Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





UN HOMBRE OSCURO 6 страница



 Nathanael circulaba discretamente, durante las pausas que hací an los mú sicos, ofreciendo café y bebidas heladas. La señ ora d'Ailly, sentada al teclado, se volví a para coger una taza o un vaso, separando ligeramente las rodillas bajo los hermosos pliegues de su traje de tafetá n moaré. Inmediatamente se empezaban a oí r de nuevo las conversaciones, en las que destacaba el timbre agudo de las mujeres; se prodigaban los esperados elogios a los ejecutantes, mas pronto las frases acababan por convertirse en banales cotilleos de ciudad de provincias, en comentarios sobre la habilidad de una modista, preocupaciones de salud y, algunas veces, por detrá s del abanico, en una furtiva charla con un galá n. Pese a que las gentes se despidieran con el nombre de una composició n italiana en los labios, sustituí an sin el menor embarazo aquellos melodiosos sonidos por sus propios susurros y risitas, o por los gritos llamando al cochero o al criado encargado de llevar el farol.

 Peor aú n, en cuanto acababa una sonata o un cuarteto, estallaban los aplausos con tanta premura que parecí a como si aquellas personas estuvieran esperando el momento de poder hacer ruido a su vez. Un horrible estruendo, como de palas, que hací a florecer una sonrisa en el rostro de los mú sicos y los obligaba a doblarse en dos, en una reverencia satisfecha, sucedí a como una revuelta a un ú ltimo acorde dulce como una reconciliació n. Cuando ya el arpa se hallaba guardado en su funda y los violines en su estuche, debajo del brazo de sus dueñ os, la señ ora se quedaba sola en la estancia vací a, se acercaba soñ adora a un espejo y se retocaba uno de sus rizos o se recomponí a la gargantilla. Antes de cerrar el clavicordio, posaba a veces un dedo distraí do sobre una tecla. Aquel sonido ú nico se derramaba como una perla, o como una lá grima. Pleno, desprendido, sencillo y natural como el de una gota de agua solitaria que cae, era má s hermoso que todos los demá s sonidos.

 

 Fue asimismo en la casa grande donde Nathanael pudo contemplar por primera vez, al limpiarles el polvo, algunas pinturas. De niñ o, las estampas de la Biblia de su madre le habí an enseñ ado que pueden reproducirse imá genes en un papel, con mayor o menor parecido, de las cosas visibles y aun invisibles. Recordaba sobre todo el dibujo de un ojo inserto en un triá ngulo. Má s tarde, observó los grabados de los libros de Elie: la idea que é l se habí a formado de los personajes de fá bula de allí procedí a. Pero el señ or Van Herzog poseí a muchas má s cosas: una docena de cuadros, grandes y pequeñ os, embadurnados de color, que dejaban traslucir, aquí y allá, las pinceladas del pintor, y que estaban enmarcados con é bano, o con madera sobredorada. Le habí an advertido que tuviera gran cuidado con ellos, pues valí an mucho dinero. Llegó un dí a en que se puso a contemplarlos detenidamente.

 El antiguo burgomaestre tení a en su gabinete dos cuadros del puerto de Amsterdam, con unas galeras en rada. Los retratos de sus padres, vestidos como en otros tiempos, adornaban su alcoba. Se decí a que en la habitació n azul de la señ ora d'Ailly (Nathanael nunca habí a entrado en ella, pues la doncella la arreglaba ella misma todas las mañ anas) habí a un cuadrito que escandalizaba mucho a las sirvientas. Lo poco que Nathanael recordaba de Ovidio le hizo adivinar que se trataba de una Diana en el bañ o. La señ ora conservaba tambié n una miniatura de su difunto marido, que habí a sido un apuesto cabaIlero con una fina perilla negra.

 En la sala habí a dos cuadros muy grandes uno frente al otro. El señ or los habí a comprado en Roma, en su juventud. Nathanael descifró en seguida el tema de uno de ellos: representaba a Judith. Segú n le dijeron despué s, era una obra maestra del claroscuro, es decir, que en é l un poco de dí a se mezclaba a mucha noche. Una mujer, de suntuosos pechos desnudos, con el vientre semivelado por una gasa, llevaba en sus manos la cabeza de un decapitado. El artista se habí a complacido seguramente oponiendo el blanco lí vido de aquella cabeza sanguinolenta al blanco dorado de aquellos pechos. El cuerpo truncado yací a en la cama; tambié n estaba desnudo, apenas tapado por unos discretos pliegues de tela que, junto con los de la sá bana arrugada, ofrecí an otro efecto distinto de blancura. El pintor darí a, seguramente, un paso atrá s, para mejor apreciar el contraste. Una negrita abrochaba una capa negra al cuello de su señ ora. El cabo de vela que habí a en un rincó n iluminaba un puñ al chorreando sangre. Un poco de luz del alba entraba por el vano de la puerta. En cambio, el otro cuadro representaba una escena a plena luz del dí a: en una plaza rodeada de columnas se veí a a un apuesto joven muy afligido, casi desnudo, pero coronado de laureles despidié ndose de una mujer desvanecida. Segú n el señ or Van Herzog, a quien no disgustaba instruir a su crí ado en historia de Roma, eran Berenice y Tito. Nathanael habí a leí do en algú n sitio que Tito era bajo y gordo, y Berenice una experta cincuentona, que sin duda no se parecí a nada a la encantadora mujer desmayada. Ademá s, pensaba para sus adentros que era muy dudoso el que un advenedizo, deseoso de casarse con una reina, y una reina que soñ aba con llevar a emperatriz hubieran sido ‑ como afirmaba devotamente el señ or Van Herzog‑ un hermoso ejemplo de amor puro, y todaví a má s dudoso que unos papanatas, con cascos y turbantes, estuvieran allí contemplando sus adioses.

 Cierto era que la historia no tení a por qué ser reproducida con toda fidelidad en unos lienzos enmarcados en dorado, pero le parecí a que la falsedad de los sentimientos respondí a en este caso a la falsedad de los ademanes.

 Lo má s extrañ o era el comportamiento del señ or y de sus hué spedes ante aquellas pinturas. A decir verdad, casi nadie las miraba. No obstante, el antiguo burgomaestre las mostraba al evocar sus viajes, o recordaba ‑ lo que parecí a realzar sus mé ritos‑ que se las habí a comprado por mucho dinero a un tal prí ncipe Aldobrandini. Ni é l ni sus amigos parecí an asustarse ni, al parecer, conmoverse por los pechos provocativos de Judith, mientras que, en cambio, se hubieran escandalizado si la señ ora se hubiese puesto un corpiñ o má s escotado de lo que autorizaba la moda. Cada una de aquellas personas y, sobre todo, el señ or en sus funciones de magistrado, hubieran hecho muecas de repugnancia de haberles ofrecido la realidad aquel cuerpo obscenamente tendido en una cama deshecha, y aquella cabeza exangü e, cuyos labios entreabiertos se habí an, probablemente, separado un momento antes de aquellos hermosos pechos. La Historia Sagrada serví a de tapadera a muchas cosas. En cuanto a Tito y Berenice, el señ or, que tan extricto era en palabras y ademanes, hubiera considerado poco decoroso que ‑ a no ser en el teatro‑ unos amantes extasiados se despidieran tan tiernamente en pú blico.

 Mas sin duda ‑ y Nathanael se decí a esto a sí mismo con humildad‑, lo que importaba para los entendidos era el talento del pintor, y no el tema representado. Y así lo comprendió, al oí r disertar sabiamente al embajador de Francia, al mismo que mandó asolar la imprenta de Cruyt. Aquel señ or, que presumí a de entender de arte, se extasiaba ante el dibujo en diagonal de la Judith y las sutiles proporciones existentes entre los personajes y las columnas del Tito. No obstante a Nathanael le parecí a que aquellas sofisticadas alabanzas no tení an en cuenta la humilde tarea del artesano dedicado a sus brochas y a sus pinceles, a machacar los colores y a utilizar los aceites. Era natural que existieran, para aquellos trabajadores como para todos los demá s, caminos imprevistos y coladuras que acababan por convertirse en hallazgos. Los ricos aficionados lo simplificaban o lo complicaban todo.

 

 Una mañ ana, el señ or le soltó a quemarropa (solí a hacerlo así ) a Nathanael:

 ‑ ¿ Habé is oido hablar de un tal señ or Leo Belmonte, que vive en la rue de los Hojalateros?

 ‑ Fui una vez a su casa, para llevarle unas galeradas, cuando trabajaba en una imprenta.

 ‑ ¿ Como muchacho de los recados?

 ‑ Yo era corrector ‑ dijo con modestia Nathanael.

 ‑ Entonces ¿ fuisteis uno de los primeros en leer sus extraordinarios Prolegó menos?

 ‑ Apenas, señ or. Mi trabajo se limitó a corregir unas cuantas erratas y a señ alar alguna que otra frase que no estaba muy clara, tal vez por haberse omitido una palabra o un punto. Pero el señ or Belmonte no tuvo en cuenta mis objeciones.

 ‑ ¿ De suerte que hablasteis con ese gran hombre? ‑ Só lo unos instantes, en el umbral de la puerta ‑ dijo Nathanael con repentino rubor, que el señ or no consiguió explicarse: al mencionar la visita a Belmonte, Nathanael recordaba que aquel mismo dí a se habí a apresurado a ir a la Juderí a, para ver a Sarai, que la encontró haciendo el amor con un caballero.

 ‑ Es un privilegio dijo lacó nicamente el señ or Van Herzog.

 E inclinando un poco su busto envarado, prosiguió:

 ‑ ¿ Comentaban en la imprenta quié n era la persona que sufragaba los gastos de impresió n? Nadie ignora que Belmonte es pobre, ni que un librero no arriesgarí a ni un solo maravedí por publicar tan erudita obra.

 ‑ El patró n mencionó vagamente a un rico mecenas.

 ‑ Se referí a a mí, a mí, que os estoy hablando ‑ dijo el antiguo burgomaestre con orgullo, y prosiguió en voz má s baja‑: No lo difundá is.

 «¿ Por qué me lo confí a entonces? », pensó Nathanael. Mas sabí a que cualquier secreto, a la larga, es difí cil de guardar.

 ‑ Hay ocasiones en que me arrepiento de ello ‑ prosiguió el señ or‑. Cierto es que los Prolegó menos han aportado mucha gloria a Leo Belmonte. Segú n dicen, le escriben de Inglaterra, de Alemania, e incluso un jesuita le escribió desde China... Pero, por otra parte, fue excomulgado por sus correligionarios y vilipendiado en el pú lpito por nuestros predicadores, quienes, por una vez, se pusieron de acuerdo con los hijos de Israel. Como tantos otros grandes hombres, paga su genio con la adversidad.

 No esperaba respuesta. Nathanael preveí a que iba a darle alguna orden.

 ‑ Esos sublimes Prolegó menos no son, como su nombre indica, má s que el antecedente de otro libro, que debo dar a conocer al mundo, aunque la persecució n de que es objeto Belmonte se vea agravada. Pero ya comprenderé is que es importante para mí que nadie se entere de que un libro subversivo se publica gracias a mis cuidados. Belmonte me habí a prometido entregarme la ú ltima parte de su manuscrito para el dí a de la Pascua judí a. Ya pasó esa fecha. Iré is a casa del filó sofo para pedirle la obra de mi parte.

 ‑ En el caso de que confí e en mí... ‑ se atrevió a objetar el criado. ‑ Aquí tené is una nota firmada, sin nombre de destinatario, en donde le pido los papeles que me prometió.

 Nathanael se metió el billete en la faltriquera y se alejó.

 ‑ Fijaos bien en su estado de salud ‑ prosiguió el señ or Van Herzog‑. Dicen que está enfermo.

 

 Hací a un hermoso dí a de verano. Nathanael disfrutaba con aquel largo paseo. Dejando a un lado la Juderí a, se encaminó a la calle de los Hojalatetos por el barrio cristiano. A decir verdad, las callejuelas que a una y a otra parte habí a eran igualmente só rdidas, pero al menos en é stas no tropezarí a con Lazare jugando a la peonza.

 La casa, cuya parte trasera daba a un canal algo maloliente, debido al calor, poseí a un jardincillo en donde tomaba el fresco la propietaria. Sí, Leo Belmonte aú n viví a allí. Habí a que volver a la derecha y subir a la buhardilla. Aquel inquilino siempre dejaba la puerta abierta.

 Nathanael subió las escaleras algo jadeante. Las sucias paredes se hallaban cubiertas por las habituales pintadas obscenas; alguien habí a dibujado en un rellano la estrella de David y otra persona, sin duda por llevarle la contraria, un rudimentario crucifijo del que colgaba un Cristo. Serí a obra de algú n papista escondido en aquel tabuco. En la puerta de Belmonte, una mano aú n má s torpe habí a escrito con tiza ‑ no sin faltas de ortografí a‑ una imprecació n bí blica contra los impí os. Era evidente que Belmonte ni siquiera se habí a dignado borrarla. Aquel «escritor» debí a ser algú n honrado calvinista, con puesto fijo y libro de himnos en el templo. No se excluí a que hu biera asimismo realizado alguna de las otras pintadas.

 Nathanael empujó la puerta entreabierta. Despué s de la escalera oscura y fresca, la habitació n inundada de sol parecí a hirviente. Llegaba hasta allí el hedor del canal, tal vez mezclado con los relentes de un cubo que la patrona se habí a olvidado de vaciar. Zumbaban las moscas. Un hombre por completo vestido, de rostro inflado, con el pelo y la barba demasiado largos, se hallaba tendido en una cama, apoyado en un montó n de grises almohadas. Tení a los ojos cerrados. Preguntó con voz fuerte:

 ‑ ¿ Quié n está ahí?

 ‑ Un mensajero del señ or Van Herzog.

 ‑ Tan só lo es eso ‑ dijo el enfermo como si sufriera una desilusió n.

 Abrió los ojos. Su mirada de brasa traspasaba de parte a parte, como la lengua de una llama. Nathanael le tendió el billete.

 ‑ Mis gafas deben estar por ahí, encima de esa mesa. Qué humillació n... Verse uno obligado a calzarse la nariz con un utensilio para ver algo mejor la letra escrita...

 Una vez leí do, dejó el billete encima de la cama:

 ‑ Lo pensaré ‑ dijo. Y añ adió con tono perentorio:

 ‑ Os reconozco. Sois el muchacho con quien estuve hablando una noche de invierno, en el umbral de esta puerta.

 Nathanael miró de soslayo el billete que el sabio habí a puesto encima de la sá bana. Despué s de la firma, habí a una posdata escrita de un rá pido plumazo. Seguramente el señ or Van Herzog recordaba al receloso enfermo la primera visita del corrector de Elie. Aquella pretensió n de haberlo reconocido por sí mismo y de una sola ojeada le pareció al joven una supercherí a. O acaso el enfermo querí a jactarse hasta el final de poseer una perfecta memoria de las fisionomí as. La de Nathanael era lo bastante sobresaliente como para poder recordarla, pero esta idea jamá s se le habí a ocurrido a su poseedor.

 ‑ Deus sive Deitas aut Divinitas aut Nihil omnium animator et sponsor ‑ dijo el enfermo con voz má s dé bil‑. Criticasteis esta frase.

 ‑ Los tres primeros té rminos me parecí an repeticiones inú tiles, y el cuarto, una contradicció n ‑ dijo Nathanael‑. Pero yo no soy un letrado.

 ‑ Sois igual que los demá s. En el colegio os hablaron de un Deus a secas y lo habé is olvidado razonablemente despué s. Deitas aut Divinitas acaso se os hubieran quedado má s tiempo. En cuanto a Nihil...

 Apartó de su rostro una mosca insistente.

 ‑ No me parecé is nada tonto, y quizá por ello recuerdo vuestra fisionomí a ‑ dijo como para reparar su semiimpostura‑. ¿ Habé is leí do, pues, los Prolegó menos?

 ‑ Mal, y ademá s hace ya tres añ os.

 ‑ ¡ Tres añ os! ‑ exclamó el enfermo‑. Gastamos tiempo y fuerzas como si quisié ramos alcanzar la eternidad, y un individuo que, por casualidad, nos ha leí do, nos dice que al cabo de tres añ os ya lo ha olvidado todo. El fracaso de la gloria...

 Añ adió un exabrupto.

 ‑ No obstante, algo recuerdo ‑ dijo el antiguo corrector de pruebas remontá ndose como podí a en el tiempo, para satisfacer a su interlocutor, y olvidá ndose de Sarai y de su bigotudo amante, del hospital y del hombre que murió por culpa de su maldita pierna, de Mevrouw Clara y de las pequeñ as desdichas y alegrí as de la mansió n, para llegar hasta su ú ltima y docta lectura‑. Sí ‑ continuó ‑. Me dejó el recuerdo de algo así como un hermoso cará mbano de aristas cortantes que, por casualidad, tuve una vez en la mano.

 ‑ Hermosa comparació n para un casi ignorado ‑ dijo el hombre acostado‑. Pero ya sé de dó nde os vienen esos visos de comprensió n. Os he oí do toser varias veces. Reventaré is lo mismo que yo dentro de unos dos añ os.

 Nathanael asintió con un movimiento indiferente de cabeza.

 ‑ No es una profecí a ‑ dijo el otro con sarcasmo‑. Tan só lo la comprobació n de un hecho. Pasadme, os lo ruego, esa jarra de cerveza a medio llenar, que está allí, en la repisa. El mé dico me prohí be beber, pero procuro satisfacer los deseos que puedo.

 ‑ Está tibia ‑ dijo Nathanael tocando la jarra.

 ‑ Da igual. Me conformo con ella.

 Nathanael tiró al suelo un poco de agua que quedaba en el fondo de un vaso, para luego llenarlo con el lí quido caliente que recordaba a la orina, lo que le obligó a hacer una mueca de repugnancia. El hombre bebió aquello como si fuera né ctar. Temiendo que se atragantase, Nathanael le ayudó a incorporarse sobre la almohada.

 ‑ ¿ Gustá is? ‑ dijo el filó sofo moviendo la barbilla, pero Nathanael rechazó el ofrecimiento con una señ a.

 ‑ Gracias ‑ añ adió Belmonte devolviendo el vaso. ‑. Sin duda Gerrit Van Herzog no se espera que yo os trate como a un igual. Pero yo no tengo iguales. Ese corazó n ruí n no ha querido venir a verme en persona y, ademá s, hará ya treinta añ os que no tenemos nada que decirnos. Y los sabios que me alaban o que me refutan, escribiendo para ello mayor cantidad de pá ginas de las que mi libro contiene, me aburren. Pero igual que un enfermo impotente, que manosea cuando puede a su enfermera, me complace hablar con un muchacho, que me parece inteligente, de lo que creo haber realizado. Mi obra, pues, os parece bien...

 ‑ No estoy seguro de que me parezca buena ‑ dijo confuso el joven‑. Creo que pensé...

 ‑ Yo ya no pienso nada sobre ella. Puede incluso que me parezca mala.

 ‑ En mi opinió n, el señ or consigue unir entre sí las cosas, y al decir esto me refiero tanto a los objetos como a las ideas de los hombres, con ayuda de palabras má s sutiles y má s fuertes de lo que las cosas son. Y cuando las palabras ya no le parecen suficientes, emplea cifras y signos, como si fueran cabos de acero...

 ‑ A eso se le llama ló gica y á lgebra ‑ dijo el filó sofo con una sonrisa de orgullo‑. Ecuaciones perfectamente netas, siempre acertadas, cualesquiera que sean las nociones o materias a que puedan referirse.

 ‑ Con el respeto debido al señ or, a mí me parece que, encadenando las cosas de esa manera mueren por sí mismas, y se desprenden de esos sí mbolos y palabras como carnes que se pudren...

 Pensaba en unos cautivos negros, encadenados y con las carnes medio podridas, que habí a visto en Jamaica. El otro hizo una mueca.

 ‑ Esta vez, la comparació n es fea. Pero no andá is descaminado, joven. (No hacé is má s que añ adir agua al molino de una de mis opiniones favoritas: siempre he creí do que entre simples y sabios no existe má s fosa de separació n que el vocabulario. ) Sí, con las cosas y con las ideas sucede lo mismo que con el cuerpo que va perdiendo sus carnes...

 Contempló sus manos, de venas abultadas, fruciendo el ceñ o.

 ‑ Sin embargo, sus relaciones permanecen invariables. Otras carnes y otras nociones ocupan el lugar de las que se pudren... Esas mirí adas de lí neas esos millares, millones de curvas por donde, desde que existen hombres, ha pasado el espí ritu para dar al caos al menos la apariencia de un orden... Esas voliciones, esos poderes, esos niveles de existencia cada vez menos corporalizados, esos tiempos cada vez má s eternos, esas emanaciones y esos influjos de un espí ritu sobre otro ¿ qué pueden ser sino lo que aquellos que no saben de qué hablan llaman burdamente á ngeles? Un mundo de arriba o de abajo, en cualquier caso, de otra parte (y no necesito que me digá is que arriba, abajo y en otra parte son té rminos vací os), arrojado como una red sobre este mundo estrecho que nos aprieta en las costuras... Esos Sefaroth de los que nos hablaban en la escuela de la sinagoga... Le hice el favor a esos brutos de traducir sus ideas pasadas de moda a la lengua de las deducciones y de los nú meros. Me lo agradecieron quemando en mi deshonor unos cirios que apestan.

 ‑ Yo ‑ dijo Nathanael, dejá ndose llevar como só lo lo habí a hecho cuatro o cinco veces en su vida con Jan de Velde, a quien, de cuando en cuando al menos, le gustaba citar a un poeta o hablar de los encantos del lecho‑ creo haberme dicho a mí mismo que andaba por vuestros prolegó menos como por encima de puentes levadizos, o pasarelas de hierro calado... A una altura que daba vé rtigo. La tierra estaba tan lejos que yo ya no la distinguí a. Pero se siente uno incó modo e inseguro en esos puentes volantes, que se hunden bajo los pasos y só lo conducen a unas desnudas cumbres, donde hace frí o...

 ‑ ¿ Y no pensá is que es bueno unir entre ellas a esas cumbres? Esa trigonometrí a especulativa (¿ entendé is mis palabras? ) no os dice nada bueno...

 ‑ Puede ser... Pero yo no estaba seguro de que esas cumbres fueran algo distinto de las cumbres que se amontonan unas sobre otras, como se ve en alta mar. O islas que no son má s que bancos de niebla.

 ‑ ¡ Ah! Si ahora os prevalé is de vuestro antiguo oficio de marinero y de una Isla Perdida...

 Nathanael creyó esta vez hallarse delante de un brujo. El señ or, en su breve postdata, no habí a podido, en verdad, contar toda la historia de su criado y el joven no recordaba haber mencionado nunca, ante los habitantes de la casa grande, el nombre de la Isla Perdida.

 ‑ Pienso como vos sobre todos esos puntos ‑ dijo inesperadamente el filó sofo‑. Las pasarelas de los teoremas y los puentes levadizos de los silogismos no llevan a ninguna parte, y quizá lo ú nico que consigan alcanzar sea la Nada. Pero es hermoso.

 Nathanael recordó los cuartetos que mandaba tocar la señ ora d'Ailly. Tambié n eran hermosos, y no correspondí an en nada a los ruidos de este mundo, que continuaban sin contar con ellos. ‑ Y ‑ prosiguió Belmonte, cuya ronquera parecí a haber disminuido con la cerveza‑ he aquí el porqué de las demoras que lamenta Gerrit Van Herzog, cuyas razones se le escaparí an, aunque yo me rebajase a dá rselas. Tras haber, segú n unos, homologado el universo y, segú n otros, demostrado la existencia de Dios o, al contrario, su inutilidad (todos esos necios merecen formar parte del mismo grupo), hé me aquí con el culo en el desnudo suelo y ‑ por encima de mi cabeza‑ mis perfectos silogí smos y mis demostraciones incontrovertibles, colgados a demasiada altura para que yo pueda, con un impulso, llegar hasta ellos. Una vez que la ló gica y el á lgebra han realizado sus obras maestras, ya no me queda sino recoger en la palma de la mano un puñ ado de esa tierra sobre la que me arrastro desde que me hicieron... Y de la que estoy hecho... Y de la que vos tambié n está is hecho y el terró n má s pequeñ o de esa tierra es má s complicado que todas mis fó rmulas. Pensé en recurrir a la fisiologí a, a la quimica, a todas las ciencias del interior de las cosas. Pero en la primera hallé abismos y contradicciones escondidas, lo mismo que en nuestros cuerpos, de los que tan pocas cosas sabe la fisiologí a... En la segunda, volví a otra vez a las generalizaciones y a los nú meros... Si en alguna parte hubiera un eje, parecido a una cucañ a por el que yo pudiera trepar hacia lo que las gentes suponen ser «lo de arriba»... O bien, si pudiese encontrar un agujero, y bajar por é l hacia no sé qué clase de divinas antí podas... Y aun siendo esto posible, serí a preciso que ese eje, o ese agujero, se hallasen en el centro, fueran un centro. Pero desde el momento en que el mundo (aut Deus) es una esfera cuyo centro está en todas partes, como lo afirman los entendidos (aunque yo no veo por qué no podrí a ser un poliedro irregular), bastarí a con excavar en cualquier sitio para sacar Dios, como cuando estamos a la orilla del mar y sacamos agua, al excavar la arena... Excavar con la uñ as, con los dientes y con el hocico, en esa profundidad que es Dios... (Aut Nihil, auf forte Ego). Ya que el secreto consiste en que estoy excavando dentro de mí, puesto que en este momento me encuentro en el centro: mi tos, esa bola de agua y lodo que sube y que baja por mi pecho y me ahoga, el desví o de mis entrañ as, estamos en el centro... Ese esputo que circula dentro de mí, estriado de sangre, esos intestinos que me atormentan como jamá s me atormentará n los de otro y que, sin embargo, son de la misma carne que los suyos, la misma nada, el mismo todo... Y ese miedo a morir, cuando aú n siento latir la vida con pasió n hasta la punta del dedo gordo del pie... Cuando basta con una bocanada de aire fresco que entra por la ventana para henchirme de gozo, como un odre... Dame ese cuaderno ‑ le ordenó a Nathanael, indicá ndole unos papeles que habí a encima de la repisa.

 Nathanael fue a buscarlos. Eran un montó n de cuartillas de formatos y colores diferentes, a menudo ennegrecidas y con los bordes abarquillados, como si las hubieran acercado al fuego intencionadamente. Es taban cubiertas todas ellas de una letra menuda y ner viosa, inclinada en todas las direcciones, pero la tinta amarilleaba ya por algunos sitios. Estaban atadas con una cuerdecita.

 ‑ ¿ Ves esas tachaduras, y las otras que he puesto por encima, y las frases tachadas que, a su vez, he vuelto a escribir? Y Gerrit Van Herzog se extrañ a de estar esperando mi segundo libro desde hace tres añ os... ¿ Y qué ha hecho é l, durante esos tres añ os? ¿ Poner su firma en unos contratos que triplican y decuplican sus bienes mal adquiridos? Cree salir del paso adelantá ndole tres mil florines a mi librero, que, por lo demá s, le entrega la cuarta parte de mis ganancias... Estas gentes alaban mi serenidad, mi frialdad, la seguridad que hay en mis demostraciones, que hacen rabiar a mis adversarios; se tranquilizan al ver que utilizo unas herramientas que ellos creen poseer, y que podrí an, si fuera preciso, aprender a manejar como yo... No saben a qué negro volcá n puedo yo descender... ¡ Ah! los Prolegó menos... Y hacer que broten por debajo los Axiomas y los Epí logos... El caos por debajo del orden, y luego el orden por debajo del caos, y luego... Seré el ú nico en haber removido todo esto...



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.