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UN HOMBRE OSCURO 9 страница



 Pero, en primer lugar ¿ quié n era esa persona a quien é l designaba como sí mismo? ¿ De dó nde salí a? ¿ Del carpintero gordo y jovial de los astilleros del Almirantazgo ‑ a quien gustaba sorber rapé distribuir bofetadas‑ y de su puritana esposa? Ni pensarlo... No habí a hecho sino pasar a travé s de ellos. No se sentí a, como tantas otras personas, hombre por oposició n a los animales y a los á rboles má s bien hermano de los primeros y primo lejano de los segundos. Tampoco se sentí a particularmente macho ante el dulce pueblo de las hembras; poseyó ardientemente a determinadas mujeres pero, dejando aparte la cama, sus preocupaciones, sus necesidades, sus servidumbres con respecto a la paga, la enfermedad, las tareas cotidianas que se realizan para vivir, no le habí an parecido tan distintas de las suyas. Habí a probado ‑ aunque pocas veces, es verdad‑ la fraternidad carnal que le aportaban otros hombres; no por ello se habí a sentido menos hombre. Lo falseaban todo ‑ se decí a‑ pensando tan escasamente en la flexibilidad y en los recursos del ser humano, tan parecido a la planta que busca el sol y el agua, y se alimenta como puede de aquellos suelos en donde la sembró el viento. La costumbre, má s aú n que la naturaleza, le parecí a marcar las diferencias que establecemos entre las categorí as, há bitos y saberes adquiridos desde la infancia, o entre las diversas maneras de orar a lo que llamamos Dios. Incluso las edades, los sexos y hasta las especies le parecí an má s pró ximas unas a otras de lo que se cree: niñ o o anciano, hombre o mujer, animal o bí pedo que habla y trabaja con sus manos, todos comulgan en el infortunio y la dulzura de existí r. A pesar de la diferencia de color, se habí a entendido bien con el mestizo; pese a su religió n ‑ que ademá s no practicaba‑, Sarai fue una mujer igual que las demá s: tambié n existí an ladronas bautizadas. Aunque un foso separase al criado del burgomaestre, é l habí a sentido afecto por el señ or Van Herzog quien, sin duda, só lo guardaba para su lacayo un rinconcito de benevolencia; a despecho de algunos conocimientos adquiridos en la escuela del magister y, má s tarde, en los libros que hojeó en casa de Elie, no tení a la impresió n de saber má s que Markus, o que el mestizo, que no habí a sido má s que un cocinero. A pesar de su sotana y de haber nacido en Francia, el joven jesuita le habí a parecido un hermano.

 Pero no era labor suya formular opiniones; só lo podí a ‑ y quizá ni eso‑ hablar por sí mismo: A medida que aumentaba su deterioro carnal, como el de una vivienda de adobe o de barro desleí da por el agua, algo fuerte y claro le parecí a brillar con mayor intensidad en la cumbre de sí mismo, como una vela encendida en la habitació n má s alta de la casa amenazada. Suponí a que aquella vela se apagarí a en cuanto se derrumbara la casa, pero no estaba del todo seguro. Ya se verí a, o bien no se verí a nada. Optaba, no obstante, por la oscuridad total, que le parecí a la solució n má s deseable: nadie necesitaba a un Nathanael inmortal. O acaso la llamita clara continuase ardiendo, o se escondiera dentro de otros cuerpos de cera, sin saber ni preocuparse de haber tenido ya un nombre. La verdad era que dudaba incluso de que su espí ritu, o lo que el joven jesuita hubiera llamado alma, estuviera de otra forma que posada sobre é l. Pero no querí a inquietarse hasta el final, como Leo Belmonte, pensando en una especie de eje o de agujero, que era Dios o bien é l mismo. En su derredor estaban el mar, la bruma, el sol y la lluvia, los animales de la landa, del aire y del agua; é l viví a y morirí a igual que lo hacen dichos animales. Eso bastaba. Nadie iba a acordarse de é l, como tampoco se acordaba nadie de las bestezuelas del pasado verano.

 Movido por cierta maní a, seguí a ordenando las tres habitaciones destinadas a los señ ores, como si no fuera seguro que el señ or Hendrick no vendrí a. Una obsesió n de limpieza se apoderó de é l: sacar del pozo el agua salobre para fregar los pocos cacharros que poseí a y lavar su escasa ropa agotaba en seguida sus fuerzas. El fuego era un animal voraz, al que habí a que alimentar sin descanso con virutas de madera o terrones de turba. Acabó por no comer má s que una papilla de cebada frí a, queso blanco y pan. Sus intestinos ya no retení an los alimentos; en varias ocasiones tuvo que levantarse de la mesa precipitadamente en direcció n a la puerta; el rastro de excrementos lí quidos que dejaba en el umbral le horrorizó; no obstante, al llegar la mañ ana, ya no eran sino unas manchas negruzcas que tapó echá ndoles un poco de arena encima con el pie.

 Lo peor de todo era aquella tos, parecida a un chapoteo, como si llevara dentro de sí una suerte de cié naga en donde se iba hundiendo poco a poco. Cada noche, envuelto en una de las hermosas mantas del señ or Van Herzog, que embebí a el sudor de la fiebre mejor que una sá bana, pensaba que no llegarí a a la mañ ana siguiente. Era muy sencillo: ¿ cuá ntos animales del bosque morirí an aquella noche sin ver amanecer? Le invadí a una inmensa piedad hacia las criaturas, cada una de ellas apartada de todas las demá s y para quienes vivir o morir es casi igual de difí cil. Al apuntar el dí a, el aire fresco, aunque suave, que soplaba del océ ano, le aportaba una especie de tregua. Por un momento, su cuerpo bien lavado le parecí a intacto, incluso hermoso, y participaba con todas sus fibras en el gozo de la mañ ana.

 

 Cosa extrañ a, su deterioro, nunca mejor percibido que en las horas de la noche, no habí a matado en é l la necesidad de amor. Pues de amor se trataba, ya que el objeto que en sueñ os poseí a tení a siempre el mismo rostro. Habí a bebido con gratitud, respeto casí, las tisanas de borraja y flor de malva que le habí a enviado la señ ora d'Ailly en una bolsa grande de tela. Só lo con reverencia pensaba en ella pero, al llegar la noche, tendido y desnudo, en vuelto en su sudario de lana parda, realizaba á vidamente con ella los gestos que antañ o hizo con Foy, con Sarai y con algunas má s: imaginaba aquel cuerpo en las mismas posturas que sus otras amantes, aunque má s suave todaví a en su completo abandono. Estos recuerdos, así modificados, lo embriagaban. No era una violació n, pues é l pensaba hacerlo con ternura y ser con dulzura recibido. Empero, era un abuso que le avergonzaba... Madeleine d'Ailly... En otros tiempos, le gustaba pronunciar este nombre, mas ya no era necesario ningú n nombre, desde que ella representaba para é l a todas las mujeres existentes. Y lo cierto era que la señ ora d'Ailly nunca habí a dicho ni hecho, ni siquiera dado a entender, nada que le permitiese utilizarla de aquel modo. Despué s pensaba que toda criatura humana forma parte, sin saberlo, de los sueñ os amorosos de aquellos que con ella se cruzan o la rodean y que, a despecho, por una parte, de la oscuridad y de la penuria, de la fealdad o edad del que desea y, por la otra, de la timidez o el pudor del objeto codiciado, o de sus propios deseos tal vez dirigidos a otra persona, cada uno de nosotros se halla de esta suerte abierto y entregado a todos. Aunque hubiera estado muerta, é l hubiera podido gozarla en sueñ os. Pero ella viví a y é sta idea le hací a desear perseverar un poco en la vida.

 

 Aquello pasó para no volver sino a rachas. Las tempestades del equinoccio llegaron poco má s o menos en el momento vaticinado; su soplo todo lo barrió. Wilhelm le habí a prevenido de que no se arriesgarí a a ir a la isla hasta que no acabaran las tempestades; esto significaba una privació n o una tregua de una semana o dos. Ya no se podí a encender el fuego: el humo, que volví a a introducirse por la chimenea baja, hubiera invadido la habitació n. Pero no hací a frí o. Reinaba una atmó sfera como de fiesta salvaje. Las olas, esponjosas de espuma, se ahondaban, se abrí an, para ser penetradas por otras olas, pero aquella agua inerte, en realidad, só lo era socavada por el viento. Tan só lo ella y las escasas hierbas temblorosas, tumbadas al ras de las dunas, señ alaban la acometida del amo invisible, que no delata su presencia sino en la violencia con que somete a todas las cosas. No só lo era invisible, era tambié n silencioso: las olas, de nuevo, le serví an de intermediario; su estruendo, que golpeaba pesadamente la tierra blanda, su ruido de caballos desbocados, procedian de é l. Todo lo demá s se habí a quedado sin voz: las plantaciones de á rboles se hallaban demasiado lejos para poder oí r a las ramas y a los troncos chirriar y gritar.

 Nathanael permaneció en casa sin salir unos cuantos dí as; apenas si se atreví a a sacar la cabeza de cuando en cuando por la puerta, pues inmediatamente se la flagelaba el azote de la arena. Se decí a que una ola má s, una rá faga má s y no só lo la temblorosa cabañ a se le caerí a encima, sino que toda la isla desaparecerí a, para convertirse bajo el mar en uno de esos bancos de arena o peligrosos escollos que hacen naufragar a los naví os vivos. Pero siempre que llegaba el equinoccio de otoñ o, desde hací a tiempos inmemoriales, las mareas subí an y bajaban, su inmensa furia acababa por apaciguarse y a las tempestades de invierno le sucedí an é pocas de tregua, seguidas a su vez por las mareas de primavera. Aquella masa de arena nacida de las aguas se hundirí a con ellas algú n dí a, pero ni la hora, ni el añ o en que esto ocurrirí a se conocí an aú n, como ocurre con la muerte de un hombre.

 De momento, los pá jaros todaví a confiaban en la isla y buscaban en ella su refugio. A travé s de los cristales, cegados sin cesar por la arena Nathanael los miraba reunirse a millares en el hueco formado por las dunas; todos ellos sabí an que era preciso resistir a la tempestad y hacerle frente, conservando las fuerzas y volviendo la cabeza del lado del viento, para que su enorme soplo no les echara hacia atrá s las plumas, mudos y ordenados igual que los soldados de un ejé rcito rodeado. Cuando la borrasca se calmó lo suficiente para poder al menos tratar de salir, Nathanael se arrastró boca abajo ‑ má s que anduvo‑ hacia el á rea donde se encontraban los pá jaros. La mayorí a ya habí an regresado al cielo y planeaban allá en lo alto, pareciendo complacerse en esa acrobacia que consiste en dejarse llevar por el viento o atropellar por é l. Las roncas gaviotas ya empezaban a pescar otra vez; sumergí an el pico en aquella espesa sopa de barro, cargada de desperdicios, allí donde la ola habí a rascado los bajos fondos. Las cercetas, menudas y tranquilas, se encaramaban en la cresta de las enormes olas con facilidad, para luego bajar y situarse en el hueco que formaban. Algunos grupos má s tí midos, permanecí an inmó viles y silenciosos. Nathanael, que se arrastraba por la arena, no les producí a inquietud. En la punta extrema de la bocana que les habí a servido de refugio, vio a una gaviota gris con las alas al viento. No era del todo adulta, a juzgar por su plumaje, pero estaba muerta. Las alas inertes no obedecí an ya a una volició n procedente de la cabeza o del pecho emplumado, sino que cedí an sin ofrecer resistencia a la inmensa voluntad del viento. Nathanael le dio la vuelta con la punta de un palo. Aquella cosa ya no era má s que la forma de un pá jaro: la vida que en ella hubo ya no estaba. Por la noche, en su refugio, en donde habí a encendido una vela para sentirse menos solo, incorporá ndose un poco sobre el codo durante uno de sus ataques de tos, contempló vagamente en el cristal que ya no temblaba, a una mosca moribunda, engañ ada por el poco de calor y la luz que habí a allí dentro, zumbando contra el cristal infranqueable.

 

 Al dí a siguiente cesó el viento. Todo parecí a maravillosamente tranquilo. Mucho antes de llegar el alba, se puso la camisa, los pantalones y la chaqueta, calzá ndose despué s, con esa fatiga que siempre le causaba el tener que agacharse. Cerró cuidadosamente la puerta tras é l, para impedir que diera golpes. La negrura del cielo empezaba a tirar a gris, indicando que se acercaba la mañ ana.

 Se encaminó hacia el interior de la isla. Conocí a bastante bien las reducidas señ ales que é l mismo habí a trazado, para dirigirse en una semioscuridad hacia su rincó n favorito; habí a que contar ‑ en el presente estado de debilidad en que se hallaba- con que tardarí a una media hora en llegar. Se detení a de cuando en cuando para mirar a su alrededor. La tempestad, que habí a arrasado las costas, apenas habí a tocado el interior de las tierras, salvo quizá del lado de las plantaciones, donde seguramente habrí a arrancado má s de un á rbol. Nathanael confiaba en que aquellos vigorosos y jó venes hermanos, apretados unos contra otros, se hubieran protegido mutuamente. Pero de este lado só lo se veí an hierbas rasas y plantas pequeñ as que se arrastraban por el suelo, dejando transparentar la arena. Tuvo que atravesar, para llegar adonde é l querí a, un canalillo natural socavado por las lluvias y que, probablemente, se juntaba con el mar algo má s lejos. Pero aquel arroyuelo no era profundo. Sabí a, aun sí n sentirse obligado a confesá rselo, que estaba haciendo en aquellos momentos lo mismo que hacen los animales enfermos o heridos: buscaba un refugio donde acabar solo, como si la casita del señ or Van Herzog no fuere del todo la soledad. A cada paso que daba, pensaba que aú n podí a retroceder el camino y volver al reducto, a comer la papilla de la noche; pero a cada paso tambié n, el cansancio y la falta de aliento le hací an má s difí cil regresar. Se hubiera caí do para no levantarse; ya se habí a caí do varias veces.

 Por fin llegó al hueco que buscaba; crecí an madroñ os a un lado y a otro, que le serví an de refugio a los pá jaros y, en primavera, a sus nidos. Al acercarse é l, se echaron a volar dos faisanes, con un enorme y repentino batir de alas. A la entrada de aquella imperceptible ondulació n de terreno habí a incluso dos o tres abetos desmedrados, casi del tamañ o de un hombre, en donde habí an anidado las urracas. Nathanael metió los dedos en aquella especie de sacos vací os que habí an contenido, recientemente, algo de vida. Entretanto, todo el cielo se habí a puesto de color de rosa, no só lo hacia el Oriente, como é l esperaba, sino por todas partes, pues las nubes bajas reflejaban la aurora. No era fá cil orientarse: todo parecí a Oriente. De pie, en el fondo de aquella cavidad de bordes suavemente inclinados, vislumbraba por todas partes las dunas acanaladas que se dirigí an hacia el mar. Pero desde aquella distancia, el estruendo de las olas ya no se percibí a. Se estaba bien allí. Se tendió con precaució n sobre la hierba rala, al lado de un bosquecillo de madroñ os que lo protegí a del poco viento que quedaba. Podrí a dormir algo, antes de regresar, si su corazó n le pedí a hacerlo así. Empero, pensó que si morí a allí dentro, podrí a escapar a todas las formalidades humanas: nadie iba a ir a buscarlo. El viejo Wilhelm no se imaginarí a que hubiera podido aventurarse tan lejos. Al llegar la primavera, cuando los ladrones furtivos de huevos fueran a la isla, ya no valdrí a la pena enterrar sus restos.

 De repente, oyó un balido: no era extrañ o, pues unos cuantos corderos asilvestrados viví an en el corazó n de la isla; como é l, habí an encontrado allí un refugio seguro.

 La hora en que el cielo se tiñ e de rosa habí a pasado ya. Tendido boca arriba, contemplaba có mo se hací an y deshací an las nubes en lo alto. Luego, bruscamente, le dio un ataque de tos. Trató de no toser, pues ya no encontraba ú til despejar su pecho enfermo. Le dolí an las costillas por dentro. Se incorporó ligeramente, para hallar algú n alivio: un lí quido caliente que conocí a muy bí en le llenó la boca; escupió dé bilmente y vio có mo el delgado hilillo espumoso desaparecí a por entre las hierbas que tapaban la arena. Se ahogaba un poco, apenas má s que de costumbre. Descansó la cabeza sobre una mata de hierba y se arrellanó como para dormir.

 

                                                                        *



  

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