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  UNA HERMOSA MAÑANA 2 страница



 Mientras subí a, escaló n tras escaló n, la interminable escalera, le vino a la mente que ella jamá s le habí a dado una bofetada, ni tampoco le habí a pegado nunca. Tampoco solí a reprenderle, a no ser por alguno de los errores que se cometen con el propio cuerpo, como, por ejemplo, sonarse la nariz haciendo mucho ruido o salir sin peinarse. Era buena con las sobrinas -o, al menos, así se lo parecí a a é l‑ y buena con los clientes, a quienes jamá s reprochaba nada, ni siquiera cuando vomitaban por haber bebido demasiado. Habí a sido buení sima con Herbert, a quien nunca vio darle dinero. Y recordó có mo, en una ocasió n, la habí a visto meter, en el bolsillo de un señ or que cabeceaba en una silla, la bolsa que habí a dejado caer. Mevrouw Loubah, no muy aficionada a los sermones, le habí a dicho al sorprendido niñ o:

 ‑ Siempre hay que ser honrado en las cosas pequeñ as. Ya entenderá s esto má s tarde.

 No, no es que fuera una mala abuela, pero é l no la querí a lo suficiente como para contarle que se marchaba.

 

 Una vez en la buhardilla, sacó cuidadosamente, de entre dos vigas, su provisió n de cabos de vela, y releyó todo el papel de Rosalinda, para estar má s seguro de no equivocarse. «Ademá s ‑ pensó ‑, si me olvido, ya inventaré algo. Humphrey me ayudará. » Hizo un paquete con los folletos de Herbert (los libros pesaban demasiado para llevá rselos) y lo metió debajo de la almohada. Apoyado sobre aquel duro paquete, durmió con un ojo abierto o, má s bien, en lugar de dormir, soñ ó.

 

 

 Fue un sueñ o muy largo. El sueñ o se referí a a é l, al pequeñ o Lazare, que conocí a a cuanta gente habí a que conocer en Amsterdam: a los ladrones, quienes, a decir verdad, no le habí an robado nunca nada; a los borrachos, que suelen ser a menudo muy amables cuando han bebido mucho; a los pobres y a los ricos (se les distingue por la manera de vestirse); a los mendigos, que temen se les haga la competencia; a los señ ores jó venes y viejos, a los que pagan por llevarle una carta a una mujer y dan ademá s una propina cuando les traen la respuesta, sin esperar siquiera a leer lo que pone, cuando hay veces que lo que pone les hace llorar; a los que os abrazan (no se sabe por qué ) en un rincó n oscuro, como si quisieran romperos, y estos suelen soltar en ocasiones monedas de plata; a los que dan dinero por cuidarles el caballo, y a veces el caballo es malo y tira coces, pero la mayorí a de los caballos lo querí an, y da mucho gusto sentir en la mano su saliva cuando uno les tiende el corazó n de una manzana... Y a los que siempre desconfí an (suelen ser comerciantes) y os echan con un palo cuando os ven mirando durante mucho tiempo los escaparates, sobre todo los pasteleros...

 Y en el sueñ o aparecí a el niñ o Lazare, que habí a jugado con Klem, y aquel con quien Mevrouw Loubah era buena, aunque de todos modos nunca le daba un beso; pero tambié n es verdad que jamá s la vio besar a nadie, excepto a Herbert, que era muy viejo. Mas le parecí a que todos aquellos pequeñ os Lazares estaban no muertos ni olvidados: era má s bien como si los hubiera dejado atrá s, como si fueran niñ os con quienes é l habí a corrido por la calle.

 

 Y su sueñ o tambié n trataba de Herbert, que le habí a enseñ ado a ser otra persona. El cuarto de Herbert habí a contenido a un nú mero infinito de personas distintas, y batallas, y comitivas, y fiestas de boda, y gritos de alegrí a y de pena como para derribar la casa, pero se gritaba a media voz, de suerte que nadie lo oí a, y toda aquella multitud, entre la que se encontraban reyes y reinas, cabí an holgadamente entre el baú l y la estufita. Y Herbert habí a desaparecido igual que en un sueñ o, o como los comediantes que, en ocasiones, se meten entre bastidores sin saber por qué, del mismo modo que el pequeñ o Lazare partirí a al dí a siguiente con los demá s actores.

 Por muy pá lido y cascado que estuviera Herbert, no tení a edad. Cuando querí a era tan pequeñ o y tierno como los hijos de Eduardo, a quienes mataron en la Torre, y en ocasiones, ligero y risueñ o como Beatriz, que baila igual que bailan las estrellas, y en aquellos momentos tení a quince añ os; y otras veces, cuando lloraba su reino perdido y su hija muerta, tení a mil añ os de tan viejo que era. Y tampoco tení a cuerpo: cuando tanto hací a reí r al pequeñ o Lazare haciendo de Falstaff, era gordo y seboso, con las piernas zambas, como los flejes de un tonel, y en cambio, cuando querí a, era tan delgado como Jacobo el Melancó lico (nadie, mañ ana, en casa del señ or de Bré derode, conseguirí a hacer de Jacobo el Menlancó lico como é l), y era hermosa cuando hací a de Cleopatra.

 

 Tambié n Lazare serí a todas aquellas muchachas, y todas aquellas mujeres, y todos aquellos jó venes, y todos aquellos viejos. Ya era Rosalinda. Saldrí a mañ ana de la casa de Mevrouw Loubah, llena de espejos venecianos en donde las sobrinas y sus señ ores se miraban desnudos. El irí a vestido como de costumbre, como un muchacho, pero serí a en verdad Rosalinda, cuando se disfrazó y dejó el bonito palacio del que habí an echado al buen duque, su tí o. Se hací a llamar Ganimedes y se marchaba muy lejos, a un bosque tan grande que, si se querí an poner todos aquellos á rboles en el escenario, no hubieran bastado para ello todos los sotillos y bosques de los alrede dores de Amsterdam puestos unos detrá s de otros.

 Partí a en compañ í a de Aliena, su buena prima (habí a que acordarse de ser amable con Aliena), y de un bufó n pintado de albayalde, que a Lazare le daba un poco de miedo, aunque má s valí a no mostrarlo. Y el dí a de su boda con Orlando bailarí a con un hermoso vestido lleno de adornos de plata (no sabí a bailar, pero bastaba con saltar al compá s) y tendrí a que poner mucho cuidado para nn romper má s de lo que ya lo estaba uno de los adornos de plata.

 Y serí a asimismo otras muchas hermosas doncellas, pero primero tendrí a que aprenderse de memoria todas las frases que habí an dicho y no só lo unas cuantas palabras de las que se acordaba por habé rselas oí do a Mister Herbert, que casi las cantaba. Serí a Julieta, y ahora comprendí a por qué Mister Herbert, al marcharse, lo habí a llamado asi. Serí a Jessica, la judí a, ataviada como las hermosas muchachas de la Judenstraat; serí a Cleopatra y le darí a a besar su manita a un general llamado Antonio; buscaba en vano cuá l de los actores que habí a en la sala grande serí a lo bastante magní fico para hacer de Antonio. Y despué s morirí a como Cleopatra, a quien mató una serpiente, y confiaba en que la picadura de la serpiente no le harí a mucho dañ o.

 Cuando pasara mucho tiempo, cuando cumpliera dieciocho, o tal vez diecinueve o (¿ quié n sabe? ) veinte añ os, harí a como Humphrey, volverí a a ser un muchacho: lucharí a hombro con hombro con el salvaje que lo atacara en la liza, pero primero habrí a que desarrollar los bí ceps y fortalecer las muñ ecas. Y serí a Romeo, que llora a la Julieta que é l recordarí a haber sido antes; escalarí a con facilidad el balcó n, pues trepaba muy bien a los á rboles del muelle.

 Serí a la duquesa de Malfi, que llora a sus hijos en un asilo de locos, y asimismo un dí a, cuando ya no pudiera ponerse los vestidos de mujer, serí a uno de los malvados que las degollaban. Y serí a Hotspur, el caballero de las espuelas ardientes, tan joven y tan valiente, y asimismo su mujer, Kate, que al decirle adió s se esforzaba en reí r para no llorar, y Hal, tan valeroso y tan alegre, con sus joví ales compañ eros.

 Mucho má s tarde aú n, cuando alcanzara una edad muy avanzada, pongamos unos cuarenta añ os, serí a rey con una corona en la cabeza, o bien Cé sar. Herbert le habí a enseñ ado có mo debe uno caer, disponiendo debidamente los pliegues de su traje, para no enseñ ar indecentemente las piernas desnudas. Y serí a tambié n esas mujeres abrumadas con el peso de todas las maldades cometidas en el transcurso de su vida: una reina gorda de Dinamarca, hinchada de crí menes; o lady Macbeth con un cuchillo, o tambié n las brujas barbudas que cuecen cosas sucias dentro de un caldero.

 

 O bien harí a de payaso, como el que gesticulaba ayer por la noche, con la cara embadurnada de albayalde: hacer reí r a las gentes era otra manera de gustarles y hacerles disfrutar, igual que uno les gusta y les produce deleite cuando hace de mujer, besando a alguien ante sus ojos (y a veces acuden tambié n para que los beses a ellos entre bastidores), o (resulta extrañ o decirlo) muriendo ante sus ojos cuando se es joven y bella. Y má s tarde, despué s de cincuenta añ os (qué largo es, cincuenta añ os), le darí an papeles de verdadero anciano: un Orlando ‑ que ya no serí a Humphrey, pues tal vez hubiera muerto, puesto que hoy tení a dieciocho añ os‑ lo llevarí a tiernamente en sus brazos con la apariencia del viejo criado Adan, con el pelo todo blanco, la piel llena de arrugas, sin dientes, sin fuerzas, pero fiel. Y serí a hermoso haber sido fiel durante cincuenta añ os.

 Y puede que, luego de haber sido Jessica, la hermosa judí a risueñ a que se escapa llevá ndose los escudos, fuera el padre Shylock, el de los dedos ganchudos, y le llamarí a viejo judí o piojoso, igual que el traspunte le llamó a é l pequeñ o judí o piojoso, pues tal es la costumbre. Pero debe ser duro para un viejo perder al mismo tiempo a su hija y sus escudos, y quizá, en vez de hacer reí r a la gente con Shylock, la hiciera llorar.

 O bien, al contrario, todo acontecerí a ante un mar azul o bajo un cielo color de rosa y serí a Pró spero, quien, como Herbert, no tiene edad, porque es casi como Dios, y recordarí a haber sido unos añ os antes su propia hija: Miranda la inocente, que se enamora de un hombre porque lo encuentra hermoso. Y tras haber apaciguado la tierra y las olas recitarí a maravillosas palabras sobre las cosas que suceden como un sueñ o, en el fondo de ese sueñ o en que se envuelve nuestra vida (no se sabí a muy bien aquel pá rrafo) y, cuando rompiera su varita má gica, todo habrí a terminado.

 

 Y cuando ya no hubiera en las tablas ni un sitio pequeñ o para é l, serí a el que despabila las velas, el que las enciende y finalmente las apaga una a una. Pero como se sabrí a todos los papeles, tambié n podrí a hacer de apuntador: su voz estarí a, como quien dice, en todas las voces. Una fiebre de gozo se apoderaba de é l al pensar que iba a ser tantas personas y a vivir tantas aventuras. El pequeñ o Lazare no tení a lí mites y, por muy amistosamente que sonrí era al reflejo de sí mismo que le enviaba un trozo de espejo roto situado entre dos vigas, no tení a forma: tení a mil formas.

 

 

 En todo caso era invisible aquella mañ ana, envuelto en la luz gris de la madrugada, cuando bajó descalzo, con sus chanclos en la mano, la escalera que habí a detrá s de la casa de Loubah y salió afuera por la puerta de la cocina, cuya falleba habí a engrasado ei dí a anterior con un poco de tocino. El cielo estaba; medio gris, medio rosa. Harí a una hermosa mañ ana.

 Una vez en la calle se volvió a calzar; demasiado le estorbaba ya su mejor traje, que llevaba doblado al brazo, y los zapatos del domingo, que se habí a colgado del cinturó n, así como el atadijo con los folletos de Herbert. En la mesa de la cocina habí a cinco monedas preparadas para pagar al lechero. Las cogió.

 Aquello no era un robo; era una oportunidad. La calle estaba aú n casi vací a; tan só lo vio a unos cuantos aldeanos que iban al mercado con las cestas llenas, y que debí an haberse levantado antes de llegar el alba. Un hombre que vendí a buñ uelos estaba ya sentado en su puesto, para satisfacer el hambre de los transeú ntes. Lazare sacó una de las monedas y se metió en la boca una rica bola caliente. Perros famé licos escarbaban en el montó n de basuras que las ratas habí an visitado ya por la noche; hubiera querido acariciar uno a uno a todos aquellos perros. Tambié n le hubiera gustado ayudar en lo posible al borracho que titubeaba al regresar a su casa, con riesgo de caerse en el arroyo, pero sus ropas y sus paquetes le ocupaban las manos. Y habí a que apresurarse para llegar a la posada.

 Humphrey lo esperaba en la puerta, con una manta de caballo vieja sobre los hombros.

 ‑ Vete a vestirte en seguida. Tu traje está en el cuchitril que hay junto a la cochera. Y ten cuidado, no vayas a coger frí o: el aire de la mañ ana pone ronco.

 Y atravesando el patio le señ aló un coche, al que iban a enganchar unos caballos.

 ‑ Nos lo enví a el señ or de Bré derode para que nos lleve a su mansió n. Quiere que vayamos vestidos con nuestros trajes de teatro, porque le parece má s alegre. Y apartando las puntas de la manta vieja que le serví a de capa dijo:

 ‑ Fí jate qué guapo estoy.

 Y lo estaba, en efecto, con sus calzas de cuero amarillo, sus zapatos con hebillas y su casaca roja galoneada de oro. Se habí a dado colorete en las mejillas.

 ‑ Quí tate todos tus pingos. He cogido unos calzones y unas medias de seda de mujer.

 ‑ ¿ Pero dó nde está la falda aquella tan bonita, con añ adido de plata? ‑ preguntó el pequeñ o, algo desilusionado, al ver que Humphrey le poní a un vestido de terciopelo azul.

 ‑ ¡ Tonto! Esa es para el final, para la escena de la boda. Y para las escenas intermedias, cuando te vistas de hombre, tienes un hermoso traje negro y rosa. El jubó n que traes podrá servirte para el viaje. El pequeñ o, tiritando un poco en la hú meda cochera, estiró cuidadosamente sus medias de seda. Humphrey le dio un par de escarpines bordados.

 ‑ Trata de andar como si fueras una mujer, ‑ a pasos cortos. Y si los zapatos te hacen dañ o, te aguantas. La cintura te está muy ancha, pero tengo alfileres. He rellenado el corpiñ o como es debido. Le puso al cuello un collar de vidrio y, abriendo un poco la puerta del cuchitril para que entrara la luz, le dijo:

 ‑ Está s muy linda. El pelo te quedará bien en cuanto te lo peinemos, No he cogido el colorete; pero remediaremos esto en cuanto lleguemos allí. Ademá s tienes las mejillas rosadas. Ven conmigo, está n acabando de arreglarse en la sala.

 Ayudó al pequeñ o a meter su ropa en una bolsa.

 ‑ Puedes tirar esas chanclas tan usadas. Aunque no. Podrá s poné rtelas cuando llueva, para proteger tus zapatos. En la espaciosa sala, las gentes se vestí an echando pestes y lanzando exabruptos cuando no encontraban una cinta o la hebilla de un cinturó n, que habí a sido hurtada por algú n compañ ero. Audrey estaba ya bebido y llevaba puesta de travé s su cofia de aldeana. Tuchstone habí a añ adido unos redondeles rojos a su albayalde habitual. Cubierto por completo de cadenas de oro, que le serví an tambié n para hacer de mayordomo, el duque iba de un grupo a otro con dignidad ducal. La entrada de Rosalinda obtuvo un aplauso, pero Aliena seguí a de mal humor.

 ‑ Me hará s el favor de no ponerle ninguna zancadilla ‑ susurró Humphrey‑. No te quito ojo de encima.

 Aliena, sin refunfuñ ar demasiado, cogió a su prima de la mano. Amontonaron baú les en el techo del carruaje y los sacos los pusieron en el interior, para que sirvieran de cojines. El señ or de Bré derode les habí a enviado uno de sus vehí culos má s desvencijados, ya que en el interior só lo figuraba un banco de listones, en el que se instaló el duque al lado de un muchacho pá lido y flaco, de unos treinta añ os, y al que Lazare en seguida apodó: Jaques el Melancó lico, pues hací a todo lo posible por tener un aspecto triste. Pero el que no hubiese bancos no era un gran inconveniente: se estaba muy có modo sentado a la manera turca, y por el suelo del carruaje habian esparcido un montó n de paja hú meda, que olí a muy bien.

 

 Hubo, empero, un incidente, que obligó al duque a apearse. Discutí an en el patio. El cochero, que habí a llegado tarde en la noche con el carruaje, habí a bebido jarra tras jarra de cerveza; aunque le pusieron la cabeza debajo de la pompa, no hubo manera de desembriagarlo. Tumbado en las losas del patio, hinchado de bebida, parecí a una babosa muerta. Pero roncaba, lo que probaba, evidentemente, que aú n se hallaba vivo. Empezó a caer una lluvia menuda.

 ‑ ¡ Nos las arreglaremos sin é l! ‑ dispuso el buen duque‑. ¡ Eh! ¡ Jirafa!

 Apareció un individuo largo y desgalichado, que subió al pescante con aire de resignació n. Se habí a puesto una sá bana por encima de sus viejos ataví os, que lo tapaba de pies a cabeza, y en la mano llevaba una guadañ a, que dejó a su lado para coger las riendas.

 ‑ El es quien nos conduce cuando alquilamos una carreta ‑ explicó Humphrey‑. No suele volcar. Y ademá s, con el traje que lleva, aunque haga viento o llueva, no se le estropean los harapos.

 ‑ Me da un poco de miedo ‑ murmuró el pequeñ o.

 ‑ No hay motivo. Cuando sale a escena le pintan la cara de blanco para que í mpresione má s a la gente. Hace el papel de la Muerte, que se lleva a un hombre rico, en una antigua farsa que representamos de vez en cuando antes de la obra. Tuchstone hace de diablo; con una cola muy larga. El otro, el alto y blanco, desempeñ a tambié n al fantasma de un rey de Dinamarca asesinado. Pero é sa es una obra que no debemos representar en Copenhague.

 

 Arreciaba la lluvia. Todos se hacinaron en el interior del vehí culo. Aliena, que se sentó al lado de su prima, molestaba a é sta comiendo un diente de ajo. Rosalinda apoyó la cabeza en las rodillas de Orlando, que la habí a tapado con una punta de su vieja manta. El niñ o tení a hambre y se deeí a que tal vez hubiera debido comerse dos buñ uelos. Pero le gustaba pensar que aú n le quedaban cuatro centavos para repartir con Humphrey. Dos parejas de cazadores del sé quito del duque, vestidos de verde y camuflados con hojas, continuaban una partida de «tarot» en el rincó n. Tuchstone, con la cabeza baja, canturreaba una balada lú gubre. Por los cristales mal lavados veí anse campos y prados con vacas, lo que gustó mucho a Lazare, ya que el niñ o hasta entonces casi no habí a salido de la ciudad. Los á rboles, remozados por la primavera, desplegaban su fresco verdor. Seguí a lloviendo a rachas, pero las nubes que corrí an una detrá s de otra parecí an estar jugando en el cielo, y habí a grandes daros azules. Seguramente, para la representació n en el parque, tendrí an buen tiempo.

 Mas el camino se hací a largo. Los vaivenes del coche mecí an al niñ o, que empezaba a acostumbrarse a ellos. Todo se mezclaba con aquella somnolencia: el tamborileo de la lluvia en el techo (caí an gotas de agua sobre la manta), los grititos de Lazare cuando Humphrey, a pesar de todo el cuidado que poní a, le tiraba del pelo ai desenredarlo; la balada del payaso, el aliento de Aubrey, las figuras del «tarot», casi incomprensibles, y Copenhague, que parecí a estar cerquí sima, justo al volver el camino, y a travé s de los cristales del coche, por donde resbalaba la lluvia, los hermosos retazos de cielo azul, y las golosinas que el mayordomo del señ or Bré derode habrí a reservado seguramente para los actores, y la linda falda con añ adidos de plata...

 

  Advertencias

 

  Ana, soror...

 

 Ana, soror... es una obra de juventud, pero de las que siguen siendo, para el autor, esenciales y queridas basta el final. Se trata de unas cien pá ginas que, en un principio, formaban parte de un vasto e informe esbozo de novela: Remous, de la gue ya he hablado otras veces, elaborada entre mis dieciocho y mis veintitré s añ os, y que contení a en germen buena parte de mis futuras producciones.

 Tras el abandono de este ambicioso proyecto, cuyo resultado hubiera sido una «novela océ ano», má s que una «novela‑ rí o», las casualidades de la vida iban a dictarme una obra muy distinta, cuyo mé rito acaso fuera su extrema brevedad: Alexis. Pero unos cuantos añ os má s tarde, ya metida de lleno, por decirlo así, en la «carrera literaria», se me ocurrió la idea de recuperar al menos ciertas partes de la obra abandonada. Así fue como el relato que hoy titulo Ana, soror... se publicó en 1935, en un libro compuesto por tres novelas cortas: La Mort Conduit l'attelage (un episodio de uno de los fragmentos conservados me habí a inspirado este tí tulo). Para darles al menos una apariencia de unidad, escogí llamarlos, respectivamente: A la manera de Durero, A la manera del Greco y A la manera de Rembrandt, sin percatarme de que estos tí tulos, que por mucho que uno haga huelen a museo, podí an interponerse entre el lector y dichos textos, a menudo torpes, pero espontá neos y casi obsesivos, de antañ o.

 

 El tí tulo del presente compendio: Como el agua que fluye, se acerca un poco al de Remous (Remolino), pero sustituye la imagen de las mareas y resacas del océ ano por la imagen del rí o o, en ocasiones, del torrente, tan pronto fangoso como lí mpido, que es la vida. A la manera de Durero, fundido por entero en Opus Nigrum, se halla, por supuesto, fuera de juego. A la manera de Rembrandt, novelita muy floja y que no correspondí a a tan ilustre patrocinio, se ha escindido en dos narraciones de las que má s adelante hablaremos. En cuanto a Ana, soror... , el recurso al Greco se explicaba como alusió n al hacer convulsivo y tré mulo del gran pintor, mas el escenario, que es Ná poles, y una cierta fogosidad sensual me harí an hoy pensar má s bien en Caravaggio, suponiendo que sea necesario situar este violento relato bajo el patrocinio de algú n pintor. El presente tí tulo procede de las dos primeras palabras del epitafio grabado en la tumba de Miguel por encargo de Ana, y que dicen lo esencial.

 Al revé s de lo que acaece con los otros dos relatos que la siguen, Ana, soror... reproduce casí integramente el texto de 1935, y é ste es casi idé ntico al relato que escribió en 1925 una joven de veintidó s añ os. Bastantes correcciones de estilo y una docena de modificaciones que van má s al fondo han sido hechas, sin embargo; con vistas a la publicació n de hoy. Hablaré de algunas de ellas má s adelante. Si insisto en lo que estas pá ginas poseen de esencialmenle idé ntico es porque veo en ellas, entre otras evidencias que se me ban ido imponiendo poco a poco, una prueba má s de la relatividad del tiempo. Estoy tan de acuerdo con esta narració n como si se me bubiera ocurrido escribirla esta misma mañ ana.

 Se trata de un amor entre hermano y hermana, es decir, del tipo de transgresió n que con mayor frecuencia inspiró a los poetas interesados por un acto voluntario de incesto (1). Al esforzarme por establecer un censo de al menos algunos de los escritores occidentales de cultura cristiana que han tratado sobre este tema, tropiezo en primer lugar con el extraordinario 'Tis Pity She's a Whore (2) del gran dramaturgo isabelino John Ford. Esta obra iracunda, en que la bajeza, la atrocidad y la inepcia humanas sirven de contraste a dos incestuosos de corazó n puro, contiene una de las má s bellas escenas de amor de la historia del teatro, aquella en que Giovanni y Annabella, dispuestos a ceder a su pasió n, se arrodillan uno ante el otro. «You are my brother, Giovanni. ‑ And you my sister, Annabella. »

 Pasemos seguidamente al fuliginoso Manfred de Byron. Este drama, harto confuso y cuyo hé roe ostenta el nombre de un prí ncipe excomulgado en la Alemania de la Edad Media, se sitú a en un vago paisaje alpino: en efecto, fue en Suiza donde Byron escribió este texto, que encubre y descubre a la vez su escandalosa aventura con su hermanastra Augusta, que acababa de cerrarle definitivamente las puertas de Inglaterra. Este romá ntico Maldito se hallaba obsesionado por el espectro de su hermana Astarté, cuya muerte habí a provocado; mas el autor nos deja ignorar casi todo sobre las razones de tan oscuro desastre. Cosa curiosa, parece ser que ese nombre de Astarté, insó lito dentro de un escenario medieval y suizo, fue extraí do del relato de Montesquieu: Lettres persanes, Histoire d'Aphé ridon et d'Astarté , paté tica narració n que en un principio parece estar fuera de lugar dentro de aquel tejido de sá tiras pimentadas de eró ticas turquerí as sazonadas con «rahat‑ loukoum» y sangre. Aphé ridon y Astarté, joven pareja parsi, cuya religió n autoriza tales uniones, mueren perseguidos en un ambiente musulmá n que aborrece el incesto. Montesquieu parece ilustrar, con este conmovedor «entremé s» ‑ como otras veces lo hace con un tono iró nico‑, un antidogmatismo ante opiniones que se aprueban en unos sitios y se desaprueban en otros, antidogmatismo que, cuida uno a su manera, habí an cultivado o iban a cultivar Montaigne, Pascal y Voltaire. No se puede hablar de rebelió n en el caso de los dos jó venes parsis, que viven y mueren en el seno de su propia ley: corresponde al autor hacernos sentir que inocencia y crimen son unas nociones relativas. En cambio, en Ford, era el mismo Giovanni quien desafiaba con insolencia las probibiciones que se oponí an al incesto, y en Byron es Manfred el que comete un delito que, por lo demá s, resulta confuso y quien saca un orgullo luciferino del hecho de ser un transgresor.

 Finalmente, un lector francé s no podrá olvidarse de René . Chateaubriand, al escribir esta narració n, pensaba con toda seguridad en su hermana Lucila y escogió como argumento principal el amor incestuoso de Amelia y su huida al convento. Asimismo Goethe, en Wilhelm Meister, no deja de utilizar romá nticamente el tema del incesto.

 Má s pró xima a nosotros, la hermosí sima novela corta de Thomas Mann Sangre reservada pone de relieve dos temas frecuentes en toda presentació n del incesto entre hermanos: uno es el perfecto acuerdo de dos seres unidos por una especie de derecho de la sangre; el otro es el atractivo casi vertiginoso que ofrece el quebrantamiento de la costumbre (3). Un hermano y una hermana israelitas, ambos jó venes y de una belleza y un refinamiento exquisitos, nacidos de una opulenta familia judí a del Berlí n anterior a 1935, se unen, embriagados por la Opera de Wagner que evoca los amores incestuosos de Sigmundo y Siglinda. La Siglinda judí a es la prometida de un oficial prusiana y protestante, y las primeras palabras del amante tras la realizació n del acto son, cí nicamente: «Hemos burlado a ese goy". Placer de escarnecer de antemano un matrimonio que la familia siente como una promoció n social: orgullo intelectual del transgresor. Otra vez nos encontramos, en tono de burla, con el Giovanni de Ford que anuncia arrogantemente al prelado, su tutor, su decisió n de cometer un incesto y, má s tarde, de arrancar a su hermana mediante la muerte de los brazos de un marido burlado y aborrecido (4).



  

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