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UN HOMBRE OSCURO 5 страница



 

 En cuanto Nathanael se halló en estado de contestar, ella se informó de su nombre, direccí ó n y empleo. Unos dí as má s tarde le trajo malas noticias: en la Kalverstraat ‑ habí a ido a la imprenta a enterarse‑, la larga ausencia de Nathanael, precedida por tres semanas de bronquitis a principios de añ o, obligó a Elie Adriansen a tomar a otro corrector; el de ahora cumplí a bien con su tarea. Ciertamente, de cuando en cuando podrí an darle algú n trabajo al convaleciente; tambié n podrí an emplearlo en la sala de embalajes. Quitando a Elie, que no habí a dicho gran cosa, habí a visto a un hombre bien parecido, de pelo rizado con tenacillas, un tal Jan de Velde, que le enviaba muchos recuerdos, y a un viejo que habí a continuado su tarea sin inmutarse.

 Sin duda se trataba de Cruyt, no disgustado (¿ quié n sabe? ) de volver al redil, tras haber conocido los apuros del empresario. Pero ¿ qué importaba todo aquello? Nathanael no deseaba volver a trabajar en casa de Elie; ya encontrarí a cualquier empleo en otro sí tio. Luego, sintió un miedo repentino: cuando eran jó venes, Tim y Minne se dijeron tambié n probablemente que ya encontrarí an algo. Despué s de todo, pensó que el porvenir que tanto le preocupaba acaso no fuera muy largo para é l.

 ‑ Nosotros fuimos quienes os descubrimos en la puerta del jardí n, tumbado en la nieve ‑ dijo Mevrouw Clara, que parecí a adivinar sus pensamientos‑ y no dejaremos que nada os falte. Ya otras veces me han permitido ellos llevarme a casa a mis enfermos y a mis invá lidos.

 Mencionó a dos de sus protegidos: un viejo, paralí tico del brazo derecho, para el cual habí a encontrado, a pesar de todo, un trabajo de portero en un pequeñ o templo, cerca del Kaisergracht, y una hidró pica, a la que consiguieron meter en un asilo. Al hablar de sus señ ores ‑ el señ or Van Herzog y su hí ja, la señ ora d'Ailly‑, siempre empleaba un indefinido plural. En sus momentos de mal humor, tambié n los llamaba «los de arriba». Puede que no los distinguiera sino vagamente, a distancia, o bien que, acordá ndose de que su difunto marido ‑ comerciante en semillas‑ tení a un lejano parentesco con el antiguo burgomaestre, se empeñ ara en evitar todo lo que resaltase su inferioridad de sirvienta. Antes de despedirse de Nathanael, insistió para que recorriese el largo pasillo, con objeto de que ejercitarse un poco las piernas.

 Al dí a siguiente ayudó al convaleciente a calzarse; lo afeitó con destreza de profesional ‑ le habia crecido mucho la barba en aquellos dí as pasados en el hospital‑ y le mandó ponerse un traje usado, pero cuidadosamente remcndado, de los que, al parecer, poseí a toda una colecció n. Como el hospital estaba bastante lejos de su casa, habí a alquilado la barquita del jardinero. Hicieron el camino lentamente, por unos canales poco frecuentados. El aire primaveral embriagaba al joven, tendido en la barca y tapado con una manta. Se apoyó en su bienhechora para subir el escaló n del desembarcadero, al fondo del jardí n. Pero cuando é l le dio las gracias, ella le exhortó a que conservara su voz y su aliento. A pesar suyo, aquella mujer alta y taciturna, con la frente abombada y el pelo tirante hacia atrá s, le recordaba las alegorí as de la Muerte que pintan en los libros. Pero aquellas ideas supersticiosas le dieron vergü enza: la muerte, de estar en alguna parte, estarí a en sus pulmones, y no tení a por qué disfrazarse de ama de llaves de casa importante.

 

 La vio poco en lo sucesivo, aunque dormí a en una de las tres habitaciones que daban a la cochera, reservada para uso exclusivo de Mevrouw Clara. Esta dedicaba todo el dí a al cumplimiento de sus funciones en la rica morada; al llegar la noche descansaba, es decir, iba a cuidar a sus enfermos y a sus prisioneros. Se habí an acostumbrado a su manera de ser y só lo le exigí an que colgase, al llegar, para que se ventilaran, la capa y la cofia que se poní a para hacer sus visitas, y que podí an traer, escondidos entre sus pliegues, malos aires y fiebres. En cuanto a ella, jamá s se le habí a contagiado nada.

 Só lo la veí a a las horas de las comidas que, en un principio, tomaban juntos. La etiqueta se oponí a a que el ama de llaves comiera con sus subordinados, y como Nathanael tení a lo que ella llamaba «estudios», lo trataba como si fuera un señ or.

 Mevrouw Clara masticaba en silencio, o relataba los incidentes del hospital o de la prisió n. De este modo supo Nathanael que, cuando iban al Gran Calabozo, siempre llevaba bajo el brazo una jofaina pequeñ a, para bañ os de asiento, y una escudilla con grasa de cordero, pues así lavaba y suavizaba las llagas de los inculpados a quienes habí an sometido a tormento: los sentaban, con pesos en los pies, en la afilada arista de un potro que, poco a poco, les iba serrando en dos el perineo. Tambié n se proveí a de hilas, para meterlas entre los grilletes y el tobillo de los presos. En cambio, nunca la oyó indignarse por la barbarie de los verdugos o la brutalidad de los guardias, ni tampoco vituperaba a los mé dicos del hospital, que experimentaban con los pobres. El mundo era así. Cuando é l le expresaba su admiració n por no sentir repugnancia ante ninguna llaga, eila le contestaba con sencillez que Dios la habí a hecho de esta suerte: la señ ora d'Aillv, que una vez intentó acompañ arla, se habí a puesto enferma en el patio de la cá rcel; no todo el mundo tiene el temperamento necesario para soportar esa clase de espectá culos. Sin percatarse de que su comensal empezaba a tener revuelto el estó mago, continuaba comiendo plá cidamente, recogiendo con la punta de los dedos las miguitas que se pegaban al cuchillo. Pero insistí a para que Nathanael tomara una taza de hierbas con miel para su tos.

 Cuando llegó el buen tiempo, lo instaló en el jardí n durante sus ausencias. En cuanto se alejaba, con paso largo y seguro, el convaleciente sentí a la necesidad de hacer algo ú til y de probar sus fuerzas. Le gustaba meter las manos en la tierra blanda y fé rtil, plantar y escardar como no lo habí a vuelto a hacer desde que regresó de la Isla Pcrdida. El jardinero estaba muy satisfecho de haber encontrado este ayudante gratuito. Un dí a en que lloví a, resguardado en la cochera, Nathanael limpió y abrillantó los dos trineos que iban a colgar de las vigas con correas, hasta que llegaran las pró ximas nieves. El del señ or Van Herzog, muy sencillo, llevaba un ribete dorado; el de la señ ora d'Ailly, má s pequeñ o, tení a herrajes de plata y una cabeza de cisne. Pero el olor del barniz perjudicó al joven y su tos empeoró. Por otra parte, la faena al aire lilre con el pico y la pala, aunque el jardinero, con una risotada, decí a ser muy bueno para la salud, lo dejaba en seguida sudoroso y sin aliento. La señ ora d'Ailly debió verlo en aquel estado y hablarle de ello a Mevrouw Clara, a la hora en que hací an las cuentas de la casa. Una mañ ana, la joven viuda se le acercó en el cenador del jardí n y le dijo, algo azorada:

 ‑ Acaso sepá is que tuvimos que echar al ayuda de cá mara de mi padre, pues bebí a y alborotaba en la taberna. El señ or Van Herzog necesita a un muchacho inteligente, de buena voluntad y algo instruido, como vos. Mevrouw Clara os dirá vuestra remuneració n. No os exigiremos que os pongá is librea.

 Nathanael iba a concestarle que le era indiferente poné rsela o no, pero era evidente que la señ ora d'Ailly le hací a una gran concesió n. Lo mejor que podí a hacer era darle las gracias.

 Hasta aquel mismo dí a, apenas habí a conocido a ningú n criado de la casa grande, a no ser al jardinero y al mozo de cuadra, cuyas mujeres se ocupaban de la colada. Pronto se familiarizó con la cocinera, una rubia gorda que dispensaba buenas escudillas de comida y buenos jarros de cerveza, y que distribuí a, a modo de golosinas, los restos de «los de arriba». Hizo amistad con el marido de aquella recia mujer, un simpló n canijo, a mitad de camino entre un lacayo y un mayordomo. Tambié n se hizo amigo del encerador y de la moza que ayudaba en la cocina, gentes de poca importancia, que no comí an hasta que todos los demá s habí an abandonado la mesa; y del pilluelo encargado de los recados, y de la costurera, que en ocasiones le pedia ayuda por las tardes para poner en equilibrio un montó n de ropa y que quizá se apoyaba en é l algo má s de lo debido al bajar de la escalera. Incluso logró amansar a la doncella de la señ ora d'Ailly, una gazmoñ a que no se mezclaba con los demá s criados y que comí a en bandeja, en la antesala de su señ ora. Pronto se enteró de que el lacayo‑ mayordomo empinaba el codo por las noches, ya tarde, cuando el señ or Van Herzog y su hija descansaban en brazos de Morfeo; de que la costurera coqueta tení a un hijo bastardo, en casa de una nodriza, en su pueblo de Muiden; de que la fregona le pasaba clandestinamente las sobras de la cocina a cierto afilador, que era su tierno amigo; de que la doncella de la señ ora d'Ailly pertenecí a a un conventí culo menonita y recibí a algunas veces, en el cuarto de abajo, a dos o tres venerables asnos vestidos de negro, que le sacaban el dinero. En lo alto de esta pirá mide se hallaban el señ or Van Herzog ‑ un anciano de finas facciones, aspecto enclenque y frá gil salud‑, que se habí a retí rado muy pronto de los negocios pú blicos y que pasaba el tiempo, en compañ ia de sus libros e instrumentos de fí sica, y la señ ora d'Ailly, con sus discretos atuendos de viuda.

 Nathanael se maravillaba de que aquellas gentes, de las que nada sabí a un mes atrá s, ocuparan ahora tanto lugar en su vida, hasta el dí a en que salieran de ella, igual que lo habí an hecho su familia y los vecinos de Greenwich, como los compañ eros de a bordo, como los habitantes de la Isla Perdida, como los empleados de Elie y las mujeres de Judenstraat. ¿ Por qué é stos y no otros? Todo sucedí a en la vida como si, por un camino que no conduce a ninguna parte, fuera uno tropezando sucesivamente con diversos grupos de viajeros, ignorantes ellos tambié n de su objetivo, y con los que uno se cruzara por un espacio de tiempo tan corto como un abrir y cerrar de ojos. Otros, al contrarí o, nos acompañ an por el camino durante má s tiempo, para terminar desapareciendo sin razó n alguna a la vuelta del pró ximo recodo, volatilizá ndose como si de sombras se tratara. No era fá cil entender por qué esas gentes se imponí an a nuestra mente, ocupaban nuestra imaginació n y, en ocasiones, podí an incluso devorarnos el corazó n, antes de revelarse como lo que eran: unos fantasmas. Por su parte, puede que pensaran lo mismo de nosotros, a suponer que fuesen capaces de pensar algo. Todo aquello pertenecí a al mundo de la fantasmagorí a y del ensueñ o.

 Era la primera vez que viví a en una casa de ricos. Elie no habí a sido má s que un burgué s, contento de poseer unos cuantos platos de estañ o y dos o tres cubiletes de plata; lo que poseí a en efectivo lo guardaba en su caja fuerte. La caja fuerte de los actuales señ ores podí a decirse que se hallaba dispersa por unos cuantos bancos y empresas. La porcelana de Canton, en la que comí a el señ or Van Herzog, testimoniaba que su padre habí a sido uno de los primeros negociantes que enviaron a China escuadras mercantiles, viaje tan peligroso que de antemano se anotaba en el registro, en el apartado dedicado a pé rdidas, una tercera parte de los barcos y tripulaciones que zarpaban hacia allí. Aquella fortuna, labrada en tiempos lejanos por sus antepasados, daba al antiguo burgomaestre las prerrogativas y el reposo de un hombre que nace ya siendo rico; la pé rdida de vidas humanas, las exacciones y astucí as, inseparables á e la adquisició n de toda opulencia, databan de antes de nacer é l, con lo cual otros eran los responsables, y su boato y el de su hija recibí an con ello una especie de suave pá tina.

 Al regresar a Londres y, má s tarde, descubrir Amsterdam, tras los dos añ os pasados en la Isla Perdida, Nathanael se habí a maravillado de las comodidades que pueden encontrarse en las grandes ciudades, ya que dispensan, incluso a los má s pobres, de arrancarle a la tierra y a las aguas lo indispensable para el sustento.

 Desbrozar para despué s arar, sembrar, plantar y recoger, cortar los troncos que luego serví rí an para construir, o atar los haces de leñ a para calentarse; esquilar los corderos, cardar, hilar y tejer la lana; matar al ganado, ahumar o poner el pescado a secar, despué s de haberlo sacado del agua; moler, amasar, cocer y remover, todas estas tareas las realizaban má s o menos todos los habitantes de la Isla Perdida, pues de ellas dependí a su vida y la de los suyos. Aqui en la ciudad, la cerveza la vendí a el tabernero; el pan, el panadero, quien tocaba una trompa para avisar que ya estaba cocido; en las carnicerí as, cadá veres dispuestos a ser consumidos colgaban de unos ganchos; el sastre y el zapatero cortaban, en forma de ataví os unas telas ya tejidas y unas pieles ya raspadas y curtidas. No obstante, el cansancio del hombre que trabaja para obtener la paga del sá bado no era menor: el pan cotidiano adquirí a el aspecto de una monedita de cobre o ‑ con menor frecuencia‑ de plata, que le permití a adquirir lo necesario para vivir. Los que poseí an algunas riquezas se inquietaban por los vencimientos de la renta y alquileres; un cré dito no cobrado equivalí a para Elie a una cosecha perdida. La inseguridad no habí a hecho sino cambiar de forma. En lugar de hallarse visiblemente sometidos al rayo, a las tempestades, a la sequí a y a las heladas ‑ que no percibí an sino por medios indirectos‑, los hombres dependí an, en lo sucesivo, del publicano, del representante de Dios que reclamaba su diezmo, del usurero del patró n, del propietario... Cada hombre, hasta el má s pobre, hací a veinte veces al dí a el ademá n del que tiende o, al contrario, recibe un redondel de metal para comprar o vender algo. De todos los contactos humanos, aqué l era el má s corriente o, por lo menos, el má s visible. Los domingos, en el templo, cuando Elie le obligaba a asistir a la predicació n, Nathanael se esperaba a oí r decir: «La moneda nuestra de cada dí a, dá nosla hoy... »

 Pero en aquella casa acomodada, el dinero parecí a renovarse y engendrarse a sí mismo: ni siquiera se oí a su indiscreto tintineo. Se disfrazaba de má rmol, enmarcando el fuego en las altas chimeneas; ronroneaba suavemente en las estufas de porcelana; aquí, parquet; allá, historiados cristales, y má s lejos aú n, una alfombra que amortiguaba el ruido de los pasos. El dinero engrasaba asimismo la má quina domé stica, que se encargaba de los pequeñ os e ingratos trabajos del dí a, enviaba al primer piso, al aposento del señ or Van Herzog, y al segundo piso, al de la señ ora d'Ailly, las bandejas cargadas con delicados manjares, servidos con elegancia, así como el agua caliente para su arreglo personal; sacaba todas las mañ anas y todas las noches el agua sucia y el contenido de los orinales. El dinero perfumaba las flores de las jardineras, brillaba por la noche en las arañ as y en los candelabros provistos de blancas velas de cera. Dí sfrazado de bienestar, tambié n lo estaba de tiempo libre: é l era quien permití a al señ or Van Herzog entregarse al estudio y a la señ ora d'Ailly tocar el clavecí n en su saló n azul.

 Y, sin embargo, aquel hombre y aquella mujer le parecí an en ocasiones a Nathanael unos cautivos, y sus criados ‑ que al marchar los hubieran dejado tan indefensos como Tim y Minne‑, una especie de carceleros. Aunque eran buenos con sus sirvientes, nadie los querí a. Al señ or Van Herzog le llamaban «viejo gruñ ó n» cuando criticaba la manera de cuidar los arriates del jardí n; los sabios amigos que le rodeaban eran considerados unos pedantes, dignos todo lo má s de ser echados a la calle con cierta rudeza por los jó venes criados. Su yerno, el señ or d'Ailly, muerto en un duelo diez añ os atrá s, habí a sido, segú n ellos, un correcaminos aficionado a las faldas y, para colmo de males, francé s. Nadie (salvo Nathanael) advertí a que la señ ora d'Ailly era hermosa. Le imputaban indiscretas aventuras que no concordaban con la expresió n grave y dulce de su rostro. El mayordomo, al inclinarse para presentar los platos en la mesa, habí a vislumbrado sus senos pequeñ os por la abertura de su recatado escote. No paraba de describir el lunar que en é l tení a. La doncella, que aeompañ aba a su señ ora cuando é sta salí a, apretaba los labios como si en realidad supiera sobre ella muchas cosas que no querí a contar. A Nathanael le hubiera gustado defender a la joven viuda, a quien trataban con tanta impudencia, mas le hubieran acusado de ser su galá n, o de aspirar a serlo. Ademá s, aquellas groseras habladurí as no tení an mayor importancia que un eructo o un pedo.

 Desde que serví a al señ or Van Herzog como ayuda de cá mara, sus sentimientos hacia el envarado viejecillo eran cada vez má s afectuosos, má s filiales, con toda seguridad, de que lo habí an sido para con su propio padre, del que nunca recibió, siendo niñ o sino algú n cachete o dos peniques para comprar caramelos. El señ or Van Herzog jamá s se olvidaba de darle las gracias ‑ cuando é l le arreglaba la manta, le traí a el orinal o se subí a a la escalera de roble para alcanzar un libro de la estanterí a má s alta‑ del mismo modo que lo hubiera hecho con un igual. De cuando en cuando le encargaba a Nathanael que le leyera una pá gina, impresa en letra demasiado pequeñ a para su vista. El cerebro de aquel anciano le hací a el efecto al joven criado de una estancia amueblada con esmero y cuidadosamente arreglada. No habí a en ella nada sucio ni desagradable, pero tampoco nada especial y ú nico, lo que hubiera comprometido la hermosa simetrí a del resto. En ocasiones, cuando el señ or Van Herzog levantaba hacia é l sus ojos de un gris desvaí do, de pá rpados algo irritados, Nathanael se decí a que aquel señ or que tanta experiencia debí a de poseer, tendrí a, allá en el fondo de su bien ordenada memoria, una especie de armario donde se amontonaban las cosas demasiado importantes o demasiado horribles para ser expuestas; no obstante, no era seguro y puede que el armario secreto estuviese vací o.

 De cuando en cuando, el antiguo burgomaestre recibí a a ciertos í ntimos amigos cuyos, aficionados como é l a los problemas cientí ficos o mecá nicos del momento; se les veí a sacar con premura del bolsillo el proyecto de un microscopio, o determinados pomos llenos de una mezcla quí mica, cuando no era una rana destripada; pero aquellos eruditos estudios no le parecí an muy diferentes a Nathanael de los experimentos y juegos de los pilluelos de Greenwich. Las demostraciones dejaban a veces en los veladores huellas de á cidos que Nathanael borraba como podí a dá ndoles un barniz.

 

 En cuanto el señ or Van Herzog supo al menos algunos detalles del pasado de Nathanael, se apresuró a presentar al muchacho a sus doctos amigos, especificando que habí a corrido por Amé rica y hecho escala en las islas. Los viajes del joven encendí an la curiosidad de todos. En vano les recordaba Nathanael que no habí a hecho sino costear una parte muy reducida de aquellas orillas, descubiertas en fecha muy reciente, y que só lo conocí a unas cuantas islas, aunque las hubiera a centenares; el entusiasmo y el afá n de fabular eran má s fuertes. Oí a sus propios relatos en la taberna, a travé s de las habladurí as de aquellos señ ores (de los que acostumbraban frecuentar la taberna), o de sus criados (cuando por casualidad los tení an): sus palabras salí an a la superficie desfiguradas y ampulosas. Le atribuí an un largo viaje en barco por el Meschacebe y el golfo de Mé jico, que ni siquiera en sueñ os conocia. En las pequeñ as asambleas que se celebraban en casa del señ or Van Herzog, algunos convidados se le acercaban con mucho misterio y le hablaban de Norumbega, la ciudad de oro, tan rica como las ciudades en ruinas dei Perú y que prosperaba ‑ segú n decí an‑ entre las nieblas y robledales del Norte, no lejos de la isla de los Montes Desiertos donde é l habí a abordado. Hasta poseí an un plano que habí an trazado unos exploradores de bosques. Trató en vano de convencerlos y hacerles ver que Norumbega no era sino una impostura y que aquellos bosques no albergaban má s oro que el del otoñ o. Le llamaban pillo y se reí an de é l en sus mismas narices.

 Por haber aludido una noche de lo cual se arrepintió despué s‑ a su casi matrimonio con Foy delante del señ or Van Herzog, pronto lo casaron con una princesa india. Otros decí an que los Abenakis «la tribu de la aurora» (é l les habí a traducido palabra por palabra este nombre), que residí an en el extremo Este del paí s explorado recientemente, y de los que é l admitió haber conocido algunos clanes, le habí an hecho prisionero y, de no ser por las sú plicas de su encantadora esposa, se lo hubieran comido. La avidez de aquellas doctas personas por conocer los detalles concernientes al tamañ o del sexo de aquellos salvajes, varones o hembras, no conocí a lí mites, ni tampoco el afá n por saber su actitud en el apareamiento. A Nathanael le parecí a que era todo igual que aquí.

 La curiosidad del señ or Van Herzog no era tan cruda, ni tan ingenua como la de sus habituales amigos de por las noches, pero, lo mismo que ellos, aquel aficionado a las ciencias exactas tampoco poní a mucha atenció n en lo que le decí an: en cuanto las palabras, por una u otra razó n, dejaban de interesarle, ya no las escuchaba. Los hechos sencillos apenas le interesaban: era preciso que a ellos se mezclase algo nuevo e insó lito. Igual que sus sabios amigos, comprendí a mal y harto de prisa: si Nathanael describí a con todo cuidado una planta de las que se criaban en la isla, inmediatamente creí a reconocer en ella a una de las que tení a en su herbario o bien, al revé s, se rompí a la cabeza a propó sito de cualquier hierbajo que hubiera podido, en realidad, encontrar en sus arriates de haber examinado su jardí n con detenimiento. Por las noches, aquellos señ ores se entretení an dá ndole vueltas a una enorme bola del mundo, colocada debajo de una arañ a de luz. Paseaban un farol por la superficí e, para mostrar las variaciones del dí a y de la noche; pero cuando el joven ‑ recordando sus horas de navegació n‑ se esforzaba por corregir sus ideas sobre las horas y las estaciones de allá, se aburrí an y lo mandaban a la cocina. La verdad era que é l no deseaba otra cosa. Aquellas noches, al acostarse, el señ or Van Herzog encargaba a su criado que ventilase bien sus ropas, que apestaban a tabaco, sin jamá s aludir con palabras ni sonrisas a las borracheras, ni a las agrias y ruidosas disputas de sus eruditos hué spedes. A la salida, cuando alguno de los invitados, especialmente glotó n, se llevaba la mitad de una torta envuelta en una servilleta grasienta, é l volví a la cabeza para no verlo.

 Nathanael pensaba que aquel hombrecillo tení a buen corazó n. Pero, en realidad, ¿ era eso cierto? Tambié n podí a ser que el señ or Van Herzog disfrutara siendo superior a sus hué spedes en cortesí a, como sin duda lo era por su fortuna. Era rico y considerado, así que podí a permitirse el lujo de tener por amigos a un montó n de «lameplatos» que halagaban sus maní as. Nathanael habí a oí do alabar, como cualidad propia de los Paí ses Bajos, el espí ritu de igualdad que reinaba en las costumbres y usos, cuya sobriedad rechazaba los galones y los lazos franceses. Pero existen muy distintos matices de tono y de calidad en un simple pañ o negro. Aquella igualdad, ni siquiera concebible entre el antiguo burgomaestre y su lacayo, tampoco existí a entre el opulento dueñ o de la casa y un quí mico sin empleo o un anatomista sin un cuarto, pese a ser admitidos en la casa para que se atracaran con lo má s exquisito de su cocina.

 Las recepciones de la señ ora d'Ailly eran menos frecuentes y menos bá quicas. Consistí an casi siempre en veladas o meriendas musicales, a las que su padre no asistí a jamá s, pues no tení a buen oí do para la mú sica. Allí se veí an a algunos jovencitos de pelo rizado, ataviados a la ú ltima moda, o bien a hombres maduros, de apariencia austera, todos ellos aficionados a la buena mú sica y a las bellas voces. Pero las que acudí an a aquellas fiestas eran sobre todo mujeres, la mayorí a jó venes, a menudo agradables, y cuyos refinados atuendos se parecí an a los de la señ ora. Tambié n habí a algunas viudas, acicaladas como en tiempos del prí ncipe de Orange. En algunas ocasiones, podí a reconocerse a un virtuoso italiano por su tez curtida y por los colores vivos de su traje, así como por su excesiva solicitud hacia las damas. En las sesiones de mú sica de cá mara, la señ ora tocaba el clavicordio. Nathanael, que en aquellas ocasiones se poní a la librea, introducí a a los visitantes, que parecí an literalmente escurrirse por las alfombras: la mú sica imponí a silencio hasta antes de empezar.

 En la antecocina, el joven criado prestaba oí do, tratando de amortiguar en lo posible el tintineo de la plata. Luego, de sú bito, aquello surgí a como una aparició n que se oyera sin verla. Nathanael, hasta aquel momento, só lo habí a oí do unas tonadas inseparables de las voces que las cantaban: la voz agridulce de Janet, la voz suave y un poco ronca de Foy, la hermosa voz sombrí a de Sarai, que removí a las entrañ as, o asimismo algunas estruendosas canciones que entonaban sus compañ eros en la bodega del barco, y cuyo ruido, acumpañ ado a veces por una guitarra, pese al cabeceo, invitaba a enlazarse y a bailar. Tambié n en el templo, el sonido del ó rgano lo habí a transportado a menudo hasta un mundo del que era preciso salir apenas entrado en é l, pues las voces disonantes de los fieles obligaban a volver a tierra por otros tantos escalones rotos. Pero aquí la cosa era distinta.

 Unos sonidos puros (Nathanael preferí a ahora aquellos que no han sufrido encarnació n en la voz humana) se elevaban para luego replegarse y subir má s alto aú n, danzando como las llamas de una hoguera, aunque con un delicioso frescor. Se entrelazaban y besaban como los amantes, pero esta comparació n aú n era en exceso carnal. Podrí an recordar las serpientes, si no fuera porque no tení an nada de siniestros; y tambié n a las clemá tides o campanillas, de no ser porque sus delicados enredos no pareeí an tan frá giles, aunque lo eran: bastaba con que una puerta se cerrase de golpe para destrozarlos. Cuanto má s se perseguí an preguntas y respuestas entre violí n y violonchelo, entre viola y clavicordio, má s se imponí a la imagen de unas pelotas de oro rodando por los escalones de una escalera de má rmol, o la de unos surtidores de agua brotando en las pilas de las fuentes, en algú n jardí n como los que el señ or Van Herzog decí a haber visto en Italia o en Francia. Se llegaba a alcanzar un punto de perfecció n como nunca en la vida, pero aquella serenidad sin ejemplo era, sin embargo, variabie y formada por momentos e impulsos sucesivos; las mismas milagrosas uniones se rehací an; uno aguardaba su retorno, latié ndole el corazó n, como si fuera una alegrí a esperada urante mucho tiempo; cada una de las variacianes transportaba, como una caricia, de un placer a otro placer insensiblemente diferente; la intensidad del sonido crecí a y disminuí a, o cambiaba en su totalidad, igual que lo hace el color del cielo. El hecho mismo de que aquella felicidad transcurriese en el tiempo llevaba a ereer que tampoco se hallaba uno ante una perfecció n por completo pura, situada en otra esfera, como se supone que lo está Dios, sino só lo frente a una serie de espejismos del oí do, igual que existen espejismos de la vista. Despué s, alguien tosí a, rompié ndose aquella gran paz, y ello bastaba para recordar que el milagro só lo podí a producirse en un lugar privilegiado, meticulosamente resguardado del ruido. Afuera, en la calle, continuaban chirriando los carros; rebuznaha un burro apaleado; los animales, en el matadero, mugí an o agonizaban entre estertores; niñ os mal cuidados y alimentados lloraban en la cuna; morí an algunos hombres, como antañ o el mestizo, con una blasfemia. en los labios hú medos de sangre; en la mesa de má rmol de los hospitales, los pacientes aullaban de dolor. A mil leguas de allí, quizá, al Este o al Oeste, tronaban las batallas. Era escandaloso que aquel inmenso bramido de dolor ‑ que nos mataria si, en un momento determinado, penetrara en nosotros por entero‑ pudiera coexistir con aquella frá gil red de deleites.



  

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