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Gabriel García Márquez 18 страница



Al final de la visita, el Doctor habí a dado instrucciones a la gente de la casa para que se esmeraran en el trato a Maruja. El mayordomo y Damaris estaban tan contentos con las nuevas ó rdenes, que a veces se excedieron en sus complacencias. Antes de despedirse, el Doctor habí a decidido cambiar la guardia. Maruja le pidió que no. Los jó venes bachilleres, que cumplí an el turno de abril, habí an sido un alivio despué s de los desmanes de marzo, y seguí an manteniendo con ella una relació n pací fica. Maruja se habí a ganado la confianza. Le comentaban lo que oí an al mayordomo y su mujer y la poní an al comente de contrariedades internas que antes eran secretos de Estado. Llegaron a prometerle ‑ y Maruja lo creyó ‑ que si alguien intentaba algo contra ella serí an los primeros en impedirlo. Le demostraban sus afectos con golosinas que se robaban en la cocina, y le regalaron una lata de aceite de oliva para disimular el sabor abominable de las lentejas.

Lo ú nico difí cil era la inquietud religiosa que los atormentaba y que ella no podí a satisfacer por su incredulidad congé nita y su ignorancia en materias de fe. Muchas veces corrió el riesgo de estropear la armoní a del cuarto. «A ver có mo es la vaina ‑ les preguntaba‑. ¿ Si es pecado matar por que matan ustedes? » Los desafiaba: «Tantos rosarios a las seis de la tarde, tantas veladoras, tantas vainas con el Divino Niñ o, y si yo tratara de escaparme no pensarí an en é l para matarme a tiros». Los debates llegaron a ser tan virulentos que uno de ellos gritó espantado:

– ¡ Ustedes atea!

Ella gritó que sí. Nunca pensó causar semejante estupor. Consciente de que su radicalismo ocioso podí a costarle caro, se inventó una teorí a có smica del mundo y de la vida que les permití a discutir sin altercados. De modo que la idea de reemplazarlos por otros desconocidos no era recomendable. Pero el Doctor le explicó:

– Es para resolverle esta vaina de las ametralladoras.

Maruja entendió lo que querí a decir cuando llegaron los del nuevo turno. Eran unos lavapisos desarmados que limpiaban y trapeaban todo el dí a, hasta el extremo de que estorbaban má s que la basura y el mal estado de antes. Pero la tos de Maruja desapareció poco a poco, y el nuevo orden le permitió asomarse a la televisió n con una tranquilidad y una concentració n que eran convenientes para su salud y su equilibrio.

La incré dula Maruja no le prestaba la menor atenció n a El Minuto de Dios, un raro programa de sesenta segundos en el cual el sacerdote budista de ochenta y dos añ os, Rafael Garcí a Herreros, hací a una reflexió n má s social que religiosa, y muchas veces crí ptica. En cambio Pacho Santos, que es un cató lico ferviente y practicante, se interesaba en el mensaje que tení a muy Poco en comú n con el de los polí ticos profesionales. El padre era una de las caras má s conocidas del paí s desde enero de 1955, cuando se inició el programa en el canal 7 de la Televisora Nacional. Antes habí a sido una voz conocida en una emisora de Cartagena desde 1950, en una de Cali desde enero del 52, en Medellí n desde setiembre del 54 y en Bogotá desde diciembre de ese mismo añ o. En la televisió n empezó casi al mismo tiempo de la inauguració n del sistema. Se distinguí a por su estilo directo y a veces brutal, y hablaba con sus ojos de á guila fijos en el espectador. Todos los añ os, desde 1961, habí a organizado el Banquete del Milló n, al cual asistí an personas muy conocidas ‑ o que querí an serlo‑ y pagaban un milló n de pesos por una taza de consomé y un pan servidos por una reina de la belleza, para recolectar fondos destinados a la obra social que llevaba el mismo nombre del programa. La invitació n má s estruendosa fue la que hizo en 1968 con una carta personal a Brigitte Bardot. La aceptació n inmediata de la actriz provocó el escá ndalo de la mojigaterí a local, que amenazó con sabotear el banquete. El padre se mantuvo en su decisió n. Un incendio má s que oportuno en los estudios de Boulogne, en Parí s, y la explicació n fantá stica de que no habí a lugar en los aviones, fueron los dos pretextos con que se sorteó el gran ridí culo nacional.

Los guardianes de Pacho Santos eran espectadores asiduos de El Minuto de Dios, pero ellos sí se interesaban por su contenido religioso má s que por el social. Creí an a ciegas, como la mayorí a de las familias de los tugurios de Antioquia, que el padre era un santo. El tono era siempre crispado y el contenido ‑ a veces‑ incomprensible. Pero el programa del 18 de abril ‑ dirigido sin duda pero sin nombre propio a Pablo Escobar‑ fue indescifrable. Me han dicho que quiere entregarse. Me han dicho que quisiera hablar conmigo ‑ dijo el padre Garcí a Herreros mirando directo a fe cá mara‑. ¡ Oh, mar! ¡ Oh, mar de Coveñ as a las cinco de la tarde cuando el sol está cayendo! ¿ Qué debo hacer? Me dicen que é l está cansado de su vida y con su bregar, y no puedo contarle a nadie mi secreto. Sin embargo, me está ahogando interiormente. Dime ¡ Oh, mar!: ¿ Podré hacerlo? ¿ Deberé hacerlo? Tú que sabes toda la historia de Colombia, tú que viste a los indios que adoraban en esta playa, tú que oí ste el rumor de la historia: ¿ deberé hacerlo? ¿ Me rechazará n si lo hago? ¿ Me rechazará n en Colombia? Si lo hago: ¿ se formará una balacera cuando yo vaya con ellos? ¿ Caeré con ellos en esta aventura?

Maruja tambié n lo oyó, pero le pareció menos raro que a muchos colombianos, porque siempre habí a pensado que al padre le gustaba divagar hasta extraviarse en las galaxias. Lo veí a má s bien como un aperitivo ineludible del noticiero de las siete. Aquella noche le llamó la atenció n porque todo lo que tuviera que ver con Pablo Escobar tení a que ver tambié n con ella. Quedó perpleja e intrigada, y muy inquieta con la incertidumbre de lo que pudiera haber en el fondo de aquel galimatí as providencial. Pacho, en cambio, seguro de que el padre lo sacarí a de aquel purgatorio, se abrazó de alegrí a con su guardiá n.

 

 

El mensaje del padre Garcí a Herreros abrió una brecha en el callejó n sin salida. A Alberto Villamizar le pareció un milagro, pues en aquellos dí as habí a estado repasando nombres de posibles mediadores que fueran má s confiables para Escobar por su imagen y sus antecedentes. Tambié n Rafael Pardo tuvo noticia del programa y lo inquietó la idea de que hubiera alguna filtració n en su oficina. De todos modos, tanto a é l como a Villamizar les pareció que el padre Garcí a Herreros podí a ser el mediador apropiado para la entrega de Escobar.

A fines de marzo, en efecto, las cartas de ida y vuelta no tení an nada má s que decir. Peor: era evidente que Escobar estaba usando a Villamizar como instrumento para mandar recados al gobierno sin dar nada a cambio. Su ú ltima carta era ya una lista de quejas interminables. Que la tregua no estaba rota pero habí a dado libertad a su gente para que se defendiera de los cuerpos de seguridad, que é stos estaban incluidos en la lista de los grandes atentados, que si no habí a soluciones rá pidas iban a incrementar los ataques sin discriminaciones contra la policí a y la població n civil. Se quejaba de que el procurador só lo hubiera destituido a dos oficiales, si los acusados por los Extraditables eran veinte. Cuando Villamizar se encontraba sin salida lo discutí a con Jorge Luis Ochoa, pero cuando habí a algo má s delicado é ste mismo lo mandaba a la finca de su padre en busca de buenos consejos. El viejo le serví a a Villamizar medio vaso del whisky sagrado. «Tó meselo todo ‑ le decí a‑ que yo no sé có mo aguanta usted esta tragedia tan macha». Así estaban las cosas a principios de abril, cuando Villamizar volvió a La Loma y le hizo a don Fabio un relato pormenorizado de sus desencuentros con Escobar. Don Fabio compartió su desencanto.

– Ya no vamos a carajear má s con cartas ‑ decidió ‑. Si seguimos con eso va a pasar un siglo. Lo mejor es que usted mismo se entreviste con Escobar y pacten las condiciones que quieran.

El mismo don Fabio mandó la propuesta. Le hizo saber a Escobar que Villamizar estaba dispuesto a dejarse llevar con todos los riesgos dentro del baú l de un automó vil. Pero Escobar no aceptó. «Yo tal vez hablo con Villamizar, pero no ahora», contestó. Tal vez temeroso todaví a del dispositivo electró nico de seguimiento que podí a llevar escondido en cualquier parte, inclusive bajo la corona de oro de una muela.

Mientras tanto seguí a insistiendo en que se sancionara a los policí as, y en las acusaciones a Maza Má rquez de estar aliado con los paramilitares y el cartel de Cali para matar a su gente. Esta acusació n, y la de haber matado a Luis Carlos Galá n, eran dos obsesiones encarnizadas de Escobar contra el general Maza Má rquez. É ste contestaba siempre en pú blico o en privado que por el momento no hací a la guerra contra el cartel de Cali porque su prioridad era el terrorismo de los narcotraficantes y no el narcotrá fico. Escobar, por su parte, habí a escrito en una carta a Villamizar, sin que viniera a cuento: «Dí gale a doñ a Gloria que a su marido lo mató Maza, de eso no le quepa la menor duda». Ante la reiteració n constante de esa acusació n, la respuesta ce Maza fue siempre la misma: «El que má s sabe que no es cierto es el mismo Escobar».

Desesperado con aquella guerra sangrienta y esté ril que derrotaba cualquier iniciativa de la inteligencia, Villamizar intentó un ú ltimo esfuerzo por conseguir que el gobierno hiciera una tregua para negociar. No fue posible. Rafael Pardo le habí a hecho ver desde el principio que mientras las familias de los secuestrados chocaban con la determinació n del gobierno de no hacer la mí nima concesió n, los enemigos de la polí tica de sometimiento acusaban al gobierno de estar entregando el paí s a los traficantes.

Villamizar ‑ acompañ ado en esa ocasió n por su cuñ ada, doñ a Gloria de Galá n‑ visitó tambié n al general Gó mez Padilla, director general de la Policí a. Ella le pidió al general una tregua de un mes para intentar un contacto personal con Escobar.

– Nos morimos de la pena, señ ora ‑ le dijo el general‑, pero no podemos parar los operativos contra este criminal. Usted está actuando bajo su riesgo, y lo ú nico que podemos hacer es desearle buena suerte.

Fue todo lo que consiguieron ante el hermetismo de la policí a para impedir las filtraciones inexplicables que le habí an permitido a Escobar burlar los cercos mejor tendidos. Pero doñ a Gloria no se fue con las manos vací as, pues un oficial le dijo al despedirse que a Maruja la tení an en algú n lugar del departamento de Nariñ o, en la frontera con el Ecuador. Ella sabí a por Beatriz que estaba en Bogotá, de modo que el despiste de la policí a le disipó el temor de una operació n de rescate.

Las especulaciones de prensa sobre las condiciones de la entrega de Escobar habí an alcanzado por aquellos dí as proporciones de escá ndalo internacional. Las negativas de la policí a, las explicaciones de todos los estamentos del gobierno, y aun del presidente en persona, no acabaron de convencer a muchos de que no habí a negociaciones y componendas secretas para la entrega.

El general Maza Má rquez creí a que era cierto. Má s aú n: estuvo siempre convencido ‑ y se lo dijo a todo el que quiso oí rlo‑ que su destitució n serí a una de las condiciones capitales de Escobar para su entrega. El presidente Gaviria parecí a disgustado desde antes con algunas declaraciones de rueda libre que Maza Má rquez hací a a la prensa y por rumores nunca confirmados de que algunas filtraciones obligadas eran obra suya. Pero en aquel momento ‑ despué s de tantos añ os en su cargo, con una popularidad inmensa por su mano dura contra la delincuencia y su inefable devoció n por el Divino Niñ o‑ no era probable que tomara la determinació n de destituirlo en frí o. Maza tení a que ser consciente de su poder, pero tambié n debí a saber que el presidente terminarí a por ejercer el suyo, y lo ú nico que habí a pedido ‑ mediante mensajes de amigos comunes‑ era que le avisaran con bastante tiempo para poner a salvo a su familia.

El ú nico funcionario autorizado para mantener contactos con los abogados de Pablo Escobar ‑ y siempre con constancia escrita‑ era el director de Instrucció n Criminal, Carlos Alberto Mejí a. A é l le correspondió por ley acordar los detalles operativos de la entrega y las condiciones de seguridad y de vida dentro de la cá rcel.

El ministro Giraldo Á ngel en persona revisó las opciones posibles. Le habí a interesado el pabelló n de alta seguridad de Itagü í desde que se entregó Fabio Ochoa, en noviembre del añ o anterior, pero los abogados de Escobar lo objetaron por ser un blanco fá cil para carrobombas. Tambié n le pareció aceptable la idea de convertir en cá rcel blindada un convento del Poblado ‑ cerca del edificio residencial donde Escobar habí a escapado a la explosió n de doscientos kilos de dinamita que atribuyó al cartel de Calipero las monjas propietarias no quisieron venderlo. Habí a propuesto reforzar la cá rcel de Medellí n, pero se opuso el Consejo Municipal en pleno. Alberto Villamizar, temeroso de que la entrega se frustrara por falta de cá rcel, intercedió con razones de peso en favor de la propuesta que Escobar habí a hecho en octubre del añ o anterior: el Centro Municipal para Drogadictos El Claret, a doce kiló metros del parque principal de Envigado, en una finca conocida como La Catedral del Valle, que estaba inscrita a nombre de un testaferro de Escobar. El gobierno estudiaba la posibilidad de tomar el centro en arriendo y acondicionarlo como cá rcel, consciente como era de que Escobar no se entregarí a s no solucionaba el problema de su propia seguridad. Sus abogados exigí an que las guardias fueran de antioquenos y que la seguridad externa corriera a cargo de cualquier cuerpo armado menos de la policí a, por temor a represalias por los agentes asesinados en Medellí n.

El alcalde de Envigado, responsable de la obra definitiva, tomó nota del informe del gobierno, y emprendió la dotació n de la cá rcel, que deberí a entregar al Ministerio de Justicia conforme al contrato de arrendamiento firmado entre los dos. La construcció n bá sica era de una simplicidad escolar, con pisos de cemento, techos de teja y puertas metá licas pintadas de verde. El á rea administrativa en lo que fue la antigua casa de la finca estaba compuesta por tres pequeñ os salones, la cocina, un patio empedrado y la celda de castigo. Tení a un dormitorio colectivo de cuatrocientos metros cuadrados, y otro saló n amplio para biblioteca y sala de estudios, y seis celdas individuales con bañ o privado. En el centro habí a un espacio comunal de unos seiscientos metros cuadrados, con cuatro duchas, un vestidor y seis sanitarios. El acondicionamiento habí a empezado en febrero, con setenta obreros de planta que dormí an por turnos unas pocas horas al dí a. La topografí a difí cil, el pé simo estado de la ví a de acceso y el fuerte invierno obligaron a prescindir de volquetas y camiones, y tuvieron que transportar gran parte del mobiliario a lomo de muí a. Los primeros fueron dos calentadores de agua para cincuenta litros cada uno, los catres cuartelarios y unas dos docenas de pequeñ os butacos de tubos pintados de amarillo. Veinte materas con plantas ornamentales ‑ araucarias aureles y palmas arecas‑ completaron el decorado interior. Como el antiguo reclusorio no contaba con redes para telé fono, la comunicació n de la cá rcel se harí a al principio por el sistema de radio. El costo final de la obra fue de ciento veinte millones de pesos que pagó el municipio de Envigado. En los cá lculos iniciales se habí a previsto para ocho meses, pero cuando entró en escena el padre Garcí a Herreros se apresuraron los trabajos a marchas forzadas.

Otro obstá culo para la rendició n habí a sido el desmonte del ejé rcito privado de Escobar. É ste, al parecer, no consideraba la cá rcel como un instrumento de la ley sino como un santuario contra sus enemigos y aun contra la misma justicia ordinaria, pero no lograba la unanimidad para que su tropa se entregara con é l. Su argumento era que no podí a ponerse a buen recaudo con su familia y dejar a sus có mplices a merced del Cuerpo É lite. «Yo no me mando solo», dijo en una carta. Pero é sta era para muchos una verdad a medias, pues tambié n es probable que quisiera tener consigo y completo su equipo de trabajo para seguir manejando sus negocios desde la cá rcel. De todos modos, el gobierno preferí a encerrarlos juntos con Escobar. Eran cerca de cien bandas que no estaban en pie de guerra permanente, pero serví an como reservistas de primera lí nea, fá ciles de reunir y armar en pocas horas. Se trataba de conseguir que Escobar desarmara y se llevara consigo a la cá rcel a sus quince o veinte capitanes intré pidos.

En las pocas entrevistas personales que tuvo Villamizar con el presidente Gaviria, la posició n de é ste fue siempre facilitarle sus diligencias privadas para liberar a los secuestrados. Villamizar no cree que el gobierno hiciera negociaciones distintas de las que le autorizó a é l, y é stas estaban previstas en la polí tica de sometimiento. El ex presidente Turbay y Hernando Santos ‑ aunque nunca lo manifestaron y sin desconocer las dificultades institucionales del gobierno‑ esperaban sin duda un mí nimo de flexibilidad del presidente. Las mismas negativas de é ste a cambiar los plazos establecidos en los decretos frente a la insistencia, la sú plica y los reclamos de Nydia, seguirá n siendo una espina en el corazó n de las familias que lo reclamaban. Y el hecho de que sí los hubiera cambiado tres dí as despué s de la muerte de Diana es algo que la familia de é sta no entenderá nunca. Por desgracia ‑ habí a dicho el presidente en privado‑ el cambio de fecha a esas alturas no hubiera impedido la muerte de Diana tal como ella ocurrió.

Escobar no se conformó nunca con un solo canal, ni dejó un minuto de tratar de negociar con Dios y con el diablo, con toda clase de armas, legales o ¡ legales. No porque se fiara má s de otros que de unos, sino porque nunca confió en ninguno. Aun cuando ya tení a asegurado lo que esperaba de Villamizar, seguí a acariciando el sueñ o del indulto polí tico, surgido en 1989, cuando los narcos mayores y muchos de sus secuaces consiguieron carné s de militantes del M‑ 19 para acomodarse en las listas de guerrilleros amnistiados. El comandante Carlos Pizarro les cerró el paso con requisitos imposibles. Dos añ os despué s, Escobar buscaba un segundo aire a travé s de la Asamblea Constituyente, varios de cuyos miembros fueron presionados por distintos medios, desde ofertas de dinero en rama hasta intimidaciones graves.

Pero tambié n los enemigos de Escobar se atravesaron en sus propó sitos. É se fue el origen de un llamado narcoví deo, que causó un escá ndalo tan ruidoso como esté ril. Se suponí a filmado con una cá mara oculta en el cuarto de un hotel, en el momento en que un miembro de la Asamblea Constituyente recibí a dinero en efectivo de un supuesto abogado de Escobar. El constituyente habí a sido elegido en las listas del M‑ 19, pertenecí a en realidad al grupo de paramilitares al servicio del cartel de Cali en su guerra contra el cartel de Medellí n, y su cré dito no alcanzó para convencer a nadie. Meses despué s, un jefe de milicias privadas que se desmovilizó ante la justicia contó que su gente habí a hecho aquella burda telenovela para usarla como prueba de que Escobar estaba sobornando constituyentes y que, por consiguiente, el indulto o la no extradició n estarí an viciados.

Entre los muchos frentes que trataba de abrir, Escobar intentó negociar la liberació n de Pacho Santos a espaldas de Villamizar, cuando las gestiones de é ste estaban a punto de culminar. A travé s de un sacerdote amigo le mandó un mensaje a Hernando Santos a fines de abril, para que se entrevistara con uno de sus abogados en la iglesia de Usaqué n. Se trataba ‑ decí a el mensaje‑ de una gestió n de suma importancia para la liberació n de Pacho. Hernando no só lo conocí a al sacerdote, sino que lo consideraba como un santo vivo, de modo que concurrió a la cita solo y puntual a las ocho de la noche del dí a señ alado. En la penumbra de la iglesia, el abogado apenas visible le advirtió que no tení a nada que ver con los carteles, pero que Pablo Escobar habí a sido el padrino de su carrera y no podí a negarle aquel favor. Su misió n se limitaba a entregarle dos textos: un informe de Amnistí a Internacional contra la policí a de Medellí n, y el original de una nota con í nfulas de editorial sobre los atropellos del Cuerpo É lite.

– Yo he venido aquí pensando só lo en la vida de su hijo ‑ dijo el abogado‑. Si estos artí culos se publican mañ ana, al dí a siguiente Francisco estará libre.

Hernando leyó el editorial iné dito con sentido polí tico. Eran los hechos tantas veces denunciados por Escobar, pero con pormenores espeluznantes imposibles de demostrar. Estaba escrito con seriedad y malicia sutil. El autor, segú n el abogado, era el mismo Escobar. En todo caso, parecí a su estilo.

El documento de Amnistí a Internacional estaba ya publicado en otros perió dicos y Hernando Santos no tení a inconveniente en repetirlo. En cambio, el editorial era demasiado grave para publicarlo sin pruebas. «Que me las mande y lo publicamos enseguida aun si no sueltan a Pacho», dijo Hernando. No habí a má s que hablar. El abogado, consciente de que su misió n habí a terminado, quiso aprovechar la ocasió n para preguntarle a Hernando cuá nto le habí a cobrado Guido Parra por su mediació n.

– Ni un centavo ‑ contestó Hernando‑. Nunca se habló de plata.

– Dí game la verdad ‑ dijo el abogado‑, porque Escobar controla las cuentas, lo controla todo, y le hace falta ese dato.

Hernando repitió la negativa, y la cita terminó con una despedida formal.

Tal vez la ú nica persona convencida por aquellos dí as de que las cosas estaban a punto de llegar a té rmino fue el astró logo colombiano Mauricio Puerta ‑ observador atento de la vida nacional a travé s de las estrellas quien habí a llegado a conclusiones sorprendentes sobre la carta astral de Pablo Escobar.

Habí a nacido en Medellí n el 1 de diciembre de 1949 a las 11. 50 a. m.

Por consiguiente era un Sagitario con ascendente Piscis, y con la peor de las conjunciones:

Marte junto con Saturno en Virgo. Sus tendencias eran: autoritarismo cruel, despotismo, ambició n insaciable, rebeldí a, turbulencia, insubordinació n, anarquí a, indisciplina, ataques a la autoridad. Y un desenlace terminante: muerte sú bita.

Desde el 30 de marzo de 1991 tení a a Saturno en cinco grados para los tres añ os siguientes, y só lo le quedaban tres alternativas para definir su destino: el hospital, el cementerio o la cá rcel. Una cuarta opció n ‑ el convento‑ no parecí a verosí mil en su caso. De todos modos la é poca era má s favorable para acordar los té rminos de una negociació n que para cerrar un trato definitivo. Es decir: su mejor opció n era la entrega condicionada que le proponí a el gobierno.

«Muy inquieto debe estar Escobar para que se interese tanto por su carta astral», dijo un periodista. Pues tan pronto como tuvo noticia de Mauricio Puerta quiso conocer su aná lisis hasta en sus mí nimos detalles. Sin embargo, dos enviados de Escobar no llegaron a su destino, y uno desapareció para siempre. Puerta organizó entonces en Medellí n un seminario muy publicitado para ponerse al alcance de Escobar, pero una serie de inconvenientes extrañ os impidió el encuentro. Puerta los interpretó como un recurso de protecció n de los astros para que nada interfiriera un destino que era ya inexorable.

Tambié n la esposa de Pacho Santos tuvo la revelació n sobrenatural de una vidente que habí a prefigurado la muerte de Diana con una claridad asombrosa, y le habí a dicho a dí a con igual seguridad que Pacho estaba vivo. En abril volvió a encontrarla en un sitio pú blico, y le dijo de paso al oí do:

– Te felicito. Ya veo la llegada.

É stos eran los ú nicos indicios alentadores cuando el padre Garcí a Herreros transmitió su mensaje crí ptico a Pablo Escobar. Có mo llegó a esa determinació n providencial, y qué tení a que ver con ella el mar de Coveñ as, es algo que aú n sigue intrigando al paí s. Sin embargo, la manera como se le ocurrió es todaví a má s intrigante. El viernes 12 de abril de 1991 habí a visitado al doctor Manuel Patarroyo ‑ feliz inventor de la vacuna contra la malaria‑ para pedirle que instalara en El Minuto de Dios un puesto mé dico para la detecció n precoz del SIDA. Lo acompañ ó ‑ ademá s de un joven sacerdote de su comunidad‑ un antioqueñ o de todo el maí z, grande amigo suyo, que lo asesoraba en sus asuntos terrenales. Por decisió n propia, este benefactor que ha pedido no ser mencionado con su nombre, no só lo habí a construido y donado la capilla personal del padre Garcí a Herreros sino que tributaba diezmos voluntarios para su obra social. En el automó vil que los llevaba al Instituto de Inmunologí a del doctor Patarroyo, sintió una especie de inspiració n apremiante.

– Ó igame una cosa, padre ‑ le dijo‑. ¿ Por qué no se mete usted en esa vaina para ayudar a que Pablo Escobar se entregue?

Lo dijo sin preá mbulos y sin ningú n motivo consciente. «Fue un mensaje de allá arriba», contarí a despué s, como se refiere siempre a Dios, con un respeto de siervo y una confianza de compadre. El sacerdote lo recibió como un flechazo en el corazó n. Se puso lí vido. El doctor Patarroyo, que no lo conocí a, se sintió impresionado por la energí a que irradiaban sus ojos y su sentido del negocio, pero su acompañ ante lo vio distinto. «El padre estaba como flotando ‑ ha dicho‑. Durante la visita no pensó en nada má s que en lo que yo le habí a dicho, y a la salida lo vi tan acelerado que me asusté ». Así que se lo llevó a descansar el fin de semana en una casa de vacaciones en Coveñ as, un balneario popular del Caribe donde recalan miles de turistas y termina un oleoducto con doscientos cincuenta mil barriles diarios de petró leo crudo.



  

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