Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





UN HOMBRE OSCURO 1 страница



 

 La noticia de que Nathanael habí a muerto en una pequeñ a isla frisona no produjo gran revuelo cuando la recibieron en Amsterdam. Su tí o Elie y su tí a Eva reconocieron que esperaban aquella muerte; ya dos añ os atrá s, Nathanael casi fallece en el hospital de Amsterdam; este segundo ó bito, por decirlo así, ya no conmoví a a nadie. Corrí an rumores de que su mujer Sarai (¿ serí a en verdad su mujer? ) habí a fallecido antes que é l, y má s valí a no indagar có mo. En cuanto al hijo de la pareja, Lazare, Elie Adriansen no se veí a a sí mismo yendo a buscar al hué rfano a la Judenstraat, a casa de una vieja con los ojos excesivamente negros y vivarachos, que pasaba por ser su abuela.

 El nacimiento de Nathanael tambié n habí a sido harto discreto; en ambos casos no hací a sino someterse a la regla general, pues la mayorí a de las personas entran y salen de este mundo sin gran estré pito. El primero de estos dos acontecimientos ‑ si es que lo era‑ só lo interesó a media docena de comadres holandesas, instaladas en Greenwich con sus maridos, carpinteros de oficio, que trabajaban para el Lord del Almirantazgo y eran bien remuneradas en Luenos chelines y en buenos peniques. Aquel grupito de extranjeros, despreciados como tales, pero respetados por su laboriosidad y su convencido protestantismo, ocupaba una serie de limpí simas casitas a lo largo de un dique. El poblado marí timo, má s abajo de Greenwich, se extendí a por una parte hasta la orilla, donde los má stiles sobresalí an de los tejados y las sá banas tendidas se confundí an con las velas; por la otra, sus casitas se perdí an por una comarca aú n rú stica, de bosquecillos y pastos. El padre del recí é n nacido era un hombre gordo y rubicundo, aunque á gil, que se pasaba la mayor parte del tiempo subido a una escalera apoyada en una obra viva inacabada. La madre, una «tragabiblias», lavaba a los niñ os y cocinaba unos guisos que sus vecinas inglesas se hubieran negado a tocar, del mismo modo que tampoco ella hubiese probado la carne que ellas preparaban, excesivamente cruda.

 Como el pequeñ o Nathanael era debilucho y cojeaba un poco, no lo enviaron, como a sus hermanos, a rascar el flanco de los barcos en dique seco o a clavar clavos en las vigas. Lo encomendaron a un maestro de escuela de la vecindad, que se interesaba por é l.

 Mantenerlo le costarí a poco a la familia. Realizarí a para el maestro algunos trabajillos tales como llenar los tinteros, sacarle punta a las plumas o barrer el suelo de la sala; ayudarí a a la maestra a sacar agua del pozo y a escardar el huerto. Cuando pasara el tiempo, harí an de é l un predicador o un magister a su vez.

 

 Nathanael se encontró a gusto en casa del maestro, pese a las bofetadas y golpes que lloví an sobre los alumnos. Pronto le encargaron que enseñ ase el alfabeto a los má s pequeñ os de sus condiscí pulos, pero lo hací a muy mal, y nunca hallaba el momento oportuno para golpear con la regla de hierro los dedos de los chicos. No obstante, su aire de dulzura y su atenció n serví an para que cundiese el buen ejemplo entre los muchachos de su edad. Por la tarde, cuando ya se habí an marchado los colegiales, el maestro le permití a leer: en verano, mientras habí a luz en el jardí n, y en invierno, al resplandor de la lumbre, en la cocina. La escuela poseí a unos cuantos libros gruesos que el maestro juzgaba demasiado valiosos y de lectura harto difí cil para entregá rsela a la caterva de colegiales, que pronto los habrí an hecho pedazos. Allí habí a un Cornelius Nepos, un tomo descabalado de Virgilio, otro de Tito Livio, un Atlas donde se veí a Inglaterra y los cuatro continentes con el mar alrededor, y delfines en el mar, así como un planisferio celeste sobre el cual hací a el niñ o muchas preguntas que el maestro no siempre sabí a contestar. Entre los libros menos serios, habí a varias obras de un tal Shakespeare, que habí an obtenido grandes é xitos en sus tiempos, y la novela de Perceval, impresa en caracteres gó ticos muy difí ciles de descifrar. El maestro le habí a comprado todo aquello a bajo precio a la viuda de un vicario de la vecindad, para quien los ú nicos libros estimables eran los sermones de su difunto marido. Nathanael aprendió de esta suerte a hablar un inglé s muy puro, aunque en su casa lo destrozaban, y tambié n un poco de latí n, para el que tení a bastante facilidad. Al maestro le gustaba hacerle trabajar, pues tenia pocas ocasiones rle ejercitar su propio talento, desde que ya no daba clase en un buen colegio de Londres. Era implacable con la gramá tica, y acompañ aba a Virgilio golpeando acompasadamente con el í ndice la tabla de su pupitre.

 

 Cuando Nathanael cumplió quí nce añ os empezó a salir con una rubita de su misma edad, medio descarada, medio tí mida, que tení a unos ojos muy bonitos. Se llamaba Janet y era aprendiza en casa de un tapicero. Los dí as de sol comí an y bebí an juntos su pan y su sidra en ei prado cercano. Má s tarde, se acostumbraron a pasear por el bosque, donde Nathanael recogí a plantas para el herbario de su maestro. Y asi fue como acabaron por hacer el amor en un lecho de hierbas y de helechos; é l tení a con ella muchas atenciones, y ambos daban por descontado que algú n dí a se casarí an.

 Una vez llegó ella a una de sus citas toda asustada. Un burgué s, que comerciaba con armamento y suministros marinos, que bebí a mucho y tení a fama de ser aficionado a la carne joven y fresca, vení a soltá ndole, desde hací a tiempo, una retahí la de proposiciones mezcladas con amenazas. Las tardes en que salí an juntos, Nathanael siempre la acompañ aba a casa del tapí cero y esperaba hasta que la puerta se cerraba tras ella. Un domingo de mayo en que volví an cogidos de la mano, al anochecer, el borracho les cerró el paso. Probablemente los habí a seguido y espiado cuando se hallaban en su cama de helechos, pues prorrumpió en sucias y precisas chanzas sobre sus amores. Má s ligera y presta que una corza asustada, Janet huyó. El hombre se echó hacia adelante para perseguirla, pero, afortunadamente, se tambaleaba. Tan mal lo sostení an las piernas que tuvo que apoyarse en Nathanael; le rodeó el cuello con el brazo, no se sabe si con objeto de mantener el equilibrio o a consecuencia de una sú bita y estú pida ternura. Y ahora sus proposiciones iban dirigidas al alumno del magister. Nathanael, lleno de espanto y repugnancia (no hubiera podido decir cuá l de los dos sentimientos primaba), lo rechazó, cogió una piedra y le golpeó con ella la cara.

 Cuando vio al hombre en el suelo, respirando apenas y con un hilillo de sangre en la comisura de los labios, el miedo se apoderó de é l. Si alguien lo hnbí a vislumbrado desde lejos, o si Janet contaba aquel incidente, lo prenderí an por orden del alguacil, y ya podí a prepararse a ser ahorcado al dia siguiente.

 Huyó a su vez, pero con su paso inseguro de cojo, y ademá s no querí a correr, para no llamar la atenció n de los transeú ntes. Escogiendo las callejuelas má s desiertas, evitando los diques en donde quizá velara todaví a algú n guarda, pese a la hora tardí a, consiguió llegar a la orilla, donde pensaba encontrar algunas barcazas dispuestas a zarpar con el alba. Una de ellas parecí a estar vací a, con la escotilla abierta en medio del puente y, colgando encima, la cuerda de un torno. Los hombres de la tripulació n estaban probablemente en tierra, bebiendo una ú ltima copa. No habí a nadie a bordo, só lo un perro, pero Nathanael siempre hací a amistad con los perros. El muchacho se coló dentro de la cala agarrá ndose a la cuerda del torno, y se escondió entre los barriles.

 Estuvo allí toda la noche, muerto de miedo, prestando oí do a los pasos de los hombres que subí an a bordo, al golpe de la escotilla cuando la dejaban caer pesadamente, al rumor ligero del viento y al chapoteo del agua chocando contra el casco del barco, al chirrido de las cuerdas y al chasquido de las velas en el momento de largar. Cuando por fin llegó la mañ ana, sintió que se deslizaban por el rí o, pero su miedo aú n subsistí a. La calma chicha podí a dejarles fondeados cerca de la costa o, contrariamente, la tempestad podí a forzarles a regresar a puerto. Al cabo de dos dí as y tres noches, muerto de hambre, llamó con voz dé bil a unos hombres que bajaban con las palas, para repartir mejor el lastre. En aquellos momentos estaban ya en alta mar, a la altura de las Sorlingas. Pronto supo que el barco iba camino de Jamaica.

 Los hombres arrastraron al tembloroso muchacho sobre la cubierta. Propusieron arrojarlo al agua por diversió n, pero el cocinero, un mestizo, intercedió por é l; dijo que aquel joven bribó n podrí a serles ú til, cuidar de los pollos y del cerdo que llevaban a bordo, y hacer las faenas má s pesadas de la coeina. El capitá n, que no era un mal hombre, pese a su aspecto brutal, consintió en ello. Nathanael encontró en el mestizo a un protector. Y, cosa extrañ a, aceptó de aquel hombre, sin repugnancia, unas familiaridades que le habí an horrorizado cuando se las propuso el borracho de Greenwich. Nathanael sentí a afecto por aquel hombre de piel cobriza, que tan bueno era con é l. No valoraba el placer que el otro podí a sentir al acariciar y proteger a un joven blanco.

 En Jamaica se detuvieron mucho tiempo para descargar el flete que traí an de Inglaterra y para cargar valiosas maderas destinadas a ser convertidas en tablas y marqueterí a, para las hermosas casas de Londres. El mestizo habí a nacido en la isla; le dio a probar a Nathanael las frutas de la tierra y lo llevó a las chozas de las rameras, muy solicitadas aquellos dí as, pues habí a varias tripulaciones en el puerto. Nathanael esperó su turno, junto con los demá s. Aquellas hermosas le gustaron por la suavidad de su tez y la acentuada dulzura de sus ojos oscuros, sombreados por largas pestañ as, así como por su tranquilo abandono. Pero aquellos amores remunerados y reducidos, por escasez de tiempo, a un breve abrazo, aquellos hombres que se apiñ aban a la puerta, todos ellos presa del mismo deseo, le producí an un poco de repugnancia. El temor a coger una enfermedad contagiosa no era la ú nica causa: le hubiera gustado tener para é l solo a una de aquellas hermosas muchachas, durante mucho tiempo, acaso para siempre, como en tiempos creyó poseer a Janet. No habí a ni que pensar en ello.

 Compadecí a a los negros que subí an por la pasarela, con la espalda encorvada bajo el peso de vigas enormes; no es que su vida fuera má s miserable que la de los estibadores del puerto de Londres, pero é stos, al menos, trabajaban sin recibir latigazos. A pesar de su piel desgarrada, los negros reí an, en ocasiones, mostrando sus dientes muy blancos. En la hora de má s calor, cuando hasta los contramaestres se tendí an a la sombra, Nathanael reí a y chapurreaba con ellos.

 Zarparon para las Barbadas. La ví spera, en una riñ a, habí an herido al mestizo de una cuchillada en un ojo. La herida se infectó y el pobre hombre murió en medio de espantosos dolores; arrojaron su cadá ver al mar, tras haber rezado un salmo por é l; la verdad era que nadie sabí a si estaba o no bautí zado. Nathanael lloró mucho. Le dieron el puesto de cocinero que se quedaba vacante; salió del paso como pudo, pero, en cuanto llegaron al puerto de Santo Domingo, abandonó el barco. Se enroló de marinero a bordo de una fragata inglesa armada de cuatro morteros y que se disponí a a cruzar las costas del nordeste, para poner coto a las intrusiones de los Eranceses.

 El mar, aquel verano, estaba casi siempre tranquilo y casi desierto por aquellos parajes. A medida que iban subiendo hacia el norte, la humedad cá lida iba dejando paso a las frescas brisas. El cielo transparente se volví a lechoso cuando por é l se extendí a una delgada capa de niebla; en las orillas del contí nente o de las islas (no era fá cí l distinguir a uno de otras), bosques impenetrables descendí an hasta la orilla. Nathanael recordaba vagamente los bosques inviolados a orillas de los santuarios que citaba Virgilio, pero estos lugares no parecí an albergar ni antiguos dioses; ni hadas, ni duendes como los que habí a creí do ver en las florestas de Inglaterra, sino tan só lo aire y agua, á rboles y rocas. No obstante, bullí a allí la vida en multitud de formas. Millares de pá jaros marinos se mecí an sobre las olas y se posaban en los huecos que formaban los acantilados; un hermoso ciervo o un hermoso alce atravesaban a veces a nado la angostura entre dos islas, llevando muy alta la cabeza, provista de pesada cornamenta, y luego trepaban, chapoteando por la orí lla.

 Indios montados en piraguas se acercaron al barco en varias ocasiones: ofrecí an sus odres llenos de agua fresca, bayas, pedazos de carne de alguna res que acababan de cazar y que aú n chorreaban sangre, pedí an ron a cambio. Algunos conocí an unas palabras de inglé s, o de francé s, a fuerza de ejercer aquel tipo de comercio; a bordo, siempre cuidaban de que hubiera algú n oficial o marinero gue supiese al menos chapurrear una de las lenguas indí genas. Má s de una vez embarcaron a uno de aquellos salvajes, para que les sirviera de piloto en un paso difí cil.

 Un buen dí a, uno de ellos les trajo una noticia: un grupito de hombres blancos, de aspecto particularmente serio y bondadoso, que se pasaban todo el dí a en ceremonias para honrar a sus dioses, habí an sido abandonados en una isla cercana por los hombres de su tripulació n, que se habí an amotí nado. Aquellos hombres viví an allí desde hací a varios meses; los indios de tierra firme, que frecuentaban aquel lugar en la é poca de la pesca, les llevaban a veces comida. El jefe Abenaki, inmovilizado en su campamento debido a una larga enfermedad, los habí a mandado llamar para exigirles un tributo de bebidas alcohó licas; no tení an alcohol, pero le habí an echado agua en la cabeza, para que el Gran Espí ritu le favoreciese, y desde entonces el jefe estaba mejor.

 No era aqué lla la prí mera vez que el capitá n oí a hablar de jesuitas, que vení an de Francia para evangelizar a los salvajes del Canadá. Aparte de no soportar aquellas gazmoñ erí as cató licas, sabido es que los reverendos no suelen instalarse en ningú n sitio sin que lo acompañ e una retaguardí a de soldados y de traficantes de su paí s. Aquellos piadosos personajes eran los emisarios del rey supuestamente cristianí simo.

 La isla a la que se referí an se hallaba señ alada en los mapas desde hací a poco tiempo. Alta y rocosa, cubierta en su parte baja por abetos y robles, podí an reconocerse desde lejos sus seis o siete cumbres. No habí a en ella nada especialmente valioso, pero un brazo de mar la penetraba profundamente al sur, formando un amplio puerto natural maravillosamente resguardado del viento; un islote de forma oval protegí a la enttada; en la orilla izquierda, en la parte baja de una pradera grande, manaba un manantial de agua viva conocido por los navegantes; aquellos mé ritos bastaban para que el rey de Inglaterra se la disputara al rey de Francia. Al aproximarse a la orilla, cerca de un bosque de abetos y de robles ya enrojecidos por el otoñ o, ví eron unas chozas hechas con ramajes y pieles, que los í ntrusos habí an construido, probablemente con ayuda de los indí os. Una cruz muy alta se alzaba en el medio. El capitá n mandó disparar. A Nathanael le horrorizaba la violencia, pero la excitació n de los hombres que maniobraban los morteros acabó por contagiá rsele; el ruido repercutí a en las montañ as bajas. Sí n duda era la primera vez que devolví an el eco de aquellos truenos humanos, al no haber conocí do hasta entonces sino el estruendo de la tormenta y, al llegar el deshielo, los crujidos de los bloques de hielo desprendié ndose del acantilado. Desde la distancia en que se hallaban, vio a unos hombres con sotana dispersarse por entre las altas hierbas: dos de ellos cayeron, los demá s se refugiaron en los bosques.

 Echaron una barca al agua, barca que luego amarraron a la orilla, pero las chozas destripadas no ofrecieron má s botí n que un montoncito de ropas y provisiones, junto con unos libros y una caja de herramientas, de las que se apoderó el capitá n. Nathanael comprobó que uno de los padres habí a empezado a hacer un herbario; las hojas ondeaban al viento. Habí a tambié n un cuadernillo, donde el jesuita habí a empezado a escribir un vocabulario en lengua india, con sus equivalentes latinos escritos en tinta roja. Nathanael se lo metió en el bolsillo, ya que a nadie podí a interesarle aquello, pero lo perdió poco despué s.

 Tení a prisa por socorrer, en caso de serle posible, a los dos hombres que habí an caí do, pues sabí a que sus compañ eros no se preocuparí an de semejante tarea. Pero la pradera era má s extensa y accidentada de lo que habí a creí do; se sentí a como perdido en aquel mar de hierbas. Ademá s, uno de los hombres habí a muerto ya Nathanael avanzó con precaució n hacia el segundo, que todaví a respiraba. No prestaba gran cré dito a las furibundas palabras de los predicadores que, cuando era niñ o, habí a oí do en el templo de Greenwich, adonde lo llevaban sus padres, y el odio a los cató licos enemigos del rey de Ingiaterra no habí a hecho presa en é l; empero, le habí an enseñ ado a temer a los papistas y a los franceses. Aunque aquel joven no parecí a peligroso: se estaba muriendo y tení a una parte del tó rax hundida; la sangte empapaba casi invisiblemente su sotana negra. Nathanael le ayudó a levantar un poco la cabeza y se dirigió a é l primero en inglé s, luego en holandé s, sin lograr que el otro lo entendiera. Se le ocurrió entonces preguntarle en latí n qué podí a hacer para aliviarlo, aunque el latí n del magister diferí a, sin duda, del latí n que habla un jesuita francé s. El moribundo lo entendió, sin embargo, lo bastante para decirle con una dé bil sonrisa de sorpresa:

 ‑ Loquerisne sermonem latinum?

 ‑ Paululum ‑ replicó tí midamente Nathanael.

 Y se quitó el capote de marino para tapar con é l al moribundo, que probablemente tení a frí o. Ya el francé s le rogaba que sacase de su bolsillo un libro grueso, aunque de formato pequeñ o, que resultó ser un breviario, y que arrancase la guarda, en donde se hallaban escritas unas cuantas palabras: su nombre y el de la ciudad donde estaba su seminario.

 ‑ Amice ‑ dijo el moribundo‑, si aliquando epistulam superiori meo scribebis mater et soror meae mortem meam certa fide dicerent. ..

 Nathanael dobló cuidadosamente la hoja y prometió escribir al superior de Angelus Guertinus, ex seminario Annecii, para que su madre y su hermana no. permanecieran en la incertidumbre. Annecium no le decí a nada, y Annecy no le hubiera dicho mucho má s. Pero só lo se trataba de consolar a un agonizante. El joven sacerdote se incorporó ligeramente, apoyá ndose en el codo, y le pidió que abriese el libro por donde é l le indicaba: Nathanael reconoció algunos salmos que habí a leí do en la Biblia de sus padres, en lengua vulgar, pero aquellos salmos sonaban de manera extrañ a en las soledades que nada sabí an del Dios de un reino llamado Israel, ni de la Iglesia Romana, ni de las otras fundadas por Lutero y Calvino. No obstante, algunos de aquellos versí culos eran muy hermosos: los que trataban del mar, de los valles y de las montañ as, y tambié n de la inmensa angustia del hombre. La voz de Nathanael se quebraba, lo mismo que cuando leí a a Virgilio en el colegio.

 ‑ Summa voce, oro ‑ susurró el joven jesuita, sea porque entendiera mal las palabras latinas tal como las pronunciaba Nathanael, sea porque su oí do se iba debilitando. Respiraba muy difí cilmente. Nathanael dejó el breviario en la hierba y corrió hacia un arroyuelo que corrí a a dos pasos de allí, para coger agua en el hueco formado por sus manos. El moribundo sorbió penosamente un trago de aquella agua.

 ‑ Satis, amice ‑ dijo.

 Antes de que las ú ltimas gotitas se escurrieran del todo por los dedos de Nathanael, el padre Ange Guertin, del seminario de Annecy, habí a dejado de existir. Habí a que subir de nuevo a bordo. Nathanael recogió su capote, que ya de nada le serví a al difunto.

 Pasado el tiempo, revivió en sueñ os este incidente varias veces, pero la persona a quien é l llevaba agua cambió a menudo con los añ os. Algunas noches le parecí a que aquel a quien trataba de socorrer no era otro que é l mismo.

 

El capitá n puso rumbo al nordeste. Una de sus misiones consistí a en comprobar lo que quedaba de una pequeñ a colonia inglesa que se habí a estable cido hací a algú n tiempo un poco má s al norte, en una isla situada en la desembocadura del rí o Santa Cruz; aquel establecimiento habí a decaí do, segú n decí an. Durante varios dí as hubo temporal; el capitá n temí a a las enormes marejadas que rompen por aquellas cos tas durante el equinoccio. Acababa de dar orden de regresar cuando una borrasca de viento los arrojó sobre la peligrosa isla que andaban buscando. La nave, cogida entre unas rocas, no habí a sufrido grandes averí as, pero la borrasca arreció en cuanto subió la marea; unas olas enormes levantaron el casco y lo dejaron en vilo. Las vé rtebras de madera crují an. Nathanael consiguió escalar una roca que estaba casi seca, pero una ola má s alta que las demá s acabó por llevá rselo. Recordaba haberse agarrado a la punta de un tabló n. Má s tarde se enteró de que la resaca lo habí a depositado, sin conocimiento, al fondo de una caleta de arena.

 Cuando volvió en sí, estaba acostado en un jergó n, entre dos o tres piedras gruesas que habí an calentado y colocado cerca de é l para que le dieran calor. Bajo unas vigas bajas vislumbró los rostros de un hombre y una mujer ya viejos (o, al menos, un aspecto de agotamiento los hací a parecer viejos) que se inclinaban sobre é l; a una muchachita muy joven, de mejillas hundidas, y a un niñ o de unos doce añ os que sonreí a sin cesar. Tambié n habí a alli algunas personas má s, en cuclillas en torno a un montó n de objetos que é l recordó haber visto a bordo. Estaba tan cansado que volvió a dormirse. Pero su constitució n era fuerte. Al cabo de unos dí as, ya casi no se resentí a de su malaventura.

 Pronto supo que era el ú nico superviviente de la tripulació n. Este desastre produjo en la escasa població n de la isla unos sentimientos ambiguos. De la colonia, diezmada por los largos inviernos, la viruela y los disparos de los franceses, ya no quedaban sino siete u ocho fuegos. Aquellas gentes esperaban desde hací a mucho tiempo la llegada de un barco que les traerí a provisiones y que tal vez los devolviera a su paí s. Al menos afirmaban su deseo de regresar; de hecho las nociones de patria y de pertenencia a un señ or ya no significaban nada para ellos; aquella pobre isla; cuyo nombre ni siquiera constaba en los mapas, parecí a haber vuelto a la é poca en que a nadie pertenecí a. Numerosos chamizos, ccnstruidos unos veinte añ os atrá s, se habí an detrumbado y apenas se distinguí an entre la maleza y las altas hierbas. Una familia de unas diez personas que ‑ segú n se murmurabase dedicaban, en ocasiones, a provocar naufragios, viví a en la parte norte, cerca de un banco de arena muy largo; tambié n se contaban sobre aquellas gentes diversas historias de corderos robados. Al este y al sur, unas cuantas chozas se agazapaban bajo los á rboles; vagos senderos marcados aquí y allá por unos montoncitos de piedras las uní an entre sí; desaparecí an en invierno, debajo de la nieve. Un corredor de bosques, al que habí an expulsado de Qué bec por alguna fechorí a, se habí a instalado en un claro del bosque con su mujer Madeleine, de sangre Abenaki, y sus hijos, de cabellos lacios y ojos oscuros, y no imaginaba ningú n otro lugar donde poder vivir. Dos hermanos, que se habí an instalado en una cala pequeñ a, vendí an el sobrante de la sal que ellos mismos obtení an cociendo agua de mar en un caldero; tambié n empleaban su producto, junto con otros ingredientes malolientes, para curtir las pieles que les llevaban, o que ellos mismos arrancaban a sus presas; la gente contaba con ellos para coser las botas o arreglar las raquetas de ir por la nieve; se habí an acostumbrado a la isla y apenas recordaban el pueblo de Norfolk donde se criaron. Un gentilhombre que, segú n decí an, habí a combatido en Flandes y frecuentado la corte del rey Jacobo, viví a aislado al pie de la escarpada costa, con su servidor indio; lo mismo que Nathanael, acaso tuviera particulares razones para abandonar Inglaterra. El antiguo pastor de la colonia ya no predicaba, imposibilitado por una congestió n; iba tirando como podí a en una granja pequeñ a, en compañ í a de su mujer, su hija viuda y los hijos de é sta. La familia que habí a recogido a Nathanael estaba integrada por el viejo -que en sus tiempos habí a servido é l tambié n en una fragata inglesa‑; por la vieja, natural de La Rochelle, a la que habí an recogido allí tras el naufragio de una barca que se dirigí a a una colonia francesa, y por la hija de ambos, llamada Foy, ademá s de un muchacho anormal al que no habí an puesto nombre. La vieja habí a olvidado su lengua materna y renegaba y vociferaba en inglé s. Aquellos ancianos, sin darse cuenta, se habí an encariñ ado con el lugar en donde penaban desde hací a veinte añ os y hubieran temido hacer un viaje largo por mar. Los niñ os, que todo lo ignoran, ni siquiera imaginaban que pudiera vivirse mejor en otro sitio.

 Pero el naufragio de la nave que tanto habí an esperado tení a su lado bueno. Una vez sereno el mar, aquellos desvalidos habí an logrado traerse a tierra una parte importante de la carga que llevaba el barco; a nadie le faltaban ahora cubiertos de estañ o, ni herramientas, ni mantas, y hasta habí an conseguido salvar unas cuantas cajas de salazones casi intactas. Pronto comprendió Nathanael que el amor al pró jimo no habí a sido la ú nica razó n que empujó a los dos viejos a reanimarlo y cuidarlo: aunque aú n eran muy robustos, se habí an dicho que un muchacho fuerte, de veinte añ os, no estaba de má s para ayudarles en su tarea, y Foy se hallaba en edad de tomar marido.

 En cuanto se repuso, Nathanael tomó parte en los trabajos de la estació n frí a, ayudando al viejo a ponerle un mango nuevo a la guadañ a, calafateando la canoa y dá ndole de comer y de beber todos los dí as al caballo, a la vaca y los escasos corderos que se amontonaban en el establo. El establo era al mismo tiempo un pajar. Aquel caseró n estaba pegado a la casa, para que el calor de la vivienda de los animales se comunicara a la de los hombres, e inversamente. Una cuerda, que corrí a a lo largo del muro exterior, llevaba desde la puerta de la casa a la del establo; cuando arreciaban las tempestades de nieve, habí a que cogerse a ella, por miedo a perecer allí mismo, o a dar vueltas en balde sin encontrar la entrada de la casa, despué s de haberle dado de comer a los animales. Cuando la nieve se endurecí a, acarreaban leñ a seca o recié n cortada; el caballito arrastraha los troncos grandes. En tiempo de heladas, bajaban a la cala y hací an agujeros en el hielo, para pescar.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.