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Marguerite Yourcenar 3 страница



 ‑ Acompañ adla a sus habitaciones.

 Cuando se quedó solo, se sentó en el silló n que ella acababa de abandonar.

 Estaba loco de alegrí a y se repetí a: «Está celosa. »

 Levantá ndose, se acodó ante el espejo hasta que sus ojos, cansados de contemplar la propia imagen, no le presentaron má s que una neblina. Cuando Meneguino d'Aia regresó, don Miguel le entregó su salario y lo despidió sin decir una palabra.

 La ventana de su cuarto daba a los contrafuertes. Al asomarse a ella, se dominaba un antiguo camino de ronda que ya no se usaba, y al que só lo el gobernador tení a acceso. La escalera del baluarte arrancaba de un poco má s lejos; don Alvaro, segú n decí an, llevaba de cuando en cuando mujeres perdidas a esas celdas abandonadas. Por la noche, a veces, se oí a la risa sofocada de las alcahuetas y las rameras. Subí an por la escalera y sus rostros maquillados se aparecí an al temblor de un farol. Todas estas cosas, aunque repugnaban a don Miguel, acababan por abolir sus escrú pulos, al probarle el universal poder de la carne.

 Unos dí as má s tarde, al volver a su cuarto, Ana encontró la Biblia de doñ a Valentina que tan a menudo le habí a pedido a su hermano. El libro estaba abierto y vuelto contra la mesa, como si el que lo estuviera leyendo, al interrumpirse, hubiera querido señ alar un pasaje. Doñ a Ana lo cogió, puso un papel entre las hojas y lo colocó cuidadosamente en una estanterí a. Al dí a siguiente, don Miguel le preguntó si habí a echado una mirada a esas pá ginas. Al contestarle ella que no, temió insistir.

 Ya no rehuí a Miguel su presencia. Su actitud se modificó. No se privaba de ciertas alusiones que imaginaba claras: só lo lo estaban para é l; ahora le parecí a que todo guardaba una relació n evidente con su obsesió n. Tantos enigmas trastornaban a Ana, sin que tratase de buscarles ningú n sentido. Le entraban angustias inexplicables ante su hermano; é l la sentí a estremecerse al menor contacto de sus manos. Entonces se apartaba. Por las noches, ya en su habitació n y nervioso hasta tal punto que sentí a ganas de llorar, se llenaba de rencor hacia sí mismo, tanto por sus deseos como por sus escrú pulos, y se preguntaba con espanto qué es lo que sucederí a al dí a siguiente a la misma hora. Los dí as transcurrí an sin que nada cambiase. Pensó que ella no querí a comprender. Estaba empezando a odiarla.

 

 Ya no rechazaba sus fantasí as nocturnas. Esperaba con impaciencia la llegada de esa semiinconsciencia del espí ritu cuando se adormece; con el rostro hundido en las almohadas, se abandonaba a sus sueñ os. Despertaba con las manos ardiendo y mal sabor de boca, como si hubiera tenido fiebre, aú n má s desamparado que el dí a anterior.

 

 El Jueves Santo, Ana mandó preguntar a su hermano si deseaba acompañ arla en su recorrido por las siete iglesias. El le contestó que no. Como la carroza estaba esperando, se fue ella sola.

 El continuó yendo y viniendo por la habitació n. Al cabo de algú n tiempo, sin poder resistirlo má s, se vistió y salió.

 Ana habí a visitado ya tres iglesias. La cuarta iba a ser la de los Lombardos; la carroza se detuvo en la plaza del Monte Olivete, delante de un pó rtico bajo, cerca del cual se reuní an, chillando destempladamente, una caterva de mendigos invá lidos. Doñ a Ana atravesó la nave y entró en la capilla del Santo Sepulcro.

 Uno de los reyes de la Ná poles aragonesa se habí a hecho reproducir allí, con sus amantes y sus poetas, en las actitudes de un velatorio fú nebre que durarí a eternamente. Siete personajes de terracota, de tamañ o natural, arrodillados o agachados en las mismas losas, se lamentaban en torno al cadá ver del Hombre Dios a quien habí an seguido y amado. Cada uno de aquellos personajes era el fiel retrato de un hombre o de una mujer que habí an fallecido un siglo antes, todo lo má s, pero sus efigies desoladas parecí an hallarse allí desde la Crucifixió n. Aú n podí an verse restos de color: el rojo de la sangre de Cristo se desconchaba como las costras de una antigua llaga. La mugre almacenada por el tiempo, los cirios, una falsa luz del dí a que reinaba en la capilla daban a aquel Jesú s el aspecto atrozmente muerto que debió tener el del Gó lgotha, unas horas antes de Pascua, cuando la podredumbre trataba de realizar su labor e incluso los á ngeles empezaban a dudar. La muchedumbre, que se renovaba continuamente, hollaba el suelo del angosto espacio. Los andrajosos se codeaban con los gentileshombres; unos eclesiá sticos, tan atareados como en un funeral, se abrí an paso por entre los soldados de la flota, de rostros curtidos por el mar y señ alados por los sables del turco. Dominando desde lo alto las frentes inclinadas, diversas estatuas de ví rgenes y de santos se alineaban en hornacinas, cubiertas, a la antigua usanza, de velos morados, en honor a ese duelo que sobrepasa a todos los demá s duelos.

 Se apartaban al paso de Ana para dejarle sitio; su nombre, susurrado de boca en boca, su belleza y la magnificencia de sus ataví os detuvieron un instante el movimiento de los rosarios. Pusieron un cojí n de terciopelo negro delante de ella; doñ a Ana se arrodilló. Inclinada sobre el cadá ver de arcilla tendido en las losas, besó con devoció n las llagas del costado y de las manos taladradas. Llevaba echado sobre la cara un velo que la molestaba. Al levantá rselo un poco para echarlo hacia atrá s, creyó sentir que alguien la miraba y, volviendo la cabeza hacia la derecha, divisó a don Miguel.

 La violencia con que é ste la miraba la asustó. Un banco los separaba. El iba vestido de negro igual que ella, y Ana, aterrorizada y má s blanca que la carne de los cirios, miraba a aquella estatua sombrí a al pie de las estatuas de color violeta.

 Despué s, recordando que estaba allí para orar, se inclinó de nuevo a besar los pies del Cristo. Alguien se inclinaba a su lado. Sabí a que era su hermano. El le dijo:

 ‑ No.

 Y continuando en voz baja:

 ‑ Nos veremos en el atrio de la iglesia.

 Ana ni siquiera pensó en desobedecer. Se levantó y, atravesando el templo lleno del rumor de las letaní as, alcanzó el á ngulo del pó rtico.

 Miguel la estaba esperando. Ambos, al final de la Cuaresma, luchaban contra ese nerviosismo que causan las largas abstinencias. El le dijo:

 ‑ Espero que habré is acabado con vuestras devociones.

 Y como ella esperaba que continuase, prosiguió:

 ‑ ¿ No hay otras iglesias má s solitarias? ¿ No os han admirado ya lo bastante? ¿ Es necesario que mostré is a la gente de qué manera besá is?

 ‑ Hermano ‑ contestó Ana‑, está is muy enfermo.

 ‑ ¿ Ahora os dá is cuenta? ‑ dijo é l.

 Y le preguntó por qué no habí a ido al convento de Ischia, al retiro que solí a hacer allí por Semana Santa. Ella no se atrevió a decirle que no habí a querido dejarlo solo.

 La carroza esperaba. Ana subió a ella y é l la siguió. Sin continuar la visita de las iglesias, dio ella ó rdenes de que los llevaran al Fuerte de San Telmo. Se mantení a erguida en su asiento, preocupada y rí gida. Don Miguel, al mirarla, pensaba en el desvanecimiento de su hermana, camino de Salerno.

 Llegaron al fuerte y la carroza se paró bajo la poterna. Subieron ambos a la habitació n de Ana. Miguel comprendí a que ella tení a algo que decirle. Y, en efecto, quitá ndose el velo, le dijo:

 ‑ ¿ Sabí ais que nuestro padre me ha propuesto un matrimonio en Sicilia?

 ‑ ¿ Ah, sí? dijo é l‑. ¿ Y con quié n?

 Ella respondió humildemente:

 ‑ Muy bien sabé is que no pienso aceptar.

 Y diciendo que preferí a retirarse del mundo, tal vez para siempre, habló de entrar en el convento de Ischia, o en el de las Clarisas de Ná poles, cuyo hermoso claustro habí a visitado a menudo doñ a Valentina.

 ‑ ¿ Está is loca? ‑ exclamó é l.

 Parecí a fuera de sí.

 ‑ ¿ Y vá is a vivir allí, bañ ada en lá grimas, consumié ndoos de amor por una estatua de cera? Ya os vi antes. ¿ Có mo voy yo a permitir que tengá is un amante só lo porque esté crucificado? ¿ Está is ciega o bien mentí s? ¿ Creé is que yo deseo cederos a Dios?

 Ana retrocedió, muy asustada. El repitió varias veces:

 ‑ ¡ Jamá s!

 Se mantení a adosado a la pared, levantando ya la cortina con una mano para salir. Un estertor le llenaba la garganta. Exclamó:

 ‑ Amnó n, Amnó n, hermano de Tamar. Y salió dando un portazo.

 

 Ana permanecí a hundida en el asiento. El grito que acababa de oí r resonaba aú n dentro de ella; vagos relatos de las Santas Escrituras le vinieron a la memoria; sabiendo ya lo que iba a leer, cogió la Biblia de doñ a Valentina y la abrió por la pá gina señ alada, leyó el pasaje en que Amnó n violenta a su hermana Tamar. No pasó de los primeros versí culos. El libro se le resbaló de las manos y, recostada en el respaldo del silló n, estupefacta por haberse mentido a sí misma durante tanto tiempo, escuchaba latir su corazó n.

 Le pareció que aquel corazó n suyo se dilataba hasta el punto de llenar todo su ser. Una indolencia irresistible la invadí a. Atravesada por bruscos espasmos, con las rodillas juntas, permanecí a replegada sobre aquel latido interior.

 

 A la noche siguiente, Miguel, que estaba tendido en la cama, sin dormir; creyó oí r algo. No estaba seguro de ello: era menos un ruido que el estremecimiento de una presencia. Por haber vivido muchas veces con la imaginació n instantes semejantes pensó que debí a tener fiebre y, tratando de calmarse, recordó que la puerta tení a el cerrojo echado.

 No querí a levantarse; se incorporó y se sentó en la cama. Parecí a como si la conciencia que de sus actos poseí a se hiciera má s clara cuanto má s involuntarios eran é stos. Asistiendo por primera vez a esa invasió n de sí mismo, sentí a vaciarse gradualmente su espí ritu de todo lo que no fuese aquella espera.

 Puso los pies en las baldosas y, muy despacito, se levantó. Contení a la respiració n por instinto. No querí a asustarla; no querí a que ella supiera que la estaba oyendo. Tení a miedo de que huyese y aú n má s de que se quedara. El suelo de madera, al otro lado de la puerta, crují a un poco bajo dos pies descalzos. Se acercó a la puerta sin ruido, pará ndose repetidas veces, y acabó por apoyarse en ella. Sintió que Ana se apoyaba tambié n; el temblor de sus dos cuerpos se comunicaba a la madera. Estaba oscuro por completo: cada uno de ellos escuchaba en la sombra el jadeo de un deseo igual al suyo. Ella no osaba suplicarle que abriese. Para atreverse a abrir, é l esperaba sus palabras. El sentimiento de algo inmediato e irreparable le helaba la sangre; deseaba que ella no hubiera venido nunca y, al mismo tiempo, que estuviera ya dentro de la habitació n. El latido de sus arterias le impedí a oir. Dijo bajito:

 ‑ Ana...

 Ella no contestó. El corrió los cerrojos con premura. Sus manos agitadas palpaban sin conseguir levantar el pestillo. Cuando por fin abrió, ya no habí a nadie al otro lado del umbral.

 El largo pasillo abovedado estaba tan oscuro como el interior de la habitació n. La oyó huir y perderse en la lejaní a con el ruido mate, ligero y precipitado de sus pies descalzos.

 Estuvo esperando mucho tiempo. Ya no oí a nada. Dejó la puerta abierta de par en par y se volvió a meter entre las sá banas. A fuerza de espiar los menores estremecimientos del silencio, acababa por imaginarse tan pronto el roce de una tela, como una dé bil y tí mida llamada. Pasaron las horas. Se detestaba por su cobardí a, mas se consolaba pensando cuá nto debí a ella sufrir.

 Cuando se hizo por completo de dí a, se levantó a cerrar la puerta. Solo en el cuarto vací o, pensaba: «Ella podrí a estar aquí. »

 Las mantas revueltas formaban grandes masas de sombra. Se enfureció consigo mismo. Se tiró en la cama dando vueltas y gritando.

 

 Ana pasó el dí a siguiente en su habitació n. Las contraventanas estaban cerradas. Ni siquiera se habí a vestido: el largo traje negro en que la envolví an cada mañ ana sus doncellas flotaba en pliegues sueltos alrededor de su cuerpo. Habí a prohibido que dejaran entrar a nadie. Sentada, con la cabeza apoyada en las asperezas del respaldo, sufrí a sin lá grimas, sin pensar, humillada por lo que habí a intentado hacer y, al mismo tiempo, por haberlo intentado en vano, demasiado agotada incluso para sentir su sufrimiento.

 No obstante, al llegar la noche, sus criadas le trajeron nuevas noticias.

 Don Miguel, a mediodí a, se habí a presentado en los aposentos de su padre. El caballero se hallaba postrado en una de aquellas crisis de terror mí stico durante las cuales se veí a condenado al infierno. Ante la insistencia de Miguel, los criados le dejaron entrar en el oratorio donde estaba don Alvaro, quien cerró con impaciencia su libro de horas.

 Don Miguel le anunció que pró ximamente embarcarí a en una de las galeras armadas que daban caza a los piratas que cruzan de Malta a Tá nger. En aquellos barcos, por lo general vetustos y mal equipados, y cuya tripulació n se componí a de aventureros, de antiguos piratas o de turcos conversos, a las ó rdenes de cualquier improvisado capitá n, se aceptaba a todo el mundo. Los criados, informados no se sabe có mo, creí an estar seguros de que don Miguel habí a firmado su enrolamiento aquella mañ ana.

 Don Alvaro le dijo con sequedad:

 ‑ Singulares ideas tené is para ser un gentilhombre.

 Sin embargo, aqué l era un golpe duro para é l. Se le vio palidecer y dijo a su hijo:

 ‑ Pensad, señ or, que no tengo má s heredero que vos.

 Don Miguel miraba fijamente al vací o. Algo desesperado se dibujó en su mirada y, sin que un solo mú sculo de su rostro se estremeciera, su cara se cubrió de lá grimas. Só lo entonces pareció comprender don Alvaro que un cruel combate se estaba librando, acaso desde hací a mucho tiempo, en el alma de su hijo.

 Don Miguel se disponí a a hablar, a confiarse probablemente. Su padre lo detuvo con un ademá n:

 ‑ No ‑ se dijo‑. Supongo que Dios os enví a alguna prueba. No tengo por qué conocerla. Nadie tiene derecho a entremeterse entre una conciencia y Dios. Haced lo que mejor os plazca. Para cargarme con vuestros pecados, pesan ya demasiado los mí os.

 Estrechó la mano de su hijo; los dos hombres se abrazaron solemnemente. Miguel salió. A partí r de entonces, no se sabí a dó nde se hallaba.

 

 Las criadas de Ana, viendo que ella no les respondí a, la dejaron sola.

 Habí a oscurecido por completo. El calor, en aquel cuarto dí a de abril, era precoz y sofocante. Ana sentí a de nuevo alterarse su corazó n; presentí a con espanto que la fiebre del dí a anterior aparecerí a de nuevo a la misma hora. Se ahogaba. Tuvo que levantarse.

 Acercá ndose al balcó n, abrió las contraventanas para que penetrara la noche y se apoyó en lá pared para respirar.

 El balcó n, muy amplio, comunicaba con diversas habitaciones. Don Miguel estaba sentado en el á ngulo opuesto, acodado en la balaustrada. No se volvió. Un temblor le advertí a que ella estaba allí. No hizo ni un movimiento.

 Doñ a Ana miraba fijamente en la oscuridad. El cielo, en aquella noche de Viernes Santo, parecí a resplandeciente de llagas. Doñ a Ana, en tensió n por tanto sufrimiento, le dijo por fin:

 ‑ ¿ Por qué me habé is matado, hermano?

 ‑ Pensé en ello ‑ contestó é l‑. Pero creo que seguirí a amá ndoos aun despué s de muerta.

 Só lo entonces se dio la vuelta. Ella entrevió, en la penumbra, su rostro deshecho al que parecí an corroer las lá grimas. Las palabras que habí a preparado murieron en sus labios. Se inclinó sobre é l con desolada compasió n. Cayeron uno en brazos del otro.

 

 Tres dí as má s tarde, en la iglesia de los Dominicos, don Miguel asistí a a misa.

 Habí a abandonado el Fuerte de San Telmo con las primeras luces del alba, en ese lunes que el pueblo llama la Pascua del Angel, para rememorar que un enviado celestial habló antañ o a unas mujeres, al lado de un sepulcro. Allá arriba, en la fortaleza gris, alguien lo habí a acompañ ado hasta el umbral de una habitació n. Los adioses se habí an prolongado en silencio. El habí a tenido que desprenderse, muy suavemente, de aquellos brazos tibios que se apretaban contra su nuca. Sus labios conservaban todaví a el sabor á spero de las lá grimas.

 Rezaba desesperadamente. A cada oració n sucedí a otra, aú n má s ardiente; cada vez un nuevo impulso lo llevaba a una tercera oració n. Experimentaba, junto con un aturdimiento que se parecí a a la embriaguez, ese aligeramiento del cuerpo que parece liberar el alma. No se arrepentí a de nada. Daba gracias a Dios por no haber permitido que é l se fuera sin aquel viá tico final. Ella le habí a suplicado que se quedara; no obs tante, é l se habí a marchado en el dí a fijado para ello.

 Esta palabra cumplida consigo mismo lo confirmaba en sus tradiciones de honor, y la inmensidad de su sacrificio le parecí a comprometer a Dios. Las manos en que encerraba su rostro para mejor abstraerse de todo le devolví an el perfume de la piel que habí a acariciado. Al no esperar má s de la vida, se lanzaba hacia la muerte como hacia un fin necesario. Y, seguro de consumar su muerte de la misma manera que habí a consumado su vida, sollozaba por su felicidad.

 Varios fieles se levantaron para ir a comulgar.

 Miguel no los siguió. No se habí a confesado para la comunió n pascual; algo parecido a los celos le impedí a revelar su secreto, incluso a un sacerdote. Tan só lo se aproximó lo má s posible al oficiante, de pie al otro lado del banco de piedra, con el fin de que la virtud de la hostia consagrada descendiese sobre é l. Un rayo de sol resbalaba a lo largo de un pilar muy cercano.

 Apoyó la mejilla en la piedra lisa y suave como un contacto humano. Cerró los ojos y volvió a rezar.

 No rezaba por sí mismo. Un oscuro instinto, quizá heredado de algú n antepasado deseonoeido o re negado, que en tiempos pasados combatió a las ó rdenes de la media luna, le aseguraba que todo hombre que muere en combate contra los infieles se salva forzosamente. La muerte, en cuya bú squeda partí a, le dispensaba del perdó n. Rogaba a Dios apasionadamente para que perdonase a su hermana. No dudaba de que Dios lo harí a así. Lo exigí a como si fuera un derecho. Le parecí a que, al envolverla con su sacrificio, la elevaba con é l a una eterna bienaventuranza.

 La habí a dejado, aunque pensaba que no la abandonaba. La llaga de la separació n habí a cesado de sangrar. En aquella mañ ana en que unas mujeres afligidas habí an encontrado ante ellas una tumba vací a, don Miguel dejaba elevarse su gratitud hacia la vida, hacia la muerte, hacia Dios.

 Alguien le puso la mano en el hombro. Abrió los ojos: era Fernao Bilbaz, el capitá n del naví o en que iba a embarcarse. Juntos salieron de la iglesia. Una vez fuera, el aventurero portugué s le dijo que la calma chicha no permití a que saliese la galera, que podia volver a su casa, pero que estuviera dispuesto para la marcha en cuanto soplara la má s ligera brisa. Don Miguel regresó al Fuerte de San Telmo, pero no se olvidó de atar, en las contraventanas de Ana, un largo chal de seda que oirí an restallar al ví ento.

 Dos dí as despué s, al amanecer, oyeron el crujido de la seda. Repitié ronse los mismos adioses y las mismas lá grimas de la primera separació n, como si se repitiera un sueñ o. Mas puede que ya no creyeran, ni uno ni otro, en la perpetuidad de aquellos adioses.

 

 Pasaron varias semanas: a finales de mayo, Ana se enteró de có mo habí a hallado la muerte don Miguel.

 La galera, al mando de Fernao Bilbaz, habí a dado con un corsario argelino, a mitad de camino entre Africa y Sicilia. Tras el cañ oneo, vino el abordaje. La nave sarracena se hundió, pero el barco españ ol, desamparado aunque victorioso, con los aparejos rotos y el má stil partido en dos, anduvo errante varios dí as, presa del viento y de las olas. Por fin, una rá faga lo habí a empujado hasta una playa, no lejos de la pequeñ a ciudad siciliana de Cattolica. Entretanto, la mayoria de los hombres heridos durante el combate habí an muerto.

 Los campesinos de un pueblo muy cercano, movidos, quizá, por el afá n de sacar alguna ganancia, bajaron hacia el barco perdido. Fernao Bilbaz mandó cavar una fosa y, con la ayuda del vicario de Cattolica, dio sepultura a los difuntos. Mas don Alvaro poseí a extensas propiedades en esa parte de Sicilia; en cuanto las gentes del lugar oyeron el nombre de don Miguel, depositaron cuidadosamente su cuerpo, por la noche, en la iglesia de Cattolica; seguidamente, trasladaron el fé retro a Palermo para, de allí, embarcarlo hacia Ná poles.

 

 Cuando don Alvaro se enteró del triste fin de su hijo, se limitó a decir:

 ‑ Es una hermosa muerte.

 No obstante, se hallaba consternado. Su primer hijo, siendo niñ o aú n, le habí a sido arrebatado por la peste al mismo tiempo que su madre, unos añ os antes de que naciera don Miguel. Aquel doble luto hizo que don Alvaro contrajese nuevas nupcias, mas é stas, a su vez, habí an resultado ser peor que inú tiles. Al desaparecer Miguel, no só lo deploraba su pé rdida, sino asimismo los inanes esfuerzos que habí a realizado por aumentar y consolidar ei edificio de su fortuna que, aú n inacabado, pronto se quedarí a sin poseedor. Su sangre y su nombre no le sobrevivirí an. Sin desviarlo enteramente del cumplimiento de sus deberes nobiliarios, aquella muerte de su hijo, al recordarle la vanidad de todas las cosas, contribuyó a precipitarlo má s en sus crisis de ascetismo o de libertinaje.

 

 El cuerpo de don Miguel fue desembarcado al crepú sculo y provisionalmente depositado en la iglesia de San Juan del Mar, no lejos del puerto. Era una tarde de junio algo brumosa, sofocante y grata. Ana, que acudió ya de noche cerrada, dio ó rdenes de abrir el ataú d.

 Unos cuantos candelabros iluminaban la iglesia. La herida visible en el costado derecho de su hermano dio esperanzas a Ana de que é ste no hubiera sufrido demasiado. Pero ¿ quié n podí a estar seguro de ello? Tal vez, al contrario, habí a tenido una larga agoní a entre otros moribundos, en el puente medio roto de la nave... El mismo Fernao Bilbaz ya no se acordaba. Dos o tres frailes salmodiaban. Ana se decí a que aquel cuerpo medio descompuesto continuarí a deshacié ndose entre las tablas y que ella envidiaba esa podredumbre. Al ver que iban a clavar la tapa de la caja, Ana buscó alguna cosa suya personal que le fuera posible meter en el ataú d. No habí a pensado en traer flores.

 Llevaba puesto al cuello un escapulario del Carmen. Miguel, al marchar, lo habí a besado repetidas veces. Se lo quitó y lo puso en el pecho de su hermano.

 El marqué s de la Cerna, que veí a crecer de dí a en dí a entre el pueblo la hostilidad hací a é l, creyó prudente no asistir al traslado del cuerpo a Santo Domingo, en donde debí an celebrarse las exequias. Se hizo durante la noche, sin boato alguno; Ana seguí a la comitiva en una carroza. Inspiraba gran compasió n a sus criadas.

 Al dí a siguiente se celebraron los funerales ante toda la corte. Arrodillado al lado del coro, don Alvaro contemplaba fijamente el alto catafalco. El fé retro desaparecí a bajo un montó n de colgaduras y emblemas. Por la mente del gentilhombre pasaban toda clase de visiones, á ridas como el sol de la sierra, á speras como un cilicio, punzantes como un Dies Irae. Contemplaba todos aquellos blasones, vanidad de los linajes, que só lo sirven para recordar a las familias el nú mero de sus muertos. El mundo, con sus vanidades y placeres, le recordaba un sudario de seda ostentado por un esqueleto. Su hijo, lo mismo que é l, habí a gustado de esta ceniza. Sin duda, don Miguel estaba en el infierno. Don Alvaro, con religioso espanto, pensaba que é l tambié n irí a probablemente allí, y se ensimismaba pensando en los castigos eternos infligidos a las criaturas de carne, en pago a los breves estremecimientos de un placer que no procura la felicidad. A su hijo, al que no habí a amaao mucho en vida, lo sentí a ahora má s cerca, unido a é l por un parentesco má s í ntimo y misterioso: el que establecen entre los hombres, a travé s de la lú gubre diversidad de las culpas, las mismas angustias, las mismas luchas, los mismos remordimientos, el mismo polvo.

 Ana se hallaba frente a é l, al otro lado de la nave. A don Alvaro, aquel rostro reluciente de lá grimas le recordaba el de Miguel, el dí a de Viernes Santo, cuando su hijo le anunció su marcha, ya en el umbral de la muerte y, seguramente, del pecado. Algunos indicios que su mente habí a acabado por relacionar, la salvaje desesperació n de Ana y hasta ciertas inquietantes reticencias de las sirvientas, le hací an sospechar lo que é l no querí a saber. Miraba a Ana con odio. Aquella mujer le daba horror. Se decí a: «Ella lo ha matado. »

 

 La impopularidad de don Alvaro se agravó bruscamente.

 Don Ambrosio Caraffa tení a un hermano: Liberio. Este joven, cuyo espí ritu se alimentaba de los poetas y oradores de la antigü edad, se habí a dedicado al servicio de su patria italiana. Con la emoció n que siguió a los tumultos de Calabria, incitó a los campesinos contra los recaudadores de impuestos, conspiró y se vio obligado a huir. Pusieron precio a su cabeza. Lo creí an a salvo en uno de los castillos de su familia cuando, de repente, se supo que acababa de ser encarcelado en el Fuerte de San Telmo.

 El virrey se hallaba ausente. Don Ambrosio Caraffa fue a casa del gobernador, rogá ndole que aplazase la ejecució n. El padrino de don Miguel dijo al marqué s de la Cerna:

 ‑ No os pido sino un aplazamiento. Amo a Liberio como sí fuera mi propio hijo. Pensad que no tiene má s edad de la que tení a don Miguel.



  

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