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UN HOMBRE OSCURO 8 страница



 ‑ Hablas demasiado ‑ dijo la má s gorda de las mujeres con desprecio. Nathanael se habí a incorporado, apoyá ndose en el codo, para oí r mejor. Dejó caer la cabeza sobre su bolsa. Despué s de todo, Sarai habí a muerto como é l siempre pensó que lo harí a. En cuanto a é l, no era sino un asno que habia tenido miedo a la soga.

 Cuando aquellas gentes se apearon en Horn, se acercó a la borda y vomitó. Los marineros que lo vieron se burlaron de aquel pasajero, que se mareaba cuando tan tranquila estaba la mar.

 A la etapa siguiente, el aldeano encargado de llevarlo a la isla, fue a buscarlo en una carreta. El camino era largo, hasta llegar a la aldea de la costa en donde el ví ejo tení a su casa. Al ver a Nathanael sumido en un estupor cuyas razones desconocí a, el hombre escupí a en el suelo de cuando en cuando y aguijoneaba a su yegua, pero no le decí a ni una palabra al viajero. El chamizo, lleno de humo, só lo tení a una cama. Nathanael tuvo que acostarse al lado del viejo; la vieja, que era delgada y con un rostro desabrido, se acostó al otro lado, cara a la pared. Al llegar la medianoche, Nathanael, que ya no podí a aguantar má s, se instaló al lado de la lumbre apagada, que le recordaba el fuego de turba que é l encendí a en la casita del Muelle Verde. Aquel fuego teñ í a de color de rosa el cuerpo desnudo de Sarai...

 Pero su mujer habí a hecho bien en ponerse a cantar al subir a la horca, y tambié n en saltar de golpe, como si fuera a bailar. El habí a oí do decir que los cuellos de los ahorcados se estiran desmesuradamente, por el peso del cuerpo, y que el rostro congestionado enseñ a una lengua completamente negra. Mas aquel rostro ya lo tapaba la tierra. El no la habí a visto así. Lo recordaba todo: las mentiras, las astucias, las palabras soeces, los insolentes silencios, la dureza disfrazada de suavidad; su memoria, ya que no su corazó n, carecí a de piedad. Pero recordaba asimismo la hermosa voz grave que parecí a venir de má s allá que ella misma, los cá lidos ojos oscuros, su carne, de la que conocí a cada una de las parcelas. Las piernas que habí an pataleado por encima de las cabezas de los curiosos apretaban hace no mucho sus rodillas y sus muslos; habí an reposado, temblorosas, sobre sus hombros. Todo aquello tení a su importancia.

 Al amanecer, preso repentinamente de punzantes remordimientos, se preguntó si alguien ‑ de haber sabido có mo hacerlo‑ habiera podido salvar a Sarai. Pensó que no. La hubiera salvado impidié ndole ser ella misma. En todo caso, é l no habí a sido el hombre apropiado.

 Embarcaron muy temprano. Cuando soplaba un viento favorable, la barca de velas cuadradas y dos pares de remos tardaba media hora en llegar a la isla desde tierra firme. Nathanael se cansaba de remar y el viejo lo puso al timó n. La isla era tan llana que no se la veí a hasta estar ya encima de ella. Al desembarcar, Nathanael se percató de que las dunas, a lo largo de la costa, formaban murallas y fosos de arena. Entraron en una cala tranquila; el viejo saltó al agua, que le llegaba a las rodillas y ató el esquife al poste de una escollera pequeñ a y carcomida. A Nathanael le costó mucho subir la duna, arrastrando sus paquetes atados con una cuerda larga. Se habí a descalzado, pues los zapatos se le llenaban de arena. La casita estaba al otro lado, en la parte baja. El viejo barquero abrió la puerta de una patada y la sujetó con un grueso leñ o. Se puso a encender el fuego en cuclillas, mas recomendó a Nathanael que escatimara la leñ a: casi no habí a madera en la isla, salvo algunas tablas que arrojaba el mar. Las escasas plantaciones que se habí an hecho, aquí y allá, para retener la arena, eran harto valiosas para tocarlas. Utilizaban turba, pero tambié n la turba vení a de tierra firme.

 Wilhelm le enseñ ó las tres habitaciones reservadas a los dueñ os, la cocina y un cuartito colindante, que le servirí a de habitació n al recié n llegado. Era pequeñ o, pero en é l se estaba por lo mismo má s caliente.

 Una vez solo, Nathanael ordenó cuidadosamente toda su ropa, las provisiones que le habí a entregado el viejo y las que le habí an dado las mujeres. Luego salió a echar un vistado. El esfuerzo y las preocupaciones de la llegada apenas le habí an dejado tiempo para ver todo aquello. Esta vez fue todo ojos.

 Las dunas formaban, entre la casa y el mar ‑ que só lo se percibí a desde un determinado punto de mira‑, unas olas monstruosas, calcadas, se hubiera dicho, de las verdaderas olas que las habí an formado. Eran estables, si es que algo puede serlo; no obstante, se notaba que iban movié ndose imperceptiblemente, disminuyendo de un lado para aumentar del otro. Una especie de bruma de arena corrí a y crují a sobre ellas, expulsada por el mismo viento que dispersa la niebla de las olas. Matojos de hierbas aisladas temblaban suavemente bajo la fuerte brisa. No: no se parecí a nada a la Isla Perdida, hecha de rocas y de guijarros, de landas y de á rboles agarrados a las rocas con sus raí ces, como si é stas fueran garras grandes y crispadas, de salientes venas. Aquí, al contrario, todo era sinuoso o llano, blando o lí quido, pá lidamente rubio o pá lidamente verde. Las mismas nubes se balanceaban como si fueran las velas de una barca. Jamá s habí a sentido tan encogido el corazó n.

 Al cabo de un momento, dobló las rodillas como si se cayese o se dispusiera a rezar, y diez veces, veinte veces, gritó en voz alta el nombre de Sarai. El inmenso silencio que lo rodeaba ni siquiera le devolvió el eco. Entonces, en voz baja, dijo otro nombre. Sucedió lo mismo.

 

 

 Durante los primeros dí as que Nathanael pasó en la isla, ocho tal vez, a no ser que fueran siete, o nueve (ya só lo contaba por cuartos de luna, que le serví an tambié n para medir el tiempo entre las visitas casi semanales de Wilhelm), cumplió lealmente sus horas de guardia en la vieja escollera. Los dí as de mucho viento, aprendió a resguardarse del perpetuo azote de la arena ponié ndose un pañ uelo a modo de má scara. Algunas barcas, grandes o pequeñ as, cabeceaban a lo lejos, mas ninguna parecí a querer acercarse a la isla. Acostado boca abajo, con la cabeza entre las manos, igual que antañ o hací a estando en el mar, durante las horas de descanso que concedí an a ia tripulació n en é pocas de calmas, pasaba el tiempo soñ ando y observando. Recordando los objetos de concha, de marfil y de coral que habí a en el gabinete del señ or Van Herzog, admiraba las incrustaciones de los moluscos y conchas azules, nacaradas o rosas, que formaban dibujos extrañ os, en el puntal del viejo andamiaje de madera carcomida por los gusanos de mar. Las fruslerí as que tanto estimaban en la casa grande le parecí an ahora un poco menos futiles, pues se aproximaban a las formas que el tiempo, el desgaste y la acció n lenta de los elementos, dan a las cosas. Una vez encontró una especie de galleta oblonga, de arena endurecida y solidificada, con un agujero semejante a la huella del pulgar, lo que la hací a parecerse a la paleta de un pintor. La naturaleza, igual que el hombre, fabrica hermosos objetos inú tiles. Ni una sola vez, en aquellas fastidiosas y prolongadas esperas, vio huellas de pasos humanos en la playa. Só lo los pá jaros dejaban las suyas en la arena, como si fueran estrellas, y tambié n los conejos dejaban sus señ ales saltarinas. Cascos de caballos horadaban en ocasiones la arena: un granjero del señ or Van Herzog habí a soltado una manada de caballos en el interior de la isla, y al cabo de algunos añ os se habí an marchado de allí. Aquellos hermosos animales eran demasiado salvajes para dejarse ver cuando era de dí a, pero a veces se les podí a vislumbrar al amanecer lamiendo la sal de los charcos que dejaba el mar.

 Pasado algú n tiempo, Nathanael dejó su inú til mosquetó n en casa, colgado de un clavo. Se contentaba con observar el mar desde lo alto de las dunas.

 Cuando el viento soplaba de firme, buscaba refugio entre las desmedradas plantaciones de pinos que se encontraban allí ‑ lo mismo que los caballos- desde antes de marcharse el granjero. En aquellos bosquecillos compactos, donde los á rboles se apoyaban uno contra otro para poder soportar los embates del viento, no se podí a uno perder como en un auté ntico bosque: el espacio vací o y desnudo era visible desde el otro extremo de los tú neles de ramas. Se estaba allí al abrigo, como en el interior de una iglesia. En un principio, parecí a reinar el silencio, pero aquel silencio, cuando se prestaba atenció n, se hallaba entretejido de rumores graves y dulces, tan fuertes que recordaban el rumor de las olas, y tan profundos como los de los ó rganos de las catedrales. Se los recibí a como una especie de vasta bendició n. Cada uno de los matojos, cada rama, cada tronco, se moví a con un ruido diferente, que iba desde el crujido al murmullo y al suspiro. Abajo, el mundo de los musgos y de los helechos estaba tranquilo.

 

 Pero lo má s bonito eran los millares de pá jaros que anidaban en la isla en tiempo de incubació n. Las zancudas, a orillas de los estanques, parecí an helarse al sol naciente. Algunas veces, aunque escasas, se las veí a caminar con paso cauteloso, desilusionadas cuando huí a su presa. Nathanael se sentí a repartido entre el gozo del pá jaro, cuando por fin atrapaba algo para su sustento, y el suplicio del pez, que era tragado vivo. Las ocas salvajes formaban nubes semejantes a banderolas, para luego dejarse caer, envueltas en una tempestad de gritos, sobre los pastos; los patos las precedí an o las seguí an; los cisnes formaban en el cielo su majestuoso á ngulo blanco. Nathanael sabí a que nada suyo era importante, para aquellas almas pertenecientes a otra especie; no le devolví an amor por amor; é l hubiera podido matarlas, de haber tenido el má s leve instinto de cazador pero, en cambio, no podí a ayudarlas en su existencia expuesta a los elementos y al hombre. Los conejos, que saltaban por entre las cortas hierbas de las dunas, tampoco eran amigos suyos, sino unos visitantes desconfiados, que salí an de sus madrigueras como si fueran de otro mundo. Escondido debajo de un arbusto, una vez los vio bailar al claro de luna. Por las mañ anas, las avefrí as ejecutaban en el cielo su vuelo nupcial, má s hermoso que ninguna de las figuras de los ballets del rey de Francia. Por la noche, las zancudas aú n seguí an allí. Un dí a en que el viejo Wilhelm vino a traerle sus ví veres, desapareció sú bitamente por detrá s de una duna, columpiando en la mano una cesta vací a. Iba a buscar huevos de avefrí a para la mesa del señ or Van Herzog, a quien los enviarí an en el pró ximo barco. Le ofreció unos cuantos a Nathanael, que no quiso cogerlos.

 Al instalarse en la isla se habí a imaginado estar lejos del mundo. Lo estaba, pero nada es tan perfecto como uno cree. La llegada semanal de Wilhelm lo devolví a a lo que é l habí a creí do abandonar. El viejo traí a, junto con los ví veres, las noticias del pueblo: una vaca o una yegua que habí an parido, el incendio de un almiar, una mujer apareada o un marido cornudo, un niñ o que nace o que muere, o, asimismo, la inexorable llegada del recaudador de impuestos. Hasta en algunas ocasiones le contó cosas de una ciudad que habí a sido sitiada o saqueada en Alemania.

 Pero sobre todo, y al revé s de lo que habí a creí do Nathanael, el viejo no iba a la isla só lo por é l. Una vez habí a depositado las correspondientes raciones en el quicio de la puerta, Wilhelm, con un saco al hombro, se encaminaba a la antigua granja, a una legua de allí, donde aú n viví an la viuda del granjero ‑ medio invá lida‑, y su hija valetudinarí a, propensa a unas crisis que la dejaban tendida en su jergó n, sin hablar ni comer, durante dí as enteros. Aquellas dos mujeres poseí an todaví a una vaca, unas cuantas gallinas y un campito en el que sembraban hortalizas. Pero ya era hora de que se ocuparan de ellas. Un agente del señ or Van Herzog habí a conseguido para ambas un puesto en el asilo de Horn, a partir de mediados del verano. Las llevarí an allí a la fuerza, si era preciso.

 Entretanto, el viejo propuso a Nathanael que lo acompañ ara a casa de las que é l llamaba «las locas». La legua de camino se le hizo larga al joven, que trataba de ocultar su cansancio y su respiració n entrecortada: no le gustaba parecer casi invá lido ante Wilhelm. Incluso se ofreció para hacer unos pequeñ os trabajos demasiado duros para aquellas mujeres, tales como retejar el tejado bajo del establo. A cambio de unas monedas, ellas le daban leche o dos o tres huevos. De este modo, reuní an un pequeñ o peculio para el asilo. Cuando la hija cincuentona estaba en sus malos dias, Nathanael ordeñ aba la vaca. Le gustaba aquella tarea, que no habí a vuelto a hacer desde que abandonó la Isla Perdida. El costado del animal era cá lido y rugoso, rojizo como la ladera de una montañ a cuando le da el sol. Para aquellas dos mujeres, por mucho cariñ o que le tuvieran a su vieja granja, que se les estaba cayendo encima, el asilo significarí a comer a horas fijas, tener una estufa que tirase bien en invierno, cotillear con otras mujeres, ir a la iglesia los domingos y darse un bañ o caliente los sá bados. Para la vaca, que ya no daba mucha leche, aquel cambio significarí a el matadero.

 El dí a en que se marcharon fue casi una fiesta. Varios mozos del pueblo habí an acudido allí acompañ ando a Wilhelm. La vieja quejumbrosa fue transportada en una improvisada silla, hecha con una sá bana que llevaban en bandolera dos de los jó venes. La loca los seguí a, sin entender muy bien lo que pasaba. Detrá s, y en ú ltimo lugar, vení a la vaca. Tambié n se llevaron ‑ para amansar a las mujeres y decidirlas a partir‑ un montó n de inú tiles cacharros. Nathanael convenció al viejo para que se quedara con la vaca hasta finales de otoñ o.

 La ausencia de sus vecinas lo dejó sin leche, pues la que le traí a el viejo se agriaba en seguida, o se agotaba; y sin huevos, cuando estaba vací o el gallinero de Wilhelm. Pero aquello no era lo má s importante. En la isla habí a dos presencias humanas y un animal domé stico menos. La soledad habí a aumentado.

 

 Sin embargo, no toda la isla se hallaba vací a de seres humanos. Wilhelm le estuvo hablando un dí a de un pueblo, en el que viví an unas veinte familias, a unas nueve leguas yendo hacia el Norte, en aquella parte de la isla que no pertenecí a al señ or Van Herzog. Aquellas chozas bajas se apiñ aban para protegerse del viento en torno a un puertecito redondo como un escudo. Los habitantes de Oudeschild, medio pescadores, medio agricultores, poseí an algo de cebada y unas cuantas cabezas de ganado. Wilhelm hizo el ademá n de empinar el codo, para indicar que tambié n tení an bebidas y que, en determinados dí as, la cerveza y la ginebra corrí an a mares. La comunidad se las arreglaba sin pastor, y las muchachas de la comarca tení an fama de no decir nunca que no. Wilhelm nunca habí a visitado aquellos lugares; el comercio que sus gentes mantení an con la tierra firme se hací a má s lejos, al Nordeste del Zuiderzee.

 Un dí a de agosto, Nathanael vio venir del interior de las tierras a dos robustos y alegres mozos, que montaban a pelo. Sus caballos procedí an de la manada abandonada, y los habí an domesticado como podí an. Los cabellos y las crines flotaban al viento. Medio desnudos, blancos y rubios, con la piel má s rojiza y curtida en aquellas partes de su cuerpo no cubiertas por los habituales trajes de faena, aquellos muchachos le hicieron el efecto a Nathanael de una aparició n: era como si la vida, para hacerle una visita hubiera adoptado la forma de aquellos hombres y de sus monturas. Pronto fraternizaron. Los visitantes echaron pie a tierra, para beber del mismo canillero, el agua del manantial, que Wilhelm almacenaba en un tonelillo, que llenaba cada semana, y en el que no se infiltraba el sabor a agua de mar. Le propusieron a Nathanael que se fuera con ellos al pueblo, a la otra punta de la isla. Lo traerí an a la mañ ana siguiente, o al otro dí a.

 Hací a ya mucho tiempo que Nathanael rechazaba cualquier clase de regocijo, por miedo a que un inesperado ataque de tos o un vó mito de sangre le estropearan la fiesta. Nunca acompañ ó a la feria a los criados del señ or Van Herzog, pero la alegrí a de aquellos mozos se le contagió. Subió a la grupa del caballo de Markus. Lukas pegaba con los talones en los flancos del suyo, para obligarlo a galopar. Los caballos galopaban sin ruido por la arena, o por la hierba rasa. Era agradable abrazarse al torso fuerte del que llevaba las bridas, y sentir su calor y su fuerza. Hasta el olor a sudor que exhala un cuerpo sano era bueno. La llegada al pueblo de Nathanael transformó la noche en una fiesta: hubo bromas, abrazos y bebidas; se hicieron crê pes, tirá ndolas al aire, para despué s comerlas. Las rollizas muchachas que nunca decí an que no, pero a las que Nathanael no dio ocasió n de decir sí, danzaron al son de la zanfoñ a, enlazadas por los mozos. Los viejos, sentados en un banco, golpeaban el suelo con los talones llevando el compá s de la contradanza. Nathanael ocupó su puesto en el regocijo popular, como si la debilidad, la fiebre y la tos hubieran desaparecido milagrosamente. Despreocupá ndose del porvenir, dejando atrá s diez añ os de su pasado, fue por unas horas de nuevo un marinero de dieciocho añ os. Pero al dí a siguiente, en el sobrado que ocupaban Markus y é l, le dio un ataque de tos y escondió el pañ uelo manchado de sangre. Poco acostumbrados a las enfermedades, los mozos creyeron que aquello era debido a la bebida del dí a anterior. Habí a que descartar el proyecto de hacer seis leguas a caballo estando enfermo, así que hicieron el trayecto en barca, casi como jugando. Dieron la vuelta lentamente a la costa má s resguardad de la isla, evitando los bancos de arena.

 Los muchachos llevaban a remolque un tonelillo de cerveza. Nathanael se negaba a beber, pero la alegrí a de sus compañ eros continuaba embriagá ndole. Le ayudaron a trepar a la duna que protegí a su casa del mar. Se separaron prometié ndose mutuamente volverse a ver: Nathanael sabí a que nunca má s volverí an a verse.

 Pocos dí as despué s, se enteró de que el señ or Hendrick Van Herzog, a quien sus negocios retenian en Brema, no acudì rí a a la isla aquel otoñ o.

 Nathanael habí a temido ciertos aspectos de aquella visita. Pensar en los zurrones repletos de pá jaros le daba horror. Pero la noticia fue como si cayera un pesado teló n que lo aislara aú n má s en su soledad. Se habí a imaginado a sí mismo como criado del señ or Hendrick, subiendo con é l al barco de pasajeros que habí a de transportarlos, pero no se veí a hacié ndolo solo. No obstante, el antiguo burgomaestre se habí a tomado el trabajo de añ adir, en su escueto billete, que suponí a curado a Nathanael, y dispuesto a reanudar sus servicios en la ciudad a prí ncipios de noviembre. Sin embargo, Nathanael estaba seguro de que no regresarí a en noviembre.

 

 

 El tiempo, entonces, dejó de existir. Era como si hubieran borrado las cifras en la esfera del rejoj, y la misma esfera palideciese como la luna en el cielo cuando es de dí a. Sin reloj de pared (el que habí a en la casita ya no funcionaba), ni reloj de bolsillo (nunca lo tuvo), sin el calendario de los pastores colgado de la pared, el tiempo pasaba tan rá pido como el rayo, o bien duraba eternamente. Salí a el sol, luego se ocultaba en un lugar apenas distinto del dí a anterior, un poco má s pronto cada tarde, un poco má s tarde cada mañ ana. El alba y el crepú sculo eran los ú nicos acontecimientos importantes. Algo fluí a entre ambos, que no era el tiempo, sino la vida. Las fases de la luz ya no importaban salvo que, cuando habí a luna llena, la arena brillaba ní vea. Ya no recordaba los nombres y dibujos de las constelaciones, que en otros tiempos se sabí a de memoria, cuando el piloto de la Thetys poní a rumbo a Aldebará n o a las Plé yades, mas poco importaba: de todas formas, los fuegos que en el cielo ardí an eran incomprensibles... Nubes y bancos de niebla los tapaban casi siempre, o bien reaparecí an, como amigos perdidos. Antes de que la enfermedad, al agravarse, le arrebatara poco a poco las fuerzas para amar algo con pasió n, amaba apasionadamente a la noche. Aquí parecí a ilimitada, todopoderosa: la noche en el mar prolongaba por todas partes la noche en la isla. En ocasiones salí a de la casa en la oscuridad, cuando ya apenas se distinguí a otra cosa que no fuera la masa blanca de las dunas, y por algú n resquicio, la blanca espuma del mar. Se quitaba la ropa y se dejaba penetrar por aquella oscuridad y aquel ví ento casi tibio. Se convertí a en una cosa entre las demá s cosas. No hubiera sabido explicar por qué, pero aquel contacto de su piel con la oscuridad lo conmoví a tanto como antañ o el amor. En otros momentos, el vací o nocturno era terrible.

 El dí a se subdividí a má s y má s. La sombra que los matojos proyectaban sobre la arena era como un reloj de sol. El contemplaba su giro. O bien, dejando que el suelo inestable huyera entre sus dedos, hací a un reloj de arena con sus manos, reloj que no marcaba ni segundos, ni minutos, ni horas: bastaba con aplastar el í nfimo montí culo con la palma de la mano para borrar aquella prueba de que habí a pasado el tiempo. Para no perder todo contacto con el almanaque de los hombres, hací a muescas con un cuchillo en una viga de madera, con objeto de saber los dí as que lo separaban de la llegada de Wilhelm. Bastaba con que se olvidara de hacerlo una tarde para estropearlo todo. Pero Wilhelm era cada vez menos puntual, desde que ya no quedaba nadie má s que é l en la isla. Cuando la esperada barca tardaba mucho en llegar, le entraba una angustia que no guardaba relació n con el pedazo de queso, la hogaza y las verduras marchitas por el aire del mar que la barca le traí a, ni siquiera con el agua potable, tan precí osa, sin embargo. Le parecí a que necesitaba ver el rostro del viejo Wilhelm para estar seguro de que tambié n é l lo tení a.

 Una vez, para demostrarse a sí mismo que aú n canservaba voz y lenguaje, pronunció en voz alta, no ya un nombre de mujer, sino su propio nombre. El sonido le dio miedo. El grito ronco de la gaviota, la queja del chorlito real, encerraban una llamada o una advertencia que otros individuos de la raza alada y con plumas entendí a; o, al menos, una seguridad de que existí an. Pero su nombre inú til le parecí a muerto, como lo estarí an todas las palabras de la lengua cuando ya nadie la hablase. Para afirmarse en el seno de tan vasto mundo, acaso hubiera debido cantar, como los pá jaros. Pero, aparte de que su voz era ronca y se quebraba en seguida, sabí a que habí a perdido para siempre las ganas de cantar.

 Poco a poco, el miedo, insidioso en un principio y que despué s fue aumentando hasta el frenesí, se instaló en su interior. Pero no era el miedo a la soledad, como habí a creí do, sino el miedo a morir, como si la muerte fuera má s ineluctable desde que estaba solo. Habí a que abandoná r la isla lo antes posible. ¿ Para ir a dó nde? La visita tan deseada de Wilhelm se convertí a en un peligro: su tos casi continua, la fiebre que se le notarí a en seguida, en cuanto le rozaran la mano, no escaparí an a la observació n del anciano; urdirí an algo, igual que lo hicieron con las dos mujeres; si no creí an posible trasladarlo a la casa grande, le buscarí an un ú ltimo asilo en la alquerí a llena de humo de Wilhelm, o en el hospicio de Horn. Por otra parte, Wilhelm debí a de estar deseando dejar sus travesí as por mar antes de que llegase el mal tiempo.

 Su sentido comú n le decí a que uno siempre muere solo, y no ignoraba que los animales se internan en la soledad para morir. No obstante, cuando le daban sus ahogos nocturnos, le parecí a que una presencia humana lo hubiese aliviado, aunque só lo hubiera sido la de Tim y Minne, que hubieran permanecido a su lado só lo para despojarle, aú n caliente, de sus cuatro pingos. Volví a a su memoria el mé dico del hospital de Amsterdam, recitando latí n a la cabecera de los agonizantes: no era eso lo que é l deseaba. Recordó algunas de sus veladas al lado del mestizo, acostado en el puente, a la sombra de un fardo de telas. Aquel hombre le habí a ayudado y mimado lo mejor que pudo; é l lo apreciaba y, sin embargo, el infecto hedor y su ojo medio fuera de la ó rbita le producí an ná useas; deseaba que muriese, aun cuando siguiera espantando, hasta el final, las moscas que se le posaban en la llaga. No pudo ofrecer al jesuita má s que un sorbo de agua, ni tampoco consiguió aliviar ni tranquilizar a Foy; en cuanto a Sarai, habí a exhalado su ú ltimo suspiro sin que é l sintiera nada, ni siquiera un estremecimiento, en los ú ltimos dí as que é l pasó en la casa grande de Amsterdam, quizá en el mismo momento en que la señ ora d'Ailly le daba un beso. En la plaza abarrotada de gente, Sarai habí a muerto sola.

 Subsistí a sin libros, pues no habí a encontrado en la casita má s que una Biblia, que acabó quemando a puñ ados un dí a en que no lograba encender la estufa. Mas ahora le parecí a que los libros que habí a leí do (¿ habrí a que juzgar por ellos a todos los demá s libros? ) no le habí an aportado gran cosa, menos quizá que el entusiasmo o la reflexió n que puso al leerlos; pensaba que, en todo caso, lo mejor en aquel momento era abstraerse por completo en la lectura del mundo que tení a ahora, por tan poco tiempo, ante los ojos, y que la suerte, por decirlo así, le habí a deparado. Leer libros hubiera sido igual que beber aguardiente: una manera de aturdirse para no estar allí: Y ademá s, ¿ qué eran los libros? Habí a trabajado demasiado, en casa de Elie, con aquellas hileras de plomo untadas de tinta... Cuanto má s penosas se hací an sus sensaciones corporales, má s necesario le parecí a, a fuerza de atenció n, tratar antes de seguir, ya que no de comprender, lo que se hací a y se deshací a en é l.

 Una o dos veces, siguiendo el consejo que las gentes de alzacuello y largas mangas negras daban desde el pú lpito, trató de hacer el balance dd su propio pasado lo mejor que pudo, pero fracasó. En primer lugar, no era especialmente su pasado; sino só lo cosas y gentes que se habí an ido encontrando por el camino; las volví a a ver, o al menos a algunas de ellas; é l, en cambio, no se veí a. A fin de cuentas, le parecí a que tanto los hombres como las circunstancias le habí an hecho má s beneficio que dañ o, que habí a gozado en el transcurso de sus dí as má a de lo que habí a sufrido, aunque sin duda con cosas que mucha gente no hubiese apreciado. Habí a conicido alegrí as que nadie parecí a tener en cuenta; como el hecho de mordisquear una hierbecilla. Nunca habí a sido rico, ni famoso, pero tampoco deseó ser ni una cosa, ni otra. Creí a asimismo no haberle hecho dañ o a nadie, ni siquiera a un pá jaro tirá ndole una piedra, ni recordaba ninguna palabra cruel que supurase en la memoria de alguien. Si así era, la suerte tuvo mucho que ver en ello. Hubiera podido matar al gordo de Greenwich y por pura casualidad no lo hizo. Si Sarai le hubiera propuesto abiertamente que vendiese para ella el producto de un robo, puede que le hubiese dí cho que sí, por cobardí a y pasió n.



  

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