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Gabriel García Márquez 20 страницаEl padre Garcí a Herreros habí a visitado a Mariavé el mié rcoles 15 de mayo para darle la noticia confidencial de que su esposo serí a liberado el domingo siguiente. No ha sido posible saber có mo la obtuvo setenta y dos horas antes del primer comunicado de los Extraditables sobre las liberaciones, pero la familia Santos lo dio por hecho. Para celebrarlo hicieron fotos del padre con Mariavé y los niñ os, y la publicaron el sá bado en El Tiempo con la esperanza de que Pacho la entendiera como un mensaje personal. Así fue: tan pronto como abrió el perió dico en su celda de cautivo, Pacho tuvo la revelació n ní tida de que las gestiones del padre habí an culminado. Pasó el dí a inquieto a la espera del milagro, deslizando trampas inocentes en la conversació n con los guardianes para ver si se les escapaba alguna indiscreció n, pero no consiguió nada. La radio y la televisió n, que no le daban tregua al tema desde hací a varias semanas, lo pasaron por alto aquel sá bado. El domingo empezó igual. A Pacho le pareció que los guardianes estaban raros y ansiosos por la mañ ana, pero en el curso del dí a volvieron poco a poco a la rutina dominical: almuerzo especial con pizza, pelí culas y programas enlatados de televisió n, un poco de barajas, un poco de fú tbol. De pronto, cuando ya nadie lo esperaba, el noticiero Criptó n abrió con la primicia de que los Extraditables anunciaban la liberació n de los dos ú ltimos secuestrados. Pacho dio un salto con un grito de triunfo, y se abrazó a su guardiá n de turno. «Creí que me iba a dar un infarto», ha dicho. Pero el guardiá n lo recibió con un estoicismo sospechoso. – Esperemos a que llegue la confirmació n ‑ dijo. Hicieron una barrida rá pida por los otros noticieros de radio y televisió n, y el comunicado estaba en todos. Uno de ellos transmití a desde la sala de redacció n de El Tiempo, y Pacho volvió a sentir despué s de nueve meses el piso firme de la vida libre: el ambiente má s bien desolado del turno dominical, las caras de siempre en sus cubí culos de cristal, su propio sitio de trabajo. Despué s de repetir una vez má s el anuncio de la liberació n inminente, el enviado especial del noticiero blandió el micró fono ‑ como un barquillo de helado‑, lo arrimó a la boca de un redactor deportivo, y le preguntó: – ¿ Có mo le parece la noticia? Pacho no pudo reprimir un reflejo de redactor jefe. – ¡ Qué pregunta tan idiota! ‑ dijo‑. ¿ O esperaba que dijeran que me dejará n un mes má s? La radio, como siempre, era menos rigurosa, pero tambié n má s emotiva. Unos y otros se estaban concentrando en la casa de Hernando Santos, desde donde transmití an declaraciones de todo el que encontraban a su paso. Esto aumentó el nerviosismo de Pacho, pues no le pareció descabellado pensar que lo soltaran esa misma noche. «Así empezaron las veintisé is horas má s largas de mi vida ‑ ha dicho‑. Cada segundo era como una hora». La prensa estaba en todas partes. Las cá maras de televisió n iban de la casa de Pacho a la de su padre, ambas desbordadas desde la noche del domingo por parientes, amigos, simples curiosos y periodistas de todo el mundo. Mariavé y Hernando Santos no recuerdan cuá ntas veces fueron de una casa a otra segú n los rumbos imprevistos que tomaban las noticias, hasta el punto de que Pacho terminó por no saber a ciencia cierta cuá l era la casa de quié n en la televisió n. Lo peor era que en cada casa volví an a hacerles a ambos las mismas Preguntas, y la jornada se hizo insoportable. Era tal el desorden, que Hernando Santos no logró abrirse paso entre la muchedumbre embotellada en su propia casa, y tuvo que colarse por el garaje. Los guardianes que no estaban de turno acudieron a felicitarlo. Estaban tan alegres con la noticia, que Pacho se olvidó de que eran sus carceleros, y la reunió n se convirtió en una fiesta de compadres de una misma generació n. En aquel momento se dio cuenta de que su propó sito de rehabilitar a sus guardianes quedaba frustrado por su libertad. Eran muchachos de la provincia antioqueñ a que emigraban a Medellí n, se encontraban perdidos en las comunas y mataban y se hací an matar sin escrú pulos. Por lo general procedí an de familias rotas donde la figura del papá era muy negativa, y muy fuerte la de la madre. Estaban acostumbrados a trabajar por un ingreso muy alto y no tení an el sentido del dinero. Cuando por fin logró dormir, Pacho tuvo el sueñ o terrorí fico de que era libre y feliz, pero de pronto abrió los ojos y vio el mismo techo de siempre. El resto de la noche lo pasó atormentado por el gallo loco ‑ má s loco y cercano que nunca‑ y sin saber a ciencia cierta dó nde estaba la realidad. A las seis de la mañ ana ‑ lunes‑ la radio confirmó la noticia sin ninguna pista sobre fe hora de la posible liberació n. Al cabo de incontables repeticiones del boletí n original, se anunció que el padre Garcí a Herreros darí a una conferencia de prensa a las doce del dí a, despué s de una entrevista con el presidente Gaviria: «Ay, Dios mí o ‑ se dijo Pacho‑. Ojalá este hombre que tanto ha hecho por nosotros no la vaya a embarrar a ú ltima hora». A la una de la tarde le avisaron que serí a liberado, pero no Supo nada má s hasta despué s de las cinco, cuando uno de los jefes enmascarados le avisó sin emoció n que ‑ de acuerdo con el sentido publicitario de Escobar‑ Maruja saldrí a a tiempo para el noticiero de las siete y é l para el noticiero de las nueve y media. La mañ ana de Maruja habí a sido má s entretenida. Un jefe de segunda entró en el cuarto como a las nueve y le precisó que la liberació n iba a ser en la tarde. Le contó ademá s algunos pormenores de las gestiones del padre Garcí a Herreros, tal vez con el propó sito de hacerse perdonar una injusticia que habí a cometido en una visita reciente cuando Maruja le preguntó si su suerte estaba en manos del padre Garcí a Herreros. El hombre le habí a contestado con un punto de burla. – No se preocupe, usted está mucho má s segura. Maruja se dio cuenta de que é l habí a interpretado mal la pregunta, y se apresuró a aclararle que siempre tuvo un gran respeto por el padre. Es cierto que al principio no poní a atenció n a sus pré dicas de televisió n, a veces confusas e inescrutables, pero desde el primer mensaje a Escobar comprendió que tení a que ver con su vida, y lo vio con mucha atenció n noche tras noche. Habí a seguido el hilo de sus gestiones, sus visitas a Medellí n, el progreso de sus conversaciones con Escobar, y no dudaba de que estaba en el camino recto. El sarcasmo del jefe, sin embargo, le habí a hecho temer que tal vez el padre no tuviera tanto cré dito con los Extraditables como se podrí a suponer por sus conversaciones pú blicas con los periodistas. La confirmació n de que pronto serí a liberada por sus gestiones le aumentó la alegrí a. Al cabo de una conversació n breve sobre el impacto de las liberaciones en el paí s, ella le preguntó por el anillo que le habí an quitado en la primera casa la noche del secuestro. – Usted tranquila ‑ dijo el‑. Todas sus cosas está n seguras. – Es que estoy preocupada ‑ dijo‑ porque el anillo no me lo quitaron aquí sino en la primera casa en que estuvimos, y al tipo que se quedó con é l no lo volvimos a ver. ¿ No fue usted? ‑ Yo no ‑ dijo el hombre‑. Pero ya le dije que esté tranquila, porque sus prendas está n ahí. Yo las he visto. La mujer del mayordomo se ofreció para comprarle a Maruja cualquier cosa que le hiciera falta. Maruja le encargó pestañ ita, lá piz de labios y de cejas y un par de medias para reemplazar las que se le habí an roto la noche del secuestro. Má s tarde entró el marido preocupado por la falta de nuevas noticias de la liberació n, y temí a que hubieran cambiado de planes a ú ltima hora como ocurrí a a menudo. Maruja, en cambio, estaba tranquila. Se bañ ó y se puso la misma ropa que llevaba la noche del secuestro, salvo la chaqueta color crema que se pondrí a para salir. Durante todo el dí a las emisoras de radio sostuvieron el interé s con especulaciones sobre la espera de los secuestrados, entrevistas con sus familias, rumores sin confirmar que al minuto siguiente eran superados por otros má s ruidosos. Pero nada en firme. Maruja oyó las voces de hijos y amigos con un jú bilo prematuro amenazado por la incertidumbre. Volvió a ver su casa redecorada, y al marido departiendo a gusto entre escuadrones de periodistas aburridos de esperarla. Tuvo tiempo para observar mejor los detalles de decoració n que le habí an chocado la primera vez, y se le mejoró el humor. Los guardianes hadan pausas en la limpieza frené tica para escuchar y ver los noticieros, v trataban de darle alientos, pero lo conseguí an menos a medida que avanzaba la tarde. El presidente Gaviria habí a despertado sin despertador a las cinco de la mañ ana de su lunes nú mero cuarenta y uno en la presidencia. Se levantaba sin encender la luz para no despertar a Ana Milena ‑ que a veces se acostaba má s tarde que é l‑ y ya afeitado, bañ ado y vestido para la oficina se sentaba en una sillita de llevar y traer que mantení a fuera del dormitorio, en un corredor helado y sombrí o, para oí r las noticias sin despertar a nadie. Las de radio las escuchaba en un receptor de bolsillo que se poní a en el oí do a volumen muy bajo. Los perió dicos los repasaba con una mirada rá pida desde los titulares hasta los anuncios, e iba recortando sin tijeras las cosas de interé s para tratarlas despué s, segú n el caso, con sus secretarios, consejeros y ministros. En una ocasió n fue una noticia sobre algo que debí a hacerse y no se habí a hecho, y le mandó el recorte al ministro respectivo con una sola lí nea escrita de prisa en el margen: «¿ Cuá ndo demonios va el ministerio a resolver este lí o? ». La solució n fue instantá nea. La ú nica noticia del dí a era la inminencia de las liberaciones, y dentro de ella, una audiencia con el padre Garcí a Herreros para escuchar su informe de la entrevista con Escobar. El presidente reorganizó su jornada para estar disponible en cualquier momento. Canceló algunas audiencias aplazables, y acomodó otras. La primera fue una reunió n con los consejeros presidenciales, que é l inició con su frase escolar: – Bueno, vamos a terminar esta tarea. Varios de los consejeros acababan de regresar de Caracas, donde el viernes anterior habí an sostenido una charla con el reticente general Maza Má rquez, en la que el consejero de Prensa, Mauricio Vargas, habí a expresado su preocupació n de que nadie, ni dentro ni fuera del gobierno, tení a una idea clara de para dó nde iba en realidad Pablo Escobar. Maza estaba seguro de que no se entregarí a, pues só lo confiaba en el indulto de la Constituyente. Vargas le replicó con una pregunta: ¿ de qué le serví a el indulto a un hombre sentenciado a muerte por sus enemigos propios y por el cartel de Cali? «Puede que lo ayude, pero no es precisamente la solució n completa», concluyó. Lo que Escobar necesitaba de urgencia era una cá rcel segura para é l y su gente bajo la protecció n del Estado. El tema lo plantearon los consejeros ante el temor de que el padre Garcí a Herreros llegara a la audiencia de las doce con una exigencia inaceptable de ú ltima hora, sin la cual Escobar no se entregara ni soltara a los periodistas. Para el gobierno serí a un fiasco difí cil de reparar. Gabriel Silva, el consejero de Asuntos Internacionales, hizo dos recomendaciones de protecció n: la primera, que el presidente no estuviera solo en la audiencia, y la segunda, que se sacara un comunicado lo má s completo posible tan pronto como terminara la reunió n para evitar especulaciones. Rafael Pardo, que habí a volado a Nueva York el dí a anterior, estuvo de acuerdo por telé fono. El presidente recibió al padre Garcí a Herreros en audiencia especial a las doce del dí a. De un lado estaba el padre con dos sacerdotes de su comunidad, y Alberto Villamizar con su hijo André s. Del otro, el presidente con el secretario privado, Miguel Silva, y con Mauricio Vargas. Los servicios informativos de palacio tomaron fotos y videos para dá rselos a la prensa si las cosas salí an bien. Si no salí an bien, al menos no le quedarí an a la prensa los testimonios del fracaso. El padre, muy consciente de la importancia del momento, le contó al presidente los pormenores de la reunió n con Escobar. No tení a la menor duda de que iba a entregarse y a liberar a los rehenes, y respaldó sus palabras con las notas escritas a cuatro manos. El ú nico elemento condicionante era que la cá rcel fuera la de Envigado y no la de Itagü í, por razones de seguridad argumentadas por el propio Escobar. El presidente leyó los apuntes y se los devolvió al padre. Le llamó la atenció n que Escobar no prometí a liberar a los secuestrados sino que se comprometí a a gestionarlo ante los Extraditables. Villamizar le explicó que era una de las tantas precauciones de Escobar: nunca admitió que tuviera a los secuestrados para que no sirviera como prueba en contra suya. El padre preguntó qué debí a hacer si Escobar le pedí a que lo acompañ ara para entregarse. El presidente estuvo de acuerdo en que fuera. Ante dudas sobre la seguridad de la operació n, planteadas por el padre, el presidente le respondió que nadie podí a garantizar mejor que Escobar la seguridad de su propio operativo. Por ú ltimo, el presidente le señ aló al padre ‑ y los acompañ antes de é ste b apoyaron‑ que era importante reducir al mí nimo las declaraciones pú blicas, no fuera que todo se dañ ara por una palabra inoportuna. El padre estuvo de acuerdo y alcanzó a hacer una velada oferta final: «Yo he querido con esto prestar un servicio y quedo a sus ó rdenes si me necesitan para al o má s, como buscar la paz con ese otro señ or cura». Fue claro para todos que se referí a al cura españ ol Manuel Pé rez, comandante del Ejé rcito Nacional de Liberació n. La reunió n terminó a los veinte minutos, y no hubo comunicado oficial. Fiel a su promesa, el padre Garcí a Herreros dio un ejemplo de sobriedad en sus declaraciones a la prensa. Maruja vio la conferencia de prensa del padre y no encontró nada nuevo. Los noticieros de televisió n volvieron a mostrar a los periodistas de guardia en las casas de los secuestrados, que bien podí an haber sido las mismas imá genes del dí a anterior. Tambié n Maruja repitió la jornada de ayer minuto a minuto, y le sobró tiempo para ver las telenovelas de la tarde. Damaris, reanimada por d anuncio oficial, le habí a concedido la gracia de ordenar el menú del almuerzo, como los condenados a muerte en la ví spera de la ejecució n. Maruja dijo sin intenció n de burla que querí a cualquier cosa que no fueran lentejas. Al final se les enredó el tiempo, Damaris no pudo ir de compras, y só lo hubo lentejas con lentejas para el almuerzo de despedida. Pacho, por su parte, se puso la ropa que llevaba el dí a del secuestro ‑ que le quedaba estrecha por el aumento de peso del sedentarismo y la mala comida‑, y se sentó a oí r las noticias y a ñ amar, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro. Oyó toda clase de versiones sobre su liberació n. Oyó las rectificaciones, las mentiras puras y simples de sus colegas atolondrados por la tensió n de la espera. Oyó que lo habí an descubierto comiendo de incó gnito en un restaurante, y era un hermano suyo. Releyó las notas editoriales, los comentarios, las informaciones que habí a escrito sobre la actualidad para no olvidar el oficio, pensando que las publicarí a al salir como un testimonio del cautiverio. Eran má s de cien. Levó una a sus guardianes, escrita en diciembre, cuando la clase polí tica tradicional comenzó a despotricar contra la legitimidad de la Asamblea Constituyente. Pacho la fustigó con una energí a y un sentido de independencia que sin duda eran producto de las reflexiones del cautiverio. «Todos sabemos có mo se obtienen votos en Colombia y có mo muchos de los parlamentarios salieron elegidos», decí a en una nota. Decí a que la compra de votos era rampante en todo el paí s, y especialmente en la costa; que las rifas de electrodomé sticos a cambio de favores electorales estaban al orden del dí a, y que muchos de los elegidos lo lograban por otros vicios polí ticos, como el cobro de comisiones sobre los sueldos pú blicos y los auxilios parlamentarios. Por eso ‑ decí a‑ los elegidos eran siempre los mismos con las mismas que «ante la posibilidad de perder sus privilegios, ahora lloran a gritos». Y concluí a casi contra sí mismo: «La imparcialidad de los medios ‑ e incluyo a El Tiempo ‑ por la que tanto se luchó y que se estaba abriendo paso, se ha esfumado». Sin embargo, la má s sorprendente de sus notas fue la que escribió sobre las reacciones de la clase polí tica contra el M‑ 19 cuando é ste obtuvo una votació n de má s del diez por ciento para la Asamblea Constituyente. «La agresividad polí tica contra el M‑ 19 ‑ escribió ‑, su restricció n (por no decir discriminació n) en los medios de comunicació n, muestra qué tan lejos estamos de la tolerancia y cuá nto nos falta para modernizar lo má s importante: la mente». Decí a que la clase polí tica habí a celebrado la participació n electoral de los antiguos guerrilleros só lo por parecer democrá tica, pero cuando la votació n superó el diez por ciento se desató en denuestos en su contra. Y concluyó al estilo de su abuelo, Enrique Santos Montejo (Calibá n), el columnista má s leí do en la historia del periodismo nacional: «Un sector muy especí fico y tradicional de los colombianos mató el tigre y se asustó con el cuero». Nada podí a ser má s sorprendente en alguien que se habí a destacado desde la escuela primaria como un espé cimen precoz de la derecha romá ntica. Las rompió todas, menos tres que decidió conservar por razones que é l mismo no ha logrado explicarse. Tambié n conservó el borrador de los mensajes a su familia y al presidente de la repú blica, y el de su testamento. Hubiera querido llevarse la cadena con que lo amarraban a la cama con la ilusió n de que el escultor Bernardo Salcedo hiciera con ella una escultura, pero no se lo permitieron por temor de que tuviera huellas identificables. Maruja, en cambio, no quiso conservar ningú n recuerdo de aquel pasado atroz que se proponí a borrar de su vida. Pero como a las seis de la tarde, cuando la puerta empezó a abrirse desde fuera, se dio cuenta de hasta qué punto aquellos seis meses de amargura iban a condicionar su vida. Desde la muerte de Marina y la salida de Beatriz, aqué lla era la hora de las liberaciones o las ejecuciones: igual en ambos casos. Esperó con el alma en un hilo la fó rmula siniestra del ritual: «Ya nos vamos, alí stese». Era el Doctor, acompañ ado por el segundó n que habí a estado la ví spera. Ambos parecí an apurados por la hora. – ¡ Ya, ya! ‑ instó el Doctor a Maruja‑. ¡ Có rrale! Habí a prefigurado tantas veces aquel instante, que se sintió dominada por una rara necesidad de ganar tiempo, y preguntó por su anillo. – Se lo mandé con su cuñ ada ‑ dijo el segundó n. – No es cierto ‑ contestó Maruja con toda calma‑. Usted me dijo que lo habí a visto despué s. Má s que el anillo, lo que le interesaba entonces era poner al otro en evidencia frente a su superior. Pero é ste se hizo el desentendido, bajo la presió n del tiempo. El mayordomo y su mujer le llevaron a Maruja el talego con los objetos personales y los regalos que le habí an dado los distintos guardianes a lo largo del cautiverio: tarjetas de Navidad, la sudadera, la toalla, revistas y algú n libro. Los muchachos mansos que la habí an atendido en los ú ltimos dí as no tení an nada má s para darle que medallas y estampas de santos, y le suplicaban que rezara por ellos, que se acordara de ellos, que hiciera algo para sacarlos de la mala vida. – Todo lo que quieran ‑ les dijo Maruja‑. Si alguna vez me necesitan, bú squenme, y yo los ayudo. El Doctor no quiso ser menos: «¿ Qué le puedo dar yo de recuerdo? », se dijo, esculcá ndose los bolsillos. Sacó una cá psula de 9 milí metros, y se la dio a Maruja. – Tome ‑ le dijo, má s en serio que en broma‑. La bala que no le metimos. No fue fá cil rescatar a Maruja de los abrazos del mayordomo y de Damaris, que se levantó la má scara hasta la nariz para besarla y pedirle que no la olvidara. Maruja sintió una emoció n sincera. Era, a fin de cuentas, el final de los dí as má s largos y atroces de su vida, y el minuto má s feliz. Le pusieron una capucha que debí a ser la má s sucia y pestilente que encontraron. Se la pusieron al revé s, con los agujeros de los ojos en la nuca, y no pudo eludir el recuerdo de que así se la habí an puesto a Marina para matarla. La llevaron arrastrando los pies en las tinieblas hasta un automó vil tan confortable como el que usaron para el secuestro, y la sentaron en el mismo lugar, en la misma posició n, y con las mismas precauciones: la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre para que no la vieran desde fuera. Le advirtieron que habí a varios retenes de policí a, y que si los paraban en alguno Maruja debí a quitarse la capucha y portarse bien. A la una de la tarde Villamizar habí a almorzado con su hijo André s. A las dos y media se acostó para la siesta, y completó el sueñ o atrasado hasta las cinco y media. A las seis acababa de salir de la ducha y empezaba a vestirse para esperar a la esposa cuando sonó el telé fono. Descolgó la extensió n de la mesa de noche y só lo alcanzó a decir: «¿ Haber? ». Una voz anó nima lo interrumpió: «Llegará unos minutos despué s de las siete. Ya está n saliendo». Colgó. Fue un anuncio imprevisto que Villamizar agradeció. Llamó al portero para asegurarse de que su automó vil estaba en el jardí n y el chofer dispuesto. Se vistió de oscuro con corbata de rombos claros para recibir a la esposa. Quedó má s esbelto que nunca pues habí a bajado cuatro kilos en seis meses. A las siete de la noche apareció en la sala para charlar con los periodistas mientras llegaba Maruja. Allí estaban los cuatro hijos de ella, y André s, el de ambos. Só lo faltaba Nicolá s, el mú sico de la familia que llegarí a de Nueva York dentro de unas horas. Villamizar se sentó en el silló n má s cercano del telé fono. Maruja estaba entonces a unos cinco minutos de ser libre. Al contrario de la noche del secuestro, el viaje hacia la libertad fue rá pido y sin tropiezos. Al principio habí an ido por un sendero destapado con vueltas y revueltas nada recomendables para un automó vil de lujo. Maruja vislumbró por las conversaciones que ademá s del hombre a su lado iba otro junto al chofer. No le pareció que uno de ellos fuera el Doctor. Al cabo de un cuarto de hora la obligaron a acostarse en el piso y se detuvieron unos cinco minutos, pero ella no supo por qué. Luego salieron a una avenida grande y ruidosa con el trá fico espeso de las siete, y tomaron sin contratiempo una segunda avenida. De pronto, cuando no habí an transcurrido má s de tres cuartos de hora en total, el auto mó vil frenó en seco. El hombre junto al chofer le dio a Maruja una orden desesperada: – Ya, bá jese, rá pido. El que iba junto a ella trató de sacarla del automó vil. Maruja resistió. – No veo nada ‑ gritó. Quiso quitarse la venda, pero una mano brutal se lo impidió. «Espere cinco minutos antes de quitá rsela», le gritó. La bajó del automó vil con un empelló n. Maruja sintió el vé rtigo del vací o, el horror, y creyó que la habí an tirado a un abismo. El suelo firme le devolvió el aliento. Mientras esperaba a que el carro se alejara, sintió que estaba en una calle de poco trá nsito. Con toda precaució n se quitó la venda, vio las casas entre los á rboles con las primeras ventanas iluminadas, y entonces conoció la verdad de ser libre. Eran las siete y veintinueve y habí an pasado ciento noventa y tres dí as desde la noche en que la secuestraron. Un automó vil solitario se acercó por la avenida, dio una vuelta completa y estacionó en la acera contraria, justo frente a Maruja. Ella pensó, como Beatriz en su momento, que una casualidad así no era posible. Aquel carro tení a que ser enviado por los secuestradores para garantizar el final del rescate. Maruja se acercó a la ventanilla del conductor. – Por favor ‑ le dijo‑, soy Maruja Pachó n. Acaban de liberarme. Só lo deseaba que la ayudaran a conseguir un taxi. Pero el hombre dio un grito. Minutos antes, escuchando en la radio las noticias de las liberaciones inminentes, se habí a dicho: «¿ Qué tal que me encontrara con Francisco Santos buscando un carro? ». Maruja estaba ansiosa de ver a los suyos, pero se dejó llevar hasta la casa de enfrente para hablar por telé fono. La dueñ a de la casa, los niñ os, todos la abrazaban a gritos cuando la reconocieron. Maruja se sentí a anestesiada, y cuanto ocurrí a a su alrededor le parecí a un engañ o má s de los secuestradores. El hombre que la habí a recogido se llamaba Manuel Caro, y era yerno del dueñ o de la casa, Augusto Borrero, cuya esposa era una antigua activista del Nuevo Liberalismo que habí a trabajado con Maruja en la campañ a electoral de Luis Carlos Galá n. Pero Maruja veí a la vida desde fuera, como en una pantalla de cine. Pidió un aguardiente ‑ nunca supo por qué ‑ y se lo tomó de un golpe. Entonces llamó por telé fono a su casa, pero no recordaba bien el nú mero y se equivocó en dos intentos. Una voz de mujer contestó al instante: «¿ Quié n es? ». Maruja la reconoció y dijo sin dramatismo: – Alexandra, hija. Alexandra gritó: – ¡ Mamá! ¿ Dó nde está s? Alberto Villamizar habí a saltado del silló n cuando sonó el timbre, pero no alcanzó a ganarle de mano a Alexandra, que por casualidad pasaba cerca del telé fono. Maruja habí a empezado a dictarle la direcció n, pero ella no tení a a la mano lá piz ni papel. Villamizar le quitó la bocina, v saludó a Maruja con una naturalidad pasmosa:
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