aguardaba, las joyas má s raras y de má s exquisita labor. Preseas que pertenecieron a Alejandro; objetos salvados de los saqueos de ciudades desaparecidas; collares y brazaletes de princesas que dormí an el sueñ o eterno; vasos sagrados de cultos que ya nadie practicaba; estatuas de oro de dioses de olvidado nombre; perlas ú nicas, ofrecidas antañ o a divinidades monstruosas; cetros regios, coronas afiligranadas, broches que cerraron mantos imperiales, se hacinaban en hornacinas abiertas en la pared y revestidas de telas y chapas de dorada madera, y se desbordaban en montones por las esquinas y hasta colgaban del techo, dentro de espuertas finí simas de palma. La luz de las lá mparas, incierta y parpadeante, hací a de pronto emerger de la sombra detalles de maravillosa ejecució n, adornos perfectos, lí neas de belleza que convidaban a arrodillarse, y Cleopatra, volvié ndose al sacerdote, pronunció: -Aquí se guarda lo mejor del mundo. Los romanos, que han saqueado tantos reinos, nada poseen comparable a este tesoro. Todos mis ascendientes, en su sangre griega, llevaban el amor al arte, y lejos de las miradas profanas, que no deben posarse en la suprema hermosura, juntaron lo que no tiene precio, lo que ardientes momentos de inspiració n fijan en la materia y pacientes trabajos perpetú an. Vencida, amenazada, casi prisionera ya, todaví a la reina de Egipto es dueñ a de algo que envidiarí a Octavio, y que ademá s, Octavio necesita para pagar a sus tribuni militum, a quienes debe cantidades, y a las legiones de Antonio, que acaban de someté rsele. ¿ No crees que, por este tesoro, Octavio me devolverí a libremente mi corona? El sacerdote reflexionaba, atusá ndose la barba ondulada en canalones simé tricos. Sus ojos ovales, negrí simos, expresaban la incertidumbre y la inquietud. El poder sacerdotal habí a decaí do mucho bajo los Lagidas, reyes impuestos por la conquista alejandrina, y ahora, ante la arrolladora fuerza de los romanos y el imperioso y caprichoso manto de Cleopatra, era apenas una sombra y un recuerdo. -¿ Sabe alguien dó nde ocultas tu tesoro, reina? -preguntó, al fin, gravemente. -Tú y yo no má s. Los ojos de forma de almendra, de oblicua mirada, designaron al esclavo, inmó vil como una estatua de basalto negro. -No hablará; es una tumba -murmuró Cleopatra, envolviendo en su fulgurante ojeada al nubiano. -Entonces, reina, Octavio aceptará tus condiciones o... -O muerta yo, y en caso necesario, tú hará s desaparecer el tesoro de los Lagidas. Que no se apodere de é l Octavio, ¿ entiendes? Que no llegue a ponerle encima la mano. Destruye, entierra, arroja a lo má s hondo del mar... Todo menos entregá rselo al romano vencedor. -Se hará así... No nos queda otra esperanza. -Aú n queda otra... Ven. La reina pasó al segundo recinto. Era una cá mara má s chica, circular, acribillada de hornacinas tambié n, en las cuales objetos de formas extrañ as, heteró clitas, se apiñ aban confusamente. -Son amuletos, talismanes, fetiches, mandrá goras, piedras del cielo, bezoares, uñ as de la gran bestia, redomas de encantamientos y filtros... Han sido traí dos de todos los paí ses, recogidos sobre cadá veres, en santuarios quemados, en guaridas nocturnas de hechiceras de Tesalia; han sido arrancados, robados, comprados a peso de oro... Puesto que los dioses del Egipto nos abandonan, ¿ no habrá ahí un Dios o un genio que nos salve? ¡ Considera la cantidad de poder sobrenatural que encierran tantas cosas prodigiosas! El sacerdote respondió, meneando la cabeza: -Nuestros dioses nos castigan, reina, por haber pactado alianza con el extranjero, por la profanació n de unirte a un general romano y hacerle monarca de Egipto. Hemos merecido que nos abandonen, y nos abandonan. Contra su có lera no pueden nada esas piedras y esos lí quidos, esas raí ces y esos despojos, que reciben su poder del universal creador, de Ptah el eterno.
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