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UN HOMBRE OSCURO 2 страница



 La casa só lo tení a una habitació n, pero una escalera conducí a al desvá n. No pasó mucho tiempo antes de que el viejo y la vieja instalaran allí un jergó n para dos, apoyado en la pared menos frí a, a la que calentaba la chimenea de abajo. No se preocuparon de ir a la casa del pastor, separada de la suya por toda la extensió n de la isla; pero, en cambio, los viejos pronunciaron unas palabras de bendició n sobre aquella especie de cama, con su manta raí da. Nathanael y Foy subí an por las noches a su oscuro refugio; el ahorro y el miedo a prender fuego eran dos poderosas razones que les hací an renunciar a llevarse una vela. A Nathanael le gustaba aquella oscuridad. Era grato dormir alli, y acariciarse hasta que llegara el alba, apretados uno contra el otro para tencr má s calor. Foy se estremecí a cuando hací a el amor, daba grititos y retení a preso a Nathanael, rodeá ndolo con sus brazos y con sus piernas lisas; en cambio, sus pies y sus manos estaban rugosos, por culpa de la intemperie, y llenos de sabañ ones.

 Cuando llegó la primavera todos se pusieron a trabajar en el campo. Llegó primero la é poca en que los pá jaros migradores suben hacia el Norte; los hijos del indio ‑ que poseí a gran destreza en el manejo del arco‑ llevaban a la choza ocas salvajes, muertas en pleno vuelo, para trocarlas por el trigo que quedaba. Otras veces llevaban conejos, a los que habí an dado muerte golpeá ndolos con un mazo o tirá ndoles piedras con una honda: é ste era uno de los juegos favoritos. Como la pó lvora escaseaba, cuando querí an matar a un animal de gran tamañ o cavaban unas fosas que cubrí an con ramajes. Allí dentro agonizaba el animal, con las patas rotas por la caí da o ensartado en unos palos situados al fondo de la fosa hasta que alguien lo remataba con un cuchillo. Nathanael tuvo que encargarse una vez de hacerlo, pero tan mal cumplió con su tarea que no lo volvieron a enviar má s. En el agua de la cala, casi siempre tranquila, construí an una suerte de laberinto con espinas y juncos, donde atrapaban a los peces. Los llevaban despué s tierra adentro en una nasa, saltando y ahogá ndose por falta de aire, cuando no los remataban golpeá ndolos con el remo. Nathanael preferí a ir a recoger bayas, tan abundantes en aquella estació n que el color de las landas cambiaba por completo; sus manos y las de Foy se poní an rojas con el jugo de las fresas, y azuladas, con el de las endrinas demasiado maduras. Aunque escaseaban los osos en la isla, adonde no solí an aventurarse sino en el invierno, sostenidos por el hielo, Nathanael divisó a uno de ellos, en plena soledad, cogiendo con su ancha pata todas las frambuesas de un matorral y llevá ndoselas al hocico con tal fruició n que la sintió como suya. Aquellos poderosos animales, hartos de fruta y dc miel, no eran peligrosos mientras no se vieran atacados. No habló con nadie de aquel encuentro, como si entre el animal y é l hubiera un pacto.

 Tampoco habló del zorrillo con el que tropezó en un claro del bosque, y que lo miró con una curiosidad casi amistosa, sin moverse, con las orejas tiesas como las de un perro; ni reveló a nadie la parte de la espesura en donde vio a unas culebras, pues temió que el viejo quisiera matar a lo que é l llamaba «esas alimañ as». El muchacho amaba asimismo a los á rboles; los compadecí a, por muy altos y majestuosos que fueran, por ser incapaces de huir o de defenderse, entregados al hacha del má s dé bil leñ ador. No habí a nadie a quien pudiera confiar estos sentimientos, ni siquiera a Foy.

 A pesar de su tos y de su respiració n entrecortada, Foy trabajaba como un hombre. Enseñ ó a su joven marido la manera de atar las gavillas y có mo se construí an los almiares. Arrancaba del suelo, con su ayuda, las gruesas piedras que sobresalí an por todas partes y que estorbaban para el cultivo. En ocasiones, cuando los viejos no estaban presentes, se tendí a en la hierba medio seca ‑ riendo, pues le hací an cosquillas los hierbajos‑ y, levantando sus raí das enaguas, incitaba a Nathanael. Eran momentos deliciosos. Luego é l pensaba en Janet, no porque esta ú ltima le gustara má s, sino porque le parecí a que Janet y Foy eran la mismo mujer. A ambas les gustaba cantar, con vocecita aguda, trozos de canciones que nunca se sabí an enteras. Ambas se poní an flores en el pelo. Pero las mejillas de Foy siempre estaban algo calientes, como si tuviera fiebre, y era propensa a sudar con abundancia, con un sudor que la dejaba helada de repente.

 Cuando empeoró su estado, llamaron al brujo indio que exorcizaba las enfermedades. Este quemó unos paquetes de hierba que llenaron la choza de un olor extrañ o y penetrante; hizo unas cuantas contorsiones, se tiró al suelo, dio unos gritos roncos que, al mismo tiempo, eran cantos, pero Foy ni empeoró ni mejoró.

 Los Micmacs y los Abenakis que frecuentaban la isla en la estació n de la pesca trataban sin malicia a aquellos hombres blancos, que extraí an del suelo, a duras penas, su parco sustento. Ademá s, el antiguo cazador gascó n y su mujer india serví an de intermediarios entre los hombres de tez cobriza y los hombres de piel má s o menos blanca. Nathanael admiraba la resistencia de aquellos salvajes, la dureza de sus cuerpos oscuros y casi desnudos, el cuidado que poní an en no matar sino la caza necesaria para saciar su hambre, y su desdé n casi total por los mil objetos fabricados que los blancos se disputaban codiciosamente tras la encalladura de la Thé tys. No obstante, observó que aquellos mismos indios entregaban de buen grado todo lo que habí an pescado por un simple cuchillo viejo. Tení an por costumbre orinar directamente en el suelo, allí donde se encontrasen, incluso en el interior de las chozas; era una costumbre sucia, pero Nathanael pensaba que tambié n el caballo y el buey ‑ cuya tranquila dignidad poseí an‑ hacen lo mismo. A menudo, la guerra causa estragos entre ellos. Infligí an ‑ segú n se comentaba‑ atroces torturas a sus prisioneros para honrarlos proporcioná ndoles una ocasió n de demostrar su valor. Cortaban las cabelleras y se las llevaban a su cabañ a tras haberlas elevado cinco veces hacia el cielo, ensartadas en la punta de sus lanzas, con el fin de liberar su alma. Pero Nathanael recordaba las cabezas de los ajusticiados colgadas a la puerta de la Torre de Londres y pensaba que los hombres son hombres en todas partes.

 Sentaba a Foy por las mañ anas en el banco entibiado por el sol de otoñ o, mas los viejos exigí an sin cesar que ella cumpliera su parte de trabajo. Se la oí a desde lejos toser por los campos. No se enternecieron hasta que ya no pudo abandonar el jergó n. La vieja cocí a para ella unos lí quenes que Nathanael recogí a en las rocas. Por la noche se acostaba en unos sacos pata que ella pudiera dormir má s có modamente, mas Foy le suplicaba que se tendiera a su lado para tranquilizarla y darle calor. Cada vez que un vó mito de sangre le vení a a la boca, el miedo a morir le hací a abrir desmesuradamente los ojos. Se fue, empero, muy pronto y casi sin darse cuenta, a principios de octubre. Su muerte acaeció cuando los bosques, abrasados por el verano, formaban unas masas rojas, violá ceas o amarillas como el oro. Nathanael se decí a que ni las reinas, para quienes ponen colgaduras en las iglesias de Londres, tení an unos funerales tan hermosos como aquellos. El viejo se distrajo de su pena cavando la fosa: al cavar descubrió a un topo, cuyo refugio subterrá neo acababa de destruir, y lo cortó en dos salvajemente con la pala. Sin que Nathanael supiera el porqué, el recuerdo de Foy y el de aquel bicho asesinado permanecieron unidos uno al otro en su memoria.

 Hubiera querido marcharse de allí en seguida. Era difí cil, pero no imposible. Los Abenakis le habí an comunicado (pues las noticias corrí an por el bosque) que los jesuitas de la isla de los Montes Desiertos que sobrevivieron a los morteros de la Thé tys, se habí an refugiado en un campamento de indios y que é stos les habí an ayudado a franquear la inmensa bahí a en piraguas, para llevarlos má s hacia el Norte, del lado francé s. Si los hombres cobrizos se entretení an un poco má s, aprovechando para pescar los dí as en que el mar está tranquilo, tal vez pudiera convencer los de que lo llevaran tambié n a é l antes de que llegara el mal tiempo; y puede que alguno de los barcos, en los que ondeaba la flor de lis y que abordaban de cuando en cuando Nueva Francia, necesitara un marinero. Má s tarde desembarcarí a en algú n pueblo bretó n o normando, para dirigirse a Holanda o a Inglaterra, segú n lo encauzaran los azares del viento o lo permitiesen los de la paz y de la guerra. Si su destino era Inglaterra, se inventarí a un nombre falso. Era casi seguro que, en cualquier ciudad alejada de Londres y, sobre todo, de Greenwich, existirí a algú n maestro que necesitase un ayudante; de este modo podria volver a estudiar. Sus añ os de colegial, vistos desde la distancia, le parecí an maravillosamente tranquilos y fá ciles. O bien, si continuaba de marinero volverí a a las Antillas, o irí a a ver los puertos de Asia. Por desgracia, no surgió ninguna ocasió n y, ademá s compadecí a al ví ejo y a la vieja ‑ el uno má s desabrido y la otra má s amarga que nunca‑, que iban a pasar el invierno solos, con el niñ o anormal y los animales.

 Cuando llegaron los grandes frí os, y como soportaba mal la atmó sfera de humo que reinaba en la cabañ a (tosí a un poco desde que tuvo una pleuresia, en Navidad), se refugió en el establo, donde los animales difundí an un agradable calorcillo. Unus pá jaros de cabeza roja, que se habí an introducido por las rendijas, se afanaban allá arriba, entre la paja. Só lo acudí an allí en pleno invierno, trá nsfugos de regiones aú n má s frí as. Nathanael impedí a que el niñ o los molestara cuando é ste le hací a compañ í a en el granero. Fabricó una flauta para el pequeñ o y trató de enseñ arle las pocas tonadas que sabí a, pero el niñ o no conseguí a retenerlas. En cambio, sí que aprendió a fabricar canastos. Nathanael le ayudaba a trenzar aquellos bonitos y frá giles recipientes. Los indios, al marcharse, se habí an dejado tras de sí unos manojos de juncos que utilizaban en cesterí a y cuya virtud principal consistí a en exhalar, cuando el tiempo era de lluví a, el olor que fue suyo meses y añ os atrá s, cuando todaví a eran verdes y frescos, a la orilla de los arroyuelos. Nathanael pensaba que era algo así como si aquellas hierbas tuvieran mé moria: tambié n a é l le bastaba con poco, con unos chanclos abandonados en un rincó n, con un rayo de sol que se introdujese por debajo de la puerta o con un aguacero que tamborilease en el sobrado, para devolverle la dulzura de sus primeros tiempos con Foy. Salvo en aquellos instantes, como solí a estar muerto de cansancio por el mucho trabajo, nunca se acordaba de ella.

 En ocasiones despiojaba la cabeza del niñ o, que ronroneaba en cuclillas delante del fuego. El pequeñ o aplaudí a cada vez que é l cogí a un piojo. Foy, antañ o, hací a lo mismo.

 

 Volvió la primavera con sus nubes de mosquitos. A Nathanael le repugnaban ya los alrededores de la cabañ a, tan pisoteados que la hierba no crecia. Las pieles colgadas de las estacas parecí an cabelleras, y el pescado que poní an a secar encima de los cañ izos hedí a. Pero no se le ofreció ninguna ocasió n de huir hasta mediados del verano. Uno de los dos hermanos salineros, un muchacho llamado Joe, acudió en barca a canjear su sal por una pieza de buena lana que la vieja habí a hilado y tejido en las veladas de invierno. Por é l supo Nathanael que habí a un barco inglé s anclado a la entrada de la cala, oculto a la vista desde el lugar en que se encontraban por los salientes de las rocas. El buque permanecerí a allí el tiempo necesario para arreglar una averí a. Nathanael acompañ ó al hombre hasta la playa para ayudarle a poner a flote su barca. Saltó dentro y le rogó a Joe que lo llevara con é l. Los viejos, en el umbral de la puerta, estupefactos ante aquella huida imprevista, gesticulaban como muñ ecos; el niñ o, sin percatarse de nada, continuaba saltando como un potrillo en la hierba. Pronto los ocultó el espoló n de una roca.

 Uno de los hombres del barco habí a muerto, enfermo de escorbuto. No le fue difí cil a Nathanael ocupar su puesto. El viento los empujó hacia Terranova, y una buena brisa del Oeste los llevó hacia Inglaterra. Nathanael habí a aprendido a hacer las maniobras en sus dos primeras travesí as. Agil y ligero, de cabeza bien templada, trepaba con agilidad de má stil en má stil. Apenas le molestaba su cojera. Algunas veces se quedaba allá arriba, enganchado con pies y manos a las cuerdas, ebrio de aire y de viento. Por las noches, las estrellas se moví an y temblaban en el cielo; otras noches salí a la luna de detrá s de las nubes como un animal grande y blanco, y se volví a a meter dentro de ellas como si fueran su madriguera; o bien, colgada de muy alto, en el espacio, allí donde no se divisaba ninguna otra cosa, reflejaba su brillo en el agua agitada. Pero lo que má s le gustaba a Nathanael era el cielo oscuro, que se mezclaba con el océ ano, asimismo oscuro. Aquella noche inmensa le recordaba la que llenaba el desvá n de la cabañ a, y que tambié n le habia parecido inmensa. La diferencia consistí a en que aquí estaba solo. Pero se sentí a vivo, respirando, situado en el mismo centro. Dí lataba el pecho para mejor aspirar aquel aire puro, y luego bajaba a jugar a los dados en la entrecubierta con sus compañ eros. Cada jugada desafortunada daba lugar a una serie de ex abruptos y complicadas blasfemias.

 El naví o fondeó en Gravesend; Nathanael hizo el camino a pie hasta Greenwich. Pcr prudencia, entró primero a informarse en la taberna donde antañ o habí an ido a beber los hombres de la Fair Lady, mientras é l se aprovechaba de su ausencia para introducirse en la cala. Nadie lo conocí a en aquel establecimí ento, y ademá s, en cuatro añ os, habí a cambiado mucho. Se hizo pasar por el compañ ero de un marinero nativo de Greenwich y alegó que é ste le habí a encargado llevase un recado a su familia. Desde luego, el tabernero recordaba a un maestro carpintero, de mejillas muy coloradas, muerto el añ o anterior de una caí da en los diques del Almirantazgo. Tal vez fuera el hombre por quien preguntaba Nathanael. El joven, disimulando como pudo, desvió la conversació n hacia un comerciante en productos marí timos, bastante rico, en cuya casa habí a trabajado su amigo de dependiente. El tabernero sabí a muchas cosas de aquel bandido beato, que solí a venderles galletas rancias a los capitanes cuando se preparaban para hacer un largo viaje. Era mayordomo de su parroquia y sus negocios prospera ban como nunca.

 ‑ Mi amigo lo creí a muerto ‑ dijo tí midamente Nathanael‑, tras una reyerta con un transeú nte.

 ‑ ¡ Nada de eso! Tal vez estuviera borracho perdido, eso sí, ya que ese devoto bribó n empina bien el codo. Si le hubieran dado una puñ alada se hubiera sabido. No es tan fá cil acabar con un tipo como ese.

 Nathanael comprendió que el gordo habí a guardado silencio sobre aquel incidente que nada le favorecí a. Debió obsequiar con alguna mentira a los buenos samaritanos que lo recogieran y cuidasen. Janet se habí a callado tambié n. Ningú n alguacil habí a perseguido nunca a un tal Nathanael. En consecuencia, su pá nico, su huida, las aventuras que habí a corrido en el Nuevo Mundo, carecí an de consistencia. Lo mismo hubieran podido no existir; le hubiera sido posible quedarse a leer en latí n en la sala del colegio. Con ello se vení an abajo cuatro añ os de su vida como uno de esos bloques de hielo que caen de los té mpanos para sumergirse de golpe en el mar. Tranquilo respecto a su propia seguridad, no ocultó su verdadero nombre a los desconocidos que viví an en «Pequeñ a Holanda», distrito donde se hallaba situada su antigua casa. Le confirmaron el fallecimiento de Johan Adriansen, que se habí a caí do de un andamio y habí a muerto en el acto. Los dos hijos trabajaban ahora en Southampton para el Almirantazgo. La madre se hospedaba ‑ decí an‑ en un asilo luterano para viudas.

 Nathanael no fue a visitar al magister, pues se avergonzaba de haberse escapado tan sú bí tamente y sin decir ni una palabra de adió s. Janet (se enteró por la mujer del tapicero) se habí a casado cnn un comerciante en pañ os londinense. De nada serví a ir a molestarla en la trastienda.

 En cambio sí tomó el camino del asilo donde viví a su madre, junto con otras viudas, todas ellas lo bastante acomodadas como para pagar una pequeñ a pensió n a la comunidad. Cada una de estas dignas personas se alojaba en una casita independiente, de una sola habitació n, quc daba a un patio donde crecí an á rboles. La casa en donde residí a su madre estaba escrupulosamente limpia: el cobre de la palmatoria y de la olla relucí a. Llegó allí a la hora de comer: encima de un mantel inmaculado, su madre habí a puesto un tazó n de sé mola y un plato de arenques ahumados. No se enterneció al verlo. Era muy frecuente que los hijos se marcharan asi, por una cabezonerí a, a ver mundo. El caso no es raro. En los primeros momentos lo creyeron muerto, pero, al no encontrar ni su cuerpo ni sus ropas, se dijeron que tal vez se hubiese embarcado. Los Adriansen lo llevaban en la sangre. Todo se daba por bien empleado con tal de que hubiera andado por los caminos del Señ or allí donde se hallase. Nathanael narró, en lí neas generales, sus aventuras. La viuda lo escuchaba sin decir nada, apretando los labios juiciosamente. Mas parte de su atenció n se hallaba distraí da por el gato, que se frotaba contra sus rodillas, tirá ndole del delantal, engolosinado por el arenque que habí a en el plato. Por lo demá s, mostró su habitual sentido prá ctico: los pocos bienes de la familia los adminí straba el tí o Elie, quien poseí a una imprenta en Amsterdam. Los dos hijos mayores le habí an entregado su peculio para que lo hiciera fructificar y encontrarse con las ganancí as una vez regresaran, para acabar sus dí as en su tierra. Si Nathanael deseaba obtener su parte, podí a pedí rsela a su tí o, que era un hombre justo y honrado. Ademá s, se decí a que no escaseaba el trabajo en los puertos de Holanda, y que la vida era má s barata que en Greenwich.

 ‑ Dios quiera que tú tambié n seas un hombre bueno, como tu padre y como tu tí o Elie.

 Nathanael no entendí a muy bien lo que era un hombre bueno, ni lo que podí a agradar o desagradar a Dios.

 

 

 La casa de Amsterdam presentaba buen aspecto. El tí o mandó entrar a su sobrino en la pequeñ a estancia donde atendí a a los parroquianos. Elie le habí a comprado el negocio al librero‑ impresor en cuya casa fue aprendiz; estaba bien considerado y obtení a sabrosos beneficios, aunque sin exceso. Habí a tenido que invertir en aquella compra el producto de la venta de la vieja granja perteneciente a la familia; de momento, no podí a deducirse aquel capital, pero sus sobrinos se lo encontrarí an duplicado má s tarde. Nathanael asintió vagamente; no entendí a aquellas combinaciones. Elie acabó por romper el hielo cuando supo que su sobrino poseí a ciertos conocimientos y una bonita letra, muy legible. El tí o sacaba sus má s pingü es beneficios de los grandes autores griegos y latinos, cuidadosamente cotejados y editados por doctos profesores de Leyde o de Utrecht, pero las correcciones salí an caras cuando habí a que confiá rselas a gentes diplomadas, aunque muertas de hambre. Allí, en la imprenta, só lo tení a a dos correctores cualificados, que se ocupaban asimismo de la paginació n, de los í ndices, de las rú bricas marginales y de los tí tulos. Nathanael ganarí a un poco menos que aquellos trabajadores experimentados, pero sí lo suficiente para poder vivir bien. No debí a imaginarse que iba a hallar alojamiento y comida en el seno de la familia: a é l le hubiera parecido muy bien, pero su mujer, que era de buena cuna y habí a recibido una exquisita educació n, no soportaba tener a los subordinados a su alrededor. Nathanael dormirí a en un rincó n del taller hasta que encontrara una habitació n.

 El joven dio las gracias: aquel lugar, para instruirse, valí a tanto como la escuela de Greenwich. Elie le enseñ ó todo aquello. La í mprenta estaba situada en un patio cerrado por la parte que daba a la calle; se oí a el murmullo de una fuente. Vio la sala en donde estaban las prensas manuales, y el cuarto de los linotipistas, inclinados sobre sus cajas; el almacé n, lleno de montones de papel, y la sala de ventas y embalajes, donde poní an los volú menes, oliendo aú n a tinta fresca, antes de ser enviados a Alemania, a Inglaterra e inclnso a Francia y a Italia. En la pared habí an colgado una lista con el nombre de las obras prohibidas en aquellos distintos paí ses, cuyo envio hubiera dado lugar a confiscaciones y perdidas. Las má s valiosas ediciones, que eran el orgullo de Elie, encuadernadas en vitela o en badana, tapizaban una estrecha sala de visitas, flanqueadas por unos cuantos desgastados volú menes de genealogí a y de historia, así como por diccionarios y compendios donde los correctores, en caso de duda, se suponí a consultaban un nombre propio, una palabra insó lita o un giro inusitado. Uno de aquellos mondadores de palabras era un hombre de mediana edad, meticuloso como ninguno, pero amargado por su mala fortuna, pues é l era ‑ segú n decí a‑, y no Elie Adriansen, quien hubiera debido comprar, si hubiese sabido aprovechar la ocasió n, la bien surtida librerí a de Johannes Jansseonius. El otro, buen compañ ero, habí a ocupado en otros tiempos una cá tedra en un colegio, y la envidia de sus colegas ‑ si se creí an sus palabras‑ pronto lo expulsaron de ella. Este ú ltimo, mientras trabajaba, tarareaba en griego versos de Anacreonte, ponié ndoles una musiquilla de moda. Sin las consecuencias de la bebida, aquel prodigio de saber hubié rase bastado para todo, pero sus resacas solí an durar varios dí as.

 Aquellos dos compadres le enseñ aron de buen grado las triquiñ uelas del oficio, como, por ejemplo, leer un texto al revé s para no dejarse distraer por el sentido de las palabras, o dedicarse por entero tan pronto a la caza de errores de puntuació n como a los de sintaxis; ora a la alineació n, ora a las mayú sculas. Su latí n de colegial, cuyas carencias sabí a, le obligaba a ser má s lento y má s cuidadoso que aquellos dos listos: pronto descargaron en é l las tareas má s fastidiosas. En ocasiones, lleno de escrú pulos y con la esperanza de instruirse, planteaba tí midamente una pregunta a los doctos que frecuentaban la espaciosa sala del librero. Aquellos sabios discutí an agriamente con Elie sobre el precio de sus trabajos y luego se entretení an fumando una pipa. A uno de ellos, erudito en antigü edades romanas, le preguntó la fecha de un consulado, para ponerla al margen de una obra de Tito Livio. El sabio pensó que aquel individuo pretendí a pillarle en flagrante delito de ignorancia, o al menos de duda, y le volvió la espalda.

 Elie le habí a recomendado encarecidamente que no hablase nunca de sus añ os pasados junto a los má stiles. Nadie tení a por qué saber que habí a pertenecido a la chusma malhablada y borrachina de las gentes de mar. Nathanael callaba, pues, cuando estaba en la imprenta, pero la nostalgia le hací a tomar el camino del puerto en sus horas perdidas. Allí podí a, acodado al estrecho pretil de un puente, observar desde arriba, los barcos anclados en el muelle, ver el zafarrancho de salidas y llegadas y oí r a los marineros ‑ siempre desocupados cuando estaban en tierra‑ hablar de los incidentes y de lo larga yue habí a sido la travesí a. Raras veces les confesaba haber sido uno de ellos, acaso por sentir un poco de malestar por no serlo ya, pero tampoco presumí a de ser corrector de imprenta, lo que le hubiera apartado de aquellos hombres sencillos, que firmaban su contrata con una cruz. Cuando le preguntaban, é l decí a que era carpintero, igual que lo fue su padre, cosa que parecí an confirmar sus grandes manos. Aquel tí tulo le sirvió de garantí a para obtener gratuitamente posesió n, para todo el tiempo que le fuera necesario, de un chamizo situado en una callejuela que daba al puerto, a condició n de que lo arreglase. Tení a los cristales rotos, la puerta arrancada y un montó n de botellas hechas añ icos, ademá s de otros desperdicios arrojados por los transeú ntes, crecí an solos en el jardí n. Puso un poco de orden en todo aquello. Má s tarde se enteró de que aquel desconcierto no era debido, como é l creí a, a las juergas celebradas por los anteriores inquilinos. El chamizo, situado entre dos canales, habí a servido de refugio al culto cató lico prohibido. Los corchetes habí an irrumpido en plena misa y se habí an llevado a toda la banda que allí habí a al puesto; má s tarde, todas aquellas gentes habrí an acabado sin duda en la cá rcel, donde probablemente aú n languidecí an. Nathanael les compadecí a.

 Elie y su mujer creyeron y dijeron que Nathanael utilizaba aquella casucha para beber y llevar a ella mujeres. Se equivocaban: ni su cabeza ni su estó mago (no sabí a muy bien cuá l de los dos) le permití an beber má s de un vaso. En cuanto a las mujeres, hubiera temido verse importunado si les indicaba su refugio. Aunque mujeres no le faltaban, ni mucho menos. Las putas le repugnaban, con sus afeites baratos y sus vestidos comprados a los ropavejeros. No poseí an la dulzura de las prostitutas de las islas. Pero le bastaba con sentarse en verano en cualquier parque, en un banco que estuviera situado en un rincó n oscuro, para que alguna mujer viniese a acurrucarse a su lado y a frotarse contra é l: doncellas o dependientas, o bien jó venes burguesas lo bastante avispadas para hacerse una llave falsa y despistar a sus compañ eras. Su ardor le sorprendí a: nunca se habí a detenido a pensar que era un hombre bien parecido, pero el deseo de ellas despertaba el suyo.

 Las poseí a a veces allí mismo, o apoyadas en un á rbol del paseo. Los tardí os paseantes no se ofuscaban al ver los movimientos de aquellos dos cuerpos. Sucedí a en ocasiones que algú n otro señ or muy bien vestido, pero furtivo, se le acercase al anochecer. El compadecí a a aquellos hombres por verse expuestos al vituperio de Dios y de las gentes por culpa de unas apetencias tan sencillas, despué s de todo. Aceptaba seguirlos hasta un rincó n oscuro alguna que otra vez, pero en realidad lo que a é l le gustaban eran los pechos de mujer, suaves como la mantequilla; los labios lisos y las cabelleras resbaladizas como copos de seda.



  

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