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  UNA HERMOSA MAÑANA 3 страница



 Tras estas obras maestras ya no recuerdo má s que Confidence africaine, de Martin du Gard, obra maestra tambié n, pero que nos hace pasar de la poesí a a la exposició n socioló gica. La proximidad nocturna y la necesidad, para poder leer, de compartir una misma lá mpara de mesilla son las que arrojan en brazos uno del otro a este muchacho y a esta muchacha de Africa del norte, y el tumulto de los sentidos finaliza cuando la hermana se casa, como estaba concertado, con un librero de la vecindad, y cuando el hermano, que se marcha al regimiento, encuentra a otras beldades a quienes cortejar. Má s tarde veremos a la antigua amante, atada ya por la edad, malhumorada y al cuidado de un hijo tuberculoso, producto miserable de aquel momento de placer. Gide reprochó, con razó n, a Martin du Gard esta conclusió n de un fá cil convencionalismo: por muy perjudiciales que sean, a la larga, las uniones consanguí neas demasiado exclusivas y frecuentes, tambié n puede suceder, cosa que ningú n ganadero ignora, que concentren en sus vá stagos las cualidades de la raza; no necesariamente tienen que producir enfermos o subnormales. Martin du Gard, al respaldar su narració n con un final moralizador, se halla tan lejos de la verdad como Gide, quien adopta, có n un entusiasmo tal vez excesivo, el punto de vista de la leyenda, que dota de virtudes prodigiosas al hijo del incesto, como en el caso de Sigfrido, hijo de aquel Sigmundo y de aquella Siglinda cuya aventura sirvió de modelo a los amantes de Sangre reservada (5).

 

 Salvo Confidence africaine, cuya intenció n tá cita parece ser mostrar cuá n triviales son unas situaciones que creemos insó litas y rigurosamente prohibidas, dos temas suelen predominar en estas presentaciones del incesto: la unió n de dos seres excepcionales emparejados por la sangre, aislados por sus mismas cualidades, y el vé rtigo del espí ritu y de los sentidos transgrediendo una ley. Encontramos el primer tema en Ana, soror... , pues los dos muchachos viven en un relativo aislamiento, que será total tras la muerte de su madre; el segundo se halla excluido. Ninguna rebelió n del espí ritu pasa por la mente de ambos bermanos, imbuidos hasta la mé dula de la devoció n casi está tica de la Contrarreforma. Su amor crece en medio de Pietà s afligidas, de Ví rgenes con el corazó n traspasado por siete espadas, de santas que «cantan por boca de sus heridas», al fondo de iglesias sombrí as y doradas que son para ellos el escenario familiar de la infancia y un supremo refugio. Su pasió n es tan fuerte que no puede por menos de realizarse; mas a pesar del largo combate interior que precede a la caí da, sentida de inmediato como una indecible felicidad, ningú n remordimiento viene a interponerse entre ellos. Só lo en Miguel adquiere forma el sentimiento de que tanta dicha só lo es posible a condició n de pagar un precio por ella. Su muerte, casi involuntaria, en una galera del rey constituirá el tributo que é l se fija de antemano, y que le permitirá experimentar, en la misa del lunes de Pascua, un jú bilo desprovisto de arrepentimiento. Tampoco es el remordimiento, sino el duelo inconsolable, lo que domina en Ana durante toda su vida. Ya anciana, continuará uniendo sin perplejidad un amor por Miguel, desprovisto de arrepentimiento, y una gran confianza en Dios.

 El retrato de Valentina es otra cosa. Esta mujer, empapada de un misticismo quizá má s plató nico que cristiano, influye sin saberlo sobre sus tormentosos hijos; a travé s de su tempestad consigue que los penetre algo de su paz. Esta serena Valentina representa, dentro de lo que yo me atrevo a llamar pomposamente mi obra, un primer estado de la mujer perfecta, tal como a menudo la soñ é: a la vez amante y desprendida, pasiva por cordura y no por debilidad, que má s tarde traté de dibujar en la Mó nica de Alexis, en la Plotina de Memorias de Adriano y, vista con mayor lejaní a, en esa dama de Frö so que dispensa al Zenó n de Opus Nigrum ocho dí as de segura franguilidad. Si se me ocurre enumerarlas aquí es porque se me ha reprochado en ocasiones olvidarme de la mujer en mis libros, cuando puse en ellas buena parte de mi ideal humano.

 Parece ser (empleo esta fó rmula dubitativa porque pienso que las motivaciones de los personajes deben seguir siendo en ocasiones inciertas para el mismo autor: só lo a ese precio se obtiene su libertad) que Valentina, desde un principio, percibe el amor de ambos niñ os sin hacer nada por apagarlo, sabié ndolo inextinguible. «Pase lo que pase, no llegué is nunca a odiaros. » Su suprema reconvenció n los pone en guardia contra el pecarlo mortal de la pasió n llevada al lí mite, que tan fá cilmente puede evolucionar y transformarse en odio, en rencor o, lo que es aú n peor, en indiferencia irritada. La felicidad conseguida y el dolor aceptado los salvan de este desastre: Miguel escapa a é l graciar a su muerte prematura; Ana, por su larga constancia. La noció n social de la prohibido y la noció n cristiana de la culpa se funden en esa llama que dura toda la vida.

 Escribí Ana, soror... en unas cuantas semanas de primavera, en el añ o 1925, durante una estancia en Ná poles e inmedialamente despué s de regresar de allí. Esto explica quizá que la aventura de ambos hermanos se realice y desarrolle durante la Semana Santa. Ná poles me atrajo, má s que por las antigü edades de los museos o los frescos de la Casa de los Misterios de Pompeya ‑ cuyo recuerdo, sin embargo, llenarí a despué s toda mi existencia‑, por la pobreza rebosante y viva de sus barrios populares, por la belleza austera o el esplendor marchito de sus iglesias, algunas de las cuales fueron gravemente dañ adas despué s, y hasta por completo desiruidas, por los bombardeos de 1944, como por ejemplo la iglesia de San Juan de Mar, en donde Ana abre el ataú d de Miguel. Yo habí a visitado el Fuerte de San Telmo, lugar en donde sitú o a mis personajes, y la cartuja vecina, en donde imagino a don Alvaro en sus ú ltimos dí as. Habí a pasado por algunos desolados pueblecitos de la Basilicata, en uno de los cuales be puesto la morada medio señ orial, medio rú stica, donde Valentina y sus hijos asisten a la vendimia, y las ruinas que Miguel percibe en una suerte de sueñ o son probablemente las de Paestum. Jamá s una invenció n novelesca fue tan de inmediato inspirada por los lugares en donde se sitú a.

 Con Ana, soror... gocé por vez primera el supremo privilegio del novelista: el de perderse por entero en sus personajes o dejarse poseer por ellos. Durante aquellas pocas semanas, y aunque continuaba haciendo los mismos gestos y asumiendo las relaciones habituales de la existencia, viví sin cesar dentro de aquellos dos cuerpos y de aquellas dos almas, pasando de Ana a Miguel y de Miguel a Ana; con la indiferencia hacia el sexo que es, segú n creo, la de todo creador en presencia de sus criaturas (6), y que cierra ignominiosamente la boca a las gentes que se asombran de que un hombre pueda describir con exactitud las emociones de una mujer: Julieta, en el caso de Shakespeare; Roxana o Fedra, en el de Racine; Natacha o Ana Karenina, en el de Tolstoi (por lo demá s, tantas veces se repite este hecho que el pú blico ya ni se sorprende), o, paradoja menos corriente, de que una mujer pueda crear el personaje de un bombre en toda su verdad viril, bien sea el Genghi de Murasaki, el Rochester de Jane Eyre o, en el caso de Selma Lagerlö ff, Gö sta Berling. Una participació n como é sta elimina asimismo otras diferencias. Yo tení a veintidó s añ os, precisamente la edad de Ana en el momento de vivir su apasionante aventura, pero me adentraba sin la menor dificultad en el interior de una Ana ya marchita y envejecida, o en el de don Alvaro en pleno declive. Mi experiencia sensual era bastante limitada por aquella é poca: la de la pasió n se hallaba aú n a la vuelta de la esquina, sin embargo, el amor de Ana y de Miguel ardí a dentro de mí. El fenó meno es, sin duda, muy sencillo de explicar: todo ha sido ya vivido y revivido millares de veces por los seres desaparecidos que llevamos en nuestras fibras, del mismo modo que en ellas llevamos tambié n a los millares de seres que un dí a será n. La ú nica pregunta que sin cesar se nos plantea es el porqué de entre estas innumerables partí culas que flotan dentro de nosotros hay unas que suben a la superficie y otras no. Como por aquel entontes yo andaba má s libre de emociones y preocupaciones personales, puede que tambié n me hallara má s apta que hoy para disolverme por entero dentro de esos personajes que yo inventaba o creí a inventar.

 Por otra parte, aunque yo babí a abandonado desde muy joven toda prá ctica religiosa, no conservando sino la huella ‑ bien es verdad, muy pronunciada‑ de las ceremonias y la imaginerí a del catolicismo, me era fá cil asumir el fervor religioso de aquellos dos hijos de la Contrarreforma. Siendo niñ a, yo habí a besado los pies de los cristos de yeso pintado en las iglesias de pueblo; y poco importaba que no fueran los del admirable cadá ver de arcilla de la iglesia de Monte Oliveto ante el que Ana se postraba. La escena en que ambos hermanos, a punto de unirse, contemplan desde el balcó n del Fuerte de San Telmo el cielo «resplandeciente de llagas» en la noche del Viernes Santo, aunque algunos piensen que es sacrí lega, muestra hasta qué punto persistí a en mí la emoció n cristiana, aun hallá ndose por aquel entonces en plena reacció n conlra los dogmas y probibiciones cristianos, por rechazo inevitable de un medio cuyas insuficiencias y fallos habí a percibido muy bien.

 ¿ Por gué elegí el tema del incesto? Empecemos por apartar las hipó tesis de los ingenuos que siempre se imaginan que toda obra nace de una ané cdota personal. Ya expliqué en alguna ocasió n que las circunstancí as só lo me dieron un hermanastro diecinueve añ os mayor que yo y cuya presencia, entre hurañ a y taciturna, aunque por suerte intermitente, habí a constituido aspecto negativo de mi infancia. En la é poca en que yo estaba escribiendo Ana, soror... habí a dejado de ver a ese hermano tan poco amable desde hací a unos diez añ os. No obstante, no niego ‑ má s por pura cortesí a para con los hacedores de hipó tesis- que puedan presentarse a la imaginació n del novelista unas situaciones imaginarias que constituyen de alguna manera el negativo de las situaciones reales: en lo que a mí concierne, sin embargo, el negativo no hubiera sido un hermano menor incestuoso, sino un hermano mayor cariñ oso.

 No obstante, el hecho de que el hermano de Ana se llame Miguel, y que de generació n en generació n los primogé nitos de mi familia hayan llevado ese nombre, tiende a probar que yo no podí a imaginarme al hé roe de esta historia a no ser con el nombre que las hermanas de toda mi ascendencia paterna han dado a sus hermanos. Pero puede asimismo que estas dos sí labas me pareciesen có modas por su sonoridad españ ola, pero sin el españ olismo a ultranza de nombres como Guzmá n, Alonso o Fadrique, y sin el resabio seductor que siempre va unido al nombre de Juan. No hay que cimentar demasiadas cosas sobre este tipo de explicaciones.

 De que el incesto existe como una posibilidad omní presente en la sensibilidad humana, atrayente para unos, indignante para otros, son buena prueba el mito, la leyenda, el oscuro caminar de los sueñ os, las estadí sticas de los soció logos y la secció n de sucesos de los perió dicos. Acaso pudiera decirse que se ha convertido, para muchos poetas, en el sí mbolo de todas las pasiones sexuales, tanto má s violentas cuanto má s contrariadas, má s castigadas y má s ocultas. En efecto, el hecho de pertenecer a dos familias enemigas, como en el caso de Romeo y Julieta, ya no es, en nuestras actuales civilizaciones, un obstá culo insalvable. El trivial adulterio ha perdido mucho prestigio debido a la facilidad del divorcio. El amor entre las personas del mismo sexo ha salido en parte de la clandestinidad. Só lo el incesto sigue siendo inconfesable y casi imposible de probar, aun sospechando su existencia. El oleaje suele lanzarse con mayor violencia contra los acantilados má s abruptos.

 

 Me interesa hablar con mayor detenimiento de algunas de las correcciones aportadas al texto, aunque só lo sea para responder de antemano a los que suponen que paso el tiempo haciendo y deshaciendo mis obras de manera maniá tica; y asimismo a un enjuiciamiento demasiado rá pido que harí a de Ana, soror... una «obra de juventud» reeditada tal cual. Las correcciones apartadas en 1935 el texto de 1925 eran gramaticales, sintá cticas o estilí sticas. La primera Ana databa aú n de una é poca en que, al enfrentarnse con un inmenso fresco destinado a permanecer inacabado, yo escribí a rá pidamente, sin preocuparme de la composició n o estilo, bebiendo en no sé qué fuente dentro de mí. Só lo má s tarde, a partir del Alexis, me puse a estudiar de modo estricto la narrativa francesa; y má s tarde aú n, hacia 1932, me lancé a la bú squeda de té cnicas poé ticas disimuladas dentro de la prosa y que a veces la crispaban. El texto de 1935 llevaba la marca de estos diversos mé todos: yo habí a apretado algunas frases como si de tornillos se tratara, a riesgo de hacerlas estallar; un torpe esfuerzo de estilizació n daba cierta rigidez en algunos pasajes a la actitud de los personajes. Casi todas mis correcciones de 1980 han consistido en dar una mayor flexibilidad a determinados pá rrafos. En el texto anterior, un preá mbulo de unas cuantas pá ginas nos presentaban, en el Flandes españ ol, a una Ana enlutada de veinticinco añ os, casada por orden superior con un francé s al servicio de Españ a. Este pesado preá mbulo podí a comprenderse en Remous, centrado, si es que lo estaba en algo, en los Paí ses Bajos españ oles. Este pasaje, muy reducido, se halla situado aquí en su lugar cronoló gico, antes de la madurez y vejez de Ana. Las escenas en que aparece la Muchacha‑ de‑ las‑ Ví boras, con quien tropieza Miguel en la soledad de Acropoli, han sido má s retocadas y desbrozadas que las demá s; al releerlo con varios añ os de distanciamiento, este episodio visiblemente oní rico me parecí a poseer algo de la afectació n que lienen «los Sueñ os» en las tragedias antiguas. De las apariciones de la Muchacha‑ de‑ las‑ Ví boras só lo he conservado aquello que me parecí a necesario para subrayar el estado febril de Miguel. Por otra parte, ciertas breves adiciones muestran el esfuerzo realizado para alcanzar esa realidad tó pica, quiero decir estrechamente unida al lugar y al tiempo, la ú nica que me parece realmente convincente. Las violencias y libertinajes de algunos frailes en los conventos de Italia del Sur no las supe hasta má s tarde, cuando traté de encontrar documentos para escribir Opus Nigrum y estudié algunos casos de rebeldí a larvada o a cara descubierta en unos monasterios, a finales del siglo XVI. Aquí me sirven para mejor demostrar lo inhó spito del lugar en donde muere Valentina, y en donde los muchachos empiezan a percatarse con espanto de su amor.

 Finalmente debo mencionar dos breves adiciones, ya que revelan en el autor un deslizamiento en su concepció n de la vida. En el antiguo relato de 1925, publicado diez añ os má s tarde, la crisis de exaltació n de don Miguel, una vez cometido el incesto, ocurrí a inmediatamente antes de embarcar sin esperanzas ni intenció n de retorno. Aquí, por culpa de la calma que inmoviliza la galera, Miguel vuelve al Fuerte de San Telmo y los amantes disfrutan de dos dí as y dos noches má s. Añ adí esto no para prolongar unos momentos su trá gica felicidad, sino para librar al relato de todo aquello que pudiera parecer en exceso elaborado, para dejar hasta el final esa fluctuació n que la vida posee. Lo que Miguel y Ana habí an sentido como una separació n definitiva no lo es, puesto que se les concede de improviso una pró rroga de dos dí as má s. El trozo de tela que Miguel ata en las contraventanas de Ana para advertirlo que el viento se ha levantado es el sí mbolo de esa fluctuació n. Los primeros y solemnes adioses no habí an sido sino una añ agaza, de modo que los segundos tambié n podí an serlo.

 Asimismo el relato de los largos añ os que Ana pasa al lado de un marido al que ella no eligió, y su posterior luto de viuda que encubre su auté ntico duelo, ha sido ligeramente modificado. He querido mostrar a dos esposos que no se aman, pero que tampoco tienen razones para odiarse, unidos pese a todo por las preocupaciones cotidianas de la vida y, hasta cierto punto, por sus relaciones carnales, sea porque una amante fiel y orgullosa se pliegue a ellos avergonzada o porque sus sentidos puedan má s y le proporcionen el breve o ilusorio placer de ballar, por espacio de un segundo, una sensació n amada (y lo uno no excluye lo otro). Tambié n he añ adido que Ana, ya viuda, durante un viaje, se deja poseer una noche por un hombre casi desconocido al que muy pronto olvida; pero ese corto y casi pasivo episodio carnal no hace sino subrayar, a mi entender, la inalterable fidelidad de su corazó n. El incidente sirve para recordarnos lo extrañ a que es toda existencia, en la que todo fluye como el agua que corre, pero en la que ú nicamente los hechos importantes, en vez de depositarse en el fondo, emergen a la superficie y alcanzan con nosotros la mar.

 

 Taroudant, Marruecos, 5‑ 11 marzo de 1981.

 

 

  Un hombre oscuro

 

 La segunda narració n del presente volumen: Un hombre oscuro, largo relato o novela corta, y Una hermosa mañ ana, fantasí a de unas cuantas pá ginas, escinden en dos la pá lida narració n A la manera de Rembrandt de 1935, que unos añ os atrá s, en su forma iné dita, se habí a titulado Nathanael. Leí do y releí do repetidas veces en 1979, aquel texto desvaí do, una de mis primeras obras ‑ ya gue fue escrito cuando yo tení a veinte añ os‑ y que apenas habí a sido retocado despué s, resultó enteramente inutilizable. De é l no subsiste ni una sola lí nea, pero, no obstante, contení a dentro de sí unas simientes que acabaron por germinar con el distanciamiento de muchas estaciones.

 La idea del personaje de Nathanael es poco má s o menos contemporá nea de la de Zenó n; muy pronto, y con una precocidad que a mí misma me sorprende, habí a soñ ado con dos hombres, que se perfilaban vagamente sobre el fondo de los antiguos Paí ses Bajos: uno de ellos, lanzado á vidamente en busca del conocimiento, ansioso de todo aquello que la vida pudiera enseñ arle, ya que no darle, traspasado por todas las culturas y todas las filosofí as de su tiempo y rechazá ndolas para crearse con gran trabajo las suyas propias; el otra, que, en cierto modo, «se deja vivir», a la vez sufrido e indolente basta la pasividad, casi inculto, pero provisto de un alma lí mpida y de un espí ritu equitativo que lo aparta instintivamente de lo falso y de lo inú til, y que muere joven, sin quejarse ni asombrarse mucho de nada, igual que vivió.

 Desde que empecé la novela, cuando tení a veinte añ os, hice de Nathanael el hijo de un carpintero, un poco por aludir al que se proclamaba El Hijo del Hombre. Esta idea ya casi no se encuentra en Un hombre oscuro, o só lo de manera harto difusa, y en el sentido casi convencional de que todo hombre es un Cristo. Desde un principio situé a Nathanael en Holanda, paí s del que conocí muy pronto algunas regiones, y en la Holanda del siglo XVII, que todos conocemos a travé s de sus pintores. No obstante, habí a en el relato de antañ o algo vago y falso, por unas razones muy sencillas; yo habí a elegido hacer de Natbanael un obrero, sin saber nada acerca de la vida de los obreros de mi é poca, ni aú n menos de los del pasado. Ignoraba casi todo de la miseria existente en las ciudades; era demasiado inexperta en presencia de los grandes compromisos y de las pequeñ as derrotas cotidianas de toda existencia. Igual que ocurre en el relato que acabamos de leer, yo suponí a ya que Nathanael padecí a una enfermedad pulmonar, y que encontraba un trabajo sedentario en una imprenta de Amsterdam, pero no me habí a preocupado de buscar de donde salí an los conocimientos necesarios para desempeñ ar ese empleo de corrector de pruebas. Tambié n lo casaba con una judí a de un café cantante, pero aquel retrato de prostituta trazado por una muchacha joven que aú n no conocí a bien a las mujeres era, todo lo má s, un perfil desdibujado: el elemento ú nico que distingue a cada criatura, y que el amor delata de inmediato a unos ojos enamorados, le faltaba. Finalmente, tras un largo y triste paseo por las calles de Amsterdam, Nathanael, agotado, morí a en el hospital de una có moda pleuresí a, sin que se notaran suficientemente las congojas y la disolució n del cuerpo. Todo aquello era gris sobre gris, como suele ser la vida cuando se la ve desde fuera, pero nunca cuando es vista desde dentro.

 Y, sin embargo, aquel personaje continuaba habitá ndome en un rincó n de penumbra. En 1957, estando yo en la «Ile des Monts Dé serts» (prefiero utilizar este nombre que Champlain escribió en el mapa, antes que la denominació n má s reciente de Mount‑ Desert Island), acepté, como solí a hacerlo por entonces, el ofrecimiento de una breve gira de conferencias, medio fá cil de deducir de los impuestos una parte de los gastos de un viaje. La gira me conducirí a a tres ciudades del Canadá: Qué bec, Montreal y Ottawa, y mi pú blico serí a el de las universidades y clubs franceses. Por aquel entonces lo má s fá cil para mí era tomar ‑ en una estació n bastante alejada del Maine- el ú nico tren Nueva York‑ Montreal que seguí a aceptando pasajeros. Era ya la é poca en que los trenes iban a reunirse con los dinosaurios en los cuartos trasteros del tiempo, a la espera de que los automú viles, un dí a u otro, acaben a su vez por reunirse con ellos. Ya só lo conservaban las ví as fé rreas del Maine para convoys de troncos de á rboles destinados a convertirse en pasta de papel. Aquel tren, provisto de un solo vagó n Pullman, se detení a en la estació n a las dos de la madrugada: todaví a sigue hacié ndolo así.

 Hacia las diez de la noche, el ú ltimo autobú s me llevó, acompañ ada por Grace Frick, ante una estació n desierta y cerrada: la sala de espera no abrí a sus puertas hasta la una y cuarenta y cinco. Nos refugiamos en la ú nica posada que habí a en el lugar. Aquel sitio, una especie de baile populachero, era ruidoso y estaba lleno de humo. Mientras que Grace se conformaba con una mesa y un libro, leí do a la luz de una bombilla que apenas daba luz, yo pedí por unas horas una habitació n y una cama. Me las dieron y se hallaban en el primer piso. Estrecho y vací o, cubiertas las paredes con un papel de colores chillones, el cuartito ‑ quitando la cama‑ no contení a má s que una silla, y seguramente lo ocupaban los viajantes que se perdí an por aquellos pá ramos cuando tuvieran una razó n para ello.

 El frí o y las neuralgias me impidieron dormir, pero durante dos horas sucedió algo extraordinario: vi desfilar ante mis ojos ‑ surgidos de la nada, veloces y, no obstante, apretados como las imá genes de una pelí cula‑ los episodios de la vida de Nathanael, en quien desde hací a veinte añ os no habí a vuelto a pensar para nada.

 Exagero tal vez, y se impone una excepció n: dos o tres añ os atrá s, yo habí a leí do una biografí a de Samuel Pepys, ese inglé s enamorado de mú sica de cá mara, de vida domé stica y bien regulada, y de escapadas libertinas, que fue no só lo el inteligente cronista de Londres en el siglo XVII ‑ lo que se sabí a desde hace mucho‑, sino tambié n un precursor en materia de una total franqueza eró tica ‑ como se sabe, desde que parte de su diario salió de la clandestinidad- y asimismo, en sus dí as laborables, un eficaz lord del Almirantazgo. Me enteré de este modo que unos carpinteros holandeses trabajaron en sus tiempos para los arsenales britá nicos. Este hecho me habí a recordado a mi joven obrero de Amsterdam y me dije que un comienzo como aquel convendrí a muy bien a su vida. Aquellas reflexiones ¿ habí an depositado en mí calladamente un humus de imá genes o empujado hacia mí restos de aventuras? El hecho es que durante dos horas, al reflejo de una bombilla sobre la pared de mi cuarto, vi desfilar ante mis ojos a un Nathanael de diecisé is añ os a quien aú n no conocí a. Cojeaba, era aprendiz en casa de un maestro de escuela, pues los andamios y el trabajo en dique seco no le convení an. Obligado a huir tras una reyerta, se escondí a en la bodega de una goleta que partí a en direcció n a las islas; yo seguí a sus vagabundeos desde Jamaica a las Barbadas y de allí, virando hacia el Norte, a bordo de un corsario britá nico que patrullaba por las costas del Maine, abierta a los apetitos europeos desde hací a poco tiempo, lo imaginaba tomando parte en un episodio auté ntico, que es la ú nica parte «histó rica» de mi relato: el ataque del filibustero inglé s a un grupo de jesuitas franceses que acababan de desembarcar en la Isla de los Montes Desiertos, que por entonces merecí a este nombre. La refriega ocurrió en 162l; mi novela, voluntariamente vaga en cuanto a fechas (a Nathanael no le importa la cronologí a), la atrasa unos cuantos añ os. Un poco má s tarde y un poco má s lejos lo veí a yo llegar a la Isla Perdida, que podrá situarse como uno quiera, sin demasiada precisió n, en el extremo Norte del Maine o en la actual frontera canadiense, entre Greet Wass Island y Campobello; despué s, Natbanael regresaba a Europa ‑ aú n no sabí a yo muy bien có mo‑ y, gracias a los pocos conocimientos adquiridos antañ o en casa del maestro de escuela, encontraba un empleo de corrector de pruebas en casa de un tí o suyo avaricioso, librero en Amsterdam, que ya figuraba en el ensayo de antañ o.

 Seguí a casá ndose con una joven judí a llamada Sarai, pero é sta era ahora ladrona ademá s de prostituta. El paseo tristí simo bajo la nieve acaecí a tambié n, pero Nathanael no morí a en seguida. Una vez dejaba el hospital, se convertí a en lacayo y se codeaba con el mundo de la riqueza, de la elegancia y del arte, enjuiciá ndolos como un hombre que ha conocido el envé s de las cosas. Parece ser que despué s morí a en una isla de la costa africana, todaví a no sabí a yo muy bien cuá l iba a ser, ni en qué circunstancias ocurrirí a esa muerte. En aquel momento vinieron a decirme que el tren llegarí a en seguida.

 La gira de conferencias, buenas, mediocres o malas, ademá s de una grave indisposició n que me retuvo casi tres semanas en Montreal, otros trabajos y, finalmente, una serie de añ os difí ciles, me obligaron a renunciar por completo a tomar nota de mis visiones de una noche en un pueblo aislado del Maine. Me dije ‑ como ya me he dicho otras veces en casos aná logos‑ que si algo en ellas tení a importancia, reaparecerí an despué s. Escribí Opus Nigrum, Recordatorios, Archivos del Norte, unos cuantos ensayos y unas cuantas traducciones, pero Nathanael quedó en la sombra. Salió de ella en 1980, despué s de veintidó s añ os.



  

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