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UNA HERMOSA MAÑANA 1 страница
Para Johan Polak
‑ Entonces ¿ los has visto? ‑ No só lo los vi, sino que hablé con ellos. ¿ Sabrá s guardar un secreto? Me marcho. ‑ ¿ Te marchas? ¿ A dó nde? ‑ A Dinamarca. Parece ser que en el Norte es donde mejor tratan a los actores. ‑ ¿ Te han contratado? ‑ Ya sabes que necesitan a alguien, desde que le rompieron la cabeza a la primera actriz, en el Oso Pardo. ‑ ¿ Lo sabe la Loubah? ‑ No. Má s vale que no se entere. Pero le será fá cil encontrar a otro que les suba jarras de cerveza y café a los clientes. ‑ ¿ Y es mañ ana cuando se marchan? ‑ Sí. Muy temprano. No te atormentes, Klem. Volveremos a pasar por aquí al volver de Dinamarca. A propó sito, te debo tres centavos de la ú ltima apuesta que hicimos. ‑ ¡ Oh! Ya sabes que no me importa... Se abrazaron.
Desde hací a ya doce añ os que estaba en esta gruesa bola que da vueltas, el pequeñ o tambié n habí a dado muchas a su vez, aunque ú nicamente por las calles y callejuelas de Amsterdam. Por las tardes, bien ataviado con un traje de lacayo, abrí a la puerta a los clientes de la Loubah, haciendo una profunda reverencia. De cuando en cuanto, en el momento en que se oí an varios timbrazos furiosos, lo enviaban a comprar bebidas o tabaco para los visitantes que merecí an tales cuidados. Por lo demá s, Loubah só lo recibí a a esa clase de visitantes. Los Señ ores, apoyados en la almohada con una de las dos sobrinas, o con una tercera, que era negra, no prestaban atenció n al niñ o del pelo revuelto. Distraí damente, le decí an que metiera la mano en el bolsillo de su chaqueta, colgada en una silla, y que cogiera una monedita. Una o dos veces, sin embargo, Lazare consiguió de este modo una moneda de oro, cosa que lo dejó desconcertado, pues no sabí a có mo cambiarla sin que le acusaran de haberla robado. Por fin la negra, rié ndose a carcajadas, la cambió para é l. Las sobrinas eran muy amables, pero se levantaban muy tarde y costaba mucho trabajo hacerles la cama, lavar y planchar sus puñ os y cofias, así como sacarle brillo a sus zapatos. La peluquera, que vení a todos los dí as a rizarles el pelo, permití a que el pequeñ o pusiera las tenacillas a calentar, o que las enfriase soplando cuando hací a falta, pero el olor a pelo quemado le repugnaba. Lo má s agradable para é l eran las ocasiones en que lo llamaban de la posada, para que ayudase. La Loubah, que no era mala persona y que tení a interé s en llevarse bien con los vecinos, jamá s le impedí a que fuera, y ni siquiera cobraba un porcentaje sobre las propinas. En cuanto a la escuela, é l se las apañ aba. Ademá s, se estaba haciendo demasiado mayor para ir a la escuela.
La posada era un mundo. En ella habí a de todo; gruesos granjeros que acudí an a las grandes ferias; marineros procedentes de todas partes; franceses que siempre andaban inquietos y sin un centavo y que, ademá s, pretendí an ser hombres de letras, aunque Lazare no sabí a lo que significaban aquellas extrañ as palabras, y el patró n, por lo bajo, los llamaba espí as; criados de las Embajadas que Sus Excelencias no podí an alojar de un momento, por carecer de sitio; señ oras acompañ adas por oficiales (su madre habí a debido parecerse a aquellas señ oras). El paquebote que vení a de Inglaterra siempre traí a a algú n cliente. Y entonces era cuando apreciaban má s su presencia, cuando le hací an má s caso, a é l, al pequeñ o Lazare, de casa de la Loubah, no só lo para servir los platos y sostener las riendas de los caballos en el patio, sino para hablar con aquellas personas en inglé s. En casa de la Loubah, se hablaba mucho en inglé s; é l lo aprendió desde pequeñ o. Incluso la negra, que era jamaicana, chapurreaba aquella lengua. Tambié n recordaba Lazare el importante momento en que la Loubah lo llevó con ella a Londres ‑ donde permanecieron unas semanas‑, con su mejor cuello de encaje y unas bolitas brillantes en los bolsillos. Pero lo que sobre todo recordaba era el mareo. Estos dí as habí an pasado por allí toda una pandilla de ingleses. No se pudo saber, de momento, si eran ricos o pobres: llevaban consigo un montó n de paquetes mal hechos. Y los baú les eran viejos, los habí an cerrado como podí an, atá ndolos con cuerdas. Algunos de estos ingleses iban bien vestidos, pero su ropa blanca estaba algo rota o remendada, y otros, en cambio, iban muy desaliñ ados, con un traje raí do o sucio, aun cuando lucieran en ocasí ones, por debajo de la chaqueta, una hermosa bufanda adornada con cequí es, que parecí a de mujer o; en un dedo, un grueso diamante que Mevrouw Loubah hubiera declarado falso inmediatamente. Lazare pensó en seguida que se trataba de actores. Conocí a bien el pañ o. Habí a visto una o dos obras de teatro en Londres, y en Amsterdam mismo, donde de cuando en cuando se daban representaciones en unos tablados que montaban en cualquier encrucijada, o en la cochera de una posada. Só lo que estos actores no eran gran cosa y só lo sabí an hacer payasadas y acrobacias. En cambio, la mayorí a de los recí é n llegados ‑ serí an dieciocho o veinte‑, tení an buenos modales, casi tan buenos como los de Mevrouw Loubah o los de Herbert Mortimer, a quien Lazare, conquistado por su gran amabilidad, consideraba un buen amigo. Herbert Mortimer habí a regresado a Londres hacia la Navidad, pero Lazare no lo habí a olvidado todaví a. Tení a muy buen aspecto, a pesar de ser un señ or muy viejo y ya renqueante, muy blanco y muy dulce. Tení a unas manos largas y bien cuidadas, que acariciaban sin deseanso el pomo de su bastó n. Tambié n le gustaba darle palmaditas en la cabeza al niñ o, y abrir para é l su precioso pomo labrado, para darle confites, golosina que ambos apreciaban mucho. El y Mevrouw Loubah eran antiguos amigos. Cuando llegó a la casa, dos o tres añ os antes, llevaba consigo ropas de buena calidad y una caja muy grande, llena de folletos y de libros. Tambié n tení a un monito, no má s grande que el puñ o, pero el monito murió. Loubah habí a instalado a Herbert en la habitació n de arriba, alií donde solí a poner a la gente que no deseaba ser molestada. Casi nunca bajaba. El niñ o, que le subí a la comida, pensaba que tal vez fuese por las escaleras, o porque tuviese miedo de algo. Nadie consumí a tantas velas de cera como é l (despreciaba las de sebo), pero, al revé s de lo que solí a ocurrir, la Loubah no se enfadaba. Lazare suponí a que, para ser tan atentos uno con el otro, debí an de haberse despertado a menudo como los que se aman, con la cabeza sobre la misma almohada; aunque habrí a pasado seguramente mucho tiempo desde entonces, pues la Loubah, pese al colorete que se daba, al abayalde y a la alheñ a, ya no era nada joven, y Herbert no disimulaba que era viejo. Tendrí a por lo menos sesenta añ os. Só la que, al menos, diferí a en una cosa de los demá s viejos: tení a un generoso corazó n; repartí a con el pequeñ o las tazas de chocolate y los bizcochos que le subí an. Por las noches, ya tarde, al subir a su buhardilla, Lazare percibí a un rayito de luz por dehajo de la puerta de Herbert, y le oí a hablar solo. O má s bien pareeí a como si hablase con otras personas, que le respondian, aunque Lazare estaba seguro de que en el cuarto no habí a nadie. A menos que estuviera hablando con fantasmas, lo que habrí a sido espantoso, pero Lazare miró un dí a por la rendija de la cerradura y no vio a ningú n fantasma. Lo má s extrañ o era que la voz del anciano señ or cambiaba constantemente: tan pronto era una hermosa voz de hombre muy joven, una de esas voces que hacen pensar en los labios carnosos y en una bonita dentadura. Otras veces, la voz era la de una muchacha joven, muy dulce, que reí a y parloteaba como un manantial. Y tambié n se escuchaban diversas voces zafias, que parecí an querellarse entre sí. Pero lo que a é l má s le gustaba era cuando hablaba con una voz majestuosa, y tan lenta que, con toda certeza, era la de un obispo o la de un rey. Una noche, el niñ o rascó la puerta. El anciano le abrió con benevolencia, llevando un libro en las manos. ‑ ¿ Eres tú? Hace ya tiempo que te oigo resoplar debajo de la puerta, como si fueras un perrito. Lazare ladró bajito, se sentó en el suelo y puso la pata en la rodilla de mister Herbett, para representar mejor su papel canino. El otro le acarició la cabeza y continuó leyendo a media voz. Al pequeñ o le pareció que leí a mejor que nunca al saberse escuchado y contemplado. A partir de aquella noehe, siempre estuvieron juntos. Lazare se convirtió en su hijo, en su perrito de aguas, en su pú blico, má s tarde, en su alumno. Una noche, el anciano le dijo, empujando hacia é l unas hojas desgarradas: ‑ Sabes leer. Conté stame. Será má s divertido. Y, en efecto, fue mucho má s divertido, ya que ambos se reí an mucho cuando Lazare se equivocaba, lo que sucedí a a menudo, pues todaví a no leí a muy bien la letra impresa. Ahora comí an casi siempre juntos, y la comida transcurrí a frecuentemente fingiendo que el cuchillo era una daga que le clavaban en las costillas a alguien, y el tenedor una flor que ofrecí an a alguna señ ora o, segú n los casos, un cetro. Dos o tres veces, invitado por la Loubah, consintió mister Herbert en bajar a cenar con su anfitriona, pero las sobrinas de é sta y los convidados de turno lo aburrí an, y el niñ o se daba cuenta de que Herbert, con sus buenos modales y sus palabras en exceso corteses, hací a sentirse molestos a la mayorí a de aquellas personas, pues no es necesario explicar que los hué spedes de la Loubah eran a menudo groseros, aunque ricos, o bien al contrario, eran muy tiesos y desconfiados. Mevrouw Loubah, en cambio, tan menudita entre sus encajes y tan bien educada, estaba acostumbrada a sus risotadas, a sus hipos y a los salivazos que le largaban a la estufa. Y ademá s mister Herbert ‑ que con tanta elocuencia hablaba el inglé s de los reyes y reinas‑ conocí a mal la lengua de la comarca. Se mofaban de é l y eso le fastidiaba. El pequeñ o no sentí a escrú pulos por reí rse, tambié n é l, de sus equivocaciones, pero lo hací a ú nicamente cuando estaban solos. Un dí a, un poco antes de Navidad, estando mister Herbert en el acogedor gabinete de la Loubah, el niñ o le oyó decir: ‑ Ese í mpetu que pone... Ese oí do para las cadencias... Parece que me estoy viendo a mí mismo cuando tení a doce añ os y, al mismo tiempo, tiene algo que yo no tení a, parece un fuego fatuo, un duende, un Ariel... ‑ ¿ Un Ariel? ‑ repitió interrogativamente Mevrouw Loubah. ‑ Da lo mismo ‑ replicó el otro con impaciencia‑. Es una vergü enza dejar en barbecho tan fé rtil terreno. Si yo le enseñ ara... ‑ Vuestro oficio, mi querido amigo, es de esos en que uno empieza y termina murié ndose de hambre. ‑ Pero, entretanto, pasamos buenos momentos ‑ dijo Herbert soñ ador‑. Es hermoso entusiasmar al pú blico de la sala, conmover a unas gentes que nada sentirí an aunque vieran asesinar delante de ellas a una persona en la calle... Y, ademá s, la corte... Y esa manera especial nuestra de saludar sin obsequiosidad a Sus Majestades, cuando uno mismo está acostumbrado a ser rey o prí ncipe... Es un oficio en el que uno se codea con los grandes de este mundo. Un poco como el vuestro, si me atrevo a decirlo así. ‑ Pero a mí nadie me hace peligrosos encargos, que pueden conducir al recadero a la cá rcel. Habé is escapado de milagro. ‑ Gracias a vos, mi encantadora amí ga. Y só lo vuestro encanto os evitó seguir el mismo camino... ‑ ¡ Oh! ‑ contestó ella‑, jamá s me vi comprometida por pamplinas polí ticas... Tan só lo son aire, mi querido amigo. Y yo estoy por lo só lido. ‑ Por lo só lido y por lo exquisito ‑ dijo é l con galanterí a‑. Pero ese pequeñ o... ‑ No ‑ dijo ella‑. Si alguna vez se me ocurre enviarlo allí, será con un protector má s rico en haberes. Sigo prefiriendo lo só lido, ¿ comprendé is? Olvidaros de é l. Y, al levantarse, hizo un gesto que sorprendió al niñ o: besó a su viejo amigo en los labios. El le devolvió largamente su beso. ¿ Era posible que aú n se besaran, a esa edad? El pequeñ o creyó oí r a Mevrouw Loubah decirle riendo a mister Herbert que un mocoso de doce añ os no es un rival. Pocas semanas má s tarde, Herbert enseñ ó con satisfacció n el salvoconducto cuajado de sellos que estaba esperando desde hací a mucho. El cielo polí tico se habí a despejado para é l. ‑ Os aconsejo que sigá is aqui ‑ dijo la Loubah con prudencia‑. Allí el teatro anda en el aire, por culpa de las Cabezas Redondas. Os atriesgá is a veros envueltos en un auté ntico drama. Mas no hubo nada que hacer. Unos dí as má s tarde, el anciano embarcaba para Londres, donde Burbage le proponí a un buen papel. Los adioses entre Mevrouw Loubah y é l fueron afectuosos, pero cortos, como los de esas personas que han tenido que despedirse muchas veces. Herbert besó al niñ o con mayor ternura, o al menos a é ste se lo pareció, pues creyó ver que los ojos de su amigo se humedecí an: «¡ Qué Julieta! » murmuró con voz casi temblorosa. «¡ Qué Julieta! » Como temí a ser importunado en la aduana y que le registraran el equipaje, dejó en casa de la Loubah buena parte de sus libros y de sus folletos. El niñ o se apoderó de ellos, pero, como Mevrouw Loubah no era con é l tan generosa en velas de cera, cogió unos cuantos cabos de velas de sebo. Por las noches, en su buhardilla, imitaba lo mejor que podí a las entonaciones y ademanes de su viejo amigo.
Los comediantes que habí a en la posada no podí an presumir de tan buena prestancia como la de Herbert, quien, de creer sus palabras, habí a actuado con frecuencia delante del rey Jacobo. Pero tení an algú n dinero en el bolsillo. Se iban a hacer una gí ra y viajarí an a Hannover (la Electora era inglesa), a Dinamarca y, finalmente, a Noruega, aunque antes se preparaban para representar una comedia en una fiesta campestre, que se celebrarí a a unas leguas de allí, en el parque de un señ or pró digo y de genio alegre, el señ or de Bré derode, a quien mucho estimaban los dueñ os de la posada. La consideració n que le tení an repercutí a favorablemente en su manera de tratar a los faranduleros. No obstante, un actor apenas significaba algo má s que una cabeza de ganado, así que só lo les habí an alquilado una sala grande, en las dependencias subalternas, que antañ o debió servir de establo, y en la que habí an puesto una mesa redonda y unos taburetes. Unas cuantas mantas, colocadas junto a la pared, serví an de camas. Lazare, a quien gustaba adivinar las edades, pensó que el má s viejo de la pandilla debí a de tener unos cincuenta añ os, y el má s joven, unos diecisiete. El de los diecisiete era bastante bien parecido. Lazare pronto se enteró de que se llamaba Humphrey. El pequeñ o iba y vení a, de la cocina a la sala, con unos jarros de estañ o. Era una especie de juego. Se vanagloriaba, levantando mucho su delgado brazo, de su habilidad para escanciar la cerveza, con un fuerte chorro espumoso. ‑ ¡ Bravo! ¡ El escanciador del padre Jú piter! ‑ Y soy vuestro Ganimedes ‑ dijo el niñ o soltando un verso de un tal Shakespeare. El traspunte no daba cré dito a sus oí dos. ‑ ¿ De dó nde has sacado eso? ‑ Me sé de memoria todo el papel de Rosalinda ‑ dijo el niñ o con orgullo. ‑ Si eso es verdad, es má s que un buen presagio ‑ dijo el grueso director, que presenciaba aquella escena‑. Es una suerte que no debemos dejar escapar. ‑ No es seguro que Edmund no consiga salir de é sta ‑ dijo el traspunte, a quien le gustaba llevar la contraria, y que, ademá s, sentí a afecto por Edmund. ‑ Pero ¿ qué dices? Tiene para tres semanas, si es que logra escapar con vida, y tenemos que representar la obra mañ ana mismo. Ademá s, una Rosalinda con la cara destrozada... ‑ ¿ Y tú, judií lo piojoso, có mo es que sabes hablar inglé s? ‑ preguntó con ferocidad el traspunte, que en el escenario tambié n hací a de tirano y de rey Herodes‑. Y, ademá s, ¿ dó nde aprendiste las parrafadas de Rosalinda? ‑ Un señ or mayor, que se llama Herbert Mortimer, vivió en esta casa. El director dio un silbido, hundiendo sus gruesas mejillas. ‑ ¡ Nada menos! A propó sito, Herbert acaba de regresar a Londres, con un buen salvoconducto. Lo necesitaban para que hiciera el papel de Cé sar. ‑ ¡ El de Cé sar, no! ¡ Ni hablar! ¡ En estos tiempos y con tantos disturbios! Es una obra peligrosa... No... Lo que hará es el Moro de Venecì a... Modificado, claro está, pues de todos modos es una obra endiablada... Pero hay que reconocer que Herbert no está mal, con la cara pintada de nogalina y un turbante en la cabeza... ‑ ¡ Aun así! Todos saben que su edad ya no es apropiada para besar a Desdé mona. ‑ ¡ Bah! Da igual. En el teatro, la edad no cuenta, y ni siquiera en la vida. El grueso director rubio no le quitaba el ojo de encima al niñ o, de quien todos parecí an haberse olvidado. ‑ Conté stale, Orlando ‑ le dijo Humphrey‑. Ya veremos si sabe o no hacer de Rosalinda. En todo caso, es muy guapo. ‑ No es justo ‑ dijo de mal humor un muchacho algo rollizo, que comí a un arenque ahumado con un mendrugo de pan‑. Soy yo, Aliena, quien debiera hacer de Rosalinda. ‑ Conté ntate con seguir haciendo de Aliena, hija mí a ‑ dijo el director, a quien llamaban tambié n «el buen duque»‑. Llevas las faldas bastante mal, así que representar el papel de una muchacha que se disfraza de hombre serí a para ti como dar tres saltos mortales uno detrá s de otro. Es menester saber caer muy bien. ‑ Y, ademá s ‑ añ adió Humphrey‑, tienes demasí ada cintura y serí a molesto para mí sacarte a bailar. Se sentó en sus talones, limpiá ndose los ojos para disimular su llanto de rendido enamorado, luego rió e imploró alternativamente. Era un buen actor: en su papel de Orlando tan só lo era un poco má s intensa y alegremente Humphrey. El niñ o, con los ojos brillantes de gozo, le respondió sin equivocarse. En su papel de muchacha que simula ser un varó n, para consolar a un compañ ero de la ausencia de su amada y burlarse amablemente de é l, lograba comunicar la impresió n de un jugueteo entre tres personas que, por decirlo así, jugaban una contra la otra, ya que, para complicarlo todo má s, la muchacha vestida de hombre amaba al joven de quien se estaba burlando y que no la reconocí a, con aquellas calzas y aquel disfraz de muchacho. Habí a que reconocer que Herbert le habí a enseñ ado muy bien. ‑ Te armas un lí o ‑ dijo Humphrey‑. No te saltes lo mejor: Hombres y mujeres ganado son de la misma especie. Empieza otra vez. ‑ Lo que quieras ‑ dijo el pequeñ o‑, pero me hago un lí o porque Rosalinda tambié n se lo hace... Está un poco molesta, comprendes, porque te quiere, Humphrey. Habí a resuelto inmediatamente que Humphrey-Orlando merecí a ser amado por Rosalinda. ‑ ¿ Y yo, entonces? ‑ dijo uno muy pequeñ o, de nariz colorada, que no paraba de arroparse los hombros con una especie de toquilla de campesina‑. Yo podrí a hacer de Rosalinda tan bien como cualquiera, si me dieran sus trapos. ‑ Tú eres capaz, todo lo má s, de hacer de Tuchstone ‑ dijo el director, lo que ofendió inmediatamente a un individuo mal afeitado, embadurnado de blanco, y al que no le gustaba que le recordasen su papel de bufó n. ‑ Sin embargo, só lo yo consigo hacer reí r a la gente ‑ dijo, braví o. Y, como si quisiera dar muestras de su talento, inició una mueca que le daba el aspecto de una gá rgola con la boca abierta. ‑ Bien ‑ dijo el director, volvié ndole la espalda al apodado Tuchstone‑. Lo haces incluso muy bien. Esto es una suerte ‑ continuó jubiloso‑. ¡ Y yo que pensaba tener que cambiar de obra!... Pero habrá que ver aú n si está igual de bien vestido de mujer. Despué s de todo, es mi propia sobrina. Humphrey se levantó para hurgar dentro de un baú l. Volvió con los brazos cargados de oropeles. ‑ Ponte esto. No necesitas quitarte tus ropas; como eres muy delgado, se puede apreciar el efecto. Y añ adió, volvié ndose al director‑ duque: ‑ He cogido el traje de boda, porque es el má s bonito. Así podremos apreciar mejor... Mucho le costó al pequeñ o encontrar los corchetes de la amplia falda de moaré carmesí, con añ adidos de tejido de plata. ‑ Ten cuidado: el vestido está un poco roto. Tiene el talle bajo, pero te sentará bien en cuanto te quites esa gruesa camisa que te sale por arriba... ‑ Algo ancho por delante ‑ dijo Aliena con una risotada. ‑ Bueno, lo rellenaremos con unas servilletas. Date la vuelta. El pequeñ o se volvió, complaciente, asomando el pie, calzado con un chanclo demasiado ancho, por debajo de la falda. ‑ ¡ Por vida de Dios! ‑ exclamó el director-duque‑. Ya me iba a olvidar. ¿ Vives en casa de tus padres? ‑ Tengo una abuela. ‑ ¿ Y qué hace tu abuela? ‑ Recibe a muchos señ ores, para que bailen con sus tres sobrinas... ‑ No creo que sea muy difí cil ‑ dijo confidencialmente el director al traspunte‑. ¿ Y tu madre? ‑ A mi madre la ahorcaron en pú blico dijo con ostentació n el niñ o, a quien aquel episodio parecí a glorioso. Pensaba que su madre (de quien, por otra parte, no se acordaba, por ser muy pequeñ o por entonces) habí a muerto en un teatro muy grande. ‑ ¿ Y tu padre? ‑ No sé ‑ dijo el niñ o‑. Creo que no tengo padre. ‑ Todos tenemos un padre ‑ dijo sentenciosamente Humphrey, frotá ndose las costillas como si recordara algunos bastonazos. ‑ Escú chame bien ‑ dijo el director cogiendo al pequeñ o por los dos brazos‑. Dios te envia. Supongo que eres judí o, pero, de todos modos, ¿ crees en Dios? Pues bien, anteayer, el mismo dí a en que llegamos de Londres, Edmund ‑ a quien llaman Edmunda‑ salió a dar una vuelta por la ciudad y debió querellarse con alguien. Los holandeses no bromean, y é l debí a haber bebido má s ginebra de la cuenta. No sé quié n tendrí a la culpa, ni la razó n de todo ello, pero lo encontraron en el suelo con la cabeza rota. Y mañ ana necesitamos a una Rosalinda para representar la obra en casa del señ or de Bré derode. ‑ Y despué s viene lo mejor ‑ prosiguió Humphrey‑. Pasaremos por Hannover, pues la Electora es inglesa, como nosotros, y quiere ver las obras que se representaban en su juventud en Londres. Má s tarde, iremos a Dinamarca. Tenemos un contrato y en é l nos prometen que nos dará n habitaciones de verdad en las buhardillas, y ademá s dos ocas o dos cisnes por dí a, con su guarnició n alrededor. Y luego, si se nos antoja, iremos a Noruega y regresaremos ‑ pasando por aquí otra vez‑ a la bella Inglaterra, en donde nos habrá n echado de menos. ¿ Quieres venir? ‑ Soy vuestra Rosalinda ‑ dijo el pequeñ o, que seguí a representando. ‑ Mi opinió n es que má s valdrí a no decirle nada a la vieja ‑ dijo pensativamente el director‑ duque‑. Tu abuela ¿ te quiere mucho? ‑ Llevo los platos y abro las puertas. ‑ Bueno, pues ya encontrará a otro que abra las puertas y sirva los platos. Mañ ana, sal muy despacito y ven a reunirte con nosotros al apuntar el alba. ‑ Y ya verá s có mo todos te miman ‑ añ adió Humphrey‑. Las damas te besará n y te llamará n «paje mí o». Te regalará n frutas confitadas. Y, en ocasiones, los señ ores sacan del bolsillo alguna que otra moneda de oro. Yo he sido mujer má s de una vez y sé lo que pasa. Pero desde que cumplí los dieciocho añ os hago de hombre. ‑ No por eso te privas de que te besen las damas, ni de recibir monedas de oro ‑ dijo sombrí o Aliena. ‑ Todo esto está muy bien, hijos mí os, mas no quisiera que el pequeñ o se dejara embaucar y se quedase en Dinamarca, de paje de alguna Alteza ‑ dijo el director‑ duque‑. Si eres bueno, te llevaremos a Londres. ‑ Ya estuve en Londres una vez. ‑ Mejor aú n. Te sentirá s como en tu casa. No lo pierdas de vista, Humphrey. Puede que este pequeñ o prodigio sea una cabeza de chorlito. Humphrey acompañ ó al niñ o hasta el patio. Lazare se paró a besarle el cuello a un caballo. ‑ No le digas adió s a nadie, só lo a los caballos. Ademá s, no tienes por qué decir adió s, pues luego volveremos a pasar por aquí. Me gustarí a que te quedaras a dormir con nosotros, en la sala grande, pero eso mosquearí a a la vieja. Sal de tu casa muy despacito, en cuanto llegue la aurora, y ponte el traje mejor que tengas. ¿ Tienes alguno? Nosotros tenemos para ti el hermoso atuendo de Ganimedes, para las escenas en que tienes que llevar calzas, pero es demasiado lujoso para ir por la ciudad. Y no cojas dinero, o só lo un poco. Tu abuela mandarí a que te persiguieran. ‑ Ya pensé yo en ello ‑ dijo el pequeñ o meneando la cabeza.
Regresó a casa corriendo. Só lo le separaban de ella unos diez pasos, pero casi era ya la hora en que debí a ponerse su mejor traje para abrir la puerta. Só lo se habí a detenido un instante, para contá rselo todo a Klem; Humphrey le habí a recomendado que no lo hiciera, pero estaba seguro de poder contar con Klem; se dejarí a moler a palos antes que decir nada. El saló n de la Loubah estaba lleno de gente. Aquella tarde se le hizo interminable. Cuando ya no quedaban má s que dos o tres clientes, que habí an pagado para quedarse allí toda la noche, Mevrouw Loubah atizó la lumbre en la cocina, separando los leñ os y alejá ndolos del montó n de cenizas aú n calientes. Lazare pensó que parecí a una bruja, o un hada (tambié n le recordaba a las Sibilas de los libros de Herbert) y que, a su manera, era muy hermosa. En el teatro, hubiera podido hacer de reina vieja.
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