Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Marguerite Yourcenar 4 страница



 Don Alvaro respondió:

 ‑ Mi hijo ha muerto.

 Don Ambrosio Caraffa comprendió que toda esperanza estaba perdida. Aborrecí a a don Alvaro, pero lo compadecia. Ademá s, no podí a por menos de admirar su inquebrantable firmeza. Má s la hubiera admirado de haber sabido que el gobernador obedecí a ó rdenes dadas de viva voz por el conde dc Olivares, aun sabiendo que é ste, en pú blico, lo desautorizarí a.

 Horas má s tarde corrió la noticia de que la cabeza de Liberio habí a caí do ya. En lo sucesivo, don Alvaro no se atrevió a bajar, sino muy pocas veces y con numerosa escolta, o enmascarado y ya de noche cerrada, a la ciudad adonde lo llevaban sus devociones y sus placeres. Lo reconocieron y le arrojaron piedras; se encerró en el Fuerte de San Telmo y no volvió a salir de allí. La ciudadela, que aplastaba a Ná poles como el puñ o del Rey Cató lico, era odiada por el pueblo.

 

 Ana iba todas las tardes a la iglesia de Santo Domingo. Hasta los peores enemigos de su padre se compadecí an de su dolor cuando ella pasaba. Mandaba abrir la capilla y permanecí a allí, inerte y sin lá grimas, olvidá ndose hasta de rezar. Los fieles que acudí an a la iglesia a esas horas tardí as la miraban a travé s de la reja, sin atreverse siquiera a pronunciar sus nombre, por miedo a molestar a aquella figura que parecia una estatua sobre un sepulcro.

 Se creyó que entrarí a en un convento. Jamá s consintió en ello. Su vida, en apariencia, no habí a cambiado, aun cuando una regla casi moná stica regí a sus dí as, y llevaba puesto un cilicio para recordar su pecado. Por las noches se acostaba en una estrecha cama de madera, que habí a mandado instalar al lado del enorme lecho donde ya no querí a dormir. Las pesadillas la despertaban; estaba sola. Entonces se desesperaba dicié ndose que todo aquello habí a pasado igual que un sueñ o, y que no tení a pruebas de nada, que acabarí a por olvidar. Para revivirlo todo, se adentraba en su memoria. Ninguna posibilidad de porvenir se estremecí a en ella. Tan agudo era el sentimiento de su soledad, que Ana hubiera deseado ardientemente aquello cuya espera, en un caso como el suyo, espanta a la mayorí a de las mujeres.

 Regresó el virrey de Ná poles, el conde de Olivares. Mandó llamar a don Alvaro a sus aposentos y le dijo, sin má s preá mbulos:

 ‑ Sabiais que yo iba a desautorizaros.

 Don Alvaro se inclinó. El conde de Olivares prosiguió:

 ‑ No creá is que yo actú o así en mi propio interé s. Acabo de recibir unas cartas de llamada del rey, y un monarca mucho má s poderoso me llamará seguramente muy pronto a su lado.

 No estaba mintiendo. Se hallaba enfermo, hinchado por la hidropesí a. Añ adió seguidamente:

 ‑ El marqué s de Espí nola anda buscando, para la guerra de Flandes, un lugarteniente que conozca los Paí ses Bajos. Vos combatisteis no hace mucho en esa provincia. Precisamente enviamos allí, a travé s de Saboya, un convoy de hombres y dinero. Vos lo conduciré is.

 Aquello significaba el exilio. Don Alvaro, al despedirse del conde de Olí vares, besó su mano flá ccida y dijo pensativamente:

 ‑ Todo es nada.

 Al volver, mandó prevenir a Ana para que se ocupase de hacer los preparativos del pró ximo viaje.

 

 El gobernador pasó sus ú ltimos dí as en Ná poles recluido en la cartuja de San Martí n, fortaleza dedicada a la oració n, lindante con la suya. Ana procedió a hacer un inventario. Llegaron al cuarto de don Miguel. Ana no se habí a acercado a aquella puerta desde el dí a en que Miguel la habí a reñ ido a causa de un escudero. Al abrir, sintió como un vahí do: aquel incidente olvidado se reproducí a ante ella; Miguel se esforzaba por gritarle insultos, con el rojo de la vida y de la có lera en sus mejillas morenas. La estancia, en donde aú n podí an verse unos cuantos arneses de gran valor tirados por el suelo, estaba impregnada de olor a cuero. Ella se decí a ‑ y al decí rselo sabí a que estaba mintiendo‑ que, en aquel momento, aú n no habí a sucedido nada irreparable y que las cosas bien hubieran podido suceder de distinta manera. Se sintió mal. Las criadas abrieron las ventanas para que penetrara el aire. No se recuperaba. Salió.

 El gobernador habí a decidido, por prudencia, que la salida tendrí a lugar muy temprano. Las doncellas de Ana la vistieron a la luz de los candelabros. Despué s bajaron con los baú les. Ana, al quedarse sola, salió al balcó n para contemplar Ná poles y el golfo; en la blancura mate de la mañ ana.

 Era un dí a de medí ados de septiembre. Ana, inclinada sobre la balaustrada, miraba hacia abajo buscando, como si fuesen las estaciones de un camino que jamá s volverí a a recorrer, cada uno de los lugares en que su vida se habí a detenido un momento. El declive de una colina, a la derecha, le tapaba la isla de Ischia en donde dos niñ os pensativos habí an deletreado juntos una pá gina de El banquete. El camino de Salerno, a la izquierda, se perdí a en la distancia. Ana reconocí a, cerca del puerto, la iglesia de San Juan del Mar, donde se reunió con Miguel por ú ltima vez, y, surgiendo de entre el escalonamiento de los tejados que formaban terraza, el campanil de Santo Domingo de los Aragoneses. Cuando subieron las criadas, encontraron a su ama tendida en la cama grande y deshecha, postrada sobre un recuerdo.

 

 Un coche de caballos esperaba en el patio de armas. Ana ocupó dó cilmente su sitio en el vehí culo donde su padre se habí a instalado ya. Delante de la entrada, unos criados del nuevo gobernador que transportaban enseres y muelles, se querellaban con los que partí an. El carruaje se puso en marcha. Al atravesar la ciudad, casi desierta a esas horas, Ana pidió que se detuvieran un instante delante de Santo Domingo, que acababa de abrir sus puertas. Don Alvaro no se opuso a ello.

 Pasaron unos instantes. El marqué s se impacientaba. Las criadas, por orden suya, entraron en la iglesia para rogarle a doñ a Ana que saliera. Reapareció en seguida.

 Se habí a echado el velo por la cara. Volvió a ocupar su sitio sin decir ni una palabra, dura, indiferente, impasible, como si en aquella capilla, a modo de ex‑ voto, hubiera dejado su corazó n.

 Doñ a Ana habí a compuesto, para el sepulcro, el acostumbrado epitafio. Podí a leerse en el plinto:

 

LUCTU MEO VIVIT.

 

 Seguí an, en españ ol, el nombre y los tí tulos. Luego, en el zó calo:

 

ANA DE LA CERNA Y LOS HERREROS

SOROR

CAMPANIAE CAMPOS PRO BATAVORUM CEDANS

HOC POSUIT MONUMENTUM

AETERNUM AETERNI DOLORIS

AMORISQUE.

 

 La Infanta, en Flandes, se hallaba agradecida a Monsieur de Wirquin, capitá n coronel de una tropa reclutada cerca de Arras, en sus tierras, por haber pagado de su bolsillo la soldada ya muy atrasada de sus hombres; tambié n sabí a que sus jefes apreciaban su brutal valentí a. Mas aquel francé s, que se obligaba a hablar el españ ol de la corte como quien pone el adorno engañ oso de un encaje en una armadura, parecí a de esas gentes que han nacido provistas de una doble faz, y a quienes un guiñ o basta para tornarse en trá nsfugas. De hecho, ninguna clase de lealtad vinculaba a Egmont de Wirquin con aquellos italianos parlanchines, ni con los fanfarrones españ oles, dorados pí caros, en ocasiones bastardos y cuya sangre corrompida, de hacerle caso a é l, no valí a lo que la suya.

 Má s tarde sabrí a vengarse, con algú n estudiado insulto, de aquellos que le recalcaban que su tí tulo de nobleza databa de anteayer y, en caso de que la fortuna tardase demasiado en llegar, o de que la brisa polí tica soplara en otra direcció n, siempre podrí a pasarse del lado francé s.

 En Brabante, la noche antes de ser recibido por la Infanta, en el vehí culo que los llevaba al campamento, el duque de Parma dibujó a su subordinado el perfil de los acontecimientos. Las siete provincias del Norte se hallaban, a decir verdad, definitivamente perdidas. Españ a, mal repuesta de la tempestad que arrasó sus naves, ya no podí a pretender patrullar aquellas largas costas, cuyas dunas tantos muertos encerraban. Cierto era que, hacia el interior, volví a a florecer la lealtad en las buenas ciudades. No obstante, confesó que resultaba difí cil pagar los suministros que se adeudaban a los ricos burgueses de Arras, comerciantes en pañ os y en vinos, y con los que estaba emparentado Monsieur de Wirquin por parte de madre. Un pré stamo a la causa real constituí a un honor y una promesa de porvenir; la suma le serí a devuelta en cuanto regresaran los galeones. El capitá n coronel sonrió sin contestar.

 Despué s de esto, el há bil italiano dejó caer, como quien no quiere la cosa, que un matrimonio con alguna de las jó venes beldades que habí an venido de Españ a y a quienes la Infanta, por razones de polí tica, se proponí a casar en Flandes, garantizarí a a cualquier hombre bien nacido, pero sin influencia en la corte, una ocasió n para abrirse camino cerca del archiduque y de su real esposa. A Monsieur de Wirquin no le tentaba gran cosa el estado conyugal, mas sí la idea de un brillante enlace. Se contentó con decir que ya verí a.

 

 Habí ase casado la Infanta siendo ya mayor. Vestida con austeridad monacal, por su gusto hubiera confinado a sus meninas en una penumbra eclesial. No obstante, no se oponí a a que lucieran los ataví os dignos de su rango, ni a los juegos permitidos, ni al homenaje de ciertos galanes cuidadosamente elegidos, con vistas a las buenas alianzas que cimentarí an su polí tica de conciliació n. Quizá envidiara aquellos ojos reidores, o llenos de lá grimas infantiles, no obsesionados por la visió n de ejé rcitos, flotas y fortalezas. Aquel dí a, sentada al lado de la alta chimenea, al final de una tarde lluviosa, contemplaba melancó licamente a sus damas de honor, preguntá ndose a cuá l de ellas iba a sacrificar. De sus labios caí an palabras tales como abnegació n a la causa real y sumisió n al cielo. Las jó venes retrocedí an ante su mirada escrutadora: las que tení an amantes temí an verse obligadas a abandonarlos, y Pilar, Mariana o Soledad rezaban para que no las escogiesen a ellas.

 Pero la Infanta se volvió hacia Ana de la Cerna, de veinticinco añ os, la má s reciente de sus damas de honor y tambié n la de má s edad. Vestí a de negro desde la muerte de su hermano, caido tres añ os antes en servicio del rey, y la suntuosidad de las telas que la vestí an poní a un toque fastuoso en su luto.

 ‑ Ya hablé con vuestro padre sobre este matrimonio ‑ dijo la Infanta‑. Os deja escoger entre aceptar este contrato o el convento.

 Todas sus compañ eras se esperaban a que optase por el convento. Se quedaron muy sorprendidas al oí rla decir, en voz baja:

 ‑ No me atrae mucho el matrimonio, señ ora, mas tampoco me siento preparada para consagrarme a Dios.

 

 Anunciaron la llegada del caballero. La Infanta se levantó para pasar a la estancia contigua. Ana de la Cerna se vio obligada a seguirla. Monsieur de Wirquin ‑ quien, sin embargo, no solí a apreciar má s que a las rollizas beldades flamencas‑ quedó seducido por aquella muchacha a quien el negro de su vestí do hací a parecer má s blanca y má s esbelta. Ana de la Cerna lo conmoví a cumo si fuera un estandarte.

 Ademá s, murmuraban que ella heredarí a de su padre, el marqué s de la Cerna, inmensas propiedades en Italia. Como si todas esas riquezas, que por lo lejanas casi eran fabulosas, le pertenecieran ya, escribió a su madre para que acondicionase su mansió n de Baillicour.

 El marqué s de la Cerna, miembro desde hací a poco tiempo del Consejo privado, tropezó por casualidad con su hija en la corte de la Infanta, unos dí as despué s de los esponsales. Se hallaba manifí estamente sumido en uno de los ataques de humildad en que se extraviaba su razó n. Dijo a su hija:

 ‑ Ya no os guardo rencor.

 Ana comprendió que seguí a odiá ndola.

 

 

 La misa de esponsales de Ana se celebró el 7 de agosto de 1600, en Bruselas, en la iglesia de Sablon, en presencia de la Infanta. Al llegar el ofertorio, doñ a Ana se desmayó, lo que fue atribuido al calor, a la extrema incomodidad causada por el gentí o y a su corpiñ o de tejido de plata, que la apretaba demasiado. Don Alvaro, de pie al lado del coro, conservó una calma imperturbable durante toda la ceremonia, cosa que sus mismos detractores admiraban: acababan de detener a dos calvinistas apostados para apuñ alarlo, y los guardias de su sé quito no podí an evitar volver la cabeza en cuanto oí an el menor ruido.

 

 Tambié n don Alvaro miraba hacia atrá s, pues no cesó de acordarse de su pasado en aquel dí a. Este hombre, que no recordaba haber amado a ninguna criatura viva en cuerpo y alma, pensaba ahora má s en su hijo, al haber é ste pasado a ocupar un puesto en la tropa de sus fantasmas. Su cabeza se debilitaba; en ocasiones caia en unas ausencias misteriosas, que lo llevaban desde las fronteras del paí s ardiente, pero sin color ni forma, en donde, de todas nuestras acciones, só lo sobreviven los remordimientos. No osando mirar de frente la falta de Miguel, tal vez por miedo a no horrorizarse lo bastante, experimentaba, sin embargo, una especie de envidia ante aquella pasió n que lo habí a barrido todo a su alrededor, incluso el miedo al pecado. El amor habí a ahorrado a Miguel el espanto de estar solo, como su padre, en un universo vací o de todo lo que no es Dios. Lo envidiaba sobre todo por haber sido ya juzgado. El matrimonio de Ana cortaba el ú ltimo hilo, muy tenue, que lo uní a a su raza en la tierra; la ambició n no era má s que un engañ o, y ya no le hací a caer en sus redes; las exigencias de la carne se iban acallando con la edad; esta triste victoria lo obligaba a mirar por su alma. Inquieto, pero agotado, el marqué s sentí a llegado el momento de abandonarse a la gran mano terrible que tal vez se hiciera clemente en cuanto é l hubiera dejado de luchar.

 Unos meses má s tarde participó por ú ltima vez en el Consejo privado de la Infanta. Su dimisió n fue aceptada fá cilmente. Sufrió por ello: habí a esperado que el mundo lo disputase a Dios con mayor empeñ o.

 Egmont de Wirquin llevó a su mujer a Picardí a, a sus tierras. Ante aquel extranjero que creí a poseer a Ana ‑ ¡ como si pudiera poseerse a una mujer cuando se ignoran las razones de su llanto! ‑, el marqué s, a pesar del resentimiento que seguí a sintiendo hacia su hija, se sentí a ligado a ella por una muda complicidad. No obstante, sus adioses fueron secos; a pesar suyo, don Alvaro la despreciaba por seguir todaví a con vida; la misma Ana tambié n reprochaba a la desgracia el que no la hubiera destrozado má s. Resignada a soportar a un marido al que, por lo menos, no amaba, se alegraba de que su rostro, sus manos y sus pechos hubieran adelgazado y fuesen diferentes de aquellos que unas manos, ya convertidas en polvo, habí an acariciado. Inquietudes de guerra y de dinero impedí an a Monsieur de Wirquin preocuparse mucho de ella. Harto desdeñ oso para buscarle un motivo a las fantasí as de una mujer, nunca se extrañ ó de que Ana, cuando llegaba la Semana Santa, pasara las noches rezando.

 

 En Ná poles, una noche de julio de 1602, un hombre pobremente vestido llamó a la puerta del monasterio de San Martí n. La mirilla enrejada se abrió prudentemente y el hermano portero, en un principio, se negó a dejar entrar al extranjero, por ser hora muy tardí a. Sorprendido por un tono de mando que no estaba acostumbrado a oí r en los mendigos de aquella especie, el fraile descorrió por fin el cerrojo e introdujo al desconocido. Una vez en el umbral, el hombre se volvió. Era ese instante en que el sol, ya rojo, se desliza por detrá s de los Camaldulenses. El hombre contempló, sin decir una palabra, la mar pá lida, las enormes cortinas del Fuerte de San Telmo enlucidas por el oro del crepú sculo y, má s allá de las almenas que le tapaban la vista del puerto, el triá ngulo hinchado de un galeó n saliendo de la rada. Despué s, con un brusco movimiento de hombros, se hundió el sombrero sobre los ojos y siguió a su guí a por un largo pasillo. Al pasar por la iglesia, que era nueva y estaba ricamente ornamentada, se arrodilló durante un buen rato, mas se percató de que el fraile no le quitaba los ojos de encima, como si temiera hallarse frente a un ladró n. Ambos entraron por fin en un locutorio lindante a la sacristí a. El hermano, entonces, cerró la puerta tras el extranjero, dio varias vueltas a la llave, que chirrió con ruido de chatarra, y fue a prevenir al prior.

 El extranjero, con la mirada perdida como en una oració n, esperó durante un tiempo indefinido. El mismo chirrido se dejó oí r, y el prior de San Martí n, don Ambrosio Caraffa, apareció por fin. Dos frailes que le daban escolta se pararon en el lumbral de la puerta. Cada uno de ellos llevaba una vela. Las pá lidas llamas se reflejaban en el artesonado.

 El prior era un hombre obeso, ya de cierta edad, de rostro benevolente y sereno. El hombre se quitó el sombrero, desabrochó su capa y dobló la rodilla sin hablar. Al agachar la cabeza, su barba á spera y gris rozó el terciopelo del jubó n. En su rostro demacrado, todo é l una pura red de mú sculos, los ojos miraban hacia delante, má s allá del prior, como si se esforzara por no ver a ese fraile a quien, sin embargo, querí a pedir algo.

 ‑ Padre ‑ le dijo‑, soy viejo. La vida ya no tiene nada que ofrecerme, a no ser la muerte, y espero que é sta será mejor de lo que fue aqué lla. Os pido que me acepté is como al má s humilde y desvalido de vuestros hermanos.

 El prior examinaba en silencio al altivo suplicante. El hombre que estaba hablando no llevaba joyas, ni cuello, ni adornos de pasamanerí a, pero alrededor del cuello llevaba una cadena de la que colgaba, por descuido o por postrera vanidad, el Toisó n de oro españ ol. Advertido por la mirada del prior, el extranjero llevó a é l su mano y se lo quitó.

 ‑ Sois noble ‑ dijo el prior.

 El hombre respondió:

 ‑ Lo he olvidado todo.

 El prior levantó la cabeza:

 ‑ Sois rico.

 ‑ Todo lo di ‑ dijo el hombre.

 En aquel momento, un prolongado grito monó tono ascendió, se estiró, descendió. Era la consigna de los centinelas, el relevo en el Fuerte de San Telmo, y el prior vio al extranjero estremecerse al oí r ese eco repentino del mundo. Hací a ya un buen rato que don Ambrosio Caraffa habí a reconocido a don Alvaro.

 ‑ Sois el marqué s de la Cerna ‑ le dijo.

 Don Alvaro contestó humildemente:

 ‑ Lo he sido.

 ‑ Sois el marqué s de la Cerna ‑ prosiguió el prior‑. Si se hubiera sabido que está bais en Ná poles, má s de uno cuya existencia acaso ignoré is habrí a acudido a desearos la bienvenida con un puñ al. Hace diez añ os yo hubiera hecho lo mismo. Mas el golpe que de vos recibí me arrojó fuera del mundo. Os ha llegado el turno de desear morir para é l. Los fantasmas no se matan entre sí en este lugar de paz.

 Y al levantarse don Alvaro, añ adió:

 ‑ Don Alvaro, seré is mi hué sped, como en aquellos tiempos en que yo os recibí a en mi cenador de las Cascatella.

 Y una fina sonrisa de patricio, medio escondida entre la grasa, pasó por el rostro del cartujo. Don Alvaro se ensombreció y el prior se dio euenta de ello.

 ‑ Hice mal en evocar el pasado ‑ dijo‑. Aquí no sois má s que el hué sped de Dios.

 Entonces, don Alvaro se volvió para contemplar no sé qué en la sombra. Le asaltaron algunos de sus antiguos temores, junto con el horror del gran abismo. Mas las murallas del monasterio lo defendian del vací o y, tras ellas, otras murallas aú n má s fuertes que elevaba en torno a é l la Iglesia. Y don Alvaro sabí a que las puertas del infierno no prevalecerí an contra ella.

 Desde entonces su vida se convirtió en penitencia.

 Don Ambrosio Caraffa, dentro de la seneillez cisterciense, conservaba esa afició n al arte que lo habí a distinguí do en el siglo. Los claustros fueron reconstruidos, con su dinero, en estricta conformidad con los ó rdenes de Vitruvio y, para inclinar a las meditaciones de un piadoso epicureí smo, cada pilastra lucí a, primorosamente esculpida, una calavera. Las manos gordezuelas del prior comprobaban cuidadosamente el pulido de la piedra. Aquel patricio para quien la religió n tal vez no fuese sino el coronamiento de la sabidurí a humana, hallaba a Dios tanto en las vetas de un hermoso má rmol como en la lectura del Cá rmides. Sin infringir la regla del silencio, cuando una flor de sus jardines le parecí a especialmente hermosa, la señ alaba con una sonrisa.

 Entonces don Alvaro pensaba en el combate que desarrollan bajo tierra las raí ces, en el calor de la savia, que hace de cada corola un receptá culo de lujuria. Las construcciones inacabadas, cuyo aspecto, como si quisieran descorazonar al maestro cantero, imita de antemano la ruina en que se convertirá n un dí a, le recordaban que todo constructor, a la larga, só lo edifica un derrumbamiento. Aú n le quedaba cierto dolor, como secuela de una fiebre, de sus ambiciones cansadas, y el asombro que produce, tras el ruido, el ensordecedor silencio. Los arcos del claustro ‑ en los que la luz del mediodí a, al proyectar cada arcada en la pared opuesta, poní a una columna de sombra que hací a juego con la de piedra‑ alternaban negros y blancos cual doble fila de monjes. Don Ambrosio y don Alvaro se saludaban al pasar. El uno, al repetirse los versos de un poeta de Chiraz que, en tiempos de sus embajadas romanas, le habí a explicado un enviado dei Sultá n, hallaba en cada ané mona la fresca juventud de Liberio. La tierra á rida, en donde a veces cavaban una tumba, recordaba al otro a don Miguel. De esta manera, cada uno de ellos leí a de forma distinta ese libro de la creació n, que puede descifrarse en dos sentidos, y en ambos sentidos poseen un mismo valor, pues nadie ha averiguado aú n si todo vive para morir, o si só lo muere para vivir de nuevo.

 

 

 La historia de Ana tuvo en lo sucesivo la monotoní a de una prueba durante largo tiempo sopor tada. Monsieur de Wirquin abandonó muy pronto los intereses de Españ a, para mirar por Francia, lo que aumentó el desdé n que Ana sentí a hacia é l. En diversas ocasiones, la guerra asoló sus tierras; hubo que salvaguardar, en la medida de lo posible, a campesinos, ganado y enseres, aunque estas preocupaciones comunes no consiguieron acercarlos. Por su parte, el marido de Ana nunca perdonó a su suegro el haber donado su fortuna a instituciones piadosas; los bienes casi fabulosos, que habí an contribuido, al menos en parte, a hacerle contraer aquel matrimonio, no fueron má s que espejismos. Entre Ana y é l, la cortesia ocupaba el lugar de la ternura, sentimiento que, por lo demá s, é l no consideraba necesario en sus relaciones con una mujer. Ana soportó con repulsió n, al principio, sus atenciones nocturnas; luego, el placer se insinuó en algunas ocasiones en ella, siempre a su pesar, y limitado a una parte baja y estrecha de su carne, sin conmover todo su ser. Agradeció que, pasado el tiempo, é l se buscara amantes que lo alejaban de ella.

 Unos cuantos embatazos, soportados con resignació n, le dejaron sobre todo el recuerdo de largas ná useas. Quiso, no obstante, a sus hijos, aunque con un amor animal que disminuí a en cuanto ya no la necesitaban. Dos varones murieron de niñ os: lloró sobre todo por el má s pequeñ o, cuyas facciones infantiles le recordaban a Miguel, pero a la larga pasó tambié n aquella pena. El hijo mayor, que sobrevivió, era hombre de guerra y de corte, y se debatí a con los acreedores que le habí a dejado su padre, muerto en duelo a consecuencias de un misterioso asunto de honor. Su hija era religiosa en Douai. Pocos meses despué s de la muerte de Monsieur de Wirquin, un amigo del difunto que daba escolta a Ana desde Arras a Parí s, en donde estaba su hijo, aprovechó una estancia casual para asediar a la viuda, aú n hermosa. Demasiado cansada para luchar o acaso impulsada por su propia carne, Ana lo recibió con la misma emoció n, ni má s ni menos, que la que habí a sentido en el lecho conyugal. Este incidente no tuvo mayores consecuencias; el galá n partió a reunirse con su regimiento en Alemania; la verdad era que nada de aquello tení a importancia. Durante las escasas estancias de Ana en el Louvre, la reina se encaprichó con aquella españ ola de alto linaje, con la que se entretení a hablando en su lengua materna. Mas la viuda de Egmont de Wirquin rechazó el puesto de azafata que le ofrecí a. La pompa francesa y el lujo de Flandes, bajo sus cielos sombrí os, no representaban nada si se les comparaba con el recuerdo de los fastos de Ná poles y con su puro cielo.

 

 Con los añ os, la soledad, el cansancio y una especie de estupor cayeron sobre ella. No tení a el consuelo de las lá grimas: se consumí a en aquella sequedad como en el interior de un á rido desierto. En ciertos momentos, algunos delicados retazos del pasado se insertaban inexplicablemente en el presente, sin que se supiera de dó nde provení an: un ademá n de doñ a Valentina, el enredarse de una parra en torno a la polea de un pozo viejo en el patio de Acropoli, un guante de don Miguel encima de una mesa, con el calor de su mano todaví a... En aquellos momentos parecí a como si corriese una brisa tibia: se sentí a casi desfallecer. Luego, durante meses, el aire le faltaba. El oficio de Difuntos, recitado a diario desde hací a casi cuarenta añ os, a fuerza de repetí rlo, perdí a sú bitamente todo sentido. El rostro del amado se le aparecí a a veces en sueñ os, con tal precisió n, que veí a hasta los menores detalles, hasta la ligera pelusilla de encima del labio; el resto del tiempo, yací a descompuesto en su memoria como el mismo don Miguel en su sepulcro, y tan pronto le parecí a que Miguel jamá s habí a existido sino en su imaginació n, como que estaba obligando, de manera casi sacrí lega, a revivir al muerto. Del mismo modo que hay gentes que se azotan para excitar su sentidos, Ana se flagelaba con sus pensamientos para reavivar su aflicció n; mas su dolor, agotado, se habí a convertido en lasitud. El corazó n mortificado se negaba a sangrar.

 Al llegar a los sesenta añ os, dejó la propiedad a su hijo y se instaló como pensionista en el convento de Douai, donde su hija habí a tomado los há bitos. Habí a tambié n otras damas nobles con inteneió n de acabar allí lo que les quedaba de vida. Poco despué s de la llegada de Ana, prepararon una habitació n para una tal Madame de Borsè le, una de las amantes por quien se habí a arruinado Egmont de Wirquin. El tiempo que todas aquellas señ oras no dedicaban a los oficios, lo pasaban bordando, o leyendo en voz alta las cartas que sus hijos les escribí an, y organizando meriendas y delicadas cenas que se ofrecí an entre sí. La conversació n solí a versar sobre las modas imperantes en su juventud, los mé ritos respectivos de los difuntos maridos o de los presentes confesores, los amantes que presumí an haber o no tenido. Aunque siempre volví an, con insistencia repugnante y casi grotesca, a hablar de sus males corporales visibles u ocultos. Parecí a como sí el exponer de este modo sus enfermedades se convirtiera para ellas en una nueva forma de impudicia. Una ligera sordera impedí a a Ana oí r sus insulseces y le permití a no mezclarse en ellas. Cada una de aquellas señ oras habí a traí do consigo a su doncella, mas en ocasiones sucedí a que las muchachas eran negligentes o que, por una u otra razó n, hubiera que despedirlas. Las hermanas legas no siempre se bastaban para el servicio de las pensionistas. Madame de Borsè le era obesa y se hallaba casi incapacitada para moverse. Ana la ayudaba a peinarse, y la antigua belleza se poní a a aplaudir cuando le acercaban un espejo en donde mirar su rostro. O bien gemí a lastimeramente porque habí an dejado fuera de su alcance la caja donde guardaba las golosinas. Ana, entonces, se levantaba de la silla, cosa que ya le costaba bastante trabajo, encontraba la caja y dejaba que Madame de Borsè le se atracara de dulces. Una vez, una vieja pensionista que volví a del refectorio vomitó en el pasillo. Ninguna criada se hallaba allí en aquel momento. Fue Ana la que tuvo que fregar las baldosas.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.