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UN HOMBRE OSCURO 4 страница



 ‑ ¿ Es hermoso, eh?

 Nathanael lo encontró muy feo, mas sabí a que todos los recié n nacidos les parecen hermosos a las mujeres. Se maravillaba de que los violentos placeres compartidos con Sarai, sus risas, sus lá grimas, sus meneos y sus languideces carnales hubieran dado vida a aquel frá gil capullo. Una pelusilla negra, heredada de su madre, cubrí a la cabeza del niñ o, cuyas suturas apenas se habí an cerrado. En todo caso, serí an las mujeres las que regentarí an su diminuta vida, y si algú n dí a tení a que encargarse Nathanael de su hijo, ¿ qué iba a hacer con aquel arrapiezo, a quien pronto se conocerí a como a un niñ o escapado de una calle del ghetto? Acababan de circuncidar al pequeñ o, lo que hirió a Nathanael en el fondo de su propia carne, como si hubiera una ofensa a la integridad de los cuerpos en aquella oblació n bí blica. Lazare ‑ le habí an puesto este nombre‑ crecerí a entre los usos y costumbres de la Judenstraat, unas veces peores y otras mejores, pero siempre diferentes de los del Muelle Verde o de la Kalvenstraat, donde se hallaba la imprenta de Elie. El niñ o asistirí a probablemente a la escuela de los rabinos y lo que aprendiese no serí a ni má s verdadero ni má s falso que lo que enseñ aban en el sermó n. Pero lo má s seguro serí a que su ú nico maestro fuera la calle. No conocerí a mucho a su padre. Ademá s, tambié n podí an hacerse muchas preguntas acerca de aquella paternidad.

 Nathanael habí a retrocedido un paso: ya no pretendí a llevarse inmediatamente a Sarai a su casa. El que ella hubiese vivido alguna vez en el Muelle Verde casi le parecí a un sueñ o. Sarai, no obstante, no se negaba a volver cuando hiciera mejor tiempo; de momento, no, porque uno se helaba en aquella easucha. Nathanael, que no paraba de toser, era buena prueba de ello. Entretanto, Mevrouw Loubah lo recibí a bien, sobre todo desde que llevaba buenos y nuevos ataví os, medio de artesano, medio de burgué s. No dejaba nunca de regalar fruslerí as o golosinas a las mujeres. Sarai le decí a, riendo, que para estar tan «forrado» debí a de haber hecho alguna bribonada. Era casi verdad.

 Poco antes del parto se habí a creí do en la obligació n de pedirle a Elie la parte que le correspondí a de los bienes familiares: incluso habló de enviarle a un procurador o a un ujier. Elie tuvo que pagar. Fue como si Nathanael tirase con todas sus fuerzas de una raí z de á rbol podrida, que ya sobresalí a de la tierra por sí misma. El contenido de una bolsa vieja ‑ cuatrocientos ochenta florines en total‑ fue vaciado sobre la mesa del cuarto de los libros, contado y recontado por el deudor y, finalmente, metido otra vez en su bolsa, que Elie cerró antes de tendé rsela a su sobrino. Nathanael dejó el objeto en el suelo, avergonzado de haber puesto en duda la probidad de aquel hombre honrado. Un trozo de pergamino estaba ya prepatado para hacer el recibo.

 ‑ ¡ Firmad!

 El joven lo hizo sin tomar la precaució n de leer antes lo que firmaba. Al devolver el recibo; sus ojos tropezaron por casualidad con una lí nea: Nathanael no só lo reconocí a haber recibido los bienes que Elie decí a corresponderle, sino tambié n todas las cantidades que su tí o debí a a su familia. Elie guardó el recibo bajo llave.

 ‑ Ya sabé is que hemos sufrido pé rdidas de rentas y grandes quiebras en el negocio de Amsterdam desde que vuestro difunto padre me dejó este peculio para hacerlo fructificar ‑ dijo con acritud el librero.

 ‑ ¿ Có mo? ¿ Só lo nos corresponden estas sobras, esta miseria?

 ‑ No me considero lo bastante rico para llamar así a cuatrocientos ochenta florines ‑ replicó el comerciante de letra impresa.

 Nathanael echó una mirada a su alrededor, a todo aquel mobiliario de hombre acomodado.

 ‑ Espero que administré is los bienes de vuestra familia con el mismo cuidado que yo lo hice ‑ repuso el tí o con una pizca de sarcasmo‑. Aunque tengá is probablemente otras obligaciones má s acuciantes.

 Nathanael volvió a dejar la bolsa encima de la mesa.

 ‑ Que os la llevé is o no, lo mismo me da. Ya habé is firmado el recibo ‑ dijo con sequedad el comerciante, que con cualquier pretexto habia llamado a Jan de Velde para asegurarse la presencia de un testigo. Nathanael guardó el dinero.

 Le hubiera gustado marcharse de inmediato y para siempre de aquella casa donde habí a estado trabajando durante cuatro añ os, escrutando lí nea tras lí nea un montó n de doctas obras. Pero el tí o le señ aló con el dedo unas pruebas para corregir. Las cogió casi sin darse cuenta. El rostro de Elie estaba serio y melancó lico.

 ‑ Estos son los insultos a los que uno se expone ‑ dijo como de mala gana‑ cuando hace fructificar los bienes de una familia. La ingratitud...

 Se hubiera dicho que gracias a su sangre frí a viril se abstení a de llorar. Nathanael salió de allí escupiendo.

 Pensó escribir a sus hermanos. ¿ Seguirí an trabajando en Southampton para el Almirantazgo? Su madre en el hospicio (¿ vivirí a aú n? ) sabí a leer la Biblia, pero no sabí a escribir. Ademá s, hubiera tenido que confesar el incomprensible pudor que le impidió comprobar a tiempo aquel recibo, por miedo a parecer que desconfiaba de su tí o. Nadie iba a creerle.

 Decidió pedir consejo al tí o Cruyt, su má s antiguo compañ ero de imprenta, a quien una pequeñ a herencia habí a permitido por fin instalarse por su cuenta. En su imprenta no se hací an libros hermosos, encuadernados en piel. Con ayuda de tres personas y de cuatro obreros, a los que tiranizaba todaví a má s que Elie a los suyos, Niklaus Cruyt publicaba, en papel de mala calidad, los compendios de sermones que algunos predicadores le encargaban, henchidos de vanidad o tal vez deseosos de difundir la buena nueva. Tambié n imprimí a rú sticos calendarios o tratadillos de veterinaria para uso de granjeros y herradores que supieran leer. Pero las má s pingü es ganancias las obtení a con panfletos de su cosecha y libelos en lengua gá lica sobre los escá ndalos de la corte de Francia, expedidos allí subrepticiamente por cuenta y riesgo de los autores. Los negocios le iban bastante bien, así que el viejo estaba aquel dí a fumando su pipa con satisfacció n. Se encogió de hombros al oí r el relato de la trampa tendida por Elie a Nathanael: de aquel ré probo no podí a esperarse otra cosa.

 ‑ Oye ‑ le dijo adelantando la cabeza con la prudencia de una tortuga‑, si quieres invertir los trescientos veinte florines que has apartado para tus hermanos, yo, Niklaus Cruyt, te los puedo tomar prestados de buen grado, a un interé s del doce por ciento. Y aú n ganarí a con ello, pues los usureros piden el doscientos por ciento. No es que me falte dinero, gracias a Dios, pero siempre hay que contar con el que tarda en entrar en caja.

 Como Nathanael aborrecí a la usura, insistió en un diez por ciento. Hicieron un pequeñ o contrato y brindaron para celebrarlo. Ya en la puerta, el viejo le gritó que buscara algú n buen libelo, muy escandaloso, sobre los amores de Mazarino y de la reina, puesto que Elie despreciaba aquella clase de trabajos. Seguidamente llenó de improperios a un pobre hombre que se doblaba en dos bajo el peso del fardo que llevaba, y ante el cual se habí a apartado Nathanael para dejarlo pasar. Tampoco era aquel el taller de compañ eros con que soñ aba el joven, un negocio en donde cada cual cogiese a discreció n de las ganancias comunes y lo sobrante, considerado como perteneciente a todos, fuese de nuevo invertirlo en el negocio. Pero era una cosa buena el que sus dos hermanos hallaran su dinero bien colocado. ¿ Sus dos hermanos? Algo le decí a que no podí a evitar roer un poco de aquella suma para el niñ o, en caso de necesitario, o para Sarai, si es que volví a a su lado algú n dí a. Su propia honradez tampoco carecí a de fallos.

 Entregó cincuenta florines a la nodriza de Lazare, de los que podrí a disponer para el niñ o en caso de extrema necesidad. La buena mujer guardó con respeto el dinero del cristiano en una arqueta. Leah pagaba la pensió n, que no era mucha, pero la nodriza parecí a estar muy al tanto de los altos y bajos de aquellas mujeres. No obstante, era muy probable que aquella honrada, pero charlatana criatura, no callase durante mucho tiempo sobre el dinero que le habí an confiado y era posible que tanto Leah como Sarai la envolviesen para que se lo entregara. Aquella previsió n del porvenir no era sino un gesto supersticioso y, para Nathanael, una manera de demostrarse a sí mismo su paternidad.

 Habí a pensado en abandonar a Elie en favor de unos rivales, los Blau; pero el taller de aquellos famosos libreros estaba de momento al completo. De todas formas, la comedia representada en la sala de los libros má s bien mejoró que empeoró la posició n, de Nathanael en la imprenta. Como Cruyt se habí a despedí do, era é l uno de los má s antiguos, privilegiado con relació n a los recié n llegados. Pero sobre todo, Elie ‑ contento sin duda de haberse burlado de é l‑ lo trataba con la simpatí a de un verdadero tí o carnal. En ocasiones le honraba dá ndole palmaditas en la espalda e incluso llegó a felicitarle por su diligencia, un dí a en que habí a mucho trabajo urgente. Lo invitó a comer un domingo, despué s del sermó n. La comida fue taciturna: el tí o y el sobrino no tení an nada que decirse. Elie, sin embargo, introdujo en la conversació n una alusió n relativa a los cristianos que se enamoran de muchachas infieles; Jan de Velde se habí a ido seguramente de la lengua. Mevrouw Eva, la esposa de Elie, tan antipá tica en otros tiempos, le echaba de cuando en cuando curiosas miradas de mojigata ante un muchacho con fama de gustarle a las mujeres. Nathanael la rehuyó.

 Despué s de aquella aburrida comida la casa de Leah le pareció má s acogedora que nunca. Los platos condimentados con especias, que poní an en cima de la mesa las dos muchachas alegres y chillonas, le parecieron suculentos, así como los vinos generosos de Oporto y de Madeira. Se puso un poco alegre y habló de las mejoras que habí a introducido en la casa del Muelle Verde, y de los á rboles del barrio, que pronto echarí an brotes. Sarai guiñ aba enigmá ticamente los ojos. Trataba de recuperar fuerzas poco a poco y todavia necesitaba los mimos y cuidados de las sobrinas. Le dejaron acostarse con ella en varias ocasiones, pero ya no le parecí a aquello como la nube de gloria, atravesada de rayos luminosos, que envolví a la cama de su chamizo, semejante a la descrita por Ovidio en sus ayuntamientos maravillosos. Sarai ya no empleaba con é l má s que sus artes de cortesana y é l ya no sentí a por ella sino el apetito trivial que se siente por toda mujer hermosa, y esa cortesí a propia del lecho, que obliga a comer má s de lo debido cuando se está acompañ ado o, al contrario, un poco menos. Se sabí a el blanco de las bromas que tramaban las sobrinas; é stas se reí an de su cojera y le enredaban el pelo llamá ndole «tejado de paja». El se reí a con ellas. Una noche en que a Sarai le dolí a la cabeza, trató ella de empujarlo, a modo de juego, a los brazos de una de aquellas muchachas, que no deseaba otra cosa. Se sintió menos escandalizado que herido.

 Padeció su acostumbrada bronquitis anual: lo cuidaron unos vecinos. Tres semanas despué s, ya lo bastante repuesto para hacer un recado que le habí a encargado Elie, fue a llevar las pruebas de unos abstrusos Prolegó menos a casa de un sabio judí o llamado Leo Belmonte, que viví a en el barrio de Sarai. El sabio le abrió la puerta en persona; discutió afablemente con Nathanael sobre algunas correcciones al margen, relativas a dos o tres construcciones latinas. A Nathanael le hubiera gustado quedarse allí má s rato, para que el autor le explicara unas palabras sobre la naturaleza del universo y sobre la de Dios, mas recordó el proverbio que aduce có mo el zapatero, en presencia de un retrato, debe limitarse a opinar no sobre el parecido o la belleza del modelo, sino sobre el buen acabado de los zapatos. El no era ni teó logo ni filó sofo y Leo Belmonte no necesitaba para nada sus opiniones.

 Al anochecer se le ocurrió pasarse por casa de Mevrouw Leah, pese a no ser uno de los dí as en que acostumbraba visitarla. Tal vez Sarai estuviese inquieta por su larga ausencia.

 La tienda estaba oscura, pero la puerta no tení a echado el pestillo. Un poco de luz, procedente de una lá mpara que habí a en la habitació n pequeñ a del fondo se filtraba a travé s de una cortina. Nathanael contuvo la respiració n: Sarai se encontraba allí con un hombre. Era indecente espiar; no obstante, se adelantó sin hacer ruido hasta el umbral del cuartito, iluminado como un escenario. Aquel caballero, que aú n llevaba puesto el sombrero de fieltro, cubrí a de bigotudos besos los labios de Sarai, quien le devolví a sus chupetones. Los pechos de la joven se escapaban del corpiñ o desabrochado; la mano del galá n tiraba de ellos y los apretaba mecá nicamente, como si fueran odres. La de Sarai resbaló a lo largo de las costillas del cliente con gracia juguetona, se entretuvo amorosamente en su costado y se introdujo con destreza en el bolsillo de su traje. Nathanael vio có mo sacaba algo redondo y dorado, probablemente un pastillero, que desapareció entre los amplios pliegues de la falda. Al alejarse silenciosamente, oyó la misma risa arrulladora que dejaba oí r Sarai cuando estaba en sus brazos. Se encontró de nuevo en la calle y se repitió a sí mismo: «Está ejerciendo su oficio... No hace má s que ejercer su oficio. »

 Ni siquiera estaba triste, y hubiera sido estú pido indignarse. Compadecí a a aquel individuo que, sin duda, se encontraba en la gloria, lo mismo que le habí a pasado a é l, y al que engañ aban de la misma manera que a é l lo habí an engañ ado. Pero Sarai estaba educada para sacar provecho de los hombres, como los hombres lo sacaban de ella. Era muy sencillo.

 Regresó al Muelle Verde. Atizó el fuego de turba escondido bajo las cenizas e inspeccionó a su luz unos cuantos objetos nuevos que habí a adquirido con vistas al regreso de Sarai: rompió mecá nicamente dos platos y dos cubiletes de loza y echó los trozos rotos a un rincó n. Luego rompió los listones de madera de la cuna que habí a hecho para Lazare. Pensó romper asimismo la manta casi nueva que le habí a comprado a un marinero, quien, con toda seguridad, se la habrí a robado a su capitá n, mas acabó por taparse con ella y echarse a dormir. Durmió mucho rato. Aquel añ o de pasió n y de desengañ os se hundí a en el abismo, como cae un objeto al que arrojan por la borda; igual que cayeron, cuando regresó a Greenwich, sus pavores de haber matado al grueso comerciante aficionado a la carne joven, sus largos meses de vagabundeos en compañ í a del mestizo y sus dos añ os de amor y de penuria junto a Foy. Todo aquello igual podí a no haber su cedido.

 Devolvió las llaves al propietario de la casa, antiguo capitá n de naví o de grotesco semblante, quien tampoco parecí a ignorar nada de su aventura:

 ‑ ¿ Qué? ¿ El pá jaro voló?

 El lobo de mar añ adió que é l jamá s tuvo esa clase de preocupació n; a las mujeres habí a que cogerlas o dejarlas, y dejarlas era mejor que cogerlas. Cuando supo que Nathanael le dejaba unos cuantos muebles y utensilios a modo de alquiler, por no haber terminado los arreglos prometidos, el viejo protestó dé bilmente antes de aceptar. Nathanael dejó sus ropas y unos libros en casa de un vecino, que le ofreció con amabilidad un jergó n. Pero aquella familia viví a amontonada en una sola habitació n y, de todas maneras, el joven estaba ya harto del muelle, de los á rboles y de las caras del barrio... Sentí a una tremenda necesidad de hablar con alguien, con un amigo o con una persona que casi lo fuera. A falta de algo mejor, se encaminó a casa de Cruyt, quien quizá aceptase dejarle dormir en su taller a cambio de una pequeñ a suma de dinero.

 Al entrar le dio un sobresalto. Las prensas estaban aplastadas, retorcidas, deshechas a martillazos; manivelas rotas y correas cortadas y retorcidas se mezclaban por el suelo; un enorme charco de tinta se extendí a sobre el mostrador y chorreaba, formando largos regueros. El charco negro y brillante le recordó al que utilizaba Mevrouw Loubah para decir la buena ventura, una vez cerradas todas las puertas. Pero lo má s extrañ o era el suelo, alfombrado de letras de molde procedentes de los cajones abiertos de par en par; millares de letras se enredaban unas con otras formando una suerte de insensato alfabeto. Nathanael resbalaba sobre aquella chatarra.

 ‑ ¿ Has venido a contemplar tu obra?

 El viejo, sentado detrá s del mostrador, con la cabeza apoyada en las manos y uno de los codos empapado de tinta, volvió hacia é l un rostro rabioso.

 ‑ ¿ Te acuerdas el opú sculo sobre la corte de Francia que me trajiste de casa de Elie? Perdó n, de casa de Mynheer Adriansen, maestro impresor ‑ rectificó con ira‑. Se vendió muy bien, sobre todo en Parí s, de tapadillo. Só lo que yo ni siquiera tuve tiempo de meter en é l las narices para leerlo. Eso es: Mynheer me hizo el favor de traerme de casa de su tí o un panfletillo indigno de las prensas del mismo y como en é l, por casualidad, se hablaba del embajador de Francia en las Provincias Unidas, de ese mequetrefe que se acuesta con la mujer del naviero Troin... Y como no faltó quien le llevase el libelo recié n salido de la imprenta...

 ‑ ¿ Mandó sus lacayos?

 ‑ ¡ Que te crees tú eso! Mandó a cuatro fuertes... del puerto, que llegaron aquí esta mañ ana. Lo han destrozado todo...

 La voz del viejo tambié n se quebró. Nathanael cerró la puerta tras de sí; la corriente de aire hací a revolotear aquí y allá varias manos de papel desgarrado que se habí an salido de los sacos destripados. Se acercó a Cruyt para compartir con é l su disgusto, mas é ste le apartó con un amplio ademá n que derramó por el suelo la poca tinta que aú n quedaba en la gatrafa a medio romper.

 ‑ ¡ Lá rgate, sinvergü enza! ¡ Urdiste todo esto con tu tí o para arruinar a los pequeñ os competidores!... Lá rgate, te digo... Vete a buscar a tu puta judí a... Y todos esos embustes que me contaste sobre tu dinero... Tu dinero, puedes meté rtelo en...

 Nathanael no quiso oí r má s: salió de allí limpiá ndose con la mano la manga salpicada de tinta sin darse cuenta. Compadecí a al viejo, pero lo peor era que creyó tener en é l a un amigo. Para hablar con franqueza, aquella supuesta amistad só lo enmascaraba una comú n antipatí a hacia Elie. Y Sarai era una puta, es verdad, y era judí a, pero aquellas dos palabras no bastaban para definirla. Ademá s, ni una ni otra significaban lo que en ellas poní a el pequeñ o Cruyt. A decir verdad, no significaban casi nada.

 Lo má s sencillo hubiera sido alquilar en alguna de las posadas de buena fama en la ciudad una cama frí a en un cuartito glacial y encerado. Tení a dinero para ello, pero seguí a añ orando un poco de calor humano. Jan de Velde viví a a dos pasos de allí, en la buhardilla de un viejo almacé n. Una serie de trampillas llevaban a la espaciosa estancia, bien ventilada por los vientos colados. Jan le habí a invitado varias veces con insistencia a que se instalara en su casa. Pensó pedirle asilo por una noche (en cuanto a una cohabitació n má s larga, ya se verí a), só lo por el gusto de oí r la voz un poco ronca de Jan soltar sus chanzas o tararear canciones en griego. Despué s de todo, Jan fue quien hací a no mucho habí a descubierto a un pastor para que lo casara con Sarai; podí a hablarle de ella con toda sencillez. De subir tantos escalones se quedó sin aliento. Jan le abrió la puerta ataviado con la ropa de los domingos, lo que era natural, por ser dí a de fiesta. Incluso acababa de afeitarse. Detrá s de su amigo, Nathanael distinguió una mesa puesta como para un festí n: una jarra de cerveza, queso, dos porciones de pastel, una garrafita de ginebra. Le hizo su petició n con algo de embarazo; Jan se ensombreció:

 ‑ ¡ Qué lá stima, amigo! Hoy caes mal... Te confieso que esta noche espero los favores de Eros y la sonrisa de Afrodita celeste... Pero si vuelves mañ ana, a la hora de la cena...

 Nathanael movió la cabeza. Los ojos un poco inexpresivos de Jan se entristecieron: no le gustaba negar la hospitalidad a un amigo. Le propuso:

 ‑ ¿ Quieres un poco de ginebra?

 Pero ya no vislumbraba má s que el busto de su visitante, al que habí a tragado la trampilla y que poní a toda su atenció n en bajar la escalera. Los favores de Eros... La sonrisa de Afrodita celeste... Jan tení a derecho a defender su buena suerte... ¿ Acaso lo hubiera retenido Nathanael, en el Muelle Verde, alguna de aquellas noches en que esperaba ‑ ardiendo todo é l‑ a que la puerta se cerrase tras una visita importante para que Sarai se desabrochara la camisa?

 Empezaba a llover; la lluvia se mezclaba con blandos copos de nieve. Nathanael se encaminó hacia el dique, allí donde amarraban los barcos que llegaban de ultramar. Sus má stiles semejaban, desde lejos, a los á rboles despojados de sus hojas por el invierno y agitados por el viento. De cuando en cuando veí ase brillar un farol, sin lo cual nadie hubiera sabido que allí viví an hombres, dentro de aquellos cascos negros. Ahora le parecí a que lo mejor de su vida habí an sido aquellas travesí as, aquellas indolentes escalas en unos puertos de lá nguido clima, o asimismo aquellos dos añ os de vida dura e ingenuo amor en la isla bautizada por sus habitantes la Isla Perdida. Mas ningú n capitá n lo aceptarí a ya en su tripulació n, pues no era sino un antiguo marinero que tosí a y se sofocaba al menor esfuerzo.

 Advirtió que su tabardo estaba completamente blanco. Desde luego, la lluvia se estaba convirtiendo en nieve. Debí a de ser má s tarde de lo que é l pensaba: se habí an apagado las luces de todas las casas. No obstante, ya encontrarí a por algú n sitio de aquel barrio un tugurio con una vela encendida. Empero, se iba alejando del centro sin percatarse de ello y caminaba en direcció n al campo, atento tan só lo a no acercarse mucho al canal o a la cuneta, pues morir en el agua sucia y el barro no le seducí a. A pesar de que la nieve derretida le resbalaba por la nuca, tení a mucho calor. Se preocupó de andar en lí nea recta, por miedo a que la gente, al verlo titubear, lo confundiera con un borracho. Pero las calles estaban vací as. Al pasar cerca de un barracó n, que estaban montando para la feria, reconoció ‑ envueltos en harapos y apretados frioleramente uno contra el otro‑ las siluetas de dos viejos mendigos: Tim y Minne. Eran como una pareja de perros vagabundos a quienes se arrojan los desperdicios. Nathanael se sacó del bolsillo un puñ ado de monedas de metal, que le pesaban, y se lo tiró. Al oí r el tintineo de la plata y del cobre resonar en el suelo de ladrillos, ambos viejos se precipitaron gruñ endo. La paga de Elie no le llegarí a hasta dentro de dos dí as; la ausencia de hoy y las tres semanas de bronquitis le serí an descontadas del sueldo, mas poco importaba. Desembocó en una hermosa calle a medio construir, de lindas casas nuevas; las altas fachadas cubiertas de nieve parecí an acantilados; verjas y tapias bajas las separaban unas de otras; el viento se colaba por aquellos callejones enladrillados como si fueran grietas. Nathanael se caló el gorro, pero una rá faga de viento acabó por llevá rselo, lo que le hizo reí r. Le parecí a que el viento giraba sin cesar, como sucede en ocasiones en el mar. Descubrió una oquedad en una de las tapias, que le pareció bastante resguardada, y se tendió allí para dormir. Pronto la nieve lo tapó con un leve manto.

 

 

 Se despertó en una estancia espaciosa, de paredes encaladas; los cristales de las ventanas eran unos inmensos cuadros grises. Ayer, hoy y mañ ana formaban un ú nico y largo dí a enfebrecido, que contení a asimismo a la noche. Creyó haber participado en alguna reyerta y haber recibido una puñ alada en un costado: no eran sino los pinchazos de su pleuresí a. Unos dí as má s tarde distinguió con má s claridad aquellas mismas paredes y cristales por donde esta vez resbalaba la lluvia. La sala estaba llena de ruidos y de olores humanos. Alguí en tosí a, tal vez fuera é l mismo. A su derecha, un hombre acurrucado en una cama gemia dé bilmente; a su izquierda, otro hombre que parecí a robusto se quitaba la manta y se la volví a a poner, sin cansarse de repetir en voz alta, siempre con el mismo tonillo: «Maldita pierna esta... »

 Má s allá, un hombre viejo y de aspecto febril hablaba sin parar, muy deprisa, inagotable como el hilillo de agua que desborda de una fuente. Tal vez estuviera narrando toda su vida. Nadie le hací a caso.

 Pasó por allí el mé dico, tocado con un sombrero de fieltro, con su cuello y puñ os almidonados, rodeado de un tropel de estudiantes asimismo bien vestidos. Los dedos frí os del enfermero le quitaron la camisa a Nathanael (era la misma que llevaba cuando entró en el hospital, pero alguien la habí a lavado y planchado recientemente), descubriendo sus flacas costillas y su espalda marcada por las sanguijuelas. Con una vara ligera en su bien cuidada mano, el elocuente mé dico apuntó a la espalda de Nathanael, pronunciando unas cuantas frases en latí n sobre el curso de aquella enfermedad pulmonar. Gracias al vigor de la juventud, aquel sujeto se librarí a una vez má s de la muerte, pero en cuanto llegara el pró ximo invierno, las intemperies...

 Nathanael pensó sorprenderle con una respuesta en buen latí n, mas ¿ para qué asombrar a aquel pedante? Ademá s, estaba muy cansado para hablar. Cerró los ojos.

 Cuando los volvió a abrir, se oí an gritos a travé s de las puertas cerradas de la sala contigua. Quien gritaba era el hombre que antes estaba al lado de Nathanael; seguramente el cirujano le estaba amputando su «maldita pierna». Aquel paciente no regresó a la sala; otro ocupó su lugar bajo su manta.

 Las ventanas enmarcaban ahora al crepú sculo. Nathanael se encontraba mejor y se incorporó sobre la almohada. Alguien pasaba una esponja hú meda por su cuerpo, como lo hacen con los muertos. Miró. Era una mujer alta, de mediana edad, de rostro frí o y blanco, con aspecto de competencia e interé s. Habia traí do una cesta con alimentos y le obligó a tragar unas cucharadas de una crema espesa y azucarada. Despué s se paró ante las otras camas, aunque con menos detenimiento. Los enfermeros la conocí an: era Mevrouw Clara, ama de llaves del señ or Van Herzog, el antiguo burgomaestre. Casi todos los dias iba a visitar a los enfermos y a los prisioneros.



  

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