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Gabriel García Márquez 19 страница



El padre no tuvo un instante de sosiego. Apenas si dormí a, se levantaba en mitad de las comidas, hací a largas caminatas por la playa a cualquier hora del dí a o de la noche. «Oh, mar de Coveñ as ‑ gritaba contra el fragor de las olas‑. ¿ Podré hacerlo? ¿ Deberé hacerlo? Tú que todo lo sabes: ¿ no moriremos en el intento? » Al cabo de las caminatas atormentadas entraba en la casa con un dominio pleno de su á nimo, como si hubiera recibido de veras las respuestas del mar, y discutí a con su anfitrió n hasta los mí nimos detalles del proyecto. El martes, cuando regresaron a Bogotá, tení a una visió n de conjunto que le devolvió la serenidad. El mié rcoles reinició la rutina: se levantó a las seis, se duchó, se puso el vestido negro con el cuello clerical y encima la ruana blanca infaltable, y puso al dí a los asuntos atrasados con la ayuda de Paulina Garzó n, su secretaria indispensable durante media vida. Esa noche hizo el programa sobre un tema distinto que no tení a nada que ver con la obsesió n que lo embargaba. El jueves en la mañ ana, tal como se lo habí a prometido, el doctor Patarroyo le hizo llegar una respuesta optimista a su solicitud. El padre no almorzó. A las siete menos diez minutos llegó a los estudios de Inravisió n, de donde se transmití a su programa, e improvisó frente a las cá maras el mensaje directo a Escobar. Fueron sesenta segundos que cambiaron la poca vida que le quedaba. De regreso a casa lo recibieron con un canasto de mensajes telefó nicos de todo el paí s, y una avalancha de periodistas que a partir de aquella noche no iban a perderlo de vista hasta que cumpliera su propó sito de llevar de la mano a Pablo Escobar hasta la cá rcel.

El proceso final empezaba, pero los pronó sticos eran inciertos, porque la opinió n pú blica estaba dividida entre las muchedumbres que creí an que el buen sacerdote era un santo y los incré dulos convencidos de que era medio loco. La verdad es que su vida demostraba muchas cosas menos que lo fuera. Habí a cumplido ochenta y dos añ os en enero, iba a cumplir en agosto cincuenta y dos de ser sacerdote, y era de lejos el ú nico colombiano influyente que nunca soñ ó con ser presidente de la repú blica. Su cabeza nevada y su ruana de lana blanca sobre la sotana complementaban una de las imá genes má s respetables del paí s. Cometió versos que publicó en un libro a los diecinueve añ os, y otros má s, tambié n de juventud, con el seudó nimo de Senescens. Obtuvo un premio olvidado con un libro de cuentos, y cuarenta y seis condecoraciones por su obra social. En las buenas y en las malas tuvo siempre los pies bien plantados sobre la tierra, hací a vida social de laico, contaba y se dejaba contar chistes de cualquier color, y a la hora de la verdad le salí a lo que siempre fue debajo de su ruana sabanera: un santandereano de hueso colorado.

Viví a con una austeridad moná stica en la casa cural de la parroquia de San Juan de Eudes, en un cuarto cribado de goteras que se negaba a reparar. Dormí a en una cama de tablas sin colchó n y sin almohada y con el sobrecama hecho de retazos de colores en figura de casitas, que le habí an bordado unas monjas de la caridad. No aceptó una almohada de plumas que alguna vez le ofrecieron porque le parecí a contrario a la ley de Dios. No cambiaba de zapatos mientras no le regalaran un par nuevo, ni reemplazaba su ropa y su eterna ruana blanca mientras no le regalaran otras. Comí a poco, pero tení a buen gusto en la mesa y sabí a apreciar la buena comida y los vinos de clase, pero no se dejaba invitar a restaurantes de lujo por temor de que creyeran que pagaba é l. En uno de ellos vio una dama de alcurnia con un diamante del tamañ o de una almendra en el anillo.

– Con una sortija como é sa ‑ le dijo de frente‑ yo harí a unas ciento veinte casitas para los pobres.

La dama, aturdida por la frase, no supo qué contestar, pero al dí a siguiente le mandó el anillo con una nota cordial. No alcanzó para las ciento veinte casas, por supuesto, pero el padre las construyó de todos modos.

Paulina Garzó n de Bermú dez era natural de Chipatá, Santander del Sur, y habí a llegado a Bogotá con su madre en 1961 a la edad de quince añ os, y con una recomendació n de mecanó grafa experta. Lo era, en efecto, pero en cambio no sabí a hablar por telé fono y sus listas del mercado eran indescifrables por sus horrores de ortografí a, pero aprendió a hacer bien ambas cosas para que el padre la empleara. A los veinticinco añ os se casó y tuvo un hijo ‑ Alfonso‑, y una hija ‑ Marí a Constanza‑, que hoy son ingenieros de sistema. Paulina se las arregló para seguir trabajando con el padre, quien le soltaba poco a poco derechos y deberes hasta que se le volvió tan indispensable que viajaban juntos dentro y fuera del paí s, pero siempre en compañ í a de otro sacerdote. «Para evitar rumores», explica Paulina. Terminó por acompañ arlo a todas partes, aunque só lo fuera para ponerle y quitarle los lentes de contacto como nunca pudo hacerlo é l mismo.

En sus ú ltimos añ os el padre perdí a audició n por el oí do derecho, se volvió irritable, y se exasperaba con los huecos de su memoria. Poco a poco habí a ido descartando las oraciones clá sicas, e improvisaba las suyas en voz alta con una inspiració n de iluminado. Su fama de luná tico crecí a al mismo tiempo que la creencia popular de que tení a el poder sobrenatural de hablar con las aguas y de gobernar su curso y su conducta. Su actitud comprensiva en el caso de Pablo Escobar hizo recordar una frase suya sobre el regreso del general Gustavo Rojas Pinilla, en agosto de 1957, para ser juzgado por el Congreso: «Cuando un hombre se entrega a la ley, aunque fuera culpable, merece un profundo respeto». Casi al final de su vida, en un Banquete del Milló n cuya organizació n habí a sido muy problemá tica, un amigo le preguntó qué iba a hacer despué s, y é l le dio una respuesta de diecinueve añ os: «Quiero tenderme en un potrero a mirar las estrellas».

Al dí a siguiente del mensaje radial ‑ sin anuncio ni trá mites previos‑, el padre Garcí a Herreros se presentó en la cá rcel de Itagü í, para preguntarles a los hermanos Ochoa có mo podí a ser ú til en la entrega de Escobar. A los Ochoa les dejó la impresió n de que era un santo, con un solo inconveniente para tomar en cuenta: por má s de cuarenta añ os habí a estado en comunicació n con la audiencia a travé s de su pré dica diaria, y no concebí a una gestió n que no empezara por contá rselo a la opinió n pú blica.

Pero lo definitivo para ellos fue que a don Fabio le pareció un mediador providencial.

Primero, porque Escobar no tendrí a con é l las reticencias que le impedí an recibir a Villamizar. Y segundo, porque su imagen divinizada podí a convencer a la tripulació n de Escobar para la entrega de todos.

Dos dí as despué s, el padre Garcí a Herreros reveló en rueda de prensa que estaba en contacto con los responsables del cautiverio de los periodistas, y expresó su optimismo por su pronta liberació n.

Villamizar no vaciló un segundo para ir a buscarlo en El Minuto de Dios. Lo acompañ ó en su segunda visita a la cá rcel de Itagü í, y el mismo dí a se inició el proceso, dispendioso y confidencial, que habí a de culminar con la entrega. Empezó con una carta que el padre dictó en la celda de los Ochoa, y que Marí a Lí a copió en la má quina de escribir. La improvisó de pie frente a ella, en el mismo talante, el mismo tono apostó lico y el mismo acento santandereano de sus homilí as de un minuto. Lo invitó a que buscaran juntos el camino para pacificar a Colombia. Le anunció su esperanza de que el gobierno lo nombrara garante «para que se respeten tus derechos y los de tu familia y amigos». Pero le advirtió que no pidiera cosas que el gobierno no pudiera concederle. Antes de terminar con «mis saludos cariñ osos», le dijo lo que en realidad era el propó sito prá ctico de la carta: «Si crees que podemos encontrarnos en alguna parte segura para los dos, dí melo».

Escobar contestó tres dí as despué s, de su puñ o y letra. Aceptaba entregarse como un sacrificio para la paz. Dejaba claro que no aspiraba al indulto ni pedí a sanció n penal sino disciplinaria contra los policí as que asolaban las comunas, pero no renunciaba a su determinació n de responder con represalias drá sticas. Estaba dispuesto a confesar algú n delito, aunque sabí a de seguro que ningú n juez colombiano o extranjero tení a pruebas suficientes para condenarlo, y confiaba en que sus adversarios fueran sometidos al mismo ré gimen. Sin embargo, contra lo que el padre esperaba con ansiedad, no hací a ninguna referencia a su propuesta de reunirse con é l.

El padre le habí a prometido a Villamizar que controlarí a sus í mpetus informativos, y al principio lo cumplió en parte, pero su espí ritu de aventura casi infantil era superior a sus fuerzas. La expectativa que se creó fue tal, y tan grande la movilizació n de la prensa, que desde entonces no dio un paso sin una cauda de reporteros y equipos mó viles de televisió n y radio que lo perseguí a hasta la puerta de su casa.

Despué s de cinco meses de trabajar en absoluto secreto bajo el hermetismo casi sacramental de Rafael Pardo, Villamizar pensaba que la facilidad verbal del padre Garcí a Herreros mantení a en un riesgo perpetuo el conjunto de la operació n. Entonces solicitó y obtuvo la ayuda de la gente má s cercana al padre ‑ con Paulina en primera lí nea‑ y pudo adelantar los preparativos de algunas acciones sin tener que informarlo a é l por anticipado.

El 13 de mayo recibió un mensaje de Escobar en el cual le pedí a que llevara al padre a La Loma y lo tuviera allí por el tiempo que fuera necesario. Advirtió que lo mismo podí an ser tres dí as que tres meses, pues tení a que hacer una revisió n personal y minuciosa de cada paso de la operació n. Existí a inclusive la posibilidad de que a ú ltima hora se anulara por cualquier duda de seguridad. El padre, por fortuna, estaba siempre en disponibilidad plena para un asunto que le quitaba el sueñ o. El 14 de mayo a las cinco de la mañ ana, Villamizar tocó a la puerta de su casa, y lo encontró trabajando en su estudio como si fuera pleno dí a.

– Camine, padre ‑ le dijo‑, nos vamos para Medellí n.

Las Ochoa tení an todo dispuesto en La Loma para entretener al padre por el tiempo que fuera necesario. Don Fabio no estaba, pero las mujeres de la casa se encargarí an de todo. No fue fá cil distraer al padre, porque é l se daba cuenta de que un viaje tan imprevisto y rá pido no podí a ser sino por algo muy serio.

El desayuno fue trancado y largo y el padre comió bien. Como a las diez de la mañ ana, tratando de no dramatizar demasiado, Martha Nieves le reveló que Escobar iba a recibirlo de un momento a otro. É l se sobresaltó, se puso feliz, pero no supo qué hacer, hasta que Villamizar lo puso en la realidad.

– Es mejor que lo sepa desde ahora, padre ‑ le advirtió ‑. Tal vez tenga que irse solo con el chofer, y no se sabe para dó nde ni por cuá nto tiempo.

El padre palideció. Apenas si podí a sostener el rosario entre los dedos, mientras se paseaba de un lado a otro, rezando en voz ata sus oraciones inventadas. Cada vez que pasaba por las ventanas miraba hacia el camino, dividido entre el terror de que apareciera el carro que vení a por é l, y las ansias de que no llegara. Quiso hablar por telé fono, pero é l mismo tomó conciencia del peligro. «Por fortuna no se necesita de telé fonos para hablar con Dios», dijo. No quiso sentarse a la mesa durante el almuerzo, que fue tardí o y má s apetitoso aú n que el desayuno. En el cuarto preparado para é l habí a una cama con marquesina de pasamanerí a como la de un obispo. Las mujeres trataron de convencerlo de que descansara un poco, y é l pareció aceptar. Pero no durmió. Leí a con inquietud Breve Historia del Tiempo, de Stephen Hawking, un libro de moda en el cual se trataba de demostrar por cá lculo matemá tico que Dios no existe. Hacia las cuatro de la tarde apareció en la sala donde Villamizar dormitaba.

– Alberto ‑ le dijo‑, mejor regresemos a Bogotá.

Costó trabajo disuadirlo, pero las mujeres lo consiguieron con su encanto y su tacto. Al atardecer tuvo otra recaí da, pero ya no habí a escapatoria. É l mismo fue consciente de los riesgos graves de viajar de noche. A la hora de acostarse pidió ayuda para quitarse los lentes de contacto, pues quien se los quitaba y se los poní a era Paulina, y no sabí a hacerlo solo. Villamizar no durmió, porque no descartaba la posibilidad de que Escobar considerara que eran má s seguras para la cita las sombras de la noche.

El padre no logró dormir ni un minuto. El desayuno, a las ocho de la mañ ana, fue todaví a má s tentador que el de la ví spera, pero el padre no se sentó siquiera a la mesa. Seguí a desesperado con los lentes de contacto y nadie habí a podido ayudarlo, hasta que la administradora de la hacienda consiguió poné rselos con grandes esfuerzos. A diferencia del primer dí a no parecí a nervioso ni andaba acezante de un lado para otro, sino que se sentó con la vista fija en el camino por donde debí a llegar el automó vil. Así permaneció hasta que lo derrotó la impaciencia y se levantó de un salto.

– Yo me voy ‑ dijo‑, esta vaina es una mamadera de gallo.

Lograron convencerlo de que esperara hasta despué s del almuerzo. La promesa le devolvió el á nimo. Comió bien, conversó, fue tan divertido como en sus mejores tiempos, y al final anunció que iba a dormir la siesta.

– Pero les advierto ‑ dijo con un í ndice amenazante‑. No má s me despierto de la siesta, y me voy.

Martha Nieves hizo unas llamadas telefó nicas con la esperanza de obtener alguna informació n lateral que les sirviera para retener al padre cuando despertara. No fue posible. Un poco antes de las tres estaban todos dormitando en la sala, cuando los despabiló el ruido de un motor. Allí estaba el automó vil. Villamizar se levantó de un salto, dio un toquecito convencional en el dormitorio del padre, y empujó la puerta.

– Padre ‑ dijo‑. Vinieron por usted.

El padre despertó a medias y se levantó como pudo. Villamizar se sintió conmovido hasta el alma, pues le pareció un pajarito desplumado, con el pellejo colgante en los huesos y sacudido por escalofrí os de terror. Pero se sobrepuso al instante, se persignó, se creció, y se volvió resuelto y enorme. «Arrodí llese, mijo ‑ le ordenó a Villamizar‑. Recemos juntos». Cuando se incorporó era otro.

– Vamos a ver qué es lo que pasa con Pablo ‑ dijo.

Aunque Villamizar querí a acompañ arlo no lo intentó siquiera porque ya estaba acordado que no, pero se permitió hablar aparte con el chofer.

– Usted tiene que responder por el padre ‑ le dijo‑. Es una persona demasiado importante.

Cuidado con lo que van a hacer con é l. Dé se cuenta de la responsabilidad que tienen encima.

El chofer lo miró como si Villamizar fuera un imbé cil, y le dijo:

– ¿ Usted cree que si yo me monto con un santo nos puede pasar algo?

Sacó una gorra de bé isbol y le dijo al padre que se la pusiera para que no lo reconocieran por el cabello blanco. El padre se la puso. Villamizar no dejaba de pensar que Medellí n estaba militarizada. Le preocupaba que pararan al padre y se dañ ara el encuentro. O que quedara atrapado entre los fuegos cruzados de los sicarios y la policí a.

Lo sentaron adelante con el chofer. Mientras todos veí an alejarse el carro, el padre se quitó la gorra y la tiró por la ventana. «No se preocupe, mijo ‑ le gritó a Villamizar‑, que yo domino las aguas». Un trueno retumbó en la vasta campiñ a y el cielo se desplomó en un aguacero bí blico.

La ú nica versió n conocida de la visita del padre Garcí a Herreros a Pablo Escobar fue la que dio é l mismo de regreso a La Loma. Contó que la casa donde lo recibiera era grande y lujosa, con una piscina olí mpica y diversas instalaciones deportivas. En el camino tuvieron que cambiar de automó vil tres veces por motivos de seguridad, pero no los detuvieron en los muchos retenes de la policí a por el aguacero recio que no cedió un instante. Otros retenes, segú n le contó el chofer, eran del servicio de seguridad de los Extraditables. Viajaron má s de tres horas, aunque lo má s probable es que lo hubieran llevado a una de las residencias urbanas de Pablo Escobar en Medellí n, y que el chofer hubiera dado muchas vueltas para que el padre creyera que iban muy lejos de La Loma.

Contó que lo recibieron en el jardí n unos veinte hombres con las armas a la vista, a los cuales regañ ó por su mala vida y sus reticencias para entregarse. Pablo Escobar en persona lo esperó en la terraza, vestido con un conjunto de algodó n blanco de andar por casa, y una barba muy negra y larga. El miedo confesado por el padre desde que llegó a La Loma, y luego en la incertidumbre del viaje, se disipó al verlo.

– Pablo ‑ le dijo‑, vengo a que arreglemos esta vaina.

Escobar le correspondió con igual cordialidad y con un gran respeto. Se sentaron en dos de los sillones de cretona floreada de la sala, frente a frente, y con el á nimo dispuesto para una larga charla de viejos amigos. El padre se tomó un whisky que acabó de calmarlo, mientras Escobar se bebió un jugo de frutas sorbo a sorbo y con todo su tiempo. Pero la duració n prevista de la visita se redujo a tres cuartos de hora por la impaciencia natural del padre y el estilo oral de Escobar, tan conciso y cortante como el de sus cartas.

Preocupado por las lagunas mentales del padre, Villamizar lo habí a instruido para que tomara notas de la conversació n. Así lo hizo, pero al parecer fue má s lejos. Con el pretexto de su mala memoria, le pedí a a Escobar que escribiera de su puñ o y letra sus propuestas esenciales, y una vez escritas se las hací a cambiar o tachar con el argumento de que eran imposibles de cumplir. Fue así como Escobar minimizó el tema obsesivo de la destitució n de los policí as acusados por é l de toda clase de desmanes, y se concentró en la seguridad del lugar de reclusió n.

El padre contó que le habí a preguntado a Escobar si era el autor de los atentados contra cuatro candidatos presidenciales. É l le contestó en diagonal que le atribuí an crí menes que no habí a cometido. Le aseguró que no habí a podido impedir el del profesor Low Mutra, cometido el 30 de abril pasado en una calle de Bogotá, porque era una orden dada desde mucho antes y no hubo modo de cambiarla. En cuanto a la liberació n de Maruja y Pacho eludió decir algo que pudiera comprometerlo como autor, pero dijo que los Extraditables los mantení an en condiciones normales y con buena salud, y serí an liberados tan pronto como se acordaran los té rminos de la entrega. En particular sobre Pacho, dijo con seriedad: «É se está feliz con su secuestro». Por ú ltimo reconoció la buena fe del presidente Gaviria y expresó su complacencia de llegar a un acuerdo. Ese papel, escrito a veces por el padre, y la mayor parte corregida y mejor explicada por Escobar de su puñ o y letra, fue la primera propuesta formal de la entrega.

El padre se habí a levantado para despedirse cuando se le cayó una de las lentillas de contacto. Trató de poné rsela, Escobar lo ayudó, solicitaron auxilios de los empleados, pero fue inú til. El padre estaba desesperado. «No hay nada que hacer ‑ dijo‑. La ú nica que puede es Paulina».

Para su sorpresa, Escobar sabí a muy bien quié n era ella, y sabí a dó nde estaba en aquel momento.

– No se preocupe, padre ‑ dijo‑. Si quiere la mandamos a traer.

Pero el padre no soportaba má s la ansiedad de regresar y prefirió irse sin los lentes. Antes de los adioses, Escobar le pidió la bendició n para una medallita de oro que llevaba al cuello. El padre lo hizo en el jardí n asediado por los escoltas.

– Padre ‑ le dijeron ellos‑, usted no se puede ir sin darnos la bendició n.

Se arrodillaron. Don Fabio Ochoa habí a dicho que la mediació n del padre Garcí a Herrero, serí a decisiva para la rendició n de la gente de Escobar. Este debí a pensar lo mismo, y tal vez por eso se arrodilló con ellos para dar el buen ejemplo. El padre los bendijo a todos y les soltó una admonició n para que volvieran a la vida legal y ayudaran al imperio de la paz. No demoró má s de seis horas. Apareció en La Loma como a las ocho y media de la noche, ya bajo las estrellas radiantes, y descendió del carro con un salto de escolar de quince añ os.

– Tranquilo, mijo ‑ le dijo a Villamizar‑, aquí no hay problema, los acabo de arrodillar a todos.

No fue fá cil ponerlo en orden. Cayó en un estado de excitació n alarmante, y no valieron paliativos ni los cocimientos sedantes de las Ochoa. Seguí a lloviendo, pero é l querí a volar enseguida a Bogotá, divulgar la noticia, hablar con el presidente de la repú blica para cerrar allí mismo el acuerdo y proclamar la paz. Lograron que durmiera unas horas, pero desde la madrugada estuvo dando vueltas por la casa apagada, hablando solo, rezando en voz alta sus oraciones inspiradas, hasta que el sueñ o lo derrumbó al amanecer.

Cuando llegaron a Bogotá, a las once de la mañ ana del 15 de mayo, la noticia tronaba en la radio. Villamizar encontró a su hijo André s en el aeropuerto y lo abrazó emocionado. «Tranquilo, hijo ‑ le dijo‑. Su mamá está fuera en tres dí as».

Rafael Pardo fue menos fá cil de convencer cuando Villamizar se lo dijo por telé fono.

– Me alegro de veras, Alberto ‑ le dijo‑. Pero no se ilusione demasiado.

Por primera vez desde el secuestro asistió Villamizar a una fiesta de amigos, y nadie entendió que estuviera tan contento con algo que al fin y al cabo no era sino una promesa vaga como tantas otras de Pablo Escobar. A esas horas el padre Garcí a Herreros habí a dado la vuelta completa a todos los noticieros del paí s ‑ vistos, oí dos y escritos‑. Pidió ser tolerante con Escobar. «Si no lo defraudamos, é l se vuelve el gran constructor de la paz», decí a. Y agregaba sin citar a Rousseau: «Los hombres en su intimidad son buenos todos, aunque algunas circunstancias los vuelven malignos». Y en medio de una marañ a de micró fonos apelotonados, dijo sin má s reservas:

– Escobar es un hombre bueno.

El diario El Tiempo informó el viernes 17 que el padre era portador de una carta personal que entregarí a el lunes pró ximo al presidente Gaviria. En realidad, se referí a a las notas que Escobar y é l habí an tomado a cuatro manos durante la entrevista. En la tarde, los Extraditables expidieron un comunicado dominical que corrió el riesgo de pasar inadvertido en la turbulencia de las noticias: «Hemos ordenado la liberació n de Francisco Santos y Maruja Pachó n». No decí an cuá ndo. Sin embargo, la radio lo dio por hecho y los periodistas alborotados empezaron a montar guardia en las casas de los rehenes.

Era el final: Villamizar recibió un mensaje de Escobar en el cual le decí a que no soltarí a a Maruja Pachó n y a Francisco Santos ese dí a sino el siguiente ‑ lunes 20 de mayo‑ a las siete de k noche. Pero el martes a las nueve de la mañ ana Villamizar deberí a estar otra vez en Medellí n para la entrega de Escobar.

 

 

Maruja oyó el comunicado de los Extraditables el domingo 19 de mayo a las siete de la noche. No decí a ni hora ni fecha de la liberació n, y por el modo de proceder los Extraditables lo mismo podí a ser cinco minutos despué s que dentro de dos meses. El mayordomo y su mujer irrumpieron en el cuarto dispuestos para la fiesta.

– Ya esto se acabó ‑ gritaron‑. Hay que celebrarlo.

Trabajo le costó a Maruja convencerlos de que esperaran la orden oficial por boca de algú n emisario directo de Pablo Escobar. La noticia no la sorprendió, pues en las ú ltimas semanas habí a recibido señ ales inconfundibles de que las cosas iban mejor de como las supuso cuando le llegaron con la promesa descorazonadora de alfombrar el cuarto. En las emisiones recientes de Colombia los Reclama aparecí an cada vez má s amigos y actores populares. Con el optimismo renovado, Maruja seguí a las telenovelas con tanta atenció n, que creyó descubrir mensajes cifrados hasta en las lá grimas de glicerina de los amores imposibles. Las noticias del padre Garcí a Herreros, cada dí a má s espectaculares, hicieron evidente que lo increí ble iba a suceder.

Maruja quiso ponerse la ropa con que habí a llegado, previendo una liberació n intempestiva que la hiciera aparecer frente a las cá maras con la triste sudadera de secuestrada. Pero la falta de nuevas noticias en la radio, y la desilusió n del mayordomo, que esperaba la orden oficial antes de dormirse, la pusieron en guardia contra el ridí culo, aunque só lo fuera ante sí misma. Se tomó una dosis alta de somní feros y no despertó hasta el dí a siguiente, lunes, con la impresió n pavorosa de no saber quié n era ni dó nde estaba.

A Villamizar no lo habí a inquietado ninguna duda, pues el comunicado de Escobar era inequí voco. Se lo transmitió a los periodistas, pero no le hicieron caso. Como a las nueve, una emisora de radio anunció con grandes aspavientos que la señ ora Maruja Pachó n de Villamizar acababa de ser liberada en el barrio del Salitre. Los periodistas salieron en estampida, pero Villamizar no se inmutó.

– Nunca la soltará n en un lugar tan apartado para que le pase cualquier vaina ‑ dijo‑. Será mañ ana con seguridad y en un lugar seguro.

Un reportero le cerró el paso con el micró fono.

– Lo que sorprende ‑ le dijo‑ es la confianza que usted le tiene a esa gente.

– Es palabra de guerra ‑ dijo Villamizar.

Los periodistas de má s confianza se quedaron en los corredores del apartamento ‑ y algunos en el bar‑ hasta que Villamizar los invitó a salir para cerrar la casa. Otros hicieron campamentos en camionetas y automó viles frente al edificio, y allí pasaron la noche. Villamizar despertó el lunes con los noticieros de las seis de la mañ ana, como de costumbre, y se quedó en la cama hasta las once. Trató de ocupar el telé fono lo menos posible, pero las llamadas de periodistas y amigos no le dieron tregua. La noticia del dí a seguí a siendo la espera de los secuestrados.



  

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