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Marguerite Yourcenar 1 страница



 

 

                                                                      COMO EL AGUA QUE FLUYE

 

Marguerite Yourcenar

 

1. ANA, SOROR...

2. UN HOMBRE OSCURO

3. UNA HERMOSA MAÑ ANA

                                                              ANA, SOROR...

 

 Habí a nacido en Ná poles en el añ o 1575, tras las gruesas murallas del Fuerte de San Telmo, del que su padre era gobernador. Don Alvaro, instalado en la pení nsula desde hací a muchos añ os, se habí a granjeado los favores del virrey, pero tambié n la hostilidad del pueblo y la de los miembros de la nobleza campaniense, que soportaban mal los abusos de los funcionarios españ oles. Al menos, nadie poní a en duda su integridad ni la excelencia de su sangre. Gracias a un pariente suyo, el cardenal Maurizio Garaffa, habí a contraí do matrimonio con la nieta de Iné s de Montefeltro, Valentina, ú ltima flor en que una raza, favorecida entre todas, habí a agotado su savia. Valentina era hermosa, clara de rostro, delgada de cintura: su perfecció n desanimaba a los hacedores de sonetos de las Dos Sicilias. Inquieto por el peligro que tal maravilla hací a correr a su honor, y naturalmente propenso a desconfiar de las mujeres, don Alvaro imponí a a la suya una existencia casi monacal, y los añ os de Valentina se repartí an entre las melancó licas propiedades que su marido poseí a en Calabria, el convento de Ischia, en donde pasaba la Cuaresma, y las pequeñ as estancias abovedadas de la fortaleza, en cuyas mazmorras se pudrí an los sospechosos de herejí a y los adversarios del ré gimen.

 La joven aceptó su suerte de buen grado. Su infancia habí a transcurrido en Urbino, en la má s refinada de las sociedades cultas, en medio de manuscritos antiguos, doctas conversaciones y violas de amor. Los ú ltimos versos de Pietro Bembo agonizante fueron compuestos para celebrar su pró xima llegada al mundo. Su madre, apenas pasada la cuarentena, la llevó ella misma a Roma, al convento de Santa Ana. Una mujer pá lida, con la boca marcada por un pliegue triste, cogió a la niñ a en brazos y le dio su bendició n. Era Vittoria Colonna, viuda de Ferrante de Avalos, el que venció en Paví a, mí stica amiga de Miguel Angel. Al crecer al lado de aquella musa austera, Valentina adquirió, desde muy joven, una singular gravedad y ese á nimo sereno de los que ni siquiera aspiran a la felicidad.

 Absorbido por la ambició n y las crisis de hipocondrí a religiosa, su marido, que le hací a poco caso, no volvió a acercarse a ella a partir del nacimiento de su segundo hijo, que fue un varó n. No le impuso rivales, ni tuvo má s aventuras galantes, en la corte de Ná poles, que las precisas para dejar asentada una reputació n de gentilhombre. Bajo la má scara, en las horas de abatimiento en que uno se entrega a sí mismo, don Alvaro pasaba por preferir a las prostitutas moriscas, cuyos favores se regatean en el barrio del puerto a las encargadas de los burdeles, sentadas en cuclillas bajo una lá mpara humeante o al lado del brasero. Doñ a Valentina no albergaba por ello ningú n resentimiento. Esposa irreprochable, nunca tuvo amantes, escuchaba con indiferencia a los galantes petrarquistas, no participaba en las cá balas que formaban entre sí las diversas amigas del virrey, ni elegí a entre las damas de su sé quito a confidentes ni a favoritas. Por decoro, en las fiestas de la corte, solí a ponerse los magní ficos ataví os que correspondí an a su edad y a su rango, mas no se detení a a mirarse en los espejos, rectificando un pliegue o arreglando un collar. Todas las noches don Alvaro encontraba encima de su mesa las cuentas de la casa revisadas por la mano clara de Valentina. Era la é poca en que el Santo Oficio, recientemente introducido en Italia, espiaba los menores estremecimientos de las conciencias; Valentina evitaba cuidadosamente toda conversació n que versara sobre materia de fe, y su asiduidad en asistir a los oficios respetaba las conveniencias. Nadie sabí a que enviaba en secreto ropa y bebidas reconfortantes a los prisioneros en los calabozos de la fortaleza. Má s tarde, su hija Ana no pudo recordar haberla oí do rezar, pero sí haberla visto muy a menudo, en su celda del convento de Ischia, con un Fedó n o El banguete en las rodillas, con sus hermosas manos descansando en el antepecho de la ventana abierta, meditando largamente ante la maravillosa bahí a.

 Sus hijos veneraban en ella a una Madona. Don Alvaro, que pensaba enviar muy pronto a su hijo a Españ a, pocas veces exigí a la presencia del joven en las antesalas del virrey. Miguel pasaba largas horas sentado al lado de Ana, en un cuartito dorado como el interior de una arqueta, por cuyas paredes tapizadas corrí a la divisa bordada de Valentina: Ut crystallunz. Desde su infancia, ella les habí a enseñ ado a leer a Ciceró n y a Sé neca: mientras ambos escuchaban aquella voz cariñ osa explicarles un argumento o una má xima, sus cabellos se entremezclaban sobre las pá ginas. Miguel, a esa edad, se asemejaba mucho a su hermana; a no ser por las manos, delicadas en ella, endurecidas en é l por el manejo de las riendas y de la espada, hubieran podido confundirlos. Los dos niñ os, que se amaban, callaban con frecuencia, no necesitaban palabras para gozar del hecho de estar juntos; doñ a Valentina tampoco era muy locuaz, advertida por el justo instinto de los que se saben amados sin sentirse comprendidos. Conservaba en un cofrecillo una colecció n de entalles griegos, adornados algunos con figuras desnudas. Subí a en ocasiones los dos escalones que llevaban a los profundos huecos de las ventanas para exponer a los ú ltimos rayos del sol la transpatencia de las sardó nices y, envuelta por completo en el oro oblicuo del crepú sculo, la misma Valentina parecí a diá fana, como sus gemas.

 Ana bajaba la mirada, con ese pudor que aú n suele acentuarse má s en las muchachas piadosas al acercarse a la nubilidad. Doñ a Valentina decí a, con su fluctuante sonrisa:

 ‑ Todo lo que es hermoso se ilumina de Dí os.

 Les hablaba en lengua toscana; ellos respondí an en españ ol.

 

 En el mes de agosto de 1595, don Alvaro manifestó a su hijo que antes de llegar las fiestas de Navidad deberí a dirigirse a Madrid, en donde su pariente, el duque de Medina, le hací a el honor de aceptarlo por paje. Ana lloró a escondidas, pero se contuvo por orgullo delante de su hermano y de su madre. Al revé s de lo que esperaba don Alvaro, doñ a Valentina no hizo ninguna objeció n al viaje de Miguel.

 

 El marqué s de la Cerna habí a heredado, de su familia italiana, extensas tierras cortadas por zonas pantanosas y que no le producí an grandes rentas. Siguiendo el consejo de sus intendentes, intentó aclí matar en su tierra de Acropoli las mejores cepas de Alicante. El resultado fue mediocre; don Alvaro no se desanimaba: todos los añ os supervisaba personalmente la vendimia. Valentina y los niñ os le acompañ aban. Aquel añ o, don Alvaro, ocupado, rogó a su mujer que vigilara ella sola las tierras.

 El viaje duraba tres dí as. La carroza de doñ a Valentina, seguida por los coches en donde se hacinaban los criados, avanzaba por el desigual adoquinado hacia el valle del Sarno. Doñ a Ana se habí a sencado enfrente de su madre; don Miguel, pese a su afició n a los caballos, tomó asiento al lado de su hermana.

 La vivienda, edificada en tiempos de los angevinos de Sicilia, presentaba el aspecto de una fortaleza. Hacia comienzos de siglo le habí an adosado una construcció n encalada, especie de granja con su porche, que invadí a parte del patio interior, con un tejado plano, en donde secaban las frutas del huerto, y una hilera de lagares de piedra. El intendente se alojaba allí con su mujer, siempre embarazada, y con una caterva de chiquillos. El tiempo, la falta de reparaciones, las intemperies, habí an hecho inhabitable la enorme sala, invadida por la superabundancia de la granja. Montones de uvas, ya confitadas en su propio jugo, llenaban de un lí quido pegajoso el embaldosado de estilo morisco, plagado de moscas; manojos de cebollas colgaban del techo; la harina que se derramaba de los sacos se infiltraba por todas partes junto con el polvo; el olor a queso de bú falo se agarraba a la garganta.

 Doñ a Valentina y sus hijos se instalaron en el primer piso. Las habitaciones de ambos hermanos se hallaban situadas una frente a otra; por las ventanas, estrechas como aspilleras, Miguel vislumbraba a veces la sombra de Ana, yendo y viniendo a. la luz de una lá mpara pequeñ a. Se quitaba horquiiia tras horquilla pata deshacerse el peinado y luego tendí a el pie a una sirvienta para que le quitase el zapato. Don Miguel, por pudor, corrí a las cortinas.

 Los dí as se sucedí an todos iguales, cada uno ian largo como todo un verano. El cielo, casi siempre cargado de calina pegada, por decirlo así, al llano, ondulaba desde la parte baja de la montañ a hasta el mar. Valentina y su hija trabajaban en la destartalada farmacia, confeccionando pó cimas que luego repartirí an a los enfermos de malaria. Diversos contratiempos retrasaban el final de la vendimia; algunos obreros, atacados por la fiebre, no podí an levantarse de sus eamastros; otros, debilitados por la enfermedad, se tambaleaban por la viñ a como si estuvieran borrachos. Aunque doñ a Valentina y sus hijos no hablaran nunca de ello, la pró xima partida de Miguel los ensombrecí a a los ttes.

 Por las noches, en la oscuridad repentina del crepú sculo, cenaban juntos en una salita del piso de abajo. Valentina, cansada, se acostaba temprano; Ana y Miguel, cuando se quedaban solos, se miraban en silencio y pronto se oí a la voz clara de Valentina llamando a su hija. Ambos subí an entonces las escaleras. Don Miguel, tumbaá o en la cama, contaba el nú mero de semanas que le separaban de su partida y, aunque sufriera por dejar a hna y a su madre, se percataba con alivio de que la proximidad de ese viaje lo alejaba ya de aquellas dcs mujeres.

 Ciertos disturbios se habí an producido en Calabria. Doñ a Valentina encarecí a a su hijo que no se alejara mucho del pueblo ni de la mansió n. Entre los humildes se incubaba el descontento contra los oficiales e intendentes españ oles y, sobre todo, algunos monjes se agí taban en sus pobres monasterios colgados en la ladera de la montañ a. Los má s ilustrados, los que habí an estudiado durante unos añ os en Nola o en Ná poles, recordaban los tiempos en que su paí s era tierra griega, llena de má rmoles, de dioses y de hermosas mujeres desnudas. Los má s atrevidos negaban o maldecí an a Dios y conspiraban, segú n se decí a, con los piratas turcos que echaban el ancla al fondo de las calas. Se hablaba de extrañ os sacrilegios, de Cristos pisoteados y de hostias consagradas colocadas entre las partes viriles para aumentar el vigor; una banda de frailes habí a raptado y encerrado en su convento a una parte de la juventud de un pueblo y la adoctrinaba con la idea de que Jesú s habí a amado carnalmente a la Magdalena y a San Juan. Valentina, con só lo una palabra atajaba las habladurí as que circulaban por casa del intendente o por las cocinas. Miguel pensaba en ellas a menudo, a pesar suyo, mas luego las ahuyentaba de su mente como si se despojara de un sucio insecto, turbado, sin embargo, ante la imagen de aquellos hombres a quienes el deseo llevaba tan lejos como para osarlo todo. Ana aborrecí a el mal, pero algunas veces, en el pequeñ o oratorí o, ante la imagen de la Magdalena desfallecida a los pies de Cristo, pensaba que debí a ser muy dulce abrazar a quien se ama y que tal vez la Santa ardiera en deseos de ser levantada por Jesú s.

 Algunos dí as, haciendo caso omí so de las prohibiciones de doñ a Valentina, Miguel dejaba la cama al Ilegar el alba, ensillaba su caballo y se lanzaba a la aventura muy lejos, hací a las tierras bajas. El suelo se extendí a, negro y desnudo; bú falos inmó viles, tumbados en el suelo, formaban masas sombrí as y semejaban, a lo lejos, bloques de rocas que hubieran resbalado de las montañ as; montí culos volcá nicos sembraban la landa de pequeñ as jorobas; soplaba siempre un fuerte viento. Don Miguel, al ver el barro graso que salpicaba al paso de su eaballo, frenaba bruscamente a la orilla de una cié naga.

 Una vez, justo antes de ponerse el sol, llegó hasta una columnata erguida ante el mar. Unos fustes estriados yací an en el suelo como gruesos troncos de á rboles; otros, en pie, duplicados horizontalmente por su sombra, se destacaban en el cielo rojo; el mar neblinoso y pá lido se adivinaba tras ellos. Miguel ató su caballo al fuste de una columna y se puso a caminar por entre las ruinas, cuyo nombre ignoraba. Aú n aturdido por el largo galopar a travé s de las landas, experimentaba esa sensació n de ligereza y flojera que en ocasiones se siente en sueñ os. Sin embargo, la cabeza le dolí a. Sabí a vagamente que se hallaba en una de aquellas ciudades en donde habí an vivido los sabios y los poetas de quienes les hablaba doñ a Valentina; estas gentes habí an vivido sin la angustia del Infierno abierto de par en par bajo sus pasos; angustia que incesantemente atormentaba a don Alvaro, tan torturado cuando esto ocurrí a, como los detenidos del Fuerte de San Telmo; no obstante, tambié n esos pueblos antiguos habí an tenido sus leyes. Incluso en su é poca, uniones que tal vez pudieran parecer legí timas a los vá stagos de Adá n y Eva en el comienzo de los dí as, fueron severamente castigadas; hubo un cierto Caunos que habí a escapado de paí s en paí s a las proposiciones de la dulce Biblis... ¿ Por qué pensaba é l en ese Caunos, é l, a quien nadie todaví a requerí a de amores? Se perdí a por aquel laberinto de piedras derrumbadas. En las escaleras de lo que, con toda probabilidad, habí a sido un templo vio a una muchacha sentada. Se dirigió hacia ella.

 Puede que no fuera má s que una niñ a, pero el viento y el sol le habí an surcado la cara. Don Miguel se fijó en sus ojos amarillos, que le produjeron cierta inquietud. Tenia la piel y la cara grises como el polvo, y la falda que llevaba puesta descubrí a sus piernas hasta la rodilla. Estaba descalza y apoyaba los pies en las losas.

 ‑ Hermana ‑ dijo, turbado a pesar suyo por aquel encuentro en la soledad‑, ¿ có mo se llama este lugar?

 ‑ Yo no tengo ningú n hermano ‑ dijo la muchacha‑. Hay muchos nombres que es mejor no conocer. Este lugar es pernicioso.

 ‑ Tú pareces hallarte a gusto en é l.

 ‑ Estoy entre los mí os.

 Adelantó los labios dando un breve silbido y con un dedo del pie, como haciendo una señ al, apuntó hacia un intersticio entre las piedras. Una estrecha cabeza triangular surgió de la fisura. Don Miguel aplastó la ví bora con la bota.

 ‑ ¡ Que Dios me perdone! ‑ exclamó ‑. ¿ Eres acaso bruja?

 ‑ Mi padre era domador de reptiles dijo la muchacha‑. Para serviros. Y ganaba mucho. Que las ví boras, mi señ or, se arrastran por todas partes, sin contar con las que llevamos en el corazó n...

 Só lo entonces creyó percí bir Miguel que el silencio estaba lleno de estremecimientos, de roces, de murmullos de agua. Toda suerte de bichos venenosos reptaban por la hí erba. Corrí an las hormigas, y las atañ as tejí an su tela entre dos fustes. E innumerables ojos amarillos como los de la muchacha sembraban la tierra de estrellas.

 Don Miguel quiso dar un paso atrá s y no se atrevió.

 ‑ Marchaos, mi señ or ‑ dijo la muchacha‑, y acordaos de que no só lo aquí existen serpientes...

 

 Don Miguel regresó ya tarde a la mansió n de Acropoli. Quiso enterarse por el granjero del nombre de la cí udad en ruinas; el hombre ignoraba su existencia. En cambio, Miguel supo que al llegar la noche, doñ a Ana, que estaba escogiendo unas frutas, habí a visto una ví bora entre la paja. Se habí a puesto a gritar: la criada, que acudió al oí rla, habí a matado a la serpiente de una pedrada.

 Aquella noche Miguel tuvo una pesadilla. Se hallaba acostado, con los ojos abiertos. Un enorme escorpió n salia de la pared, y luego otro, y otro má s; trepaban pot el colchó n, y los dibujos entrelazados que orlaban su colcha se transformaban en nidos de ví boras. Los pies morenos de la muchacha reposaban encima tranquilamente, como si de un lecho de hierbas secas se tratara. Los pies avanzaban danzando; Miguel los sentí a andar sobre su corazó n; a cada paso que daban se iban haciendo má s blancos; ahora tocaban su almohada. Miguel, al inclinarse para besarlos, reconoció los pies de Ana, desnudos en sus zapatillas de raso negro.

 Poco antes de maitines abrió la ventana y se acodó en ella para respirar. Un vientecillo fresco, que soplaba del golfo, helaba el sudor. Las ventanas de Ana estaban abiertas; don Miguel se obstinaba en mirar a otro lado, hacia un rebañ o de cabras que llevaban a pacer a lo largo del muro; las contaba con maniá tica terquedad; se hizo un lí o y acabó por volver la cabeza. Doñ a Ana estaba arrodillada en su reclinatorio. Miguel, al empinarse, creyó ver, entre el camisó n y el raso de la zapatilla, la palidez dorada de un pie descalzo. Ana le saludó con una sonrisa.

 Pasó a la galerí a pata lavarse. El frí o del agua, al despertarle del todo, le serenó.

 Tuvo otros sueñ os. Por la mañ ana, al despertarse, no conseguí a distinguirlos muy bien de la realidad. Hací a por cansarse, con la esperanza de poder dormir mejor.

 A menudo, en la soledad, se orientaba hacia las ruinas. Pero en cuanto llegaba a ver las columnas, retrocedí a. No obstante, en algunas ocasiones, arrastrado a pesar suyo o avergonzado de sí mismo, se adentraba en ellas. Las lagartijas se perseguí an por entre la hierba. Jamá s volvió a ver don Miguel ninguna ví bora, y la muchacha habí a desaparecido.

 Se informó sobre ella. Todos los campesinos la conocí an. Su padre, nativo de Lucera, era de raza sarracena; la hija habí a heredado su don; iba de pueblo en pueblo, bien recibida en las granjas, a las que limpiaba de alimañ as. El temor al maleficio y tal vez, sin saberlo é l mismo, el instinto de una raza cruzada con sangre mora, le impidieron hacer ningú n dañ o a la muchacha.

 Se confesaba todos los sá bados con un ermitañ o de la vecindad, hombre piadoso y de buena fama. Pero no se confiesan los sueñ os, Como su conciencia no estaba tranquila, le sorprendí a no tener que reprocharse falta alguna. Atribuí a su nerviosismo a su pró ximo viaje a Españ a. No obstante, apenas hací a ya preparativos para el mismo.

 Al volver de un largo paseo, un dí a de mucho calor, bajó del caballo y se arrodilló para beber de un manantial. Un hilillo de agua saltaba del venero, a unos pasos del camino; algunas hierbas altas crecí an por allí como podí an, en torno a aquel frescor. Don Mí guel se tendió en el suelo para beber mejor, como un animal. Percibió un roce entre los matorrales; se sobresaltó al ver aparecer a la muchacha sarracena.

 ‑ ¡ Ah! ¡ Falsa serpiente!

 ‑ Desconfiad, mi señ or ‑ dijo la poseedora de hechizos‑. El agua repta, se retuerce, se estremece y espejea, y su veneno os hiela el corazó n.

 ‑ Tengo sed ‑ replicó don Miguel.

 Estaba aú n lo bastante cerca del cí rculo que formaba el manantial para percibir en el agua, dé bilmente agitada, el reflejo de aquel rostro alargado, de ojos amarillos. La voz de Ia muchacha se habí a hecho sibilante.

 ‑ Mi señ or ‑ creyó oí r é l‑, vuestra hermana os espera cerca de aquí con una copa llena de agua pura. Beberé is juntos.

 Don Miguel, vacilante, volvió a montar a caballo. La muchacha habí a desaparecido y lo que é l habí a tomado por una presencia y unas palabras no eran sino fantasmas. Probablemente tuviera fiebre. Mas puede que la fiebre permita ver y oí r lo que de otro modo ni se ve ni se oye.

 La cena fue taciturna. Don Miguel, con los ojos bajos puestos en el mantel, creí a sentí r la mirada de Valentina posada sobre é l. Como de costumbre, ella só lo se alimentaba de frutas, verduras y hí erbas, pero aquella noche parecí a incapaz de llevarse los alimentos a los labios. Ana ni hablaba ni comí a.

 Don Miguel, a quien asustaba la idea de encertarse en su cuarto, propuso salir a la explanada a respirar un poco.

 El viento habí a amainado al bajar la luz. El calor cuarteaba la tierra del jardí n; los pequeñ os charcos relucientes de las cié nagas se iban apagando uno a uno; no se vislumbraban las luces de ningú n pueblo; sobre el negro denso de las montañ as y del llano se abovedaba la oscuridad lí mpí da del cielo. El cielo, el cielo de diamante y de cristal, giraba lentamente en torno al polo. Los tres, con la cabeza echada hacia atrá s, lo contemplaban. Don Miguel se preguntaba qué nefasto planeta se alzarí a para é l en su signo, que era el de Capricornio. Ana seguramente pensaba en Dios. Valentina quizá imaginara las esferas musicales de Pitá goras.

 Dijo ella entonces:

 ‑ Esta noche, la tierra recuerda...

 Su voz era clara como una campanilla de plata. Don Miguel dudaba si no valdrí a má s comunicar sus angustias a su madre. Al tratar de hallar las palabras se dio cuenta de que no tení a nada que confesarle.

 Ademá s, Ana estaba allí presente.

 ‑ Regresemos ‑ dijo bajito doñ a Valentina.

 Al volver, Ana y Miguel caminaban delante; Ana se acercó a su hermano y é l se apartó; pareeí a como si temiera comunicarle su propio mal.

 Doñ a Valentina tuvo que pararse varias veces para apoyarse en el brazo de su hija. Tiritaba bajo el manto.

 Subió lentamente la escalera. Una vez en el rellano del primer piso, recordó que habí a olvidado fuera, en un banco, un pañ uelo de encaje de Venecia. Don Miguel bajó a buscarlo, y cuando volvió, doñ a Valentina y su hija estaban ya en sus aposentos; mandó a una doncella que les entregara el pañ uelo y se retiró sin haber besado, como de costumbre, la mano de su madre y la de su hermana.

 Don Miguel se acodó en la mesa, sin preocuparse siquiera de quitarse el jubó n, y pasó toda la noche tratando de ordenar sus pensamientos. Sus ideas daban vueltas alrededor de un punto fijo, lo mismo que las falenas en torno a la luz; no conseguí a fijar sus pensamientos; lo má s importante se le escapaba. Ya tarde en la noche se adormeció, aunque no del todo. Estaba justo lo bastante despierto para darse cuenta de que dotmí a. Pudiera ser que aquella muchacha le hubiera embrujado. Y no le gustaba. Ana, por ejemplo, era mucho má s blanca.

 Apuntaba el alba cuando llamaron a la puerta. Só lo entonces se dio cuenta de que ya era de dí a.

 Era Ana, tambié n por completo vestida. El pensó que se habí a levantado muy temprano. Aquel rostro asustado se parecia tanto al suyo, que creyó ver su propio reflejo en un espejo.

 Su hermana le dijo:

 ‑ Nuestra madre ha cogido las fiebres... Está muy decaí da.

 Dejá ndose conducir por ella, entró en el cuarto de doñ a Valentina.

 Las contraventanas de la habitació n estaban cerradas. Al fondo de la cama grande, Miguel distinguió apenas a su madre; se moví a lentamente, má s aletargada que dormida. Su cuerpo, calí ente al tacto, temblaba como si el viento de las marismas no hubiera cesado de soplar soó re ella. La mujer que habí a estado velando a doñ a Valentina los llevó hacia un rincó n.

 ‑ La señ ora está enferma desde hace mucho tiempo ‑ les dijo‑. Ayer le cogió tal debilidad que creí mos que se morí a. Está mejor, aunque demasiado tranquila, y eso es mala señ al.

 Como era domingo, Miguel y su hermana oyeron misa en la capilla de la mansió n. El cura de Acropoli, hombre tosco y algo dado al ví no, oficiaba para ellos. Don Miguel, que se arrepentí a de haber propuesto el paseo por la explanada del dí a anterior, con el relente mortal de la noche, buscaba ya en el rostro de Ana la palidez plomiza de la fiebre. Unos cuantos criados asistí an tambié n a la misa. Ana rezaba con fervor.

 Ambos comulgaron. Los labios de Ana se adelantaron para recibir la hostia consagrada y Miguel pensó que aquel movimiento les daba la forma de un beso; rechazó la idea inmediatamente, como si fuera un sacrilegio.

 Cuando regresaban, Ana le dijo:

 ‑ Habrí a que ir a buscar un mé dico.

 Unos minutos má s tarde galopaba hacia Salerno.

 

 El aire fresco y la velocidad borraron las huellas de su noche de insomnio. Galopaba contra el viento. Era como esa embriaguez que produce la lucha contra un adversario que retrocede, sin dejar por ello de resistir. La borrasca echaba tras é l los temores, como si fueran pliegues de un largo manto. Los delirios y escalofrí os del dí a anterior habí an cesado, derrotados por un arrebato de juventud y de fuerza. La fiebre de doñ a Valentina podí a no ser má s que una crisis pasajera. Por la noche volverí a a ver el hermoso rostro sosegado de su madre.

 Al llegar a Salerno puso el caballo al paso. Renacieron sus angustias. Quizá la fiebre fuera como un maleficio del que uno puede librarse pasá ndoselo a otra persona, y é l, aun sin saberlo, podí a habé rselo contagiado a su madre.

 Le costó mucho enconttar la vivienda del mé dico. Por fin, ya cerca del puerto, en un callejó n sin salida, le señ alaron una casa de pobre aparí encia; una de las contraventanas, mal enganchada, daba golpes. Cuando é l llamó con el aldabó n, una mujer despechugada apareció gesticulando; preguntó al caballero qué deseaba; tuvo que explicarlo detalladamente y a gritos, para que le oyeran; varias otras mujeres empezaron a compadecerse ruidosamente de la desconocida enferma. Don Miguel acabó por sacar en claro que Micer Francesco Cicinno estaba en la misa mayor.

 Ofrecieron al joven gentilhombre un taburete en la calle. La misa mayor habí a terminado ya; Micer Francesco Cicinno caminaba a pasitos cortos, enfundado en su toga doctoral, eligiendo con cuidado las mejores piedras del pavimento para no tropezar. Era un viejecito tan pulcro que conservaba el aspecto nuevo e insignificante de los objetos que nunca se utilizaron. Cuando don Miguel le dijo su nombre, se deshizo en cortesí as. Tras muchos titubeos consintió en montar a la grupa del caballo. No obstante, pidió que primero le permitieran comer algo; la sirvienta le trajo a la puerta un pedazo de pan untado en aceite; empleó mucho tiempo en limpiarse los dedos.

 

 El mediodí a les cogió en plena marisma. Hací a mucho calor para estar a finales de septiembre. El sol, que caí a a plomo, aturdí a a don Miguel; Micer Francesco Cicinno tambié n se hallaba incó modo.



  

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