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UN HOMBRE OSCURO 7 страница



 ‑ EI señ or Van Herzog se alegrará de poseer estos papeles ‑ dijo Nathanael.

 El enfermo tendió, hosco, las manos.

 ‑ ¿ No te has fijado en que le falta el tí tulo? Y tengo que repasar algunas pá ginas ¿ Estamos a martes? Le dirá s que te he mandado volver el pró ximo martes.

 Nathanael dejó los papeles encima de la cama. Belmonte se llevó el pañ uelo a la boca y el joven mensajero vio que se empapaba de sangre espumosa.

 Inquieto, preguntó:

 ‑ ¿ Desea el señ or que me quede un poco má s?

 ‑ No ‑ repuso Belmonte‑. No es nada. No te olvides de dejar la puerta entreabierta. Estoy esperando al mé dico.

 Nathanael se introdujo por la oscura escalera. En el rellano de abajo oyó los pasos rá pidos de un hombre que subí a. Se arrimó a la pared para dejarlo pasar. Era un individuo vestido de negro, con cuello puñ os blancos. En la oscuridad, se distinguí a mal su rostro, pero su vigor denotaba que todavia era joven. Llevaba una cartera pequeñ a, con la que golpeó sin querer a Nathanael al pasar, por lo que se disculpó gruñ endo. «Será el mé dico del barrio» ‑ pensó el criado.

 De regreso junto al señ or Van Herzog, le dio parte de lo que habí a visto y oí do, sin relatarle, no obstante, punto por punto, todas las palabras del señ or Belmonte. Ademá s, hubiera sido incapaz de hacerlo. Aquel torrente de palabras que, en el primer momento, lo habí a dejado anonadado, parecí a haberse metido bajo tierra. Y, por otra parte, Nathanael se preguntaba si Belmonte no habrí a hablado só lo para sí mismo.

 ‑ ¿ Llegará hasta el martes?

 ‑ Aú n parece robusto ‑ respondió evasivamente el joven.

 De hecho, le resultaba penoso pensar que Belmonte pudiera morir. Algo dentro de é l deseaba que aquel enfermo fuera inmortal.

 ‑ Hasta cuando é ramos jó venes ‑ prosiguió pensativamente Gerrit Van Herzog‑ siempre fue muy cauto... Le habrá ordenado a la dueñ a de la casa que, en caso de morir, me entreguen a mí sus papeles... Pero no os olvidé is de ir a su casa el martes por la mañ ana. Me traeré is su obra con tí tulo o sin é l.

 Pero al martes siguiente, que era un diecisé is de agosto, la señ ora d'Ailly dio un concierto de mú sica de cá mara. Se daba por descontado que, en estas ocasiones, Nathanael se poní a la librea y se encargaba del servicio. El señ or se contentó con recomendarle que, al dí a sí guiente, fuera muy temprano a la calle de los Hojalateros.

 Aquel mié rcoles era má s hú medo y cá lido, pero con menos sol, que el martes de la semana anterior. La temperatura afectaba bastante a Nathanael, que se encaminó, con paso má s lento, al centro de la ciudad, del lado de la Juderí a, evitando, empero, en lo posible, todo lo que pudiera acercarlo a Mevrouw Loubah y a su hija. La calle de los Hojalateros se hallaba situada entre el barrio cristiano y el barrio judí o, como el destino del filó sofo, a quien los unos rechazaban y los otros reprobaban. La barrera de madera del jardincillo estaba abierta. La gruesa propietaria de la casa se estaba abanicando con un trapo. Sin molestarse en preguntar esta vez, Nathanael subió directamente a la buhardilla.

 Al revé s de lo que esperaba, la puerta estaba cerrada, pero só lo con el picaporte. La estancia estaba vací a. Faltaba en ella no só lo el individuo, hací a poco acostado en una cama, sino asimismo los muebles. Los cristales, las paredes, todo estaba limpio, como si hubieran hecho una limpieza general, pero en un rincó n habí a un montó n de polvo y de desperdicios, que parecí an haber sido empujados allí con una escoba. En las desgastadas baldosas del pavimento sc veí an los agujeros que habí an dejado las patas de la cama.

 Nathanael bajó a paso lento. En el jardincillo, la mujer del trapo seguí a abanicá ndose. Nathanael se sentó a su lado en el banco.

 ‑ ¡ Ah! ‑ exclamó ella‑. Me habé is asustado.

 ‑ ¿ Se han llevado al señ or Belmonte al hospital?

 ‑ Al cementerio de los judí os ‑ dijo la mujer sin la menor í nflexió n en la voz‑. Aunque, al parecer, no querí an enterrarlo.

 ‑ Pero, ¿ y sus ropas? ¿ Y sus papeles?

 ‑ Sus ropas no valí an ni tres centavos. Avisé a su hija inmediatamente.

 ‑ No sabí amos que tuviera una hija ‑ dijo Nathanael incluyendo al señ or Van Herzog en su respuesta, sin darse cuenta.

 ‑ Sí, tení a una hija bastarda. Un hombre tan correcto... Pero fue joven, como todos nosotros... La hija tiene una tienda en Haarlem. La mandé avisar enseguida para que no me acusaran de robar los muebles de un inquilino.

 ‑ ¿ Cuá ndo sucedió?

 ‑ Hará unos ocho dí as... Un martes. El mé dico siempre vení a a verlo en martes. Subió al anochecer y estuvo dos horas con el enfermo. Lo sé porque lo vi subir por la escalera, y no bajó hasta que se hizo de noche. Entretanto, mi inquilino murió. Fue el mé dico quien me pidió que llamase a su familia. Parecí a inquieto por el pago de sus honorarios. Pero ya le han pagado.

 Ocho dí as. Nathanael comprendió que habí a asistido a la ú ltima visita del mé dico.

 ‑ La hija es atenta ‑ dijo la propietaria de la casa muy convencida‑. Fue a buscar a un revendedor, que se llevó los muebles.

 ‑ Pero, ¿ y las ropas? ¿ Y los papeles?

 ‑ Vendieron inmediatamente las ropas a un ropavejero que pasaba por aquí.

 ‑ ¿ Y los papeles?

 ‑ El ropavejero no quiso cogerlos. Entonces, la hija bajó y los tiró al canal. El habí a tenido algunos disgustos con los de su relí gió n, sabe usted, así que su hija no tení a gran empeñ o en conservar esos papeles.

 Nathanael contempló el agua estancada. Desde que habí an construido aquel canal, ¡ cuá ntas cosas habrí an arrojado allí dentro! Desperdí cios de alimentos, fetos, carroñ as de animales, acaso uno o dos cadá veres... Pensó en aquel agujero que era la Nada, o Dios.

 Se despidió de la mujer.

 ‑ Me acuerdo de vuestra cara ‑ dijo la mujer, lo mismo que Belmonte ocho dí as atrá s‑. Vos tambié n subisteis a verlo aquel dí a o fue el dí a anterior? Tengo buena memoria.

 ‑ Soy recadero.

 ‑ Eso es ‑ dijo ella‑. Siempre llamaba a alguien para que le subiera cerveza y comida de las tabernas del barrio. Espero que os habrá pagado.

 Nathanael asintió con una señ a. Ella le dio las buenas tardes.

 Regresó, a la casa grande má s triste que sorprendido. Pensaba en aquellas letras diluidas por el agua y en las cuartillas reblandecidas y flá ccidas deshacié ndose en el cieno. Acaso no fuera una suerte peor para ellas que la imprenta de Elie.

 No fue esa la opinió n de Gerrit Van Hereog. El anciano permaneció sentado un momento ante su mesa de trabajo, con la mandí bula colgando.

 ‑ Así que ya murió...

 Y dando unos golpecitos secos sobre la mesa prosí guió:

 ‑ No lo volveré a ver.

 ‑ Me sorprende que el señ or no fuese a visitarlo.

 ‑ ¿ Yo? ¿ Subir cinco pisos?

 ‑ El señ or hubiera podido enviar su coche para ir a buscarlo ‑ murmuró Nathanael.

 ‑ Mi pusició n me prohibí a el trato con un hombre tan comprometido ‑ dijo brevemente el señ or Van Herzog‑. Mas puede que se nos haya escurrido de entre las manos una obra maestra. Hubierais debido quedaros con el manuscrito, cuando é l os lo dejó coger.

 ‑ Que el señ or me perdone. Me hubiera dado vergü enza llevarle la contraria a un enfermo. El señ or Van Herzog admitió con gravedad aquel hecho y luego dijo:

 ‑ Nunca sabremos lo que poní an aquellas pá ginas, a menos que é l os haya dicho algo.

 ‑ Eran unas palabras harto abstrusas para que pudiera entenderlas un criado.

 La ré plica de Nathanael pareció gustar al señ or Van Herzog. Despué s de todo, era justo y natural que las palabras de un filó sofo fueran inaccesibles a un criado, por muy instruido que é ste fuera.

 ‑ Podé is retiraros ‑ dijo el antiguo burgomaestre.

 Pero a la hora de acostarse, tras el dedo de vino de Madeira que solí a tomar antes de meterse en la cama, fue má s locuaz.

 ‑ Lo habé is conocido cuando ya era una ruina ‑ dijo sú bitamente con los ojos inundados de lá grimas‑. Yo viví y viajé en su compañ í a antes de que cumpliera treinta añ os, cuando aú n poseí a dinero y la consí deració n de todos. Jamá s he visto a un hombre má s libre, má s lú cido, ni má s grande... Sus ganas de vivir abarcaban todas las cosas. Recorrimos juntos Italia y Alemaní a: siempre iba, por decirlo así, a un paso por delante de mí... Pero en Amsterdam... Todos volvernos, en suma, a la concha donde Dios nos colocó. Yo hice carrera... Me casé con una mujer de buena familia... Y todaví a, si é l hubiera permanecido entre los judí os bien considerados por sus riquezas, y su rango entre los suyos... Prefirió romper con ellos para irse a vivir solo, en una buhardilla, como si fuera verdad que se puede estar solo... Ademá s, se asegura que sus ú ltimas amistades... Tal vez no sean má s que habladurí as. En lo que a mí concierne, siempre me mantuve en mi puesto sin decir ni una palabra.

 Se detuvo al comprobar que le estaba haciendo confidencí as a un criado. Tendido en la cama, sin almohada, metido entre las sá banas y con una vela encendida en la mesilla de noche, parecí a má s muerto que Belmonte dos horas antes de su fallecimiento, con veinte añ os má s, aunque probablemente ambos amigos tuvieran la misma edad. No le fue posible dejar de murmurar, esta vez para sí:

 ‑ No obstante, le hice un insigne favor mandando publicar su libro. Nunca me lo agradeció. Y eso fue todo. Nathanael creyó ver resbalar unas lá grimas por las hundidas mejillas, pero no habí a buena luz en la habitació n. Sentí a rencor hacia el viejo, por haber apartado de aquel modo al amigo de su juventud, al enfermo que habí a luchado y sudado bajo las mantas. No demostraba tener buen corazó n.

 El señ or le pidió que apagase la vela.

 

 

 Pasaron unos meses. Cuando llegó el otoñ o, Mevrouw Clara tuvo que solicitar por ví a jerá rquica ‑ es decir, por mediació n de la señ ora d'Ailly‑ que Nathanael no saliera a hacer recados cuando hací a mal tiempo, para que su tos no empeorase. No obstante en noviembre, tuvo que ir una vez a la imprenta de Elie, pese a que caí a una lluvia fina, con objeto de recuperar algunos de los libros de Belmonte que no se habí an vendido, que el señ or habí a comprado... La idea de volver a ver a su antiguo patró n no le molestaba en absoluto. Se sentí a ya muy lejos de todo aquello.

 No lo vio, pues Elie habí a salido o fingió haberlo hecho. Los empleados eran todos nuevos. Al salir del patio, vislumbró a Jan de Velde, que salí a de una callejuela lateral y caminaba riendo muy alto, en compañ í a de un muchacho joven. Tanto mejor para é l.

 El camino de vuelta pasaba por la Kalverstraat. En un rincó n habí a unas viejas barracas de feria, que dejaban montadas allí todo el añ o. Algunas, las alquilaban temporalmente a charlatanes ambulantes o a exhibidores de espectá culos. Una de ellas se hallaba iluminada: allí exhibí an, mediante la entrega de medio florí n, un tigre traí do de las Indias. Habí a cola. Nathanael llevaba dinero aquel dí a y nunca habí a tenido la ocasió n de ver un tigre. Le apeteció ver ese bello animal feroz, apenas má s carní voro ‑ pensó ‑ que la raza de los hombres, y en cuyos hermosos ojos brilla una llamita verde. Habí a un cartel pequeñ o colgado en la puerta, que le produjo un sobresalto: la entrada era gratuita para todo el que trajese un perro, o cualquier otro animal en buen estado de salud, del que quisiera deshacerse. Precisamente, cerca de é l, una burguesa de media edad, aú n vistosa con su traje de color pardo y su cuello blanco, llevaba en brazos a un perrito de aguas, un cachorro de apenas dos o tres meses. La mujer comprendió que el joven la miraba con reproche.

 ‑ Mi perra ha tenido una camada. Hemos conseguido colocar a la mayorí a, pero no sé qué hacer con é ste.

 Nathanael sacó su medio florí n.

 ‑ Dá dmelo a mí.

 Ella le tendió la bolita caliente. Renunciando a contemplar a la fiera enjaulada, Nathanael regresó a casa, es decir, a la pequeñ a habitació n que continuaba ocupando al lado de Mevrouw Clara. La historia del perrillo conmovió a todo el mundo. La cocinera se encargó de prepararle las comidas; Mevrouw Clara no estaba muy satisfecha: aquel perro aú n no bien adiestrado comprometí a la limpieza de la habitació n, pero no dijo nada. Nathanael peinó, cepilló y lavó al animalito. No se cansaba de sacarlo al jardí n en sus ratos libres. Sentí a gran alegrí a por haber arrancado el cuerpecillo tierno a los dientes del tigre, aunque no sin pensar que, despué s de todo, es propio de una fiera devorar legí timamente la carne viva. Daba igual. Aquella mujer que pensaba sacrificar con tanta tranquilidad a una criatura indefensa le daba horror. Le parecí a que en ella se condensaba toda la crueldad existente en el mundo.

 Mevrouw Clara gruñ ó, sin embargo, cuando lo vio, empapado hasta los huesos, paseando a Rescatado (le habí a puesto este nombre) bajo los á rboles del paseo. Ahora que Nathanael se habí a encariñ ado con aquel inocente pedazo de vida, le parecí a esencial asegurar su supervivencia, incluso si algú n dí a su salud le obligaba a dejar la casa grande. Colocó a Rescatado en una cesta y habló con la doncella de la señ ora d'Ailly, para que é sta le concediese el honor de recibirlo.

 Llamó a la puerta. La señ ora estaba sentada al claviordio, en su saló n azul. Ya conocí a la historia del perro y lo acariciaba con cariñ o siempre que lo veí a en el jardí n. Nathanael se lo ofreció, mostrá ndole cuá n bonito se habí a puesto Rescatado.

 ‑ ¿ Y por qué me lo dais a mí? Sé que lo queré is mucñ o...

 ‑ Me gustarí a que perteneciese a la señ ora.

 La señ ora d'Ailly sacó a Rescatado de la cesta y se lo puso en las rodillas para acariciarlo. Nathanael tambié n lo festejaba, tí midamente, señ alando a la señ ora las largas orejas, el pelo abundante y liso, de color caoba, que contrastaba con las patas blancas. Durante un instante, menos aú n de un instante, su mano rozó sin querer el brazo desnudo envuelto en encajes. La señ ora no dijo nada: acaso no se habia dado cuenta de un roce tan tenue y é l lo prolongó un poco má s, para no parecer haberlo percibido é l mismo conscientemente; tal vez aquel incidente le parecí a a ella muy poco importante, y no se ofuscaba por ello... A é l, el contacto con aquella delicada epidermis le hizo el efecto de una dulce quemadura. Ninguna mujer le habí a parecido nunca tan pura, ni tan tierna como aquella.

 

 El perro lo acercó a ella. Cuando hací a buen tiempo, ella le mandaba subir y pasear a Rescatado.

 Cuando llegó diciembre, volvió a enfermar de pleuresí a. Se curó pronto, pero el dí a de Reyes, cuando estaban preparando un buen fuego en el saló n, para recibir a los niñ os que cantan a la Estrella, y a quienes se acostumbra obsequiar con cerveza caliente, trató de subir un cesto de carbó n y se desplomó en el suelo escupiendo sangre. Mevrouw Clara lo metió en la cama con severas prescripciones. La señ ora se informaba sobre su salud. Dos o tres veces se tomó el trabajo de bajar a verlo, para llevarle pastillas o jarabe para la tos. No hací a má s que entrar y salir, pero dejaba tras ella un rico olor a verbena. A é l le daba vergü enza que lo viera allí acostado, sin afeitar, mal peinado y con el cuello flaco asomando por la camisa de tela blanca. Pero, sin duda, la señ ora d'Ailly iba a verlo por compasió n, y no se fijaba en aquellos detalles.

 En cuanto mejoró un poco, volvió a trabajar en casa. Ya só lo le encargaban tareas pequeñ as. Una criada vieja, que acababa de entrar en la casa, era la que ayudaba, junto con Mevrouw Clara, a acostar al señ or. Por consideració n a su ronquera cró nica, el señ or ya no le pedí a quc le leyese en voz alta, pero aú n conservaba su puesto en un rincó n del gabinete del antiguo burgomaestre; limpiaba el polvo de los objetos de arte y demá s curiosidades, afilaba las plumas, otdenaba los papeles y hací a una lista de ellos cuando se lo pedí a el señ or, pues tení a una bonita letra. El señ or, aun cuando tratase de disimularlo, se mantení a a cierta distancia de la tos de Nathanael. Los criados hací an lo mismo. Por las noches, le serví an la cena en la cocina, al lado de la lumbre, lejos de la mesa grande en donde se sentaban los demá s. Esto significaba al mismo tiempo un favor y una precaució n. Percatá ndose de que lo tení an allí por compasió n, Nathanael se hubiera marchado de haber sabido a dó nde ir, pero aú n no estaba tan enfermo como para que lo admitiesen en el hospital.

 Aquella situació n tuvo por fí n un desenlace sencillo. Una mañ ana de marzo, el señ or le disparó una pregunta a quemarropa, como tení a por costumbre:

 ‑ ¿ Sabé is disparar?

 Nathanael se sobresaltó, como quien oye un tiro. La pregunta era tan inesperada que no lograba comprender.

 Por fin contestó:

 ‑ Me ejercité a bordo de la Thetys, pero nunca fui un buen tirador.

 ‑ Mejor, despué s de todo dijo enigmá ticamente el señ or Van Herzog.

 La explicació n llegó poco despué s. El señ or poseí a; en una isla frisona, de la que le pertenecí a al menos la mitad, una casita que solí a utilizar en otros tiempos, cuando llegaba la estació n de la caza. Ya no iba nunca por allí, pero su sobrino, el señ or Hendryck Van Herzog, iba casi todos los añ os. El ú ltimo guarda qué tuvieron, harto de soledad, se habí a largado un añ o antes. El aire sano del mar fortalecerí a a Nathanael. Un campesino, que viví a en tierra firme, le llevarí a provisiones todas las semanas, igual que lo hací a en tiempos del antiguo guarda. La obligació n de Nathanael consistiria en mantener limpias las pocas habitaciones de la casa para cuando llegara el joven Hendryck, y en dejarse ver de cuando en cuando con el mosquete, por el ú nico embarcadero que habí a en la costa, para amedrentar a los cazadores furtivos atraí dos por aquella isla llena de pá jaros.

 ‑ ¿ Y si por casualidad fueran ná ufragos? ‑ se atrevió a decir Nathanael.

 ‑ Los conocerí as por su aspecto.

 Má s valí a ‑ reiteró el señ or‑ que se limitara a asustar a los intrusos, sí n disparar con mucha punterí a: meterle una bala en la cabeza al hijo de un granjero o a un notable frisó n podí a traer malas consecuencias. Pero tales í noportudidades no se daban con frecuencia, vista la distancia por mar y el peligro de embarrancar en los bancos de arena, a menos de conocerse de memoria la configuració n de los canales.

 En invierno, no habí a ningú n peligro, pues las aves migratorias abandonaban la isla y la tempestad bastaba por si sola para defender las costas. Nathanael regresarí a en octubre, con el joven Hendryck y sus cenachos repletos de caza.

 La idea de aquella soledad hizo latir el corazó n de Nathanael. Recordaba la Isla Perdida y el agrabable olor de las plantas silvestres que subia de las landas. ¿ Quié n sabe si no le bastarí a, para curarse, con unos meses de gran susiego? Despué s de todo, aú n no tení a má s que veintisiete añ os. Inmediatamente recordó que Foy era mucho má s joven que é l cuando se la llevó el mismo mal, y que el aire marino no sirvió para protegetla, ni para curarla. Pero Foy era una nma frá gil. Otro pensamiento, que no se atreví a ni a formularse siquiera, vino a turbar sus ansias de soledad: durante largos meses le serí a imposible ver a la señ ora andando por el brillante «parquet», en compañ í a de Rescatado, ni volverí a a contemplar su sonrisa. Pero se hubiera ruborizado, de seguir mucho tiempo con semejantes ideas: la señ ora, igual que todos, aprobaba aquel proyecto.

 Incluso mantuvo ciertos conciliá bulos con Mevrouw Clara para decidir lo que convení a prever para el nuevo guarda en cuanto a ropa, medicamentos y alimentos en conserva, para el caso de que el proveedor de tierra firme no apareciese en el dí a previsto. Metieron todas aquellas cosas dentro de varias bolsas y talegos.

 La ví spera de su marcha, Nathanael se despidió del señ or, quien condescendió hasta el punto de darle la mano, siempre algo frí a, y le deseó que prosperase y se portara bien. Era la fó rmula que solí a emplear en aquellas ocasiones.

 Llamó seguidamente a la puerta de la habitació n azul. La señ ora le abrió en persona. El perrillo saltaba ladrando a su alrededor. Nathanael se arrodilló para acariciar a Rescatado. Cuando se levantó, elia le dijo:

 ‑ Lo cuidaremos bien, y lo volveré is a ver en otoñ o.

 Aquellas palabras fueron un bá lsamo para su corazó n, aunque nunca como entonces le pareciera tan larga y penosa la separació n. Se preguntó si la señ ora le tenderí a tambié n la mano y si, en caso de hacerlo, se atreverí a é l a besá rsela. Pero el besamanos no es una cortesí a propia de un lacayo. Mientras se preguntaba todo esto, ella se le acercó y lo besó en los labios, con un beso tan leve, tan rá pido y, sin embargo, tan firme, que é l dio un paso atrá s, como ante la visitació n de un á ngel. Ambos permanecí an en el umbral de la puerta. La señ ora le dijo adió s con su hermosa mirada que no sonreí a y cerró la puerta.

 Al dí a siguiente, cargaron su equipaje en la barca amarrada al fondo del jará í n. Mevrouw Clara lo acompañ ó hasta el embarcadero, en donde se tomaba el barco de pasajeros. Gentes diversas se agitaban por el muelle y obstruí an la pasarela, como siempre que va a salir un barco. Nathanael, acodado a la borda, hizo unas señ as de adió s a la caritativa ama de llaves, que se mantení a a cierta distancia, benevolente y serí a, como de costumbre. Aquella mujer de pelo estirado volvió a recordarle a la Muerte, y tuvo que repetirse que era absurda aquella superstició n: la muerte se halla dentro de nosotros.

 

 Hací a buen tiempo. No se veí a ni una ola en el Zuidersee. Habí a una cabina grande y unas cuantas mesas en el puente, así como un mostrador en el que serví an bebidas, carnes frí as y buñ uelos fritos. Nathanael llevaba su comida, pero fue a tumbarse en uno de los bancos colocados a lo largo de la pared exterior de aquella cabina. Una de sus bolsas le serví a de almohada. El ruido de las cuerdas al ser arrojadas al muelle y el chirrido de la pasarela lo despertaban en todas las paradas: el tumulto de Amsterdam se reproducí a en miniatura. Subí an y bajaban gentes. Un olor intenso a buñ uelos se escapaba por la ventana abierta de la cabina, junto con ruido de voces.

 Nathanael se incorporó para ver a las personas que hablaban y reí an tan alto. Eran dos parejas: dos mujeres de aspecto vulgar, vestidas con ostentació n y mal gusto, a las que no se sabí a có mo clasificar, si como tenderas endomingadas o como mujeres pú blicas acomodadas; probablemente eran lo uno y lo otro. Una de ellas, gorda y bajita, llevaba en el dedo una gruesa alianza de oro. Para Nathanael, que siempre trataba de encontrar parecidos entre los animales y los hombres, los dos individuos que las acompañ aban eran dos cerdos.

 ‑ ¿ No han molestado a la vieja?

 ‑ ¡ Ni hablar! Si hubieran podido echarle el guante, hace ya tiempo que lo hubieran hecho...

 ‑ De todas formas, echará de menos a su hija...

 ‑ ¿ A su hija? Nadie la vio parir, que yo sepa... Pero difí cil será que encuentre a otra igual, tan hermosa y con los dedos tan á giles.

 ‑ ¿ Hermosa? ‑ repuso la voz agria de una de las mujeres‑. Bueno, si quieres, una judí a hermosa...

 ‑ Hermosa y basta ‑ dijo el má s grueso de los dos cerdos‑. Yo la ví de muy cerca. Estaba justo debajo de ella.

 Aquella confesió n hizo soltar unas cuantas risotadas a las mujeres.

 ‑ No me importa. Estoy endemoniadamente contento de haber ido a Nimega el martes, a la feria de caballos...

 ‑ ¿ Y a qué fuiste tú a Nimega? ‑ preguntó el má s delgado de los cochinos, con acento suspicaz‑. Tú no eres chalá n.

 ‑ No te inquietes: no es la clase de trabajos que tú sueles hacer. La plaza estaba tan abarrotada de gente que mi cliente y yo nos salimos del «Perro de Oro» para ver mejor. Valí a la pena: mil tá leros robados de las calzas de un capitá n de Hannover.

 ‑ ¿ Operaba ella sola?

 ‑ Parece ser que sí.

 ‑ Hace no mucho tiempo, en Amsterdam, tení a un marido, que debí a ser un asno ‑ dijo la hembra que permanecí a callada hasta entonces‑. Se largó en cuanto olió la soga. Una cosa es tener una mujer que traiga dinero a casa y otra arriesgarse a que le cuelguen a uno.

 ‑ Cuando apareció se hubiera podido oí r volar a una mosca ‑ prosiguió el cerdo con la boca llena‑. Iba cantá ndo; cuá ndo subió las escaleras.

 ‑ ¿ Y qué cantaba? ¿ Himnos?

 ‑ Nada de eso. Cantaba coplas. Y cuando llegó arriba, rechazó al hombre rojo, vamos, ya sabes, a ese cuyo nombre trae mala suerte. Un poco má s y lo tira escaleras abajo. Y saltó ella sola, de golpe. La cuerda le hizo dar en el aí re dos o tres volteretas, y todos en la plaza se enteraron de que tení a las piernas bonitas.

 ‑ ¿ Só lo las piernas?

 ‑ Es una pena, pero no pude ver má s. Por culpa de los refajos...

 ‑ ¿ Se sabe dó nde está escondido el dinero de Dormund?

 ‑ La Loubah lo sabe...

 Y acercá ndose a su compadre, le murmuró algo al oí do.



  

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