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Cuentos trágicos 3 страница



-Pero ¡ es horrible! -exclamó Alberto-. ¿ Me absolverá n?

-¡ Ojalá!... -pronunció tristemente el defensor.

-Si me absuelven -exclamó Alberto- me iré a la Trapa, donde ni la cara de una mujer se vea nunca.

«La Ilustració n Españ ola y Americana», nú m. 48, 1909.

 


Nube de paso

-Jamá s lo hemos averiguado -declaró el registrador, dejando su escopeta arrimada al á rbol y disponié ndose a sentarse en las raí ces salientes, a fin de despachar có modamente los fiambres contenidos en su zurró n de caza-. Hay en la vida cosas así, que nadie logra nunca poner en claro, aunque las vea muy de cerca y tenga, al parecer, a su disposició n los medios para enterarse.

Salieron de las alforjas molletes de pan, dos pollos asados, una ristra de chorizos rojos, y la bota nos presentó su grata redondez pletó rica, ahí ta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputamos el gusto de besarla y dejarla chupada y floja, bajo nuestras afanosas caricias de galanes sedientos. Los perros, con la lengua fuera y la mirada ansiosa, sentados en rueda, esperaban el momento de los huesos y mendrugos.

Cuando todos estuvieron saciados, amos y canes, y encendidos los cigarros para fumar deleitosamente a la sombra, insistí:

-Pero ¿ ni aun conjeturas?

-¡ Conjeturas! Claro es que nunca faltan. Cuando se notó que el pobre muchacho estaba muerto y no dormido; cuando, al descubrirle el cuerpo, se vio que tení a una herida triangular, como de estilete, en la regió n del corazó n -la autopsia comprobó despué s que esa herida causó la muerte-, figú rese usted si los compañ eros de hospedaje nos echamos a discurrir. Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo, podí amos vernos envueltos en una cuestió n muy seria. Como que, al pronto, se trató de prendernos. Por fortuna, la tan conocida como vulgar coartada era de esas que no admiten discusió n. En la casa de hué spedes está bamos cinco, incluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Los cuatro restantes pasamos la noche de autos en una tertulia cursi, donde bailamos, comimos pasteles y nos reí mos con las muchachas hasta cerca del amanecer. Todo el mundo pudo vernos allí, sin que ninguno saliese ni un momento. Cien testigos afirmaban nuestra inculpabilidad y, así y todo, nos quedó de aquel lance yo no sé qué: una sombra moral en el espí ritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestra vida...

-Ello fue que ustedes, al regresar a casa...

-¡ Ah!, una impresió n atroz. Era ya de dí a, y la patrona nos abrió la puerta en un estado de alteració n que daba lá stima. Nos rogó que entrá semos en la habitació n de nuestro amigo, porque al ir a despertarle, por orden suya, a las seis de la mañ ana, vio que no respondí a, y estaba pá lido, pá lido, y no se le oí a respirar... ¡ O desmayado, o...! Fue entonces cuando, alzando la sá bana, observamos la herida.

-¿ Qué explicació n dio la patrona?

-Ninguna. ¡ Cuando le digo a usted que ni la patrona, ni la Justicia, ni nadie ha encontrado jamá s el hilo para desenredar la marañ a de ese asunto! La patrona, eso sí, fue presa, incomunicada, procesada, acusada...; pero ni la menor prueba se encontró de su culpabilidad. ¡ Qué digo prueba! Ni indicio. La patrona era una buena mujer, viuda, fea, de irreprochables antecedentes, incapaz de matar una mosca. La noche fatal se acostó a las diez y nada oyó. La sirvienta dormí a en la buhardilla: se retiró desde la misma hora, y a las ocho de la mañ ana siguiente roncaba como un piporro. El sereno a nadie habí a visto entrar. ¡ El misterio má s denso, má s impenetrable!

-¿ Se encontró el arma?

-Tampoco.

-¿ Tení a dinero en su habitació n la ví ctima?

-Que supié semos, ni un cé ntimo; es decir, unos duros..., que es igual a no tener nada, para el caso... Y esos allí estaban, en el cajó n de la có moda, por señ as, abierto.

-¿ Se le conocí an amores?

-Vamos, rehacemos el interrogatorio... No tení a lo que se dice relaciones seguidas, ni querida, ni novia; no serí a un santo, pero casi lo parecí a; por celos o por venganza de amor, no se explica tan trá gico suceso.

-Pero ¿ cuá les eran sus costumbres? -insistí, con afá n de polizonte psicó logo, a quien irrita y engolosina el misterio, y que sabe que no hay efecto sin causa-. Ese muchacho -¿ no era un hombre joven? - tendrí a sus há bitos, sus caprichos, sus peculiares aficiones...

-Era -contestó el registrador, en el tono del que reflexiona en algo que hasta entonces no se habí a presentado a su pensamiento- el chico má s formal, má s exento de vicios, má s libre de malas compañ í as que he conocido nunca. Retraí do hasta lo sumo, muy estudioso; nosotros, por efecto de esta misma condició n suya, le tuvimos en concepto de un poco chiflado. Ya ve usted: todos fuimos aquella noche a divertirnos y a correrla, menos é l, y si hubiese ido, no le matan... Para dar a usted idea de lo que era el pobre, se acostaba muy temprano, y encargaba que le despertasen así que amanecí a, só lo por el prurito de estudiar.

-¿ Recuerda usted dó nde estudiaba?

-¡ Ah! Eso, en todas partes. A veces se traí a a casa libros; otras se pasaba el dí a en bibliotecas on sabe Dios en qué rincones.

-Amigo registrador -interrumpí -, que me maten si no empiezo a rastrear algo de luz en el sombrí o enigma.

-¡ Permí tame que lo dude!... ¡ Tanto como se indagó entonces!... ¡ Tantos pasos como dieron la justicia y la policí a, y hasta nosotros mismos, sin que se haya llegado a saber nada!

Callé unos instantes. El celaje de la tarde se encendí a con sangrientas franjas de fuego, incesantemente contraí das, dilatadas, inflamadas o extinguidas, sin que ni un momento permaneciese fija su terrible forma. Pensé en que la sospecha, la verdad, la culpa, el destino se disuelven e integran, como las nubes, en la cambiante fantasí a y en la versá til conciencia. Pensé que si nada es inverosí mil en la forma de las nubes, nada tampoco debe parecé rnoslo en lo humano. Lo ú nico increí ble serí a que un hombre fuese asesinado en su lecho y el crimen no tuviese ni autor ni mó vil.

-Registrador -dije al cabo-, todos mueren de lo que han vivido. El muchacho estudiaba sin cesar: en sus estudios está la razó n de su muerte violenta. No diga usted que no sabe por qué le mataron: lo sabe usted, pero no se ha dado cuenta de lo que sabe.

-Mucho decir es... -murmuró -. Sin embargo...

-Lo sabe usted. En cuanto me conteste a otras pocas preguntas se convencerá de que lo sabí a perfectamente: lo sabí a la parte mejor de su ser de usted: su instinto.

-¡ Qué raro será eso! Pero, en fin... pregunte, pregunte lo que quiera.

-¿ A qué clase de estudios se dedicaba Clemente?

-A ver, Donato, haz memoria -murmuró el registrador, rascá ndose la sien-. Ello era cosa de muchas matemá ticas y mucha fí sica... ¡ Ya, ya recuerdo! ¡ Pues si el muchacho aseguraba que, cuando consiguiese lo que buscaba, serí a riquí simo, y su nombre, glorioso en toda Europa! Creo que se trataba de algo relacionado con la navegació n acrea. Advierto a usted que murió como viví a, porque fue el hombre má s reconcentrado y enemigo de enterar a nadie de sus proyectos.

-¿ Tendrí a muchos papeles, cuadernos, notas de su trabajo?

-¡ Ya lo creo! A montones.

-¿ Dó nde los guardaba?

-¡ En la có moda! Y su ropa andaba tirada por las sillas y revuelta.

-¿ Aparecieron esos papeles despué s del crimen?

-Se me figura que sí. Pero confirmaron lo que creí amos: que el pobre no estaba en sus cabales. Eran apuntes sin ilació n, y algunos, borradores que nadie entendí a.

-¿ Tení a algú n amigo Clemente, enterado de sus esperanzas? ¿ Alguien que conociese su secreto?

La cara del registrador sufrió un cambio aná logo al de las nubes. Primero se enrojeció; palideció despué s; los ojos se abrieron, ató nitos; la boca tambié n adquirió la forma de un cero.

-¡ Redió s! -gritó al cabo-. ¡ Y tení a usted razó n! Y yo sabí a, es decir, yo tení a que saber... ¡ Tonto de mí! ¿ Có mo pude ofuscarme?... ¡ Qué cosas! Habí a, habí a un amigo, un ingeniero belga, que le daba dinero para experiencias... ¡ Un barbirrojo, má s antipá tico que los judí os de la Pasió n! ¡ Y hasta judí o creo que era! ¡ Seré yo estú pido! ¡ No haber comprendido! ¡ No haber sospechado! ¡ El bandido del extranjero fue, y para robarle el fruto de sus vigilias! ¡ Dejó los papeles inú tiles y cargó con los que valí an, y sabe Dios, a estas horas, quié n se está dando por ahí tono y ganando millones con el descubrimiento del infeliz! ¡ Y a mí la cosa me pasó por las mientes; pero... no me detuve ni a meditarla, porque... no se veí a por dó nde hubiese podido entrar el asesino!

-¡ Bah! Esa es la infancia del arte -contesté -. Entró con una llave falsa, que habí a preparado, o con el propio llaví n de su ví ctima; estuvo en el cuarto de é sta hasta tarde, hizo su asunto, se escondió y de madrugada se marchó.

-¡ Así tuvo que ser! ¡ Bá rbaros, que no lo comprendimos! ¡ Requetebá rbaros!

-No se apure usted... Quizá estamos soñ ando una novela.

-No, no; si ahora lo veo má s claro que el sol... Soy capaz de perseguir al asesino...

-¿ Cuá ntos añ os hace de eso?

-Trece lo menos...

-Dé jelo usted por cosa perdida... Aun en fresco no se averigua nada... Conté ntese con el goce del filó sofo: saber... y callar.

«La Ilustració n Españ ola y Americana», nú m. 22, 1911.

 


«Drago»

Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habí an observado. Ni una noche faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.

¿ Admiradora? ¿ Hasta qué punto llega la admiració n y dó nde se detiene, en un alma femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiració n apasionada de mujer a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.

La admiradora era una señ orita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, só lo la conocí a Perico Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el má s amigo de coleccionar relaciones. Y, segú n noticias de Gonzalvo, la señ orita se llamaba Rosa Corvera, era hué rfana y viví a con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le habí a legado su fortuna. Considerando a Rosa, má s que como a sobrina, como a hija; resuelta a dejarla por heredera, le consentí a, ademá s, libertad suma; y no pudiendo la tí a salir de casa -clavada en un silló n por el reú ma- la muchacha iba a todas partes bajo la có moda é gida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra damas de compañ í a, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podí a Perico Gonzalvo (que no adolecí a de bien pensado) añ adir otra cosa. La independencia no llegaba a licencia.

Quizá la admiració n vehemente mostrada al domador -que en los carteles adoptaba el tí tulo de vizconde de Praga, enteramente fantá stico, imposible de descubrir en cancillerí a alguna- fuese la primera inconveniencia cometida por Rosa. Sin duda, el hecho constituí a una exhibició n de mal gusto en una joven soltera, y má s en Españ a, donde es sospechosa para el honor cualquier excentricidad de la mujer. Lo cierto es que Rosa llamaba la atenció n, y su actitud empezaba a darle notoriedad. Se discutí a su figura, su modo de vestir; se convení a en que, sin ser una belleza, no carecí a de encanto. Rubia, alta, bien formada (extremo que la moda ceñ ida hace muy fá cilmente demostrable), la hermoseaba, sobre todo, la expresió n como de embriaguez divina que adquirí a su semblante al salir el vizconde de Praga a desempeñ ar su nú mero: el encierro en una jaula con un só lo leó n, pero terrible: Drago, que, indó mito, vigoroso, valí a por seis de los criados en cautiverio.

-Las bacantes, en los misterios ó rficos, tendrí an ese gesto -decí a Tresmes, que habí a leí do todo lo concerniente a anomalí as amorosas y perversiones antiguas y modernas.

Pero Tresmes, en este punto, confundí a. El gesto de Rosa, lejos de expresar nada impuro, só lo dejaba trasmanar el entusiasmo heroico. Eran nobles, hasta la sublimidad, los sentimientos que asomaban a aquel rostro de mujer, y si el amor entraba a la parte, serí a con el cará cter má s espiritual, como transporte ante la nobleza del valor viril. Por otra parte, Rosa no practicaba el menor disimulo.

Abonada a diario a dos sillas, las má s pró ximas al sitio en que se colocaba la jaula de Drago, entraba poco antes que comenzase el trabajo del domador, y, concluido é ste, se levantaba con desdeñ osa indiferencia, envolvié ndose en un abrigo de ú ltima moda y pasando por entre los espectadores sin mirarlos. Su lindo landaulet elé ctrico esperaba siempre a la puerta. Y, sin cuidarse del run-run curioso que alzaba a su paso, retirá base, pá lida aú n de la emoció n.

El domador habí a notado lo que todos notaban. Era un hombre joven, aunque no tanto como parecí a, por la robusta esbeltez de su cuerpo y la finura acentuada de sus facciones, debida a la sangre georgiana. Nada má s airoso que su torso, nada mejor delineado que sus pies y manos, a no ser su bigote o los rizos naturales de sus cabellos negrí simos. No era el tipo del dandy, del elegante que se ha formado su distinció n a fuerza de alta vida y de há bitos de lujo; era un ejemplar de las razas humanas aristocrá ticas de abolengo, perfectamente arianas.

Consciente del efecto que producí a en Rosa, el domador adoptaba posturas romá nticas, quebraba la cintura como un torero, avanzaba la pierna, nerviosa y de perfecta forma, cautiva en el calzó n de punto gris perla, y sacudí a con gentileza los bucles de su frente, hú meda de sudor, enviando a la señ orita una sonrisa y un ligero signo de inteligencia. Por señ as, que en el palco de los elegantes, este signo fue considerado indicio de algo serio, y só lo cambiaron de opinió n al exclamar Tresmes:

-¡ Qué tonterí a! Si se entendiesen, ella no vendrí a ya a exhibirse aquí. Os digo que, a pesar de las apariencias, ese hombre y esa mujer no han cruzado palabra. Pongo la mano derecha a que no.

Y razó n tení a el calvatrueno, sagací simo conocedor del alma de la mujer. El domador no habí a dado un paso por ponerse en contacto con su apasionada, por una razó n prosaica y sencilla, era casado. Viví an su esposa y sus dos hijos en una casita, al borde del lago de Como, y la fortuna de la señ orita españ ola -fortuna de la cual, por otra parte, ella no podí a aú n disponer- no le resolví a problema alguno. Halagá bale, ciertamente, aquella devoció n, aquel homenaje; aunque otra cosa diga la leyenda, no es tan frecuente que las espectadoras se enamoren de tenores, domadores y có micos. Semejante fascinació n, no oculta, acababa por envanecer al supuesto vizconde, llamado realmente Marco Diá spoli. Pero una aventura, de pasada, no se podí a intentar. La contrata iba a terminar, y el domador era esperado en Viena. Y como, fuera de la aventura no existí a finalidad, el domador se limitaba a dejarse acariciar por los magné ticos ojos fijos en é l.

-¿ En é l? He aquí una pregunta que su vanidad de histrió n heroico no le permitió formular, pero que el ducho Tresmes lanzó, con gran extrañ eza del auditorio.

-¿ Está is seguros de que a esa muchacha quien la entusiasma es el domador? Porque yo, que la estudio mucho, he llegado a dudar ¡ si no será má s bien el leó n!

Se rieron. Sin embargo, Drago reuní a todas las condiciones para producir eso que en Italia se nombra il fascino. Si hay un gé nero de belleza sublime que se funda en la energí a, nada má s bello que Drago.

No era la fiera rendida, cansada, pelada, de los demá s domadores, y en eso consistí a la originalidad del trabajo temerario. Drago, con su bravura y fuerza, por su talla no comú n, lo enorme de su cabezota, lo rutilante y abundoso de su melenaza, imponí a una especie de respeto, al cual se uní a atracció n misteriosa. Sus actitudes conservaban la gracia terrible y natural de la fiera que está en su propio ambiente, en el cá lido desierto, y detrá s de la majestuosa masa de su cuerpo se hubiese deseado ver extenderse el rojo rubí del celaje lí bico. Su rugido infundí a pavor, y sus ojos de venturina derretida, en que el sol de Á frica parecí a haberse quedado cautivo, tení an un encanto peculiar, amenazador y feroz. Drago habí a sido cogido no hací a seis meses en el Atlas. La ú nica defensa del domador con aquel felino era la temeridad, la sorpresa. En realidad, ni estaba habituado a la sugestió n y al olor del hombre ni a la obediencia de la varita. Acordá base de sus soledades, de que bajo sus dientes habí an crujido costillas de caballos, ¡ quié n sabe si de jinetes moros!... El interé s de la labor de Praga estaba en eso: en que cada noche sostení a un duelo a muerte.

Y así se podí a explicar la palidez constante de Rosa, sus ojos dilatados de susto, su mano con tanta frecuencia llevada al corazó n, como si no pudiese contener su latido, y hasta aquella especie de é xtasis con que seguí a los incidentes de la lucha. Marco entraba en la jaula de pronto, y a los rugidos del rey de los animales contestaba con gritos estridentes de mando, de reto, de furor. El leó n le miraba y é l arrostraba su mirada aterradora. Í base acercando, ganando terreno, sin má s armas que un latiguillo de puñ o de pedrerí a. Los rugidos se hací an menos roncos. El leó n bajaba la cabeza, como si no pudiese afrontar los ojos del hombre. Por ú ltimo se tendí a, siempre rugiendo sordamente, y Praga, un momento, alargando la bella pierna y el pie, calzado con reluciente bota de borlita, lo apoyaba en los lomos del vencido, y en rá pida vuelta, antes que su enemigo se rehiciese, salí a de la jaula, sonriendo, alzando el lá tigo, enviando besos a la multitud que aplaudí a...

Dos noches antes de la ú ltima, pudieron notar algunos espectadores que Drago estaba de muy mal talante. Revolví ase inquieto en la estrecha prisió n, y sus rugidos estremecí an por lo hondos y roncos. Cuando el domador franqueó la puerta de la reja, la fiera, sin darle tiempo a nada, se lanzó contra é l de un brinco feroz. Otras veces lo habí a hecho; pero al punto retrocedí a, dominado, como a pesar suyo.

Algo distinto debí a suceder aquella noche, porque Praga vaciló y se puso blanco. No tení a, sin embargo, má s defensa que la valentí a absoluta, y, vibrando el latiguillo, avanzó resuelto. Pero la fiera se habí a dado cuenta de aquel desfallecimiento momentá neo...

Un rugido tremebundo envió al rostro del domador el há lito braví o del felino. Sin intimidarse, Praga descargó el lá tigo, silbante, en las orejas del animal. Má s que el imperceptible dolor, el ultraje enardeció a la fiera. Como una masa cayó sobre su enemigo; sus garras hicieron presa en un hombro, y sus dientes en el costado. En el circo se alzó un grito de horror, formado de mil clamores. No habí a modo de intervenir. Drago, que habí a probado la sangre, la bebí a con á spera lengua en el mismo cuello de su ví ctima...

Y Rosa, la admiradora, de pie, transportada, electrizada, ya fuera de sí, sin atender a ningú n respeto, aplaudí a al vencedor.

-¡ Bravo, Drago! ¡ Bravo! ¡ Drago, Drago, así!...

Por eso suele decir Tresmes:

-Yo bien lo sabí a. No era el domador, era el leó n el que a la muchacha le parecí a hermoso... Y acertaba; opino lo mismo que ella. Pero, ¡ caramba con las mujeres! ¡ Ponerse a aplaudir, a vitorear! Bueno fue que, como todo el mundo chillaba, só lo nosotros oí mos la atrocidad... Si no, la linchan.

«La Ilustració n Españ ola y Americana», nú m. 47, 1911.

 


La tigresa

El joven prí ncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegrí a de sus sú bditos y terror de los enemigos de Pandjala, tení a momentos de tristeza honda, por recelar que su fin estaba pró ximo y que morirí a de muerte violenta. Un genio, en un sueñ o, se lo habí a pronosticado, y Yudistira, en medio de su existencia de semidió s -siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y del pueblo, que veí a en é l a una encarnació n de Brahma-, ocultaba en el pecho la roezó n de la inquietud, y cada dí a, al despertar, se preguntaba si aqué l serí a el postrero.

La mayor amargura era no saber por dó nde vendrí a el peligro. Cuando se ignora lo que se teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un hé roe. De é l se referí an cien rasgos de temeridad en batallas y cacerí as; especialmente en la del tigre -en los selvosos montes de Bengala- habí a realizado prodigios de temeridad y recibido heridas, de que guardaba señ ales en su cuerpo.

Pero así es el hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victoriosamente; y, en cambio, un agü ero fatí dico le rinde. No le importa exponerse a morir, ni aun morir, si le acompañ a la ilusió n de la vida.

En sus horas de meditació n, el propio Yudistira reconocí a esta verdad, y se increpaba, y resolví a lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿ Qué conseguí a con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el prí ncipe continuaba bajo la protecció n de su guardia, al amparo de su alcá zar inexpugnable, donde só lo penetraban personas de cuya adhesió n estaba seguro.

Abrumado, no obstante, por fatí dico presentimiento, resolvió llamar a un penitente que tení a fama de leer en el porvenir como en abierto libro. El asceta contestó que, si el prí ncipe deseaba consultarle, tendrí a que venir a su retiro, del cual habí a hecho voto de no salir nunca. Aunque quisiese, no podrí a moverse de aquel sagrado lugar, pues para librarse de tentaciones, para no seguir a las apsaras, ninfas bellí simas que vení an a hacerle momos, se habí a amarrado con cadenas al suelo, y ya las cadenas, cubiertas por una costra petrificada, no podí an ser rotas.

Decidió se entonces Yudistira a emprender la fatigosa jornada hasta la montañ a, en cuya cima se alza un templo consagrado a la misteriosa Trimurti. Llevó fuerte escolta, adoptando cuantas precauciones se le ocurrieron para ir resguardado y seguro.

Al llegar a la soledad, donde el asceta le aguardaba, Yudistira alejó su sé quito, postrá ndose ante el hombre santo. É ste se hallaba sentado al pie de una roca, de la cual manaba un hilo de agua, formando remanso, donde los grandes lotos blancos y azules bañ aban sus hojas gruesas, alentejadas, de un verde limpio y terso, como jade bruñ ido. En medio de una vegetació n tan lozana, el penitente parecí a hecho de raigambre tortuosa y desecada por el sol. Yudistira, previas las fó rmulas de veneració n y respeto, expresó el objeto de su venida.

Con hueca voz, que parecí a salir de un tubo de barro, respondió el asceta:

-Lo primero que debo decirte, ¡ oh prí ncipe!, es que has hecho mal en venir a verme. En general, es dañ osa la acció n, y el hombre só lo acierta cuando se está quieto y espera sin interé s el fin de su existencia, la cual no es sino apariencia, sombra vana. Pero todaví a debe el hombre precaverse doblemente contra la acció n, si pesa sobre é l un augurio, una amenaza del destino. Entonces no debe ni respirar, pues cuanto haga servirá ú nicamente para apresurar lo que esté decretado.

Yudistira bajó la cabeza. Un escalofrí o corrió por el á rbol de su vida, por la mé dula de sus huesos.

-Quisiera, al menos -murmuró dé bilmente-, que tu ciencia rasgase el velo del peligro que me amarga. Se me figura que, conocié ndolo, sin temor alguno lo arrostraré. Lo que hace sufrir es lo ignorado. Dame luz, y acepto cuanto venga.

El asceta calló un momento. Sus ojos, de una fijeza extá tica, buscaron a lo lejos la revelació n. Una chispa brilló en ellos, como estrella que cayese en un pozo.

-Prí ncipe -dijo al fin-, el peligro que te amenaza consiste en que una hembra se acuerda sin cesar de ti; no te olvida un minuto. ¡ Ay del hombre cuando la hembra lo recuerda, sea con amor o con aborrecimiento, que viene a ser lo mismo!

-¿ Una hembra? -preguntó, sorprendido, Yudistira-. A ninguna he amado profundamente, y, por lo mismo, no creo haber hecho dañ o a ninguna.

-Haz memoria -advirtió el penitente- de que una te clavó en el brazo su zarpa y sus dientes en el hombro, mientras su ruda lengua bebí a tu sangre con delicia...

-¡ Ah! -respondió el prí ncipe-. ¿ Hablabas de la tigresa que me hirió en una cacerí a, dos añ os hace? Mis gentes la mataron.

-No; no la mataron, prí ncipe. La dejaron medio muerta: no atendieron má s que a curarte a ti. Tú no ignoras que cuando el tigre llega a probar la carne del hombre, desdeñ a ya y mira con repugnancia cualquier otro alimento; pero -todos nuestros montañ eses lo dicen- cuando es una tigresa la que gusta el manjar, no só lo lo prefiere a todo, sino que añ os enteros va tras el rastro de la misma persona a quien hincó el diente, apasionada, con terrible violencia de su sangre. El olfato sutil de la fiera no se engañ a. Ya has oí do, Yudistira, por dó nde viene el hado para ti...



  

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