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UN HOMBRE OSCURO 3 страница



 Era de esos a quienes el placer, lejos de entristecer despué s, sosiega, y hallan en é l un renacer del gusto por la vida. No obstante, solí a imaginar las confidencias de aquellas muchachas en la trastienda, en el desvá n de la casa en donde sirvieran; sus bromas, las comparaciones y acaso algú n aborto o infanticidio por su culpa o la de otro, o asimismo ‑ lo que le parecí a peor todaví a‑ el abandono de un niñ o má s en las calles de la ciudad. Nada de todo aquello le parecí a muy limpio. O bien, al despertarse con un ataque de tos (desde un principio de pleuresí a que habí a tenido en la primavera no se encontraba del todo bien), se arrepentí a de aquellos derroches de sustancia y de fuerza, del insidioso peligro que corrí a de coger alguna enfermedad. Hubiera sido pagar demasiado caro por unos cuantos espasmos de placer.

 

 Tras cuatro añ os vividos sin pensar (o al menos así lo creí a), habí a vuelto al mundo de las palabras acostadas en los libros. Estos le interesaban ahora menos que en otros tiempos. Tuvo que corregir una obra de Cé sar, a la que pronto siguió una de Tá cito, pero aquellas guerras y asesinatos principescos le parecí an formar parte del amasijo, supuestamente glorioso, de inquietudcs inú tiles que no cesan jamá s y de las que nadie se toma nunca el trabajo de extrañ arse. Anteayer, Julio Cé sar. Ayer, en Flandes, Farnesio o Don Juan de Austria. Hoy, Wallenstein o Gustavo Adolfo. Los eruditos, cuyas notas, explicaciones y pará frasis abultaban, en la parte de abajo de las pá ginas, el corto texto de los Comentarios, adoptaban ante el gran capitá n el mismo tono deferente que poní an en sus epí stolas dedicadas a los presentes notables de este mundo; bien es verdad que de estos ú ltimos esperaban una pensió n o un estipendio, mas se hubiera dicho que lo hací an sobre todo por el gusto de adular ser vilmente. O si por casualidad poní an a Cé sar por los suelos, era para exaltar a Pompeyo, como si se pudiera emitir un juicio despué s de haber pasado tanto tiempo... Nathanael dejaba a veces de leer, apoyando los codos en la mesa, sin preocuparse de sus mechones de pelo, de un rubio casí blanco, que le tapaban los ojos.

 Aquellas tribus exterminadas por el romano famoso le recordaban a los salvajes degollados aquí y explotados allá para gloria de un Feiipe, de un Luis o de un Jacobo cualquiera. Aquellos legionarios, que se internaban en bosques y pantanos, debieron parecerse a los hombres armados de mosquetes que se dispersaban por las soledades del Nuevo Mundo; aquellas extensiones de barro y agua donde bullí a Amsterdam debieron parecerse hace no mucho a los estuarios sin nombre entrevistos allí. Pero Cé sar só lo impuso a los galos la autoridad de Roma, no tuvo la desfachatez de convertirlos a un Dios verdadero, no del todo igual en Inglaterra, en Holanda, en Españ a o en Francia, y cuyos fieles se devoran entre sí. La chusma bá tava se apresuraba a recibir a los naví os que regresaban del combate trayendo consigo las ganancias de ultramar. Veí an las maderas valiosas y los fardos de especias, pero, en cambio, no veí an los dientes estropeados por el escorbuto, ni las ratas, ni la miseria del castillo de proa, ni las malolí entes sentinas, ni al esclavo con el pie cortado, como el que vio agonizar en Jamaica. Tampoco veí an el saco de oro del comerciante que financiaba aquellas grandes empresas que, en ocasiones, le vendí a sus productos averiados a los capitanes y robaba en el peso, como el gordo de Greenwich. Nathanael se preguntaba cuá nto tiempo iban a durar aquellos manejos.

 Leyó a los poetas. El magister, que só lo tení a un Virgilio, habí a puesto en guardia a su alumno contra las lú bricas elegí as de Tibulo y Propercio, que reblandecen el alma, o contra los obscenos poemillas de Catulo y de Marcial, que encienden los sentidos. Nathanael tuvo que examinar cuí dadosamende un pequeñ o volumen de los elegí acos latinos y una edició n de Ovidio. Le gustaron. Al volver una pá gina se encontraba a veces con unos versos que parecí an derramar miel, con un conjunto de sí labas que dejaban en el alma un tegusto de felicidad. Como quien dirí a los pá jaros de Venus: Et Veneris dominae volucres, mea turba, columbae. .. Pero no eran má s que palabras, menos bellas, en realidad, que los pá jaros de cuello tornasolado y suave... El habí a amado a Janet; le pareció haber amado a Foy; el sentimiento que por ellas albergó era má s sencillo, pero tal vez má s fuerte que el expresado por aquellos poetas que derramaban tan abundantes lá grimas, se hinchaban a suspirar y ardí an con tantos fuegos.

 Leyó a Marcial; cayó en sus manos un Petronio. Algunas de sus pá ginas le divirtieron; pero aquellos tres bribones de Petronio, cuyas aventuras se parecí an a las de algunos mozos que é l conocí a, por las calles de mala fama de Amsterdam, aquellas chocarrerí as de Marcial cubiertas por la pá tina de los siglos, aquellas descripciones de posturas o de apareamientos extrañ os, todo lo que tanto excitaba a los hipó critas comentadores, no era muy distinto de lo que é l habí a hecho o visto hacer, dicho u oí do decir muchas veces en el transcurso de su vida. Les exabruptos de Catulo le recordaban los «coñ o», los «carajo» y los «culos» con los que sus compañ eros de a bordo condimentaban ingenuamente sus palabras. Era lo mismo, no era má s que eso.

 Los pocos tratados de teologí a que publicaba Elie iban siempre a parar a manos de correctores má s aptos que é l para descubrir un error en una cí ta bí blica. Pero el patró n (pues el tí o Elie no era sino el «patró n» para Nathanael) exigí a por decoro que sus empleados asistieran al sermó n. Despué s de pasar un cuarto de hora preguntá ndose si el sermó n serí a peor o mejor que el domingo anterior, Nathanael recurrí a al mé todo que desarrolló en su infancia, en Greenwich: dormí a con los ojos abiertos. Los pá jaros piaban en el jardí n del maestro de escuela; el mar dejaba oí r su estruendo en las playas de la Isla Perdida; la Fair Lady o la Thé tys restallaban sus alas. Despué s, sentado otra vez en el banco del templo, oí a al reverendo definir la Santí sima Trinidad, vomitar injurias contra los socinianos, los anabaptistas o el papa de Roma, y asegurar que uno só lo podí a salvarse por la gracia de Jesucristo. Los feligreses cantaban, o má s bien berreaban, unos himnos, hallando gran placer en aquellos ejercicios vocales realizados entre todos, para luego marcharse a sus casas provistos de dogmas, admoniciones y promesas para toda una semana, camino hacia el humeante puchero en donde se estaba guisando la comida. Un dí a en que Nathanael tuvo que volver a entrar en el templo despué s de la predicació n, para recoger unos mitones que la antipá tica esposa de Elie se habí a dejado olvidados en un banco vio al predicador sentado en una de las sillas vací as del coro con la cabeza entre las manos. ¿ Acaso el joven de alzacuellos se daba cuenta de que sus palabras no conmoví an a nadie, o bien le parecí an menos verdaderas que antes las verdades que enunciaba? A Nathanael le hubiera gustado acercarse a é l, como antañ o hizo con el joven jesuita moribundo, pero no sabí a có mo hacerlo y ademá s puede que al reverendo le doliera simplemente la cabeza. Salió de allí despacito, andando de puntillas.

 Al dí a siguiente, en la sala donde estaban los libros, cogió una gruesa Biblia y buseó en ella las ú nicas pá ginas verdes y frescas que recordaba en medio de aquel bosque de palabras, o sea, algunos versí culos de los Evangelios. Sí, aquellas palabras nacidas en el campo, a las orillas de un lago, eran muy hermosas; del Sermó n de la Montañ a se desprendí a una gran dulzura, aunque sus palabras mienten en la tierra en que nos hallamos; sin duda dicen la verdad en cuanto al otro reino, pues parecen escapadas de un paraí so perdido. Sí, Nathanael hubiera amado al joven agitador que viví a entre los pobres, contra el que se encarnizaban Roma y sus soldados, los doctores y su Ley, el populacho con sus gritos. Pero que aquel joven judí o, separá ndose de la Trinidad y bajando a Palestina, hubiese venido a salvar la raza de Adá n con cuatro mil añ os de retraso sobte la Culpa, y que só lo se pudiera alcanzar el cielo por su mediació n, eso Nathanael no podí a creerlo, como tampoco las otras fá bulas que compilaban los sabios. Esas historias podí an tolerarse mientras flotaban, como inocentes nubes, en la imaginació n de los hombres; petrificadas en dogmas, gravitando sobre la tierra con todo su peso, no eran sino nefastos lugares santos frecuentados por los mercaderes del Templo, con sus mataderos de ví ctimas y sus patios de las lapidaciones.

 Y si bien era verdad que la madre de Nathanael viví a y morirí a fartalecida por su Biblia, entre su caldero de cobre y su gato, en cambio Foy habí a vivido inocentemente y habí a muerto sin má s religió n de la que poseen la hierba y el agua de los manantiales. De cuando en cuando se pasaba por el café cantante con el compañ ero a quien tanto gustaba el grí ego: el despreocupado Jan de Velde. Jan bebí a mucho y repetí a una y otra vez las mismas historietas, a menudo bastante picantes, que le hací an reí r a carcajadas. Nathanael apenas tocaba su vaso de ginebra, que el otro acababa por vaciar despué s de haberse bebido el suyo. Pero la borrachera no só lo nací a del alcohol, sino de las luces parpadeantes, de las endiabladas danzas alemanas que bailaban algunas parejas cogidas por la cintura; de las largas pipas, que exhalaban un humo infernal, como en las escenas de diablos que se ven en algunas estampas. Las mozas de partido que allí bailaban iban mejor vestidas que las putas de la calle, o al menos lo parecí an, con sus ribetes de lentejuelas brillando bajo las lá mparas. Jan se eclipsaba en seguida detrá s de algú n rostro atractivo. Nathanael pagaba la cuenta de ambos y regresaba a casa muy soñ ador. Pero aquella noche, una voz que cantaba le hizo aguzar el oí do.

 La que cantaba era muchacha que ya habí a pasado de la primera juventud, con un hermoso rostro dorado como el de un melocotó n. Debí a de ser judí a, pues só lo en las judí as habí a visto é l aquella tez cá lí da y aquellos ojos oscuros. Cantaba en inglé s, a la mesa de unos marineros, canciones seguramente ya pasadas de moda en Londres, pues eran las que le gustaban a Nathanael en su adolescencia, cuando viví a en Greenwich. La voz, un poco ronca, era agradable, pero su hermoso rostro se transformaba a veces haciendo muecas al cantar alguna triste balada, tratando de expresar una ternura que no sentí a. Tambié n guiñ aba un ojo al repetir una cantilena picante, lo que la hací a bizquear. Pero esto só lo duraba un instante, y su ó valo era tan perfecto como el agua tranquila, que vuelve a recomponerse tras la caí da de una piedra que la ha turbado con sus salpicaduras. Cuando la muchacha se quedó sola, Nathanael venció su timidez y se le acercó.

 La llamaban Sarai. Le contó su historia en inglé s sin ningú n embarazo. Cuando hablaba en lugar de cantar, vencí a el acento del ghetto de Amsterdam. Habia hecho carrera en Londres, en casa de unas cé lebres alcahuetas; luego ‑ de creerse sus palabras‑, un lord le habí a puesto casa y carroza, pero los turbios manejos de unas rivales fueron la causa de que su protector se hastiara de ella. Al encontrarse sin dinero, habí a vuelto a su tierra. Aquel apestoso café no era má s que un remedio provisional para salir del paso.

 Pidió ella una cerveza. Aunque los marinos del rey Jacobo se hubieran marehado ya, Nathanael y Sarai continuaban hablando en inglé s. Hablar en aquella lengua los aislaba del barullo del café, les daba la impresió n de estar solos y calientes, como protegidos por las cortinas de una cama. Ella poseí a alegrí a y vivacidad. Nathanael se extrañ aba de sentirla ofrecida a é l, pues jamá s habí a llegado a convencerse del todo de que gustaba a las mujeres. En ocasiones paraba ella de hablar: su voz y su boca descansaban, por decirlo así; sus ojos, repentinamente serios, le parecí an a é l una noche llena de fuegos. Salió del café prometié ndole que volverí a.

 Volvió en los dí as siguientes; ella se sentaba a su lado cuando el trabajo escaseaba. Una noche en que hací a muy mal tiempo, regresaba Nathanael a su casa cuando la vio venir, luchando contra el viento, con una toquilla en la cabeza y un paquete de ropa apoyado en la cadera. Sarai lo arrastró lejos de la puerta; estaba jadeante.

 ‑ Me han acusado de robo ‑ dijo‑. ¡ Yo, una ladrona! Fí jate las marcas que me han dejado los golpes...

 Tendió los brazos, desnudos hasta el codo. A la luz del farol de una barca vio é l los cardenales y se retuvo, por timidez, para no besarlos.

 ‑ ¡ Yo, una ladrona! La patrona me ha dicho que me largue. Todo por culpa de dos cerdos daneses que han perdido su escarcela, y uno de ellos, los encajes de sus calzas... ¡ Me importan a mí un bledo sus encajes!

 Nathanael comprendió que se trataba de dos capitanes de naví o, libertinos y groseros, que acostumbraban repartirse sus favores.

 ‑ ¿ Adó nde vas a ir? ‑ le preguntó.

 ‑ No lo sé.

 Le ofreció asilo por una noche en su chabola del Muelle Verde, que estaba bastante lejos del café cantante. Sarai, como no tení a costumbre de andar, tropezaba con torpeza en el suelo de ladrillos y no sabí a evitar los charcos ni los hoyos. Parecí a como si las lá grimas de la có lera le quemasen los ojos: en lugar de aprovechar, para orientarse, las luces de las tiendas aú n abiertas, se metí a como una ciega por los rincones má s oscuros; é l la cogí a del brazo y la sentí a tensa, aú n má s furiosa que disgustada. Aquella ví ctima le llenaba de compasió n el corazó n.

 ‑ ¡ Deprisa! ‑ susurraba ella‑. ¡ Má s deprisa!

 El entró primero en el chamizo, atizó la lumbre y le presentó el ú nico taburete que habí a, tras lo cual sentó se en un leñ o. Tení a con ella las mismas atenciones que hubiera tenido con una reina. Una vez saciada el hambre con el pan y los restos de comida que é l le ofrecí a, Sarai echó una mirada a su alrededor con una mueca burlona. Por primera vez sintió é l que los cristales estuvieran rotos y que una grieta muy larga cruzara la pared expuesta al Norte. Arreglarí a todo aquello. Y sin embargo, desde que ella estaba allí, todo parecí a dorado, como iluminado por una lá mpara. Los utensilios tirados por el suelo eran bellos y bella asimismo la manta raí da que habí a en la cama. Cuando se acostaron, la cama crují a de tal modo que se echaron a reí r. Ella no escatimó sus encantos. Aquel cuerpo de curvas algo blandas, que se fundí an unas en otras, le pareció má s dulce que ningú n otro cuerpo imaginado por é l. Se contuvo para no decirle que jamá s habí a gozado hasta tal punto con ninguna otra mujer, pues temí a que lo tachase de novato o de tonto y que aprovechara la ocasió n para ejercer su influencia sobre é l. Y, no obstante, la intimidad del placer le parecí a establecer entre ellos una inmensa confianza, como si se hubieran conocido de toda la vida.

 Aquella mañ ana llegó tarde a la imprenta de Elie y se marchó muy pronto, para comprar unas cuantas cosas que hací an falta en casa. Sarai no se habí a levantado. Comieron mejillones en vinagre y pan de especias, del que vendí an en los puestos de la calle. Durante unos dí as, o unas semanas (nunca supo cuá nto tiempo), le pareció vivir como un rey o como un dios. Hací a partí cipes de su dicha a todos cuantos veí a y con quienes se codeaba por las calles grises: aquellos hombres vestidos con chaquetas o cazadoras usadas, aquellas mujeres feas o hermosas só lo a medias, que veí a en el mercado o en las tiendas, quizá albergaran tesoros de pasió n, que darí an o recibirí an de alguien. Sus cuerpos eran cá lidos bajo sus sayas raí das. Aquellas burdas chozas, tan parecidas a la suya, habitadas por empleados del fielato o descargadores del puerto, acaso tambié n tuvieran una cama rodeada de gloria como las que traspasan los frontispicios de los libros. La vocecilla de mujer, que desgranaba una canció n inepta desde una ventana, quizá fuese ‑ como la de Sarai‑ un bá lsamo para el corazó n de un hombre desalentado. Cuando regresaba a casa la encontraba acostada aú n, recosiendo sus trapos. Igual que otras el orden, ella sembraba el desorden a su alrededor. Mas Nathanael disfrutaba colocá ndolo todo en su sitio. Al cabo de una semana, Sarai se atrevió a salir un poco por aquel barrio desconocido para ir a comprar pan a la panaderí a, leche a casa de una vecina que tení a una vaca o para llenar el cá ntaro en una fuente cuya agua era má s limpia que la del canal. Incluso tendió una vez la ropa lavada en la punta de una larga pé rtiga. Por la noche, cuando é l se afanaba calentando la cena de ambos en la lumbre, ella se paraba en sus idas y venidas para darle, a modo de juego, unos besitos en la nuca o alisarle el pelo. Sin embargo, en ocasiones le parecí a a Nathanael que ella só lo le amaba como una gata que se frota a las piernas de su amo.

 Un dí a, durante una de aquellas breves salidas de Sarai, Nathanael cogió cemento y una llana y se acercó a la pared con la intenció n de arreglar la grieta tapada con unos trapos, que empezó por sacar de allí. Algo brilló a la luz de la vela que habí a puesto en el suelo. Metió la mano con precaució n. Era una escarcela que contení a monedas de oro, hebillas de plata, doblados dentro de un pañ uelo, unos encajes encañ onados. En aquel instante, lo mismo que en Greenwich cuando creyó haber matado al gordo agresor de Janet, se vio con la soga al cuello. Si le cogí an por encubrimiento, ya podí a prepararse. Luego le invadió un sentimiento de horror hacia aquella mujer, que se habí á escondido en su chamizo y que hací a el amor con é l en pago de su alquiler. Incluso en el barrio perdido, donde nadie la irí a a buscar, no se habí a atrevido a salir hasta que los daneses se habí an hecho a la mar, probablemente. Si era verdad que le habí an pegado y, sin duda, registrado antes de que la patrona la echara del café, ¿ có mo conservaba aquellos objetos? ¿ Los habrí a escondido sobre ella o en los pocos harapos que le habí an permitido llevarse? Las sevicias cuyo relato tanto le habí a conmovido puede que no fueran sino una comedia. Sarai debió largarse antes de que se dieran cuenta del robo. Nathanael se metió el cuerpo del delito en el bolsillo de su viejo tabardo y tapó cuidadosamente la grieta de la pared con cemento. Al llegar la noche arrojó los objetos robados al canal.

 No le habló de lo que habí a descubierto. Por su parte, ella no pareció darse cuenta de que é l habí a tapado la grieta. Unos dí as má s tarde, la grieta reapareció. Nathanael comprendió que habí a estado rascando la pared, pero, a su vez, fingió no haber reparado en ello. Pensá ndolo bien, se dijo que, despué s de todo, ella tení a tanto derecho a aquellas monedas de oro como los dos borrachos daneses. El robo, ademá s, le indignaba menos que la dureza de corazó n de aquella mujer: le habí a expuesto con pleno conocimiento a la vergü enza, tal vez al patí bulo. Por otra parte, é l debí a su felicidad a aquella sucia aventura. Tambié n é l, en cierto sentido, abusaba de ella. Por las noches seguí a encendié ndose su pasió n, má s que nunca quizá, desde que el lenguaje de los cuerpos era el ú nico en que ambos podí an expresarse francamente. Pero sentí a la impresió n de acostarse con una mujer contaminada.

 Todo empeoró cuando ella supo que estaba embarazada. Se negaba a creerlo, pues siempre se habí a salvado del embarazo hasta entonces. Cuando fracasaron todos los recursos, habló de visitar a una abortera. El la disuadió de ello, por miedo al efecto fatal de los polvos y de las largas agujas. Sarai estuvo varios dí as seguidos sin hablarle, tan pronto colé rí ca como bañ ada en lá grimas. Se descuidaba; sus viejos vestidos olí an a vomitona. Nathanael le mandó hacer uno de buen droguete, así como una cofia y un delantal de algodó n, pero no quiso poné rselos. Para acabar con las murmuraciones del barrio, Nathanael decidió someterse a las formalidades del matrimonio. La cosa no era fá cil de llevar a cabo; habrí a que encontrar a un pastor con manga ancha que consintiera en casarlos, aunque el esposo no estuviera inscrito en los registros de ninguna parroquia, y que aceptara a Sarai sin obligarla a aprender el catecismo y a bautizarse. Confió sus apuros a Jan de Velde, quien, entre sus numerosas amistades, logró encontrar a un complaciente eclesiá stico. Una pequeñ a suma de dinero terminó de arreglar el asunto. Tras la ceremonia, que fue corta, Jan de Velde los invitó a cenar en la taberna, e hizo reí r a carcajadas a la novia imitando al famé lico predicador que recitaba con la nariz los versí culos de la Biblia. Jan de Velde no era peligroso para las mujeres. Pero aquel matrimonio tan pronto ridiculizado por la novia misma, aquella juerga tras la ceremonia adulterada, le parecieron muy amargos a Nathanael: tení a la vaga impresió n de haber traicionado algo o engañ ado a alguien.

 Aquella solemnidad no dulcificó el talante de la vecindad: compadecieron a Nathanael y le llamaron asno. Tampoco disminuyó la negra melancolí a de Sarai. Sú bitamente, y má s de dos meses antes de llegar a té rmino, la joven anunció que volví a a casa de su madre, a la Judenstraat. Aquella madre inesperada hizo sobresaltarse a Nathanael.

 Repasó pensativamente la historia de ambos a partir de su primer encuentro. Aunque aquella madre fuera una madre postiza, ¿ por qué no se refugió Sarai en su casa la noche de la algarada en el café cantante? Seguramente temió comprometer a la anciana. Por otra parte, el deseo de volver con su madre ‑ suponiendo que la tuviese‑ era muy natural en aquellas circunstancias: la casucha del Muelle Verde era un chamizo hú medo. Nathanael salí a muy de mañ ana para ir a trabajar y no regresaba hasta muy tarde. Al no tener amigas entre las vecinas, Sarai temí a ‑ no sin razó n‑ encontrarse sola al llegarle la hora de dar a luz, mientras é l estaba fuera. Como su estado era ya muy avanzado, mandó é l llamar una silla de posta para hacer el trayecto, que era bastante largo. Las comadres del lugar se rieron burlonamente al verla subir a ella.

 

 

 Mevrouw Loubah, má s conocida por el nombre de Leah, viví a en una casa con dos puertas: una en la calle de los judí os ‑ donde tení a un comercio de ropa vieja‑ y la otra ‑ cuyo umbral era fregado con cuidado y daba acceso a una tienda de fruslerí as procedentes de Francia‑ sita en una callejuela del barrio cristiano. La gente de postí n no desdeñ aba ir por allí a regatear el precio de los «rhingraves» o de las manteletas de encaje de Gé nova. Leah cerraba los sá bados, por respeto a la ley judí a, y tambié n los domingos, ya que los clientes bautizados no acudí an a comprar. El domingo era asimismo el ú nico dí a en que Nathanael disponí a de parte de su tiempo. Habí an instalado a Sarai en el piso de arriba, en un cuartito pequeñ o; la Mevrouw, o una de las dos sobrinas de é sta, le hací an compañ í a en los intervalos libres que les dejaba su trabajo. Existí a entre aquellas mujeres una amistad tumultuosa y apasionada, hecha de risas y abrazos; las voces aumentaban de repente hasta alcanzar el diapasó n de la có lera, o bien se derretí an en ternezas. Se lo ocultaban todo o se lo gritaban todo en voz muy alta. Leah y su supuesta hija hablaban eu inglé s, que era su lengua secreta delante de las sobrinas o de la criada; de cuando en cuando, una palabra hebrea o portuguesa señ alaba un lugar peligroso, indicando que se trataba de algo distinto a lo que se estaba diciendo o que se cambiaba un nombre por otro.

 Nathanael no supo nunca si eran de verdad madre e hija, pero se enteró, por las bromas y recriminaciones cruzadas en su presencia, de que Leah habí a dirigido en Londres un elegante burdel: ella fue, sin duda, quien vendió a Sarai cuando era muy jovencita a un tal lord Osmond, y probablemente tambié n a otros. Un escá ndalo parecido al del café cantante hizo perder a la hermosa su puesto de amante titular; huyó sin su madre, que siguió su ejemplo unos meses má s tarde. No obstante, Mevrouw Loubah seguí a yendo y viniendo de Amsterdam a Londres, al servicio de un diamantista. Tal vez fuese a causa de una de esas ausencias por lo que Sarai prefirió refugiarse en el Muelle Verde.

 Por lo demá s, ahora que Nathanael viví a solo en su casa, los vecinos se paraban de nuevo a charlar con é l a la orilla del canal. De este modo se enteró de que el verano anterior Sarai habí a salido numerosas veces estando é l ausente y habí a tardado mucho en volver, bien porque Leah le proporcionase algunas citas pagadas, bien porque fuera allí para ayudar honradamente a aquellas mujeres a plisar encajes o a fabricar ungü entos; pero el silencio de Sarai poní a un tinte dudoso en aquellas idas y venidas. Tambié n podí a ser que su chamizo, por estar tan alejado, fuera una verdadera ganga para aquellas encubridoras. Desde que habí a descubierto el paquete escondido en la grieta de la pared, pocos dí as despué s de la llegada de Saxai, Nathanael no habí a vuelto a registrar su casa. Trató de hacerlo una noche, pero la verdad era que todo allí podí a servir de escondite: el techo de paja destrozado; el suelo, en el que faltaban varias losas; el montó n de desperdicios al fondo del jardí n... Ademá s, Sarai se lo habí a llevado todo seguramente cuando dejó la casa.

 Las mujeres le habí an prometido avisarle cuando naciera el niñ o; con los apuros propios del momento, se olvidaron de hacerlo. Cuando fue a visitar a Sarai como de costumbre el domingo, despué s del parto, la encontró embellecida, descansada y sonriente, con las manos colocadas encima del edredó n; una de las sobrinas la estaba peinando. Nathanael buscó con la mirada al recié n nacido y pensó que habrí a muerto, al no verlo por ningú n sitio. Pero no era así: aquella misma mañ ana le habí an buscado una ama de crí a, pues Sarai no tení a bastante leche para amamantarlo.

 Fue a casa de la nodriza. Era una digna matrona, ya madura; una especie de madraza oriental, que se encontraba a sus anchas entre llantos y gritos de niñ o. Su conversació n se hallaba salpicada de refranes piadosos. Una vez traspasado el umbral de la puerta, coronada por un letrero hebraico, uno se sentí a lejos de la calle ruidosa, lejos asimismo del terreno cuajado de trampas que era la casa de Leah. El marido era un carnicero ritual, muy há bil para matar lentamente a los animales y vaciarlos de su sangre. En su casa era un buen hombre, de tierno corazó n. La nodriza trajo una lá mpara para enseñ arle al niñ o.



  

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