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Gabriel García Márquez 21 страница– Qué hubo, nene. ¿ Có mo está? Maruja le contestó con tono igual. – Muy bien, mi amor, no hay problema. É l sí tení a papel y lá piz preparados para aquel momento. Anotó la direcció n mientras Maruja se la dictaba, pero sintió que algo no estaba claro y pidió que pasaran a alguien de la familia. La esposa de Borrero le hizo las precisiones que faltaban. – Mil gracias ‑ dijo Villamizar‑. Es cerca. Voy enseguida. Se le olvidó colgar, pues el fé rreo dominio de sí mismo que habí a mantenido en los largos meses de tensió n se le disparó de pronto. Bajó las escaleras del edificio con saltos de dos en dos y atravesó corriendo el vestí bulo, perseguido por la avalancha de periodistas cargados con su parafernalia de guerra. Otros en sentido contrario estuvieron a punto de atropellarlo en el portal. – Soltaron a Maruja ‑ les gritó a todos‑. Vamos. Entró en el automó vil con un portazo tan violento que el chofer adormilado se asustó. «Vamos por la señ ora», dijo Villamizar. Le dio la direcció n: diagonal 107 n° 27‑ 73. «Es una casa blanca en la paralela occidental de la autopista», precisó. Pero la dijo con una prisa embrollada, y el chofer arrancó mal. Villamizar le corrigió el rumbo con un descontrol extrañ o a su cará cter. – Fí jese bien lo que hace ‑ gritó ‑ que tenemos que llegar en cinco minutos. ¡ Y si se llega a perder lo capo! El chofer que habí a padecido junto a é l los tremendos dramas del secuestro, no se alteró. Villamizar recobró el aliento y lo dirigió por los caminos má s cortos y fá ciles, pues habí a visualizado la ruta a medida que le explicaban la direcció n en el telé fono, para estar seguro de no perderse. Era la peor hora del trá nsito pero no el peor dí a. André s habí a arrancado detrá s de su padre, junto con el primo Gabriel, siguiendo la caravana de los periodistas que se abrí a paso en el trá nsito con alarmas falsas y trucos de ambulancias. A pesar de ser un conductor experto, se enredó en el trá nsito. Se quedó. En cambio Villamizar llegó en un tiempo olí mpico de quince minutos. No tuvo que identificar la casa, pues algunos de los periodistas que estaban en su apartamento se disputaban ya con el dueñ o para que los dejara entrar. Villamizar se abrió paso por entre el tumulto. No tuvo tiempo de saludar a nadie, pues la dueñ a de casa lo reconoció y le señ aló las escaleras. – Por ahí ‑ le dijo. Maruja estaba en el dormitorio principal, a donde la habí an llevado para que se arreglara mientras llegaba el marido. Al entrar, se habí a dado de bruces con un ser desconocido y grotesco: ella misma en el espejo. Se vio hinchada y fofa, con los pá rpados abotargados por la nefritis, y la piel verdosa y marchita por seis meses de penumbra. Villamizar subió en dos trancos, abrió la primera puerta que encontró, y era la de los niñ os, con muñ ecas y bicicletas. Entonces abrió la puerta de enfrente, y vio a Maruja sentada en la cama con la chaqueta de cuadros que llevaba cuando salió de su casa el dí a del secuestro, y recié n maquillada para é l. «Entró como un trueno», k dicho Maruja. Ella le saltó al cuello, y se dieron un abrazo intenso, largo y mudo. Los sacó del é xtasis el estruendo de los periodistas que lograron romper la resistencia del dueñ o y entraron en tropel a la casa. Maruja se asustó. Villamizar sonrió divertido. – Son tus colegas ‑ le dijo. Maruja se consternó. «Tení a seis meses de no verme en el espejo», dijo. Sonrió a su imagen y no era ella. Se irguió, se estiró el cabello en la nuca con el cintillo, se recompuso como pudo tratando de que la mujer del espejo se pareciera a la imagen que ella tení a de sí misma seis meses antes. No lo consiguió. – Estoy horrenda ‑ dijo, y le mostró al marido los dedos deformados por la hinchazó n‑. No me habí a dado cuenta porque me quitaron los anillos. – Está s perfecta ‑ le dijo Villamizar. Le abrazó por el hombro y la llevó a la sala. Los periodistas los asaltaron con cá maras, luces y micró fonos. Maruja quedó encandilada. «Tranquilos, muchachos ‑ les dijo‑. En el apartamento hablaremos mejor». Fueron sus primeras palabras. Los noticieros de las siete de la noche no dijeron nada, pero el presidente Gaviria se enteró minutos despué s por un monitoreo de radio que Maruja Pachó n habí a sido liberada. Arrancó hacia su casa con Mauricio Vargas, pero dejaron listo el comunicado oficial ce la liberació n de Francisco Santos que debí a ocurrir de un momento a otro. Mauricio Vargas lo habí a leí do en voz alta frente a las grabadoras de los periodistas, con la condició n de que no lo transmitieran mientras no se diera la noticia oficial. A esa hora Maruja estaba viajando hacia su casa. Poco antes de que llegara surgió un rumor de que Pacho Santos habí a sido liberado, y los periodistas soltaron el perro amarrado del comunicado oficial leí do por Mauricio, que salió en estampida con ladridos de jú bilo por todas las emisoras. El presidente y Mauricio lo oyeron en el carro y celebraron la idea de haberlo grabado. Pero cinco minutos despué s la noticia fue rectificada. – ¡ Mauricio ‑ exclamó Gaviria‑, qué desastre! Sin embargo, lo ú nico que podí an hacer entonces era confiar en que la noticia sucediera como ya estaba dada. Mientras tanto, ante la imposibilidad de quedarse en el apartamento de Villamizar por la muchedumbre que estaba dentro, permanecieron en el de Azeneth Velá zquez un piso má s arriba, para esperar la verdadera liberació n de Pacho despué s de tres liberaciones falsas. Pacho Santos habí a oí do la noticia de la liberació n de Maruja, la prematura de la suya y la pifia del gobierno. En ese instante entró en el cuarto el hombre que le habí a hablado en la mañ ana, y lo llevó del brazo y sin venda hasta la planta baja. Allí se dio cuenta de que la casa estaba vací a, y uno de sus escoltas le informó muerto de risa que se habí an llevado los muebles en un camió n de mudanza para no pagar el ú ltimo mes de alquiler. Se despidieron todos con grandes abrazos, y le agradecieron a Pacho lo mucho que habí an aprendido de é l. La ré plica de Pacho fue sincera: – Yo tambié n aprendí mucho de ustedes. En el garaje le entregaron un libro para que se tapara la cara fingiendo que leí a y le cantaron las advertencias. Si tropezaban con la policí a debí a tirarse del carro para que ellos pudieran escapar. Y la má s importante: no debí a decir que habí a estado en Bogotá sino a tres de horas de distancia por una carretera escabrosa. Por una razó n tremenda: ellos sabí an que Pacho era bastante perspicaz para haberse formado una idea de la direcció n de la casa, y no debí a revelarla porque los guardianes habí an convivido con el vecindario sin precaució n alguna durante los largos dí as del secuestro. – Si usted lo cuenta ‑ concluyó el responsable de la liberació n‑ nos toca matar a todos los vecinos para que no nos reconozcan despué s. Frente a la caseta de policí a de la avenida Boyacá con la calle 80 el carro se apagó. Se resistió dos veces, tres, cuatro, y a la quinta prendió. Todos sudaron frí o. Dos cuadras má s allá le quitaron el libro al secuestrado, y lo soltaron en la esquina con tres billetes de a dos mil pesos para el taxi. Cogió el primero que pasó, con un chofer joven y simpá tico que no quiso cobrarle y se abrió camino a bocinazos y gritos de jú bilo por entre la muchedumbre que esperaba en la puerta de su casa. Para los periodistas amarillos fue una desilusió n: esperaban a un hombre macilento y derrotado despué s de doscientos cuarenta y tres dí as de encierro, y se encontraron con un Pacho Santos rejuvenecido por dentro y por fuera, y má s gordo, má s atolondrado y con má s ansias de vivir que nunca. «Lo devolvieron igualito», declaró su primo Enrique Santos Calderó n. Otro, contagiado por el humor jubiloso de la familia, dijo: «Le faltaron unos seis meses má s». Maruja estaba ya en su casa. Habí a llegado con Alberto, perseguida por las unidades mó viles que los rebasaban, los precedí an, transmitiendo en directo a travé s de los nudos del trá nsito. Los conductores que seguí an por radio la peripecia los reconocí an al pasar y los saludaban con redobles de bocinas, hasta que la ovació n se generalizó a lo largo de la ruta. André s Villamizar habí a querido regresar a casa cuando perdió el rumbo de su padre, pero habí a manejado con tanta rudeza que el motor del carro se desprendió y se rompió la barra. Lo dejó al cuidado de los agentes de guardia en la caseta má s cercana, y paró el primer automó vil que pasó: un BMW gris oscuro, manejado por un ejecutivo simpá tico que iba oyendo las noticias. André s le dijo quié n era, por qué estaba en apuros y le pidió que lo acercara hasta donde pudiera. – Sú base ‑ le dijo‑, pero le advierto que si es mentira lo que dice le va a ir muy mal. En la esquina de la carrera sé ptima con la calle 80 lo alcanzó una amiga en un viejo Renault. André s siguió col, ella, pero el carro se les quedó sin aliento en la cuesta de la Circunvalar. André s se trepó como pudo en el ú ltimo jeep blanco de Radio Cadena Nacional. La cuesta que conducí a a la casa estaba bloqueada por los automó viles y la muchedumbre de vecinos que se echaban a la calle. Maruja y Villamizar decidieron entonces abandonar el automó vil para caminar los cien metros que les faltaban, y descendieron sin advertirlo en el sitio mismo donde la habí an secuestrado. La primera cara que reconoció Maruja entre la muchedumbre enardecida fue la de Marí a del Rosario, creadora y directora de Colombia los Reclama, que por primera vez desde su fundació n no transmitió esa noche por falta de tema. Enseguida vio a André s, que habí a saltado como pudo de la camioneta y trataba de llegar hasta su casa en el momento en que un oficial de la policí a, alto y apuesto, ordenó cerrar la calle. André s, por inspiració n pura, lo miró a los ojos y dijo con voz firme: – Soy André s. El oficial no sabí a nada de é l, pero lo dejó pasar. Maruja lo reconoció cuando corrí a hacia ella y se abrazaron en medio de los aplausos. Fue necesaria la ayuda de los patrulleros para abrirles paso. Maruja, Alberto y André s emprendieron el ascenso de la cuesta con el corazó n oprimido, y la emoció n los derrotó. Por primera vez se les saltaron las lá grimas que los tres se habí an propuesto reprimir. No era para menos: hasta donde alcanzaba la vista, la otra muchedumbre de los buenos vecinos habí a desplegado banderas en las ventanas de los edificios má s altos, y saludaban con una primavera de pañ uelos blancos y una ovació n inmensa la jubilosa aventura del regreso a casa.
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