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Cuentos trágicos 1 страница



Emilia Pardo Bazá n

 

[ Nota preliminar: Edició n digital a partir de la de OO. CC. (Madrid, Aguilar, 1963, 4ª ed., T. I, pp. 1553-1624) y cotejada con la edició n crí tica de Juan Paredes Nú ñ ez (Cuentos completos, La Coruñ a, Fundació n Pedro Barrié de Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. III, pp. 115-192). ]


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El Pozo de la Vida

La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.

Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Segú n unos, al gustarla se restaura la energí a; segú n otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.

Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y polí tica de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en é l apagó su sed el generoso y desventurado prí ncipe, en el dí a de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histó rico procede la discusió n sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tení a insoportable sabor.

El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejá ndose, y se veí a como ná ufrago en el mar de arena del desierto.

Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcció n de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigí an a la mezquita lejana; a esto se reducí a el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dá tiles. Su sosté n era el agua del pozo.

-No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.

Transcurrieron dos o tres dí as. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al partir, con piadosa previsió n, habí an dejado lleno sus compañ eros de caravana. Y pensaba para sí: «Mi mal me trastorna los sentidos. Esta agua, al pronto tan gustosa, ahora parece ha tenido en infusió n coloquí ntida. »

Al dí a tercero, algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en la vertiente de un valle á rido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisió n, porque sus fuerzas no lo consentí an. Una virgen como de quince añ os, de esbeltez de gacela, atirantó la cuerda con sus brazos morenos y el cangiló n ascendió rebosando un lí quido claro y frí o como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores, le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua, hizo un mohí n de disgusto.

-¡ Amarga má s todaví a que la del odre! -murmuró consternado.

La muchacha vertió otra vez agua en el cuenco y bebió despacio, con fruició n.

-¿ Qué dices de amargura? -interrogó burlá ndose-. Está má s fresca que los copos de la nieve y má s dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi corazó n. No he encontrado jamá s agua tan sabrosa. Probad vosotras, a ver quié n se engañ a.

Y el grupo de jó venes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Hicié ronlo riendo sin causa, disputá ndose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las tú nicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dá tiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñ idos y mó rbidos. Los negros ovales ojos de las ví rgenes relucí an; sus dientes de granizo eran má s blancos al travé s de los labios pá lidos avivados por el agua. Cabalgaron despué s en los jumentos, acomodá ndose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.

El camellero quedó se solo otra vez. Como habí a mirado desvanecerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensió n, no del camino (el desierto es camino todo é l), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumí a. Desesperado, bebió. El agua amargaba má s aú n.

Los dí as desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmá n, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los dí as. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un cielo acerado; los mismos mediodí as cegadores, crudamente magní ficos, con lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrí o y puro se adornaba con sus astros y constelaciones má s refulgentes, sin que ni una rá faga de aire descendiese de la bó veda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas viví simas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.

Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebí a, bebí a... Y el agua era a cada trago má s repugnante. Dijé rase que las manos de los genios enemigos del hombre desleí an en el pozo bolsas de hiel, puñ ados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofrí os, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.

Una voz que le llamó -una voz imperiosa y grave- le hizo abrir los ojos. Tení a ante sí a un santó n, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurró n de mendicante al hombro. La faz, requemada por el sol, presentaba nobles, aguileñ os rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditació n serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santó n sostení a el cuenco lleno de agua; tal vez se disponí a a apurarlo.

-No bebas, santo varó n -aconsejó el camellero-. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya no la soporto.

Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostró desagrado ni complacencia.

-Este agua -murmuró despué s de que se hubo limpiado la boca con el revé s de su mano curtida por la intemperie- no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor está n en el paladar de quien la bebe. ¿ No han venido aquí, desde que languideces al pie del pozo, seres jó venes y sanos? ¿ No han bebido del agua?

-Han venido -respondió el camellero- unas mozas ví rgenes, muy alborotadas, a tomar aguada para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.

-Ya ves -dijo reposadamente el santó n-. Que el á ngel Azrael mire por ti y te permita encontrar tolerable al menos el agua del pozo. Yo te llevarí a conmigo, sacá ndote de este mal paso; pero mi jumento no puede con má s carga y tengo que adelantar camino para incorporarme a una caravana, porque si voy solo me devorará n las fieras.

Y el santó n se alejó recitando un versí culo del Corá n. Al ver su silueta oscura desvanecerse en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su ú ltima esperanza desaparecí a, y en transporte delirante, acercó se al brocal del pozo, se agarró a é l con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo -¡ hasta para darse la muerte se necesita vigor! -, se precipitó dentro, de cabeza.

..............................

Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para algunos, amargas para bastantes... Só lo hay que añ adir que los de paladar fino las encuentran gusto a muerto.

«El Imparcial», 29 de mayo de 1905.

 


La mosca verde

Tomá bamos o pretendí amos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto abrasadora y enervante, de las poquí simas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular. El aire estaba saturado no só lo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras emanaciones peculiares -almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal-; y en el aire encendido revoloteaban, ademá s de las mariposas multicolores, insectos de pedrerí a y esmalte, enlutadas «vacas de San Antonio», efí meras de gasa pá lida, mariquitas de coral con pintas negras, mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablá bamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversació n era que el calor disuelve las energí as, y disertá bamos sobre esa influencia psicoló gica de los climas, que ya empieza a reconocerse en la historia.

-Buena es -decí a el cientí fico- la firmeza de cará cter; excelente su cultivo intensivo, y acertarí a el que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y nos agobia, me produce una impresió n de fatalidad tan profunda, que casi no me atreverí a a pensar en contrarrestarla. ¿ Qué somos ante las fuerzas naturales?

-Lo somos todo -exclamó el pensador-. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a nuestro servicio. Cada dí a má s saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.

-Crea usted que se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... -respondió el Doctor, pensativo-. Y como el sol descendiese, esplendoroso hacia el castañ ar, y una rá faga suave, cargada de partí culas de humedad, viniese de la represa del molino, reanimá ndonos, se decidió el Doctor a contar un episodio de su vida mé dica...

-Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpá tico, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas, y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las sendas aldeanas, confiá ndome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenací sima labor. La decorosa estrechez en que quedaron el chico y su madre a la muerte del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote y dar carrera a su hijo, habí an influido en el cará cter de Torcuato, hacié ndole hombre consciente desde la niñ ez, y desarrollando en é l, con extrañ o vigor, las facultades de la voluntad perseverante, sin un desmayo ni una vacilació n, y con esa especie de iluminació n genial, que lo mismo puede demostrarse en la creació n artí stica que en la conducta. A los once añ os, Torcuato llevaba los libros de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde viví a; a los trece, prestaba el mismo servicio en varios establecimientos, ganando lo suficiente para sostenerse é l y su madre, y a la vez estudiaba, robando horas al sueñ o, tan imperioso en el perí odo crí tico de la pubertad. Mejor dicho: la pubertad fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distracciones, por la constancia de Torcuato. Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba regulada cronomé tricamente; ni migaja de tiempo perdí a. Se habí a fijado, al minuto, el que debí a invertir en lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplí a exactamente. ¡ Digo mal! A veces, Torcuato se sustraí a tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos extraordinarios que pagasen las matrí culas y algú n gasto inevitable, extraordinario tambié n. No rehusaba por soberbia tarea ninguna; capaz serí a de limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneració n. Escribí a discursos para los graduandos, sermones para los canó nigos, prospectos, para los industriales, memorias, para los secretarios de asociaciones... todo lo que le valiese un duro y un amigo y protector. Así, al terminar brillantemente la carrera, obtuvo en la Universidad un empleo con mediano sueldo: lo necesario, lo estricto, el modo de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo infinito soñ ado.

Al preguntarle yo a Torcuato si no habí a estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que lleva exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:

-¡ Enfermo! No tuve tiempo de enfermar... ¡ Lo ú nico que se me resintió algo fue el estó mago, y por eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi madre, por primera vez de mi vida! ¡ Estoy embriagado de sensaciones; loco perdido de aire libre y de olor de flores y á rboles! Pero ¡ no crea usted que aun así me aparto de mi camino! Por má s que mi juventud se me suba a la cabeza -¡ y hay horas en que se me sube, y al corazó n tambié n, y espumante y furiosa! -, la voluntad está sobre todo. Mando en mí, y no habrá fuerza que me impida llevar a té rmino mis planes de asegurar el porvenir, la vejez tranquila y dichosa de mi madre, y mi propia suerte. Tengo algú n entendimiento, alguna disposició n: otro malgastarí a este capital; yo lo beneficiaré con ré ditos crecidos. El que quiere, puede. ¡ Es el Evangelio!

Me hablaba así Torcuato a la vuelta de un paseo por la carretera que conduce al Borde, en la cual ritma la conversació n el chirrido quejumbroso del eje de los carros cargados, que pasan lentos, sin alzar polvo, en la melancolí a de la puesta de sol. No se borrará de mi memoria: dos de estos carros cruzaban en sentido contrario al nuestro, y su carga era de pieles de buey a medio curtir, mercancí a que se exporta en la costa para Inglaterra. El sol, moribundo, se reflejaba en los pelajes cobrizos manchados de blanco amarillento. Torcuato accionaba con la diestra y de pronto vi que en ella refulgí a una chispa verde, metá lica, y que é l sacudí a la mano, como el que espanta un bichejo incó modo.

-¡ Maldita! Me ha picado...

Sentí un escalofrí o, que no era razonado, sino involuntario, y cogí la mano de Torcuato vivamente. No se notaba señ al de la picadura. Seguimos andando, pero yo no habí a perdido las ganas de charlar, y miraba de reojo a mi joven amigo. A poco noté que maquinalmente rascaba el sitio de la picadura, y vi deshacerse la vesí cula recié n formada y sustituirla una depresió n negruzca. Me «sentí » palidecer. Distá bamos má s de una legua del pueblecillo.

-Aprisa, andemos... No vale nada la picada esa, pero querrí a quemá rsela a usted con un cá ustico.

-¡ Se me está hinchando la mano! -murmuró Torcuato con má s sorpresa que alarma.

Comprendí que ignoraba el mal horrible que pueden transmitir esas mosquitas preciosas, de esmeralda, que se han posado en despojos de animales carbunclosos... ¡ El carbunclo! -repetí a dentro de mí, temblando de horror y de lá stima... - ¡ El carbunclo! ¡ La pú stula maligna!

Abreviaré el relato de aquella tragedia... Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato, para operar, ya no era la mano, era el brazo lo que se inflaba rá pidamente. No cabí a duda, el brazo debí a cortarse. Ú nica esperanza. Pero ¿ có mo? ¿ Sin cloroformo, casi sin instrumentos? Mientras vení an de mi casa los chismes, sudando frí o y con una angustia compasiva que me partí a el alma, me fue preciso notificarle al enfermo la verdad. ¡ Qué ojos me echó! ¡ Qué mundo de horror, de protesta y de dolor en aquellos ojos!

-¡ El brazo derecho! ¿ Y mi madre? ¿ Y cuando lo sepa? -balbuceó, lí vido.

-Aquí de la voluntad... -pronuncié, creo que má s horrorizado que la ví ctima-. ¡ Es necesario! No hay remedio.

¡ Cuá ntas veces me he arrepentido del martirio que le di! Fuese por la tardanza e indecisió n irremediable de los primeros momentos, fuese porque la infecció n vení a de mano armada, la operació n no logró salvar al desventurado. Prefiero no detallar su fin, los sí ntomas espantosos, el té tano como desenlace... Si los mé dicos puntualizá semos ciertos casos, la humanidad se aborrecerí a a sí propia, como dijo Salomó n, por haber nacido... He sacado a cuento este caso cruel para que se vea lo que puede una mosquita verde, muy linda por cierto, y lo que vale contra la mosquita una voluntad humana, firme, decidida, templada en la desgracia y el trabajo. ¡ No somos nada!...

La noche caí a. Las lucié rnagas empezaban a encender sus linternas misteriosas.

 


El aljó far

Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafá n, no olvidará n nunca el dí a señ alado en que la vieron por ú ltima vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrí lego robo y la profanació n horrible de la degolladura.

Todos los añ os, el 22 de agosto, celé brase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne funció n de desagravios.

La Mimbralera habí a sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocació n de Nuestra Señ ora del Triunfo, por los reyes de Aragó n y Castilla, en conmemoració n de señ alada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragoné s la ví spera del combate, fue colocada en el camarí n, que la regia gratitud enriqueció con dones magní ficos.

Aunque relegada al pie de la sierra, en paraje braví o y montuoso, pró xima solamente a un pueblecillo de escaso vecindario, la iglesia del Triunfo gozó de universal nombradí a, y la fama de la milagrosa Virgen, extendié ndose fuera de la regió n, cundió por Españ a entera. Má s de un rey, de la trá gica dinastí a de Trastá mara o de la melancó lica dinastí a de Austria, vino a la Mimbralera en cumplimiento de voto, en acció n de gracias por algú n favor obtenido del cielo mediante la intercesió n de la Virgen del Triunfo, dejando, al marcharse, acrecentado el tesoro con rica presea. Las reinas, no pudiendo ir en persona, enviaban de su guardajoyas arracadas, ajorcas, piochas, tembleques y collares; y doñ a Mariana, madre de Carlos II, queriendo sobrepujarlas a todas, regaló el incomparable manto, de brocado de oro con recamo de esmeraldas y gruesas perlas, amé n de infinitos hilos de aljó far; una red de hilos, que recordaba el rocí o de la mañ ana sobre los prados, y que al salir la imagen en procesió n, se soltaban y eran recogidos piadosamente por los devotos en un cuenco, ya destinado de tiempo inmemorial a este uso.

El amor del pueblo de Villafá n habí a salvado del saqueo este manto cé lebre y el resto del tesoro de la Virgen, en la é poca de la exclaustració n; y el dí a 21 de agosto, fiesta de la Mimbralera, la imagen, luciendo completas sus alhajas, bajaba del convento al pueblo, seguida de inmenso gentí o venido de toda la sierra. Descansaba en la plaza Mayor y se recogí a a su camarí n antes de ponerse el sol, permaneciendo en é l, engalanada y ataviada, hasta el amanecer del siguiente dí a, hora en que la camarera, ayudada por dos mozas de lo mejor del lugar, iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger sus preseas y vestimenta y sustituirla por la ropa de diario.

El añ o del robo, memorable en los humildes anales de Villafá n, al entrar la camarera -esposa del juez municipal, señ ora de mucho visto- en el trasaltar, y subir las escaleras que conducen a la plataforma donde se apoya la peana de la imagen, por poco se cae muerta.

La efigie estaba despojada, sin manto ni joyas, só lo con la tú nica interior de tisú. Y, detalle espantoso: estaba decapitada. La cabeza, serrada a raí z de los hombros, má s abajo del sitio donde se atornillaba la gargantilla de piedras preciosas, habí a desaparecido.

Media hora despué s, el pueblo entero, frené tico, delirante de indignació n, invadí a la iglesia, y los comentarios y las hipó tesis principiaban a hervir en el aire. Alcalde, secretario, mé dico, juez, pá rroco, sargento de la Guardia Civil, cuanto allí representaba la autoridad y la ley se reuní a para deliberar. Era preciso descubrir a los malhechores, sin pé rdida de tiempo, porque de otro modo el vecindario de Villafá n harí a una que fuese sonada. Ya, sobre el desesperado llanto del mujerí o, se destacaban las voces amenazadoras de los hombres, los tacos, las interjecciones y las blasfemias, y las manos, vigorosas, se crispaban alrededor del garrote, o requerí an, en las vueltas de la faja, la navaja de muelles.

Dos cosas interesaban mucho: prender a los culpables, y luego, impedir que los hiciesen trizas. Si no se lograba lo primero, lo que importaba de veras, la multitud harí a lo segundo con el cura, con el sacristá n, con todos los que debí an velar, y no habí an velado, por la adorada patrona del pueblo, cuya mutilació n acababan de comprobar, entre rugidos de ira. Prender a los culpables. Sí; pero... ¿ dó nde estaban?

Ese ruido sordo y profundo como la subida de la marea; ese eco de un acento repetido por centenares de voces, que se llama el rumor pú blico, acusaba ya, designaba ya a los reos. No eran, ni podí an ser, sino los acró batas que la ví spera, en la plaza, habí an ejecutado sus habilidades y recogido buena cosecha de cuartos. ¡ Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiriteros, se llevaban el tesoro de la Virgen! Al anochecer, desbaratado el tabladillo, recogidos y cargados en carros y jaulas los chirimbolos y los dos o tres monos y perros sabios, se les habí a visto alejarse en direcció n a la Mimbralera, diciendo que se proponí an trabajar al dí a siguiente en Guijadilla. Para bergantes así, avezados a toda truhanerí a, no era difí cil acampar en el robledal y, sigilosamente, entre las sombras, asaltar la iglesia, a tales horas solitaria. El sacristá n, contrito y tré mulo, confesaba que en vez de vigilar habí a dormido a pierna suelta en su domicilio, una de las mejores celdas del antiguo convento; el cura de la Mimbralera no negaba haber pernoctado en el pueblo, en casa del alcalde, despué s de una cena copiosa. ¿ Quié n pensaba en la posibilidad del atroz sacrilegio? Los ladrones, teniendo por delante la noche entera, pudieron despacharse a su gusto. Patentes se veí an las señ ales: la puertecilla lateral de la iglesia se encontraba forzada, abierta de par en par; tres hierros de la verja del camarí n, limados y arrancados, dejando boquete para cabida de un cuerpo; y en el propio camarí n, sobre el piso de má rmoles, huellas de pasos, fragmentos de madera, un serrucho olvidado al borde de la peana, revelaban la forma en que el atentado debió de cometerse. Como decí a muy bien Ricardo el Estudiante el hijo de la difunta tí a Blasa, que era el que má s enardecí a a la amotinada muchedumbre, los infames ni aun se cuidaban de esconder los instrumentos del delito. ¡ Ellos, ellos eran! ¡ No cabí a dudarlo!

Pú sose en movimiento la Guardia Civil, y a pesar de oponerse formalmente el sargento, la precedieron bastantes mozos, de los má s resueltos y fornidos, que así andan diez leguas a pie como trincan a un criminal, aunque tenga las fuerzas del hé rcules de la compañ í a, el titiritero que levantaba en vilo, jugando, una pesa de hierro mayor que el bolo en que remata el campanario de la Mimbralera. «¡ A descubrir a los ladrones, contra! »

Sin embargo, el veterano sargento de la guardia, mordié ndose de soslayo el mostacho rudo, parecí a rumiar no sé qué recelos, no sé qué sospechas misteriosas. Su mirada astuta, penetrante como un punzó n, escrutaba el grupo que marchaba a vanguardia, capitaneado por Ricardo, el Estudiante, que blandí a una vara recia, profiriendo imprecaciones contra los sacrí legos.

Los guardias son muy mal pensados. Ni pizca le gustaba Ricardo al buen sargento. Conocí ale de sobra: un jugador eterno y sempiterno, tan poseí do del vicio, que no pudiendo satisfacerlo en Villafá n, pues só lo los dí as de feria hay quien tire de la oreja a Jorge, se iba por los pueblos, y hasta por Madrid y Barcelona, apareciendo siempre donde se hojease el libro de las cuarenta hojas, el libro de perdició n. Por insisto y costumbre, el sargento recelaba de los jugadores. Sabí a que son simiente de criminales, como lo es todo apasionado que va al objeto de su pasió n sin reparar en medios. No podrí a fundar el escozor que allá dentro notaba; pero mientras seguí an el camino de Guijadilla, polvoriento y devorado de sol, guarnecido de carrascales y olivos blancuzcos, involuntariamente, en las paradas, miraba a Ricardo, estudiaba su cabeza greñ uda, su fisonomí a hosca, colé rica y por momentos sellada con una expresió n de cansancio indefinible, una especie de fatiga inmensa, cual la sombra de unas alas negras que la velasen. Y pensaba el sargento: «Si tú has pasado esta noche en tu cama..., quiero yo que mal tabardillo me mate. »

Perfilá base ya en el horizonte la torre de la iglesia de Guijadilla; era la hora meridiana, cuando la turba, excitada por el calor y la molestia de la caminata hasta entonces inú til, divisó, en un campo donde verdeaban espadañ as frescas, señ al evidente de existir allí un arroyo, a la sombra de un grupo de alisos, a los titiriteros acampados. Indudablemente esperaban ocasió n propicia de entrar en el pueblo anunciando con tambor y trompeta sus ejercicios. Tendidos en el suelo, echados panza arriba, recostados sobre los instrumentos, los saltimbanquis dormí an la siesta, descansando de su jornada y del trabajo de la ví spera.

Allí estaba completo el cuadro de la pobre y asendereada compañ í a: el payaso y director, embadurnado de harina y colorete, mostrando la boca abierta y oscura en la enyesada faz; el hé rcules, jayá n sudoroso, de rizada testa, ancho tó rax y bí ceps acentuados bajo la malla rosa vivo; la funá mbula, má s fea que un susto, larga y esqueletada como estampa de la muerte; la saltarina de aros, regordeta, morena, graciosa, hecha un mamarracho con su faldellí n de gasa amarilla y su corpiñ o de lentejuela azul, y, por ú ltimo, los dos niñ os gimnastas, hijos del hé rcules; la chiquilla de doce añ os, rubia, pá lida, de dulces facciones; y el chiquillo, de seis, gordinfló n, derramados los rizos de oro en alborotada madeja alrededor de la sofocada carita. Los niñ os reposaban abrazado, recostado el pequeñ í n en el pecho de la hermana: ambos vestí an la malla color de carne, sobre la cual llevaban tú nicas de seda celeste prendidas con rosas de papel; y un aro plateado, ciñ endo sus frentes, les daba aspecto de á ngeles de gó tico retablo.



  

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