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Cuentos trágicos 2 страница



La turba, detenida un instante, vociferó, aulló, precipitá ndose al campillo, y entre exclamaciones de sorpresa, voces que pronunciaban injurias y rugidos de alegrí a bá rbara, en un santiamé n, los saltimbanquis, mal despiertos, aturdidos aú n, incapaces de defenderse, se vieron cogidos, asaltados, rodeados cada cual de una docena de paletos, que blandí an estacas, esgrimí an cuchillos, sacudí an y zarandeaban y hartaban de mojicones a los supuestos reos del robo de la Virgen del Triunfo.

A su vez, corrieron los guardias, comprendiendo que allí podí a ocurrir algo terrible. Mientras los niñ os lloraban y chillaban las mujeres, el hé rcules, sin má s arma que sus cerrados puñ os, juntá ndolos contra el pecho y despidiendo los brazos como movidos por acerado resorte, se defendí a. Dos paletos mordí an ya la tierra, el uno con las costillas hundidas, el otro con la nariz rota, soltando un rí o de sangre. Eran, sin embargo, muchos contra uno; Ricardo, el Estudiante, lí vido y feroz, azuzaba contra el saltimbanqui a los lugareñ os; lloví an garrotazos. Uno, bien asestado, le cruzó la nuca, hacié ndole tambalearse como acogotado buey; otro le alcanzó en la muñ eca, partié ndosela casi. A manera de jaurí a que acosa al jabalí y se le cuelga de las orejas -sin que los guardias, dedicados a proteger al resto de la compañ í a, a los niñ os y a las mujeres, pudiesen impedirlo- los paletos se estrecharon contra el hé rcules, que desapareció entre el grupo.

Se oyó el fragor de la lucha, el ronco resuello de la ví ctima; los guardias, echá ndose el fusil a la cara, se prepararon a hacer fuego a los verdugos; apartá ronse é stos, saciada la ira, y se vio en el suelo una masa informe, sangrienta, algo que no tení a de humano sino el sufrimiento que aú n revelaban las palpitaciones del pecho y la convulsió n de las extremidades.

Los niñ os, sollozando, se arrojaron sobre el padre moribundo, cubrié ndole de besos; y, en aquel mismo punto, el sargento veterano, asiendo del brazo a Ricardo el Estudiante, clamó en formidable voz:

-¡ Date preso! Tú, y nadie má s que tú, es quien ha robado las alhajas de la Virgen.

Y como el Estudiante protestase y los mozos acudiesen a su defensa, el guardia, extendiendo un dedo acusador, señ aló a las greñ as de Ricardo, a la inculta y revuelta melena que siempre gastaba. Todas las miradas se fijaron en el sitio indicado por el guardia, y una convicció n y un estupor cayeron de plano, sú bitamente, sobre todos los espí ritus. Entre la cabellera de Ricardo se veí an, enredados aú n, dos o tres hilos de aljó far, de los que, como telarañ as irisadas de rocí o matinal, bordaban el manto de Nuestra Señ ora de la Mimbralera.

..............................

El Estudiante confesó y fue a presidio. Las joyas, entregadas a un tahú r, un có mplice encubridor venido de Madrid y apostado en las cercaní as del Triunfo para recoger la presa, nunca se recobraron, ni tampoco la divina cabeza, de dulce sonrisa está tica, la amada cabeza de la Virgen.

Y de aquellos dos niñ os hijos del hé rcules, ya hué rfanos y solos, ¿ quié n sabe lo que habrá sido? Continuará n rodando por el mundo, adoptando posturas plá sticas en algú n circo, y poco a poco se irá borrando de su memoria la imagen del campo verde, festoneado de alisos y espadañ as, donde vieron asesinar a su padre...

«La Ilustració n artí stica», nú m. 1044, 1902.

 


La cana

Mi tí a Elodia me habí a escrito cariñ osamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo má s importante aú n, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tí a, en demanda de hospedaje; despué s, por uno de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar -tan insignificante creemos su causa-, decidí no aparecer hasta el dí a siguiente. A tales horas, la casa de mi tí a se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De antemano veí a yo la escena. Saldrí a a abrir la ú nica criada, chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondrí a muy apurada, en vista de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tí a Elodia suponí a que los muchachos solteros son animales carní voros. Y me interpelarí a: ¿ por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarí an y tintinearí an las llaves: habí a que sacar sá banas para mí... Y, sobre todo, ¡ era una noche libre! A un muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el otoñ o solo con sus papá s, la libertad le atrae.

Dejé en el parador la maletilla, y envuelto en mi capa, porque apretaba el frí o, me di a vagar por las calles, encontrando en ello especial placer. Bajo los primeros antiguos soportales, tropecé con un compañ ero de aula, uno de esos a quienes llamamos amigos porque anduvimos con ellos en jaranas y bromas, aunque se diferencien de nosotros en cará cter y educació n. La misma razó n que me hací a encontrar divertido un paseo por calles heladas y solitarias, la larga temporada de vida rú stica me movió acoger a Laureano Cabrera con expansió n realmente amistosa. Le referí el objeto de mi viaje, y le invité a cenar. Hecho ya el convenio, reparé, a la luz de un farol, en el mal aspecto y derrotadas trazas de mi amigo. El vicio habí a degradado su cuerpo, y la miseria se revelaba en su ropa desechable. Parecí a un mendigo. Al moverse, exhalaba un olor pronunciado a tabaco frí o, sudor y urea. Confirmando mi observació n, me rogó en frases angustiosas que le prestase cierta suma. La necesitaba, urgentemente, aquella misma noche. Si no la tení a, era capaz de pegarse un tiro en los sesos.

-No puedo servirte -respondí -. Mi padre me ha dado tan poco...

-¿ Por que no vas a pedí rselo a doñ a Elodia? -sugirió repentinamente-. Esa tiene gato.

Recuerdo que contesté tan só lo:

-Me causarí a vergü enza...

Cruzá bamos en aquel instante por la zona de claridad de otro farol, y cual si brotase de las tinieblas, vivamente alumbrada, surgió la cara de Laureano. Gastada y envilecida por los excesos, conservaba, no obstante, sello de inteligencia, porque todos convení amos, antañ o, en que Laureano «valí a». En el rá pido momento en que pude verle bien noté un cambio que me sorprendió: el paso de un estado que debí a de ser en é l habitual -el cinismo pedigü eñ o, la comedia del sable-, a una repentina, í ntima resolució n, que endureció siniestramente sus facciones. Dijé rase que acababa de ocurrí rsele algo extrañ o.

«É ste me atraca», pensé; y, en alto, le propuse que cená semos, no en el tugurio equí voco, semiburdel que é l indicaba, sino en el parador. Un recelo, viscoso y repulsivo, como un reptil, trepaba por mi espí ritu conturbá ndolo. No querí a estar solo con tal sujeto, aunque me pareciese feo desconvidarle.

-Allí te espero -añ adí - a las nueve...

Y me separé bruscamente, dá ndole esquinazo. La vaga aprensió n que se habí a apoderado de mí se disipó luego. A fin de evitar encuentros aná logos, subí el embozo de la capa, calé el sombrero y, desviá ndome de las calles cé ntricas, me dirigí a casa de una mujer que habí a sido mi excelente amiga cuando yo estudiaba en Estela Derecho. No podré jurar que hubiese pensado en ella tres veces desde que no la veí a; pero los lugares conocidos refrescan la memoria y reavivan la sensació n, y aquel recoveco del callejó n sombrí o, aquel balcó n herrumbroso, con tiestos de geranios «sardineros» me retrotraí an a la é poca en que la piadosa Leocadia, con sigilo, me abrí a la puerta, descorriendo un cerrojo perfectamente aceitado. Porque Leocadia, a quien conocí en una novena, era en todo cauta y felina, y sus frecuentes devociones y su continente modesto la habí an hecho estimable en su estrecho cí rculo. Contadas personas sospecharí an algo de nuestra historia, desenlazada sencillamente por mi ausencia. Tení a Leocadia marido auté ntico, allá en Filipinas, un mal hombre, un perdis, que no siempre enviaba los veinticinco duros mensuales con que se remediaba su mujer. Y ella me repetí a incesantemente:

-No seas loco. Hay que tener prudencia... La gente es mala... Si le escriben de aquí cualquier chisme...

Reminiscencias de este estribillo me hicieron adoptar mil precauciones y procurar no ser visto cuando subí la escalera, angosta y temblante. Llamé al estilo convenido, antiguo, y la misma Leocadia me abrió. Por poco deja caer la bují a. La arrastré adentro y me informé. Nadie allí; la criada era asistenta y dormí a en su casa. Pero má s cuidado que nunca, porque «aquel» habí a vuelto, suspenso de empleo y sueldo a causa de unos lí os con la Administració n, y gracias a que hoy se encontraba en Marineda, gestionando arreglar su asunto... De todos modos, lo má s temprano posible que me retirase y con el mayor sigilo, valdrí a má s. ¡ Nuestra Señ ora de la Soledad, si llegase a oí dos de é l la cosa má s pequeñ a!...

Fiel a la consigna, a las nueve menos cuarto, recatadamente, me deslicé y enhebré por las callejas romá nticas, en direcció n al parador. Al pasar ante la catedral, el reloj dio la hora, con pausa y solemnidad fatí dicas. Tal vez a la humedad, tal vez al estado de mis nervios se debiese el violento escalofrí o que me sobrecogió. La perspectiva de la sopa de fideos, espesa y caliente, y el vino recio del parador, me hizo apretar el paso. Llevaba bastantes horas sin comer.

Contra lo que suponí a, pues Laureano no solí a ser exacto, me esperaba ya y habí a pedido su cubierto y encargado la cena. Me acogió con chanzas.

-¿ Por dó nde andarí as? Buen punto eres tú... Sabe Dios...

A la luz amarillenta, pero fuerte, de las lá mparas de petró leo colgadas del techo, me horripiló má s, si cabe, la catadura de mi amigo. En medio de la alegrí a que afectaba, y de adelantarse a confesar que lo del tiro en los sesos era broma, que no estaba tan apurado, yo encontraba en su mirar té trico y en su boca crispada algo infernal. No sabiendo có mo explicarme su gesto, supuse que, en efecto, le rondaba la impulsió n suicida. No obstante, reparé que se habí a atusado y arreglado un poco. Traí a las manos relativamente limpias, hecho el lazo de la corbata, alisadas las greñ as. Frente a nosotros, un comisionista catalá n, buen mozo, barbudo, despachado ya su café, libaba perezosamente copitas de Martel leyendo un diario. Como Laureano alzase la voz, el viajante acabó por fijarse, y hasta por sonreirnos picarescamente, asociá ndose a la insistente broma.

-Pero ¿ en qué agujero te colarí as? ¡ Qué ficha! Tres horas no te las has pasado tú azotando calles... A otro con esas... ¿ Te crees que somos bobos? Como si uno se fiase de estos que vuelven del campo...

Las sú plicas de la precavida Leocadia me zumbaban aú n en los oí dos, y me creí en el deber de afirmar que sí, que callejeando y vagando habí a entretenido el tiempo.

-¿ Y tú? -redargü í -. Rezando el Rosario, ¿ eh?

-¡ Yo, en mi domicilio!

-¿ Domicilio y todo?

-Sí, hijo; no un palacio... Pero, en fin, allí se cobija uno... La fonda de la Braulia, ¿ no sabes?

Sabí a perfectamente. Muy cerca de la casa de mi tí a Elodia: una infecta posaducha, de ú ltima fila. Y en el mismo segundo en que recordaba esta circunstancia, mis ojos distinguieron, colgando de un botó n del derrotado chaqué de Laureano, un hilo que resplandecí a. Era una larga cana brillante.

Me creerá n o no. Mi impresió n fue violenta, honda; difí cilmente sabrí a definirla, porque creo que hay sobradas cosas fuera de todo aná lisis racional. Fascinado por el fulgor del hilo argentado sobre el pañ o sucio y viejo, no hice un movimiento, no solté palabra: callé. A veces pienso qué hubiese sucedido si me ocurre bromear sobre el tema de la cana. Ello es que no dije esta boca es mí a. Era como si me hubiesen embrujado. No podí a apartar la mirada del blanco cabello.

Al final de la cena, el buen humor de Laureano se abatió, y a la hora del café estaba té trico, agitado; se volví a frecuentemente hacia la puerta, y sus manos temblaban tanto, que rompió una copa de licor. Ya hací a rato que el viajante nos habí a dejado solos en el comedor lú gubre, frente a los palilleros de loza que figuraban un tomate, y a los floreros azules con flores artificiales, polvorientas. El mozo, en busca de la propia cena, andarí a por la cocina. Cabrera, má s sombrí o a cada paso, sobresaltado, oreja en acecho, apuraba copa tras copa de coñ ac, hablando aprisa cosas insignificantes o cayendo en acceso de mutismo. Hubo un momento en que debió de pensar: «Estoy cerca de la total borrachera», y se levantó, ya un poco titubeante de piernas y habla.

-Conque no vienes «allá », ¿ eh?

Sabí a yo de sobra lo que era «allá », y só lo de imaginarlo, con semejante compañ í a y con la lluvia que habí a empezado a caer a torrentes... ¡ No! Mi camita, dormir tranquilo hasta el dí a siguiente y no volver a ver a Laureano. Le eché por los hombros su capa, le di su grasiento sombrero y le despedí.

-¡ Buenas noches... No hay de qué... Que te diviertas, chico!

Dormí sueñ o pesado que turbaron pesadillas informes, de esas que no se recuerdan al abrir los ojos. Y me despertó un estré pito en la puerta: el dueñ o del parador en persona, despavorido, seguido de un inspector y dos agentes.

-¡ Eh! ¡ Caballero! ¡ Que vienen por usted!... ¡ Que se vista!

No comprendí al pronto. Las frases broncas, deliberadamente ambiguas, del inspector me guiaron para arrancar parte de la verdad. Má s tarde, horas despué s, ante el juez, supe cuanto habí a que saber. Mi tí a Elodia habí a sido estrangulada y robada la noche anterior. Se me acusaba del crimen...

Y vé ase lo má s singular... ¡ El caso terrible no me sorprendí a! Dijé rase que lo esperaba. Algo así tení a que suceder. Me lo habí a avisado indirectamente «alguien», quié n sabe si el mismo espí ritu de la muerta... Só lo que ahora era cuando lo entendí a, cuando descifraba el presentimiento negro.

El juez, ceñ udo y preocupado, me acogió con una mezcla de severidad y cortesí a. Yo era una persona «tan decente», que no iban a tratarme como a un asesino vulgar. Se me explicaba lo que parecí a acusarme, y se esperaban mis descargos antes de elevar la detenció n a prisió n. Que me disculpase, porque si no, con la Prensa y la batahola que se habí a armado en el pueblo, por muy buena voluntad que... Vamos a ver: los hechos por delante, sin aparato de interrogatorio, en plá tica confidencial... Yo debí a venir a pasar la noche en casa de mi tí a. Mi cama estaba preparada allí. ¿ Por qué dormí en el parador?

-De esas cosas así... Por no molestar a mi tí a a deshora...

¿ No molestar? Cuidado: que me fijase bien. He aquí, segú n el juez, los hechos. Yo habí a ido a casa de doñ a Elodia a eso de las siete. La criada, sorda como una tapia, no querí a abrir. Yo grité desde la mirilla: «Que soy su sobrino», y entonces la señ ora se asomó a la antesala y mandó que me dejasen pasar. Entré en la sala y la criada se fue a preparar la cena, pues tení a ó rdenes anteriores, por si yo llegase. Hasta las nueve o má s no se sabe lo que pasó. Pronta ya la cena, la fá mula entró a avisar, y vio que en la salita no habí a nadie: todo en tinieblas. Llamó varias veces y nadie respondió. Asustada, encendió luz. La alcoba de la señ ora estaba cerrada con llave. Entonces, temblando, só lo acertó a encerrarse en su cuarto tambié n. Al amanecer bajó a la calle, consultó a las vecinas; subieron dos o tres a acompañ arla, volvió a llamar a gritos... La autoridad, por ú ltimo, forzó la cerradura. En el suelo yací a la ví ctima bajo un colchó n. Por una esquina asomaba un pie rí gido. El armario, forzado y revuelto, mostraba sus entrañ as. Dos sillas se habí an caí do...

-Estoy tranquilo -exclamé -. La criada habrá visto la cara de ese hombre.

-Dice que no... Iba embozado, con el sombrero muy calado. No le vio. ¡ Y es tan torpe, tan necia, tan apocada! Medio lela está.

-Entonces soy perdido -declaré.

-Calma... ¡ Cierto que son muchas coincidencias! Ayer llegó usted a las seis. A las seis y cuarto habló con un amigo en la calle de los Bebederos. Luego, hasta las nueve, no se sabe de usted má s. A las nueve cena usted en el parador con el mismo amigo, y un viajante que estaba allí declara que le molestaba a usted la pregunta de ¿ dó nde habí a pasado esas horas?, y que afirmaba usted haberlas pasado en la calle, lo cual no es verosí mil. Llovió a cá ntaros de ocho a ocho y media, y usted no llevaba paraguas... Tambié n decí a que estaba usted así..., como preocupado... a veces, y el mozo añ ade que rompió usted una copa. ¡ Es una fatalidad...!

-¿ Ha declarado el que cenó conmigo?

-Si por cierto... Declaró la calamidad de Cabrera... Nada, eso; que le vio a usted un rato antes; que, convidado, cenó con usted, y que se retiró a cosa de las once.

-¡ É l es quien ha asesinado a mi tí a! -lancé firmemente-. É l, y nadie má s.

-Pero ¡ si no es posible! ¡ Si me ha explicado todo lo que hizo! ¡ Si a esas horas estuvo en su posada!

-No, señ or. Entrarí a, se harí a ver y volverí a a salir. En esa clase de bují os no se cierra la puerta. No hay quien se ocupe de salir a abrirla. É l sabí a que me esperaba la tí a Elodia. Es listo. Lo arregló con arte. Está en la ú ltima miseria. Cuando me encontró, en los Bebedores, me pidió dinero, amenazá ndome con volarse los sesos si no se lo daba. Ahora todo es claro: lo veo como si estuviese sucediendo delante de mí.

-Ello merece pensarse... Sin embargo, no le oculto a usted que su situació n es comprometida. Mientras no pueda explicar el empleo de ese tiempo, de seis a nueve...

Las sienes se me helaron. Debí a de estar blanco, con orejas moradas. Me tropezaba con un juez de los de coartada y tente tieso... ¿ Coartada? Serí a una acció n sucia, vil, nombrar a Leocadia -toda mujer tiene su honor correspondiente-, y ademá s, inú til, porque la conozco. No es heroí na de drama ni de novela y me desmentirí a por toda mi boca... Y yo lo merecí a. Yo no era asesino, ni ladró n, pero...

La contrició n me apretó el corazó n, estrujá ndolo con su mano de acero. Creí a sentir que mi sangre rezumaba... Era una gota salada en los lagrimales. Y en el mismo punto, ¡ un chispazo!, me acordé del hilo brillante, enredado en el botó n del raí do chaqué.

-Señ or juez...

Todaví a estaba allí la cana cuando hicieron comparecer al criminal... El «gato» de la tí a Elodia se halló oculto entre su jergó n, con la llave de la alcoba... Sin embargo, no falta, aun hoy, quien diga que el asunto fue turbio, que yo entregué tal vez a mi có mplice... Honra, no me queda. Hay una sombra indisipable en mi vida. Me he encerrado en la aldea, y al acercarse la Navidad, en semanas enteras, no me levanto de la cama, por no ver gente.

«Los contemporá neos», nú m. 106, 1911.

 


La cita

Alberto Miravalle, excelente muchacho, no tení a má s que un defecto: creí a que todas las mujeres se morí an por é l.

De tal convencimiento, nacido de varias conquistas del gé nero fá cil, resultaba para Alberto una sensació n constante, deliciosa, de felicidad pueril. Como tení a la ingenuidad de dejar traslucir su engreimiento de hombre irresistible, la leyenda se formaba, y un ambiente de suave ridiculez le envolví a. É l no notaba ni las solapadas burlas de sus amigos en el cí rculo y en el café, ni las flechas zumbonas que le disparaban algunas muchachas, y otras que ya habí an dejado de serlo.

Dada su olí mpica presunció n, Alberto no extrañ ó recibir por el correo interior una carta sin notables faltas de ortografí a, en papel pulcro y oloroso, donde entre frases apasionadas se le rendí a una mujer. La dama desconocida se quejaba de que Alberto no se habí a fijado en ella, y tambié n daba a entender que, una vez puestas en contacto las dos almas, iban a ser lo que se dice una sola. Encargaba el mayor sigilo, y añ adí a que la señ al de admitir el amor que le brindaba serí a que Alberto devolviese aquella misma carta a la lista de Correos, a unas iniciales convenidas.

Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo má s natural... Despué s -por entera que fuese su infatuació n-, sintió atisbos de recelo. ¿ No serí a una encerrona para robarle? Un segundo examen le restituyó al habitual optimismo. Si le citaban para una calle sospechosa, con no ir... La precaució n de la devolució n del autó grafo indicaba ser realmente una señ ora la que escribí a, pues trataba de no dejar pruebas en manos del afortunado mortal.

Alberto cumplió la consigna.

Otra segunda epí stola fijaba ya el dí a y la hora, y daba señ as de calle y nú mero. Era preciso devolverla como la primera. Se encargaba una puntualidad estricta, y se advertí a que, llegando exactamente a la hora señ alada, encontrarí a abiertos portó n y puerta del piso. Se rogaba que se cerrase al entrar, y acompañ aban a las instrucciones protestas y finezas de lo má s derretido.

Nada tan fá cil como enterarse de quié n era la bella citadora, conociendo ya su direcció n. Y, en efecto, Alberto, despué s de restituir puntualmente la epí stola, dio en rondar la casa, en preguntar con mañ a en algunas tiendas. Y supo que en el piso entresuelo habitaba una viuda, joven aú n, de trapí o, aficionada a lucir trajes y joyas, pero no tachada en su reputació n. Eran excelentes las noticias, y Alberto empezó a fantasear felicidades.

Cuando llegó el dí a señ alado, radiante de vanidad, aliñ ado como una pera en dulce, se dirigió a la casa, tomando mil precauciones, despidiendo el coche de punto en una calleja algo distante, recatá ndose la cara con el cuello del abrigo de esclavina, y buscando la sombra de los á rboles para ocultarse mejor. Porque conviene decir, en honra de Alberto, que todo lo que tení a de presumido lo tení a de caballero tambié n, y si se preciaba de irresistible, era un muerto en la reserva, y no pregonaba jamá s, ni aun en la mayor confianza, escritos ni nombres. No faltaba quien creyese que era cá lculo há bil para aumentar con el misterio el realce de sus conquistas.

No sin emoció n llegó Alberto a la puerta de la casa... Parecí a cerrada; pero un leve empujó n demostró lo contrario. El sereno, que rondaba por allí, miró con curiosidad recelosa a aquel señ orito que no reclamaba sus servicios. Alberto se deslizó en el portal, y, de paso, cerró. Subió la escalera del entresuelo: la puerta del piso estaba arrimada igualmente. En la antesala, alfombrada, oscuridad profunda. Encendió un fó sforo y buscó la llave de la luz elé ctrica. La vivienda parecí a encantada: no se oí a ni el má s leve ruido. Al dar luz Alberto pudo notar que los muebles eran ricos y flamantes. Adelantó hasta una sala, amueblada de damasco amarillo, llena de bibelots y de jarrones con plantas. En un á ngulo revestí a el piano un pañ o antiguo, bordado de oro. Tan extrañ o silencio, y el no ver persona humana, fueron motivos para oprimir vagamente el corazó n de nuestro Don Juan. Un momento se detuvo, dudando si volver atrá s y no proseguir la aventura.

Al fin, dio má s luces y avanzó hacia el gabinete, todo sedas, almohadones y butaquitas; pero igualmente desierto. Y despué s de vacilar otro poco, se decidió y alzó con cuidado el cortinaje de la alcoba de columnas... Se quedó paralizado. Un temblor de espanto le sobrecogió. En el suelo yací a una mujer muerta, caí da al pie de la cama. Sobre su rostro amoratado, el pelo, suelto, tendí a un velo espeso de sombra. Los muebles habí an sido violentados: estaban abiertos y esparcidos los cajones.

Alberto no podí a gritar, ni moverse siquiera. La habitació n le daba vueltas, los oí dos le zumbaban, las piernas eran de algodó n, sudaba frí o. Al fin echó a correr; salió, bajó las escaleras; llegó al portal... Pero ¿ quié n le abrí a? No tení a llave... Esperó tembloroso, suponiendo que alguien entrarí a o saldrí a. Transcurrieron minutos. Cuando el sereno dio entrada a un inquilino, un señ or muy enfundado en pieles, la luz de la linterna dio de lleno a Alberto en la cara, y tal estaba de demudado, que el vigilante le clavó el mirar, con mayor desconfianza que antes. Pero Alberto no pensaba sino en huir del sitio maldito, y su precipitació n en escapar, empujando al sereno que no se apartaba, fue nuevo y ya grave motivo de sospecha.

A la tarde siguiente, despué s de horas de esas que hacen encanecer el pelo, Alberto fue detenido en su domicilio... Todo le acusaba: sus paseos alrededor de la casa de la ví ctima, el haber dejado tan lejos el «simó n», su fuga, su alteració n, su voz temblona, sus ojos de loco... Mil protestas de inocencia no impidieron que la detenció n se elevase a prisió n, sin que se le admitiese la fianza para quedar en libertad provisional. La opinió n, extraviada por algunos perió dicos que vieron en el asunto un drama pasional, estaba contra el señ orito galanteador y vicioso.

-¿ Có mo se explica usted esta desventura mí a? -preguntó Alberto a su abogado, en una conversació n confidencial.

-Yo tengo mi explicació n -respondió é l-; falta que el Tribunal la admita. Vea lo que yo supongo, es sencillo: para mí, y perdó neme su memoria, la infeliz señ ora recibí a a alguien..., a alguien que debe ser mozo de cuenta, profesional del delito y del crimen. El dí a de autos, desde el anochecer, la ví ctima envió fuera a su doncella, dá ndole permiso para comer con unos parientes y asistir a un baile de organillo. El asesino entró al oscurecer. É l era quien escribí a a usted, quien le fijó la hora y quien, precavido, exigió la devolució n de las cartas, para que usted no poseyese ningú n testimonio favorable. Cuando usted entró, el asesino se ocultó o en el descanso de la escalera, o en habitaciones interiores de la casa. A la mañ ana siguiente, al abrirse la puerta de la calle, salió sin que nadie pudiese verle. Se llevaba su botí n: joyas y dinero. ¿ Qué má s? Es un supercriminal que ha sabido encontrar un sustituto ante la Justicia.



  

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