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  UNA HERMOSA MAÑANA 4 страница



 

 El presente texto de Un hombre oscuro data todo é l de los añ os 1979‑ 1981, tan llenos para mí de acontecimientos, cambios y viajes. A las imá genes que yo habí a visto desfilar veintidó s añ os antes vinieron a añ adirse otras, nacidas de las mismas. Para todo libro que ha llegado al punto en que ya no falta sino escribirlo, siempre se produce esta proliferació n. Nuevos personajes hallados por casualidad al volver de un episodio, escenas ocultas tras otras escenas como otros tantos decorados mó viles: la pequeñ a Foy, sus ancianos padres y su hermanito anormal, Mevrouw Loubah y su casa un tanto turbia, un tanto sospechosa; el helenista disipado y sin un cuarto; la sirvienta con cara de Parca del burgomaestre Van Herzog que, por caminos indirectos, llevará a Nathanael hasta la isla en donde acabará sus dí as; los habitantes de la cocina y de los lujosos salones; la historia del perro salvado de los dientes del tigre, que encontré al compulsar unas notas sobre antiguos anuncios del siglo XVIII; el ruido só rdo de las olas que hacen y deshacen las dunas, los millares de rumores de alas, que he ido recientemente a escuchar de nuevo en una isla de la Frisa; el rincó n de la landa resguardado del vienfo en donde me tendí debajo de unos madroñ os, buscando el lugar donde Nathanael podrí a morir má s có modamente. Toda obra literaria se compone así de una parte de imaginació n, de recuerdos y de hechos, de nociones e informaciones recibidas durante la vida mediante la palabra y los libros, y de las raspaduras de nuestra propia existencia.

 La principal dificultad de Un hombre oscuro era mostrar a un individuo casi inculto, que formulaba calladamente su pensamiento sobre el mundo que le rodea y en ocasiones, aunque muy pocas veces, con lagunas y vacilaciones que corresponden a los balbuceos de un tartamudo que se esfuerza por comunicar a otros al menos una parcela del mismo. Nathanael es un hombre que piensa casi sin ayuda de las palabras. Es decir, que casi carece de ese vocabulario a la vez usual y usado, borroso como esas monedas que se han utilizado durante mucho tiempo, con ayuda del cual intercambiamos lo que suponemos ser ideas: lo que nos parece creer y pensar. Y ademá s era preciso, para escribir esta narració n, que dicha meditació n fuera transcrita sin rodeos. No ignoro haber hecho trampa al dar a Nathanael su escasa cultura, recibida de un magister de pueblo, proporcioná ndole así no só lo la posibilidad de ocupar un puesto mal pagado en casa de su tí o Elie Adriansen, sino tambié n la de relacionar entre sí ciertas ideas y ciertos conceptos: las briznas de latí n, de geografí a y de historia antigua le sirven como a pesar suyo de salvavidas en ese mundo de flujo y reflujo que es el suyo; no es ni tan ignorante, ni tan desprovisto como yo lo hubiera querido. No obstante, su pensamiento sigue siendo independiente como puede de toda opinió n inculcada, es un autodidacta, no simple, sino ligero de equipaje, desconfiando instintivamente de lo que, a la desnudez de las cosas añ aden los libros que hojea, las mú sicas que oye y las pinturas en que sus ojos se posan, indiferente a los grandes acontecimientos que vienen en las gacetas, sin prejuicios en cuanto a la vida de los sentidos, pero sin la excitació n ni obsesiones ficticias que son el resultado de una coacció n y de un erotismo adquirido; tomando la ciencia y la filosofí a por lo que son y, sobre todo, por lo que son los sabios y los filó sofos con quienes tropieza; y mirando al mundo con una mirada tanto má s clara cuanto que es incapaz de orgullo. No hay nada má s que decir sobre Nathanael.

 

  Una hermosa mañ ana

 

 Una hermosa mañ ana tiene por punto de partida el episodio final del antiguo Nathanael. Yo habí a gratificado a mi personaje con un hijo, legí timo o putativo, que le habrí a dado Sarai; el niñ o, criado por su madre en las callejuelas de la juderí a, se marchaba ‑ cerca ya de los trece añ os‑ con una compañ í a de actores ingleses que estaban haciendo una gira como por aquella é poca solí an hacer por las moradas principescas de Alemania o de los paí ses escandinavos, cuyos dueñ os habí an frecuentado la corte de Whitehall o se habí an casado con princesas á vidas por conocer las ú ltimas novedades de Londres. La compañ í a tení a que sustituir de improviso a la primera actriz, quien, como se sabe, era siempre un adolescente o un niñ o disfrazarlo de mujer.

 Yo no me habí a preocupado, en el esbozo escrito a mis veinte añ os, de preguntarme có mo un niñ o criado en las calles de Amsterdam podrí a saber suficiente inglé s para presentarse en una obra de Ford o de Shakespeare: creo que la reconvenció n que de ello me hizo alguien, junto con mi deseo de ampliar mi plan, motivó en la reciente redacció n de Un hombre oscuro, de una parte, el relato de los primeros añ os de Nathanael en Greenwich y, de otra, las alusiones a los é xitos de Sarai en los burdeles de Londres; el escenario holandé s tuvo desde entonces un fondo inglé s. El personaje del viejo actor londinense que se aloja en casa de Mevrouw Loubah y da al niñ o algunas lecciones de elocució n tampoco figuraba en el texto anterior.

 Se han omitido asimismo otros detalles, o cambiado, o añ adido, de suerte que ni una sola lí nea permanece del anterior esbozo, ni de las pocas pá ginas revisadas referentes al niñ o en la versió n de 1935. Lo esencial, en la narració n de hoy, es que el pequeñ o Lazare, que se encuentra muy a gusto en algunos dramas isabelinos o jacobitas pasados de moda, que conoce por los viejos folletos del anciano actor, viva de antemano no só lo su vida, sino muchas vidas: a un mismo tiempo muchacha y galá n, joven y viejo, niñ o asesinado y bruto asesino, rey y mendigo, prí ncipe vestido de negro y bufó n abigarrado del prí ncipe. Todo lo que vale la pena ser vivido lo es ya en el momento en que el niñ o escapa, una mañ ana lluviosa, junto con los demá s actores vestidos como é l con sus oropeles de teatro, bajo la lona de una carreta que los conduce a los jardines del señ or de Bré derode para representar Como gusté is. Lo mismo que en el antiguo relato, el actor encargado del papel de la Muerte en un refrito de farsa medieval, es el que lleva las riendas, ya que la sá bana blanca que lo envuelve no tiene nada que temer de un aguacero. Este detalle, que tomé de un episodio aná logo de Cervantes, justificaba el tí tulo de la obra escrita en 1935: La muerte lleva la carreta. Cargado del simbolismo que uno no puede por menos de ver en é l, me ha parecido hoy demasiado simplista para servir de tí tulo. La muerte lleva la carreta, pero la vida tambié n.

 Cintra, 2 de marzo‑ 5 de marzo de 1981.

 

  Notas de las advertencias a Ana, soror...

 

(1) El incesto entre padre e hija o madre e hijo se presenta pocas veces como voluntario, al menos por ambas partes. Enteramente inconsciente en Edipo rey, só lo es consciente en uno de los dos componentes de la pareja en la historia de Mirra, narrada por Ovidio, en que la muchacha se entrega bajo un disfraz. Parece ser que la noció n de abuso de autoridad, de coerció n fí sica o moral tiene mucho que ver con la incomodidad que despierta este aspecto del tema.

(2) Literalmente: ¡ Lá stima que sea una puta! Pero hay que tener cuidado: la palabra «puta» en el siglo XVI no significaba exclusivamente prostituta, sino que se le aplicaba a cualquier mujer acusada de transgresió n carnal. ¡ Lá stima que sea una pecadora! serí a quizá una traducció n má s exacta, pero no tendrí a el acento popular que se requiete. Maeterlink, al traducir este drama, se contentó con ponerle el nombre de uno de sus personajes: Annabella.

(3) Si juzgamos la importancia que para un escritor tiene determinado tema por la frecuencia de su repetició n, podrí amos hablar, tanto en Byron como en Mann, de una obsesió n por el incesto. Del primero, La novia de Abydos es una obra descolorida, en donde todo se arregla al descubrir un error en el grado de parentesco; Caí n, que trata de la unió n de los hijos e hijas de Adá n, contiene alusiones má s fuertes a ese mismo tema. En cuanto a Mann, una novela escrita cuando ya era viejo, El elegido, contiene una de las escenas má s atrevidas de incesto fraterno (el erotismo permanece disimulado para el lector alemá n, ya que los amantes se expresan en francé s antiguo) y se complica con la introducció n de una unió n edí pica con la madre. Pueden hallarse otras numerosas alusiones a este en Mann. Finalmente, serí a preciso analizar, a propó sito del mismo tema, una extraordinaria novela anó nima que se publicó en Inglaterra en 1957: Madame Solario. Ha sido muy leí da, pero nunca estudiada con detalle. Aunque la extremada complejidad de los temas psicoló gicos que se entrecruzan en este relato hace difí cil aislar en é l el tema del incesto.

(4) Si el drama de Ford fue escrito, como la fecha de su representació n nos hace suponer, hacia 1627, puede uno preguntarse si no fue inspirado en parte por un caso cé lebre que hubo en Francia: la ejecució n de un hermano y una hermana incestuosos: Julien y Marguerite de Ravalet, en 1603, trá gica historia tratada de manera novelesca por uno o varios de los opú sculos que por entonces estaban de moda. La obra de Ford se sitú a, segú n la usanza, en una Italia teatral, mas el matrimonio forzado con un hombre de edad madura, burlado y aborrecido, la rabia del celoso que pega a su mujer y la arrastra por los cabellos para que confiese el nombre de su có mplice, la presencia de un piadoso eclesiá stico que es tutor, y en el contexto francé s, tí o del joven, son universales. Los dramaturgos isabelinos pocas veces inventan los temas de sus novelas y los toman, o bien de las novelle italianas, o bien de los sucesos de su tiempo. Serí a conmovedor que Tis pity, She's a Whore, así como el Bussy d'Amboise de Chapman, se basaran en un auté ntico suceso acaecido en Francia.

 (5) Vé ase, para este debate, la Correspondance d'André Gide et de Roger Martin du Gard, vol. I (1913‑ 1934), cartas 316 a 318, 322, 327 a 331, 341 ‑ y Anexo a la carta 329- del 31 de enero al 14 de julio de 1931 (Gallimard, 1968).

 (6) Podrí amos recordar aquí la confidencia que hizo Flaubert en una carta a Louise Colet, cuando estaba escribiendo Madame Bovary: «Hoy, por ejemplo, sintié ndome al mismo tiempo hombre y mujer, amante y amiga a la vez, me he paseado a caballo por el bosque, en una tarde de otoñ o, bajo las amarillentas hojas, y yo era los caballos, y las hojas, y el viento, y las palabras que ambos se decí an, y el rojo sol que les hací a cerrar los ojos anegados de amor» (Correspondance de Gustave Flaubert, carta a Louise Colet del 23 de diciembre de 1853, vol. II Plé iade, p. 483, Gallimard, 1980).

 

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